11 de octubre de 2017
Después de la derrota del
nacional-populismo en Holanda y Francia y del frenazo a los sectores más
intransigentes del Brexit en el Reino
Unido, la pasada primavera, se anunciaba un verano de alivio y mejoría, con la
vista puesta en la consolidación de Alemania como ancla fiable del proyecto
europeo. No ha sido eso lo que ha ocurrido.
VOLANTAZO A LA DERECHA EN
ALEMANIA
El retroceso llamativo de Merkel y el varapalo a
los socialdemócratas ha colocado a Alemania en el mismo escenario de dudas e
inestabilidad que acosa al resto de la UE. No es tanto el ascenso inquietante
de los xenófobos y su entrada en el Bundestag con casi un centenar de diputados
lo que más amenaza la estabilidad alemana. Los liberales, imprescindibles
socios de gobierno, no comparten la visión que la canciller tenía del espacio
abierto europeo y se alinean con el sector duro de su partido en materia
fiscal.
Para resolver esta
contrariedad, Merkel se ha avenido ya a aceptar un techo de acogida de 200.000
refugiados anuales, confirmando su rectificación preelectoral. Una concesión tanto
al ala bávara de su partido como a los propios liberales, para favorecer la
negociación. ¿Cómo lo recibirán los Verdes, el tercer socio de la combinación
Jamaica?
¿PRESIDENTE SOUFFLÉ?
Aparte de la ducha alemana de agua fría con que se
cerraba el verano, el otro supuesto polo de la dinamización europea, el macronismo francés, experimentaba de
manera repentina un brusco descenso a tierra. No hizo falta esperar a que el
otoño enfrentara al nuevo presidente francés con la prueba de la contestación
social. A finales de verano, las encuestas indicaban una caída de su
popularidad de 24 puntos, un récord de desencanto temprano. Incluso en estos
tiempos tan volátiles en el estado de ánimo político de la ciudadanía en
Europa, el desinflamiento del presidente francés resulta significativo. Pero
quizás no debe sorprender tanto. ¿Acaso no sabíamos que el encanto de Macron era
tan consistente como un soufflé?
¿MAY, COMO THATCHER?
Malas noticias, en todo caso, en el ánimo de
quienes contaban con el renovado tándem
franco-alemán para poner el proyecto europeo de nuevo sobre las vías de alta
velocidad y, antes que eso, para afrontar con firmeza y unidad el desafío del
divorcio británico. El correctivo electoral había obligado a Theresa May a
hacer virtud de la necesidad y aceptar una negociación más constructiva. Pero,
paradójicamente, la debilidad de la primera ministra no sólo ha fortalecido la
posición de sus socios europeos. También ha alentado a los elementos más
activos del Brexit duro. La enésima
provocación del secretario del Foreign Office, Boris Johnson (la versión más
aproximada de Trump en Gran Bretaña) y una serie de desgracias triviales pero inoportunas dibujan un escenario de
tensión y lucha por el control de Downing Street. Cada día que pasa, el tiempo
presente de Theresa May se parece más al ocaso de Margaret Thatcher: privada de
confianza exterior y abandonada por los suyos.
EL EFECTO DEL PROCÉS
El otro acontecimiento que ha terminado por
ensombrecer el panorama político y arruinar las esperanzas de un periodo más
tranquilo en la política europea ha sido el proceso independentista en
Cataluña. La pasividad del gobierno central y su encastillamiento en la
posición legalista, sin atender las implicaciones políticas, sociales y
emocionales de la presión nacionalista, generó una actitud de espera en Europa.
Pero la jornada del 1 de octubre, condicionada por
el efecto de la actuación policial (torpe o provocadora: el tiempo lo dirá),
cambió el relato de la situación. Los gobiernos y partidos centristas europeos se mantuvieron en su discurso del “asunto
interno” y descartaron las llamadas de mediación, entre otras cosas porque no
existe base jurídica para ello. Pero las escenas de violencia policial
activaron todos los clichés existentes y no pocos medios y analistas exteriores
dejaron sentir una incomodidad creciente por la manera en la que se había
gestionado la crisis, sin posicionarse con claridad en bando alguno.
En los últimos diez días, la derrota del gobierno
español en la tribuna mediática internacional se ha visto compensada con cuatro
grandes movimientos: la respuesta de quienes no desean separarse de España, las
fracturas en el interior del bloque independentista, el intento de los
conciliadores por hacer escuchar sus mensajes de diálogo y, sobre todo, la
decisiva actuación de algunas grandes empresas de trasladar, al menos de
momento, sus sedes sociales fuera de Cataluña. Todo ello ha devenido en la
monumental ceremonia de la confusión de la jornada del 10 de octubre, que prolonga
y ahonda la incertidumbre y la preocupación también en Europa.El procés
se agrega a otros fenómenos secesionistas europeos, con recorrido propio,
naturalmente, pero con el aliento adicional que proporciona a cualquier
episodio nacionalista la emotividad de las escenas catalanas. Las consultas en
el norte de Italia, en apenas unos días, podrán reactivar la siempre latente
crisis política en el país transalpino y abrir un nuevo foco de estabilidad. Y
qué decir en Gran Bretaña, donde las zozobras del Brexit pueden dar nuevos bríos a los nacionalistas escoceses,
quienes, después del retroceso electoral de junio, se habían decidido por
aplazar durante unos años su aspiración de celebrar una nueva consulta de
independencia.
En definitiva, que la
cadena de elecciones de este año, aparentemente saldada con tranquilidad para
el abanico centrista europeo, va camino de resolverse en un periodo adicional
de inestabilidad, desafíos nacionalistas, debilidad de los líderes a priori más
sólidos e incertidumbre política. A punto de completarse la década más negativa
del proyecto europeo desde su fundación, las perspectivas no parecen demasiado halagüeñas.