3 de julio de 2019
El
primer debate entre los 20 candidatos demócratas a la Casa Blanca parece haber
despejado bastante un tartán demasiado concurrido. Pero más importante aún que
los nombres, esta primera escenificación pública del debate interno partidario
es la constatación evidente de que los demócratas se encuentran en pleno viaje
hacia la izquierda.
Trump
lo condiciona y lo contamina todo, desde luego, y quizás más que nada a sus
rivales. El péndulo demócrata se mueve entre acosar al presidente visiblemente
tramposo con la herramienta del impeachment (destitución) o concentrarse
en seleccionar a quien mejor pueda acabar con él... en las urnas. La izquierda
del Partido, cada día más fuerte y vigorosa, apuesta por lo primero; los
moderados consideran que esa estrategia es arriesgada e incluso suicida, y
optan por acertar con la persona que le gane votos, mensajes y designios en su
propio terreno: el ciudadano blanco desasistido, perplejo y revanchista (1).
LA
LARGA MARCHA DE LOS PROGRESISTAS DEMÓCRATAS
Este
dilema no es sólo estratégico. Es ideológico. En el Partido Demócrata está
ocurriendo algo similar, pero en inverso sentido ideológico, a lo que sucedió al
Great Old Party (el Partido Republicano) hace una década, cuando emergió
y se consolidó la corriente ultraconservadora conocida como Tea Party.
Ahora,
entre los demócratas parece haberse afianzado una confluencia de corrientes
claramente críticas con el sistema político, económico y social americano, abiertamente
en crisis. El Partido Demócrata se convirtió en el favorito de la clase media
hace décadas, pero sus dirigentes han actuado de espaldas a las aspiraciones de
sus supuestos representados. Bill Clinton se dejó llevar por la corriente
neoliberal, con medidas apenas compensatorias, unos modales afables con las
minorías (afroamericanos y latinos), y poco más. Ocho años después, Obama
abrillantó la retórica demócrata, conectó con la juventud, agrandó el sueño del
doctor King e hizo creer que América cambiaría de rumbo. Es sabido cómo acabó
esa mezcla de autoengaño y decepción: con un tipo como Trump en el despacho
oval y con la segunda Clinton (Hillary) hundida en un jubilación
política sin plan de rescate.
En
estos mil días de shock continuo, de bochorno permanente, de honorabilidad ultrajada
hasta límites nixonianos (y más aún), una corriente demócrata
progresista, sin miedo ya al término S (socialista), se afianza como alternativa
en Estados Unidos. Algo que resulta aún más rompedor que el personaje que ahora
deshonra el cargo más notorio del planeta tierra. Es cierto que a Obama le
tildaban de socialista. Y hasta de comunista. Pero como se trataba de una
afirmación estúpida y falsa a todas luces, nadie se la tomaba realmente en serio.
Ahora, en cambio, son algunos dirigentes políticos ya electos, no radicales minoritarios
o activistas de base, quienes se definen como tal. Apelan al socialismo como
ideología y proyecto de futuro de una América convertida en feudo de los ricos
y poderosos.
En
2016, Sanders fue el primer filosocialista en alcanzar la condición de precandidato.
No pudo derrotar a la favorita Hillary, pero le cargó las alas de plomo, puso
en evidencia sus contradicciones y la desnudó de su armadura protectora. En 2018,
esa corriente de malestar hacia la élite enquistada del partido y la irritación
por el exhibicionismo reaccionario de Trump hizo posible, en 2018, la Cámara de
Representantes con más presencia de críticos y progresistas en la historia política
americana. Para 2020, Sanders repite como precandidato y, después de años de
vacilaciones y desistimientos, se sube al vagón Elisabeth Warren, senadora por
Massachussets, antes profesora de leyes en la prestigiosa Harvard y trabajadora
tenaz.
LA
DESEADA SE CONVIERTE EN MRS. PLAN
Warren
no despierta simpatías en el establishment, ni siquiera entre los pesos
pesados de su propio partido, que saben de su independencia de juicio y de sus
propuestas meditadas y concienzudas. Obama contó con ella para legitimar una
reforma blanda del chiringuito financiero, pero se asustó ante la
radicalidad de las recomendaciones que ella presentó. Mucho antes, había
trabajado en distintas iniciativas legislativas, pero siempre se encontró con
la barrera de los poderosos intereses creados.
En
el último día del pasado año, Elisabeth Warren dio por fin el paso que le imploraban
desde hacía años numerosos sectores de la izquierda. Fue la primera demócrata
en anunciar que competiría por desalojar a Trump de la Casa Blanca. Huyó, desde
el primer momento, de la demagogia, los eslóganes y la retórica para centrarse
en las propuestas. Su consigna, ya consolidada, es “tengo un plan”. En
realidad, Warren ha presentado más de veinte planes para devolver a la clase
media al centro del sistema social, económico y político de América: mayor
presión fiscal a los más ricos, cuidado de los niños, fragmentación de las grandes
empresas neotech, control y responsabilidad de las grandes corporaciones
, vivienda, agricultura, terrenos y parques públicos, matriculación gratuita en
enseñanza media superior y cancelación de la deuda estudiantil, cambio
climático y fomento de la economía ecológica, control del gasto militar y de las
contrataciones del Pentágono, uso racional de los medicamentos, garantía de
libre elección para las mujeres sobre la concepción y, por último pero no menos
importante, regulación de la investigación y procesamiento de un presidente en
ejercicio, que ahora no es posible, constitucionalmente (2).
La
prensa más convencional, que no disimuló gestos de disgusto o incomodidad, ha
tenido que rendirse a la evidencia. Veinte candidaturas más tarde, Elisabeth Warren
es la pretendiente más sólida y mejor formada, pero, sorprendentemente, para
muchos, no por ello carente de energía, de punch. Siempre se pensó que
esta mujer nunca daría el paso, porque podía ser apreciada por intelectuales o electores
mejor informados, pero no era capaz de llegar a la gente de base. (3). No es
eso lo que ha ocurrido estos meses. Warren ha llenado cityhalls, concitado esperanza e
incluso entusiasmo entre el electorado popular y parece haber roto la brecha
racial. Antes del debate ya se había situado la tercera en las preferencias del
electorado demócrata, según las encuestas, sólo por detrás del muy gris, convencional
y veterano Joseph Biden y del mucho más cercano ideológicamente, Bernie Sanders
(4).
Por
no faltarle de nada, Warren también puede presentar tarjeta de choque frontal
con Trump. El lenguaraz presidente le reprochó que pretendiera dotarse de un pedigree
progre, al proclamar sus ancestros nativos (indios), y la motejó de Pocahontas.
Warren entró al trapo, quizás un poco ingenuamente, y se sometió a una prueba
de ADN, que resultó positiva, aunque no demasiado concluyente. Los medios
aprovecharon para cuestionar su inteligencia táctica. Pero Warren resistió y se
rehízo a base de propuestas programáticas y de una coherencia inhabitual en la
selva política norteamericana (5).
En
el primero de los dos debates demócratas inaugurales, Warren estuvo rodeado de pretendientes
menores. Pero aún así, todo el mundo, incluso los más escépticos con ella, reconocieron
que había fijado la conversación, modelado la agenda y consolidado en la
discusión electoral su mensaje cardinal. Como ha escrito el columnista Dan
Balz, en absoluto un fan suyo, Warren ha “encapsulado” su aluvión de planes en
un mensaje ilusionante: cambiar “un sistema que funciona para unos cuantos, los
más ricos y grandes corporaciones, pero no para todos” (6).
La
emergencia de Warren parece haber debilitado al otro candidato más a la izquierda
de la carrera, Bernie Sanders. Ambos son amigos. O lo eran, porque miembros de
la campaña del senador por Vermont no perdonaron que su correligionaria no lo
apoyara expresamente en la pugna con Clinton, en 2016. ¿Puede haber una
confluencia? El tiempo dirá si es así y en qué términos.
De
hecho, Sanders se desempeñó bien en el segundo debate, pero con menos brillo. En
esta ocasión, el gran favorito inicial de la contestación demócrata, Joseph Biden,
el gris segundón de un Obama que lo acaparaba casi todo, resultó maltratado
elegantemente por la otra estrella en alza de la carrera: la senadora y antigua
fiscal general de California, Kamala Harris, hija de jamaicano e india. A ella,
de perfil diferente a Warren, le dedicaremos un posterior comentario.
NOTAS
(1) “Liberal
democrats ruled the debates. Will moderates regain their voices”. ALEXANDER
BURNS y JONATHAN MARTIN. THE NEW YORK TIMES, 29 de junio.
(2) “Elisabeth
Warren has a lot of plans. Together, they would remake the economy”. TOM KAPLAN
y JIM TANKERSLEY. THE NEW YORK TIMES, 10 de junio.
(3) “Elisabeth
Warren is completely serious. EMILY BAZELON. THE NEW YORK TIMES MAGAZINE, 17 de
junio.
(4) “Elisabeth
Warren gains momentum plan in the 2020 race by plan”. LAUREN GAMBINO. THE
GUARDIAN, 9 de junio.
(5) “Elisabeth
Warren’s rise is not surprising”. SADY DOYLE. MEDIUM, 26 de junio.
(6) “Who can
beat Trump? The answer is not clearer after Miami”. DAN BALZ. THE WASHINGTON
POST, 29 de junio.