6 de marzo de 2019
Argelia
vive días de fuerte agitación social. La decisión del presidente Bouteflika de optar
electoralmente a un quinto mandato ha encendido las calles de la capital y de otras
ciudades importantes del país. El jefe del estado está internado en un hospital
de Ginebra, tras un accidente vascular cerebral que lo tiene postrado. Se trata
de un presidente fantasmal, que ni aparece en público ni ejerce muchas de las
funciones de su cargo. No exactamente una marioneta, pero sí una figura puramente
referencial de un entramado de poder cada vez más cerrado sobre sí mismo. La
juventud protagoniza las protestas, hartas de un sistema agotado, sostenido por
la vigilancia policial, la tutela militar y la corrupción de los cuadros
dirigentes (1).
La
primavera árabe pasó por Argelia como un soplo apenas perceptible. Desde luego,
hubo revueltas, protestas en las calles y un cierto desafío para el poder. Pero Bouteflika,
entonces en la mitad de su tercer mandato, maniobró con habilidad para
desactivar el peligro que alertó al régimen. Contrariamente a lo que ocurrió en
Túnez o Libia, el régimen argelino superó la prueba de la indignación con pocos
daños (2). Como Marruecos... mutatis
mutandis.
El malestar
que aumenta día a día en Argelia va más allá del rechazo a un líder. Es el
reflejo del hartazgo social y de la expresión al fin desencadenada de una nueva
generación que ya no puede ser engañada o intimidada por los dos grandes
fenómenos socio-políticos de la historia argelina como país soberano: la guerra
de liberación nacional e independencia (1954-1962) y la guerra contra el
islamismo extremista en la década de los noventa (3).
UNA
PROLONGADA DESLEGITIMACIÓN
Durante
más de treinta años, la legitimidad del régimen argelino se basó en la epopeya anticolonial. Fiereza y orgullo de un pueblo que sus
dirigentes interpretaron en su beneficio, no sólo político, sino también en
forma de lucro personal y privilegios blindados. Los tres pilares del sistema
eran -y son- las fuerzas armadas, el aparato policial y de inteligencia y los
altos funcionarios civiles, atrincherados en la gestión de los recursos
energéticos, la gran riqueza nacional.
En
el otoño de 1988, una revuelta popular y espontánea por el alza de los precios
de los productos de primera necesidad comprometió la estabilidad del régimen. La gente seguía
teniendo miedo, pero el hambre fue una pulsión más poderosa. La desestabilización
provocó dudas en el sistema. La oposición política, atenazada y siempre sumisa
o débil, no supo o no pudo generar una alternativa. Fueron los contestarios
religiosos, hasta entonces tan controlados por el poder como el resto de las
fuerzas periféricas al sistema, quienes convirtieron el malestar social en
expresión política.
En
diciembre de 1991, los islamistas, dominados por sectores rupturistas,
vencieron en la primera vuelta de las elecciones legislativas. Todo el mundo dio
por hecho que, semanas después, confirmarían su victoria y estarían en
condiciones de plantear una seria lucha por el poder real. El régimen se alarmó
y, tras unos días de vacilación, decidió poner fin a la apertura forzada por la
revuelta de 1988: suspendió la segunda vuelta electoral y se replegó sobre si
mismo. En ese proceso le acompañó buena parte de la oposición, que temía más la
irrupción islámica que la prolongación del autoritarismo institucional.
Para
tapar el fiasco electoral, y mientras se preparaban para la guerra, los militares
acudieron a un veterano de la independencia y luego exilado disidente, Mohamed
Budiaf, figura respetada pero sin base alguna de poder, puro instrumento de una
apariencia civil, si no democrática. El intento fracasó dramáticamente, con el
asesinato del escogido, obra de uno de sus guardaespaldas, nunca se supo si incitado
o dirigido desde el propio sistema.
EL
ESPANTO DE LA GUERRA CIVIL
La
interrupción del proceso democrático provocó una guerra civil pavorosa. Para
los islamistas, nunca convencidos de la vía democrática para hacer valer su
modelo social, la decisión del régimen fue la demostración de que debían combatir
a sangre y cuchillo. Se inició entonces un desafío terrorista desesperado, que
fue replicado por una represión brutal, sin escrúpulos ni garantías.
La
guerra de los noventa dejó 200.000 muertos, millones de desplazados, ruina económica,
desestructuración social y profundo resentimiento. El régimen se militarizó aún
más y la vida política quedó, más que nunca, bajo vigilancia policial. El partido de la liberación, el oficialista
FLN, quedó desacreditado, estalló en facciones y se convirtió en una formación
casi residual. Sus cuadros se refugiaron en la tercera dimensión del poder (tecnoburocracia), como aliados o subsidiarios
de la dupla militar-policial (seguricracia).
LA SEGUNDA
VIDA POLÍTICA DE BOUTEFLIKA
Ese
fue el país que heredó Abdulaziz Bouteflika,
ya por entonces un veterano del sistema. Había sido ministro de exteriores en
los setenta, una de las figuras más activas del Movimiento de No Alineados,
infatigable defensor de la causa saharaui en la Organización de la Unidad Africana
y cara amable del estólido régimen argelino. La triada gobernante lo recuperó, con el propósito de proyectar otra
imagen de Argelia.
En
1999, a sus sesenta años, Bouteflika era una persona bien distinta y Argelia
era otro país. Cuarenta años de independencia y recursos energéticos fabulosos no
habían alcanzado para cimentar un proyecto nacional sólido, estable y democrático.
Argelia encaró el nuevo siglo con más miedo que esperanza. El trauma de los
noventa resultó intimidatorio. Bouteflika se apoyó en las secuelas del espanto
para consolidar el régimen. Alentó la creación de un sector de negocios
integrados por antiguos funcionarios, militares retirados e intermediarios de
intereses extranjeros. Disponía aún de consumada habilidad para mantener el
equilibrio entre las fuerzas del sistema y de experiencia diplomática para esquivar
desvaídas y poco convencidas presiones exteriores. Supo hacer de una
estabilidad amordaza la garantía de continuidad, como ha explicado muy bien la
historiadora argelina Karima Dirèche (4).
La
eclosión de la primavera árabe y la coyuntura negativa de los mercados energéticos
hizo que saltaran algunas costuras. Con paciencia de sastre, Bouteflika
desactivó el peligro, como queda dicho más arriba. Pero no sin sobresaltos. La seguricracia se vió obligada a resolver
ciertas pugnas internas. El poderoso jefe de la inteligencia militar, el
general Mohamed Mediene, conocido como Toufik,
cayó en desgracia a finales del verano de 2015. Era uno de los pocos militares
que quedaban de una generación ya avejentada del ejército (los janvieristas o eneristas), que forzaron la salida del también general Chadli y
llevaron el timón durante la guerra civil de los noventa. Bouteflika no fue un
espectador neutral (5). Rescató a viejos rivales de Mediene y apostó por una
nueva hornada militar, que ahora líder el jefe del Estado Mayor, general Saleh.
El anciano presidente resulta conveniente para las fuerzas armadas (6). Se ha
convertido en un figura fantasmal, una referencia histórica en blanco y negro.
Un zombi.
La
oposición ha contemplado con impotencia este ciclo recurrente de regeneración /degeneración
del régimen (7). Los islamistas reciclados (los contestatarios están muertos,
en prisión o en el exilio) se han avenido a la colaboración institucional y a
la complicidad política. Las fuerzas más tradicionales, como los bereberes del
RCD o los socialistas, se han visto sacudidos por recambios generacionales y
procesos de autocrítica. No han superado todavía el ninguneo de las dos últimas
décadas. Otros grupúsculos de izquierda resultan insignificantes. Sólo el resucitado FLN ha generados alternativas,
pero más aparentes que reales, como el exprimer ministro Benflis. El miedo ha
guardado la viña argelina.
La
juventud está sola, pero aparentemente resuelta. Ese puede ser un diagnóstico
quizás arriesgado o apresurado de estas últimas semanas. La diáspora argelina
en Francia contempla con cierta esperanza este nuevo proceso de contestación,
pero ¿valdrá para algo? Es pronto para decirlo, después de lo ocurrido en 2011.
Mientras, desde un hospital junto al Lago Leman, un octogenario cuyo poder real
es el de la representación resume en su persona otra amarga deriva de una revolución
liberadora.
NOTAS
(1) “A Argel, le colère de la
jeunesse répond à la candidature d’Abdelaziz Bouteflika”. LE MONDE, 4 de marzo.
(2) “Retour au calme en l’Algérie
après les manifestations contra la vie chère”. LE MONDE, 7 de enero de 2011.
(3) “Jusqu’où ira le mobilization
contre Bouteflika en Algérie”. Entrevista con ABDOU SEMMAR, editor de la página
web ALGÉRIEPART. COURRIER INTERNATIONAL, 26 de febrero.
(4) Entrevista con la historiadora
argelina Karima Diéche. LE MONDE, 1 de marzo de 2019.
(5) “Algérie, depart forcé pour le general ‘Toufik’,
puissant chef du renseignement”. LE MONDE, 13 de septiembre de 2015.
(6) “The Algerian Exception”. KAMEL DAOUD. THE NEW YORK TIMES, 29 de mayo de 2015.
(7) “Algérie: Quelles forces d’opposition face à
Bouteflika”. LE MONDE, 4 de marzo.