7 de agosto de 2024
Este verano tórrido está
siendo pródigo en protestas/revueltas callejeras en cuatro continentes. Bangladesh,
(Asia); Kenia y Nigeria (África); Venezuela (América Latina) y Reino Unido
(Europa) constituyen los casos de portada, aunque hay otros focos potenciales
que podrían explotar en cualquier momento. De hecho, éste es el caso de Cisjordania,
aunque suele quedar fuera de los noticiarios por “dejar de ser noticia”, salvo
sobresaltos como el de esta última semana.
Las revueltas arriba citadas
son muy distintas, e incomparables. Pero se puede detectar un trío de factores
comunes: la conjunción de crisis económicas, sociales y políticas, la
incapacidad de las instituciones para canalizar el descontento y la eficacia de
las redes sociales para desbordar los mecanismos de contención de los Estados.
BANGLADESH: EL FIN DE MITO
LIBERADOR
Hasta ahora, la revuelta que
ha tenido un desenlace más claro ha sido la que se ha producido en Bangladesh. Un
país de 170 millones de personas, independiente desde hace sólo 50 años, tras
una guerra terrible que sacudió las conciencias y atrajo el interés de no pocas
celebridades en Occidente. La separación de Pakistán fue traumática, como lo
había sido la ruptura de la India algo más de dos décadas antes. Las fracturas en
esa zona del mundo siguen activas.
En pocas palabras, la crisis
de Bangladesh es el fracaso de ese proyecto de emancipación nacional. Como en
otros países que se formaron tras los procesos de descolonización, la
liberación de las metrópolis no alumbró soluciones políticas estables y justas.
La autocracia, en sus distintas formas, ha ganado la partida. Las expectativas
de democracias al estilo liberal nunca fueron realistas y es discutible que
fueran un ejemplo a seguir. Pero tampoco ha cuajado un modelo autóctono que
asegurara un reparto equitativo de las riquezas y evitaran la acaparación del
poder por nuevas élites o por las antiguas locales recicladas.
En Bangladesh, miles y miles
de jóvenes que no vivieron el nacimiento del país ha acumulado sobre sus espaldas
una frustración insoportable. Para ellos, poco o nada importaba que la hasta hace
sólo unos días Jefa del Gobierno, Sheik Hasina, fuera la hija del Padre
fundador de la Nación, el otrora venerado Mujibur Rahman, asesinado, junto a la
mayoría de su familia en un golpe militar acaecido cuatro años después de
proclamada la independencia. Para estos jóvenes, Hasina era una autócrata que
utilizaba el prestigio familiar para blindar un sistema social y político de
privilegios.
El origen de la protesta fue,
precisamente, el restablecimiento de cuotas abusivas en la provisión de empleos
públicos para los descendientes de la guerra de liberación contra Pakistán, convertidos
en esa “nueva clase” de privilegiados que tantas veces han aparecido en las
revoluciones y, desde luego, en el Tercer Mundo. Pero, últimamente, las cuotas
premiaban simplemente a los adeptos.
Que Bangladesh presentara
ciertas cifras macroeconómicas bien recibidas en Occidente no significaba nada
para estos sectores vanguardistas del descontento social. La riqueza, como
también es habitual, ha estado muy mal repartida. Entre los más jóvenes, el
desempleo es un látigo permanente que cercena cualquier proyecto de vida.
Los partidos tradicionales
de oposición, el nacionalista y el islamista, han sido marginados, hostigados y
dejados fuera de la alternancia por una dirigente como Hasina, cuya crudeza algunos
atribuyen a su condición de superviviente. Cuando se produjo el golpe que acabó
con la familia, ella se encontraba estudiando en Europa, en compañía de una de
sus hermanas. Otro rasgos de estas nuevas élites poscoloniales: asegurarse la formación
de sus vástagos bajo el prestigio de las antiguas metrópolis.
Pero, para ser justos, Hasina
forjó su propia carrera. También sufrió el golpe militar durante su primera
etapa como gobernante, en los 90. Regresó al poder a finales de la primera década
del nuevo siglo, privada ya de la ingenuidad democrática. En estos quince años
ha edificado un sistema autoritario. Y cínico: se aprovechó del pánico
occidental por el desafío islamista radical y se presentó como una firme
defensora del secularismo musulmán. En sus relaciones exteriores, no tuvo
problema en entenderse con el nacionalismo extremo hindú, algo perfectamente
compatible con una política de entendimiento hacia Occidente, de cuyas
instituciones como el FMI ha recibido ayuda en tiempos difíciles.
Hasina creyó hasta el final
poder sofocar la protesta, utilizando con rudeza los aparatos de fuerza, pero cometió
un error de cálculo. El malestar era demasiado grande. En Occidente también ha
extrañado la relativa facilidad con la que ha caído la “dama de hierro” asiática,
como se la conocía por estas latitudes. Al parecer, su propia hermana, en las
horas finales, le recomendó abandonar la resistencia. Más decisivo fue el papel
jugado por el Jefe del Ejército, emparentado con ella, que en algún momento de
la crisis, hizo otras cuentas, en las que Hasina aparecía claramente como perdedora
insalvable.
La crisis está lejos de
estar resuelta. El Presidente (cargo más bien decorativo) ha encargado la
formación de un gobierno provisional a Mohamed Yunus, quizás la celebridad nacional
más conocida en el mundo por el Premio Nobel que recibió gracias a su
iniciativa pionera de los microcréditos. Los partidos, ausentes en la revuelta,
seguramente tendrán poco peso hasta que se convoquen elecciones. La Liga Awami,
el partido de Hasina (más la milicia, mucho más decisiva) podría ser
desarbolado, como suele ocurrir estos casos de caída tumultuosa de un régimen.
Lo que podía haber acabado
como en Rumania (con la frustrada huida y posterior ejecución de Ceaucescu) ha
acabado como en Checoslovaquia, con Yunus como émulo del entonces celebrado
Havel. Pero no estamos en los noventa, ni el sur de Asia es Europa Central u
Oriental. Bangladesh está en el epicentro de una región conectada con las
turbulencias orientales. Lo que allí ocurra no puede dejar indiferente a India
y Pakistán, en sempiterno e irresoluble conflicto. Mas allá, su reverberación se
hará sentir también en el vasto espacio del Indo-Pacífico, nuevo escenario de
la principal confrontación estratégica actual, entre China y EE.UU.
VENEZUELA: MÁS ALLÁ DE UNA
DISPUTA ELECTORAL
La revuelta en Venezuela
tiene otras connotaciones. La disputa por los resultados electorales es, ciertamente,
sólo el elemento superficial que utilizan unos y otros para desgastar al
adversario. La torpeza/arrogancia con la que ha conducido el régimen de Maduro
al proclamar su victoria de manera tan sospechosamente apresurada y sin pruebas
verificables no puede ser considera sorprendente. Debía contarse con esta crisis
de legitimidad.
Pero por debajo de esta
disputa transcurre la verdadera lucha por el poder real, que trasciende el cambio
de gobierno. Como en la guerra fría, cualquier relevo político tiene una
dimensión global. En América Latina, patio trasero de Estados Unidos, se trataba
de una constante más que de una variable.
La consolidación de una
izquierda regional no revolucionaria pero capaz de fijar un modelo no siempre
grato en Washington pasa por evitar dinámicas de polarización como las que operaban
en la guerra fría. De ahí que los líderes de ese proyecto en Brasil, Colombia,
Méjico y Argentina (los tres primeros, en el gobierno) hayan evitado alinearse
con Maduro, con el que han convivido pero no han intimado.
El heredero de Chávez sólo
tiene agarre regional en Cuba e internacional en Rusia y China. Se trata de
alianzas frágiles. Cuba atraviesa una más de sus crisis al borde
desfondamiento, pero ésta pueda ser quizás la definitiva. De Rusia, poco puede
esperar salvo asesoramiento policial y militar. De China, aún menos, ya que en
Pekín se prefiere la vía menos confrontacional de esa izquierda alternativa.
La oposición tampoco tiene
asegurada una baza ganadora. La reclamación de la victoria puede no tener
consecuencias prácticas. Podría entonces dejarse ganar por la tentación de
escalar el conflicto hasta derivarlo en una revolución. Y no está claro que salga
triunfadora de un baño de sangre.
Que Washington haya
reconocido a Edmundo González como ganador no quiere decir que esté dispuesto a
parachutarlo en el Palacio de Miraflores. El llamado que la verdadera líder
opositora, María Corina Machado, ha hecho al Ejército “para que se ponga del lado
del pueblo” no ha tenido efecto, hasta la fecha. Para que las fuerzas armadas
cambien de bando hace falta más que retórica. Y en vísperas de elecciones, en EE.UU
no hay apetito para enfeudarse en una crisis sangrienta en las aguas cercanas
del Caribe. Venezuela no es Bangladesh, ni Maduro cree estar tan desesperado para
seguir una oferta que le aconseje abandonar, como Hasina.
LA AGONÍA DE ÁFRICA
De las revueltas en Kenia y Nigeria,
puede decirse, para no desbordar la razonable extensión de este comentario, que
responden a la exasperación de una población exhausta por la carestía de los
productos básicos, provocada por décadas de políticas erradas, impuestas
algunas desde fuera y conducidas por gobiernos ajenos a las necesidades populares.
Desde Occidente se ha cuidado siempre de que estos Estados africanos mantenga
su línea de respeto a los equilibrios geoestratégicos y que respondan con contundencia
a los riesgos perturbadores: en su día, los movimientos revolucionarios
apoyados sincera o interesadamente por la Unión Soviética; más recientemente,
las distintas franquicias locales o regionales del islamismo radical; y, en la
actualidad, las políticas económicas tentaculares de China.
Lo que menos importa en
estos países es el bienestar de las mayorías sociales, a la que se supone una
resistencia inmensa, un sacrificio enraizado en siglos de explotación y dominación.
Las nuevas élites, como en Bangladesh, no ha sido menos crueles que las
potencias coloniales.