5 de diciembre de 2018
Cincuenta años después del
mayo del 68, Francia vive una revuelta inaudita, sin duda muy distinta, en
forma, fondo, significación y probablemente alcance, cargada de inquietudes y temores
para algunos, pero también de esperanza y aliento según otros.
La protesta de los gilets jaunes (los chalecos amarillos con que se identifican los conductores en ruta) ha
dejado en llamas muchas calles y plazas de París y de numerosas ciudades y
pueblos de esa Francia interior tan decisiva para comprender la verdadera
dimensión del país y tan desconocida para el exterior. Algunos edificios emblemáticos
han resultado dañados y señalados como símbolos heridos o testigos de una cólera
ciudadana largo tiempo incubada.
Nadie sabe adónde conducirá
este movimiento (así ha sido definido
por la mayoría de los analistas), carente, al menos hasta ahora, de líderes, de
programa, de estrategia más allá de forzar cierta rendición de las autoridades
(1). De momento, los gilets jaunes han
doblegado el brazo del Eliseo. El gobierno ha suspendido el incremento del
impuesto sobre los combustibles, motivo inicial de la protesta.
Se trata de una derrota
política y personal del presidente, Emmanuel Macron, quien dijo que no cedería
ante la presión de la calle. No lo hizo, no al menos de manera tangible, como en
este caso, cuando lo desafiaron los sindicatos por la reforma laboral. No lo
hizo con la movilización de profesores, estudiantes y trabajadores de la
enseñanza. Ahora, sí. A pesar de una esperable resistencia inicial, de una
firmeza con aires de arrogancia, al ausentarse del frente de combate (viaje a Argentina para asistir a la cumbre del
G-20), para demostrar que la calle no lo intimidaba (2).
El presidente ha rectificado
con visible malestar. Seguramente, con temor, más que con respeto, hacia la
expresión de cólera. Sin perder la cara, en todo caso, advirtiendo a través de
su pálido primer ministro que no se tolerarán actos de violencia como los
registrados el pasado 1 de diciembre y en jornadas anteriores. Una línea roja
de manual que podría ser rebasada, complicando la posición política del jefe
del Estado. El 18 amenaza a Macron como el 68 lo hizo con De Gaulle.
El movimiento
de los gilets jaunes puede
apagarse, como le ocurrió a la protesta de la Sorbona y Nanterre hace cincuenta
años, pero el General tuvo que marcharse a casa un año después, arruinado su
capital político. Macron el reformista no tiene el ascendiente ni el liderazgo
de su antecesor, obvio es decirlo, aunque estos tiempos de gaseosa mediática le
hayan conferido una altura ficticia.
Con un índice de popularidad en torno al 25%, se
encuentra seriamente fragilizado. Y, lo que es peor, su proclamado proyecto de
cambiar Francia y dinamizar Europa, de hacer frente al populismo de derechas y de izquierdas, se ve seriamente
cuestionado. Macron ha dejado de ser la esperanza del orden liberal, de los demócratas de academia, de la Europa complaciente
de despachos y gabinetes. La revuelta le ha arrojado al panteón de líderes en
derribo, como Merkel o May.
Cuesta explicar el fenómeno de los gilets jaunes. Es muy fuerte la tentación
del deslumbramiento ante la espontaneidad aparente de su explosión. Por lo demás,
sería una ingenuidad ignorar los intentos de utilización por parte de los
extremos. La violencia asusta, pero también seduce. La humillación del poder
excita. Sin olvidar el oportunismo de la oposición convencional, que saca ventaja
del debilitamiento gubernamental.
El movimiento
refleja, en todo caso, la insatisfacción, la frustración, en realidad, de
esa Francia del interior y de la periferia de las grandes ciudades, agobiada
por la carestía de la vivienda, por la precariedad del trabajo, por la
incertidumbre de la renta, por la fragilidad de los pequeños negocios. La subida
del impuesto que ha encarecido el combustible golpea hasta lo insufrible la economía
doméstica de estos sectores de la población, que abarca a las clases medias y
medio-bajas. La carencia de una red de transportes ajustada a las necesidades cotidianas
ha acrecentado la dependencia del vehículo particular. La ecotasa con la que Macron quería blindar la respuesta a la amenaza
del cambio climático, uno de los emblemas de su elegante discurso reformador, se ha convertido en la espita de la
revuelta (3).
LE MONDE ha analizado las reivindicaciones del
movimiento y concluye que son compatibles en sus dos terceras partes con el ideario
de La Francia insumisa, mientras la mitad coincide con las propuestas de la extrema
derecha. Nada que ver con los programas liberales del centro derecha o de
Macron (4).
Hay en un sector de los gilets jaunes un aire de resistencia al cambio, de ejemplo
lacerante de esa Francia anclada en los viejos hábitos que se resiste a morir.
Pero es muy fácil decir eso desde las atalayas de la comodidad o al menos de la
falta de agobio que produce la vida difícil. Que Marine Le Pen salude el movimiento no necesariamente lo
deslegitima. El oportunismo de la extrema derecha no le otorga carta de naturaleza.
Desde la orilla opuesta, la izquierda radical,
insumisa, externa al sistema, se trata de comprender y encuadrar el fenómeno,
de canalizar la insurrección. Es una pretensión tradicional del espíritu
revolucionario francés. Los jacobinos intentaron hacerlo con los enragés durante los primeros años
convulsos de la República. Sin éxito. Ahora, ciertas figuras emergentes, como
el diputado-periodista por la Somme François Ruffin (el Desmoulins de este
tiempo), sintonizan su discurso con los revoltosos en un intento de conferirle
sentido y propósito constructivo, de edificar sobre él una alternativa política.
Algunos han querido ver en ello una lucha encubierta por el poder frente a una
perdida de vigor de Jean-Luc Mélenchon, el líder de la Francia insumisa (5). Como
también ocurriera en el 68, a la izquierda francesa le pilla esta explosión
social en plena descomposición, en una especie de agujero negro en el que agoniza
el socialismo y se desliza fantasmal el comunismo.
Conviene ser cauteloso sobre el futuro inmediato
de la crisis. El gobierno pretende apaciguar las cosas con la retirada del impuesto,
pero la falta de un liderazgo estructurado de los revoltosos impide anticipar qué
ocurrirá ahora. De momento, se mantienen las convocatorias de protesta. Es muy
posible que surjan divisiones y fracturas. De eso hay también abundantes
ejemplos históricos. Macron y su entorno esperan precisamente eso para desactivar
el movimiento y recuperar el control.
Sea como fuere, este brumario francés, este otoño convulso ha dejado muy tocado el proyecto
gubernamental (6). Macron se ha dejado muchas plumas en este año y medio. Su
proyecto de una República en marcha
hacia un futuro coloreado se ha visto frenado por una República en cólera, que se niega ya a dejar seducirse por
discursos grandilocuentes y quiere soluciones inmediatas.
NOTAS
(1) “’Gilets jaunes’, la colére sans intermédiaires”. WILL HUTTON. THE OBSERVER, 25 de noviembre.
(2) “Après les violences, le gouvernement tente de rebondir”. LE MONDE, 2 de
diciembre.
(3) “France’s yellow vest protests: the movement
that has put Paris on edge”. ALISSA RUBIN. THE NEW YORK TIMES, 3 de diciembre.
(4) “Sur une axe de Mélenchon à Le Pen, ou se situent les revendications
des ‘gilets jaunes’”. LE MONDE, 4 de diciembre.
(5) “Derrière les ‘gilets jaunes’, François Ruffin, omniprésent mais insaisissable”.
LE MONDE, 27 de noviembre.
(6) “’Gilets jaunes’, le point de bacule du quinquennat” Editorial. LE MONDE,
4 de diciembre.