OBAMA, ANTE LA PERVERSIÓN DE LA LEY

23 de abril de 2009

El impacto producido por la confirmación documental de las horribles prácticas en la detención, interrogatorio y tratamientos de presuntos sospechosos de terrorismo durante la administración Bush ha obligado al Presidente Obama a dejar abierta la puerta a posibles acciones legales.

Obama ha dicho esta semana que no descarta acciones judiciales para quienes ordenaron y fabricaron amparo legal a esas prácticas indeseables, pero ha insistido en exonerar a los ejecutores a pie de obra, los “operarios de la CIA”. De esta forma, reconoce el principio de la “obediencia debida” y trata de no crearse una imagen antipática entre la comunidad de agentes de inteligencia, a los que necesita para reconducir la lucha contra las amenazas terroristas.

El Presidente ha matizado que si el Congreso decide iniciar el proceso de depuración no se opondrá, pero prefiere una Comisión tipo 11-S que una alumbrada en el interior del legislativo, para evitar tentaciones de politización y partidismo.

La forma de gestionar la herencia del trabajo sucio en la política antiterrorista de Washington tras el 11S ha sido uno de los asuntos más controvertidos en estos casi cien días del nuevo gobierno. Organizaciones de defensa de los derechos humanos han experimentado sensaciones encontradas por las sucesivas decisiones de Obama. Por un lado, satisfacción ante el compromiso firme de abandonar cualquier práctica abusiva en el tratamiento de los detenidos; por otro, inquietud ante las brechas que se han dejado abiertas a futuras prácticas indeseables. Especialmente preocupante es que desaparezca Guantánamo, pero permanezca el campo afgano de Bagram, por ejemplo.

A Obama le ocurre lo que a muchos gobernantes: que, aunque deseosos de acabar con actitudes de mal gobierno, tienen muy presente los riesgos de adoptar decisiones demasiado audaces. Sus asesores no ocultan su temor a que consideraciones éticas puedan propiciar un aumento de riesgos para la seguridad nacional. En cambio, eluden manifestar su aprensión a las reacciones hostiles que pudieran desencadenarse entre la comunidad de inteligencia.

Obama no es un ingenuo, ni un idealista, como se ha venido sosteniendo reiteradamente aquí. Sabe hasta donde puede llegar. Y cuando no lo sabe, espera, tantea y hace política en el sentido más clásico de los manuales de Washington. Todo el mundo sabía que, más temprano que tarde, se tendría que enfrentar a estos dilemas: o hacer justicia o blindarse ante futuros riesgos en la conducción de la seguridad nacional.

Es el dilema de todos los gobiernos que se constituyen después de periodos oscuros e indecentes políticamente, ya hayan estado bajo dictaduras o bajo democracias sospechosas. La tentación del punto final es permanente y difícil de resistir.

Los memorandums que han salido estos días a la luz sobre las torturas nos descubren los detalles, pero lo esencial de los hechos ya era conocido. Hace tiempo que sabíamos de la fragilidad de escrúpulos de la administración Bush en la persecución de sospechosos.

El periodista norteamericano Ron Suskind es autor de un libro titulado “La Doctrina del Uno por ciento”, cuya lectura recomiendo vivamente a quiera conocer no sólo como se las gastaban los lugartenientes de Bush en la guerra contra el terror, sino los complejos mecanismos psicológicos, administrativos y culturales de la comunidad de inteligencia y sus no siempre sutiles relaciones con otros países.

El curioso título hace referencia a la tesis forjada por el exVicepresidente Cheney sobre los criterios para actuar ante la amenaza terrorista: si existe siquiera sólo un uno por ciento de posibilidades de peligro para la seguridad de Estados Unidos, debe actuarse como si se tuviera seguridad absoluta de amenaza. Es decir, disparar contra todo lo que se moviera. Y sobre lo que estuviera quieto que entrara en el campo de mira.

Suskind anticipa el debate no ya sobre la moralidad de muchas de esas prácticas, sino también, por si no fuera suficiente con lo anterior, sobre su utilidad y sobre la discutible relevancia de los sospechosos torturados. Su libro cuestiona seriamente que la información obtenida bajo tortura sirviera para prevenir futuros atentados, tesis en la que están insistiendo ahora expertos consultados tras la publicación de los documentos.

Pero lo verdaderamente importante ahora es hasta donde extender las responsabilidades políticas y legales de hechos que no solo fueron repugnantes por su desprecio absoluto a los derechos de los detenidos, sino por el blindaje jurídico que se elaboró para legitimarlos como instrumentos de la lucha contra el terror. Como se ha dicho en algún editorial de estos días, Estados Unidos traicionó muchos de los principios sobre los que está basado teóricamente su estilo y tradición de gobierno con el vidrioso argumento de defenderlos.

Los intelectuales norteamericanos más críticos con el funcionamiento real de su democracia son menos solemnes y contemplan la emergencia de estos horrores como una demostración más de la profunda corrupción moral en la que se ha instalado desde hace décadas el sistema político norteamericano.

Los responsables de las atrocidades no bajan los brazos. Todo lo contrario: insisten en que la información resultó muy útil y advierten sobre los terribles peligros que una actitud revisionista comporta. Ahora como antes, se apela a los instintos más primitivos del miedo y la ignorancia para justificar desmanes y bloquear un proceso de depuración de responsabilidades. El presidente “se ata las manos contra el terror”, ha escrito en el WALL STREET JOURNAL el general Michel Hayden, último director de la CIA con Bush.

Resulta ominoso que altos funcionarios que diseñaron el blindaje legal de las torturas están hoy o enseñando leyes en la Universidad de California (John Yoo, entonces asesor legal de la CIA) o impartiendo justicia de por vida en la Corte Federal de Apelaciones, por decisión del propio Bush (Jay Bybee, exadjunto del Fiscal General del Estado). Insoportable para cualquier sistema democrático. Los principales colaboradores del exPresidente (Rumsfeld, Rice, ¿Powell?) estaban al tanto de lo que ocurría en los sótanos del Estado. Incluso el propio Bush, aunque se ignora hasta qué punto de detalle.
En uno de sus editoriales recientes, THE NEW YORK TIMES le reconoce a Obama su compromiso con la transparencia y le exige que adopte la misma actitud con la “accountability”. Que debe traducirse como la depuración de responsabilidades.

CON PIES DE PLOMO

16 de abril de 2009

De forma muy cautelosa, el Presidente Obama ha indicado un cambio de rumbo en uno de los asuntos más enquistados de la política exterior norteamericana: Cuba. En esta decisión, cuenta con la simpatía y el respaldo de la gran mayoría de los países latinoamericanos y, singularmente, de España.

Obama ha adoptado un paquete de medidas aparentemente modestas, pero de un alcance político mucho más amplio. Ha suspendido las restricciones que pesaban negativamente en las relaciones interfamiliares de personas residentes dentro y fuera de la isla. A partir de ahora, los exiliados podrán enviar a sus familiares en Cuba el dinero que deseen y podrán viajar a la isla cuantas veces quieran, y no como hasta ahora, que sólo podían hacerlo una vez cada tres años, con una estancia máxima de 14 días.

Además, Obama levanta obstáculos a las compañías de telecomunicaciones para negociar licencias de operación con las autoridades cubanas, lo que permitiría el acceso de los residentes a telefonía móvil y televisión por satélite. También se relajan las restricciones en donativos y se eliminan los gravámenes sobre alimentos y medicinas.

El NEW YORK TIMES, después de titular que “Obama abre la puerta a Cuba, pero sólo un resquicio”, asegura en su análisis que se trata del “cambio más significativo en Estados Unidos en décadas”. En 1977, el entonces Presidente Carter se negó a renovar las restricciones de viajar a Cuba que Kennedy impuso después del fracaso de Bahía Cochinos. Reagan adoptó la línea dura en 1982 y, desde entonces, con ligeras modificaciones, ésa ha sido la tónica. Clinton se dejó llevar por las presiones de los congresistas anticastristas de Florida, y a la Ley Helms Burton, que endurecía el embargo, añadió otras medidas de su competencia, después de la crisis migratoria de finales de los noventa. Finalmente, Bush amplió y reforzó las medidas restrictivas.

La decisión de Obama se produce, no por casualidad, en vísperas de la Cumbre de las Américas, que se celebra este fin de semana en Trinidad Tobago. Los dirigentes regionales iban a solicitar a Obama un gesto hacia Cuba, bajo distintas versiones o propuestas: más militante la patrocinada por el ala izquierda del subcontinente, aireada por Bolivia y sostenida por Venezuela; más pragmática, la sugerida por los moderados, con Brasil a la cabeza. Como hizo en Europa hace unos días, Obama viaja al sur con un mensaje de conciliación y diálogo. El presidente quiere escenificar el final de la diplomacia unilateral y de los discursos de fuerza. Pero, más allá de los gestos, ¿qué espera de Cuba y dónde esta dispuesto a llegar?
En realidad, lo que Obama pretende, seguramente, es que estas medidas favorezcan un cambio de las condiciones materiales en Cuba y una apertura del país a influencias externas que dinamicen la economía y presionen a favor del cambio político. De momento, se espera que aumente exponencialmente el dinero enviado desde Estados Unidos a Cuba. Estas remesas suponen ya hoy la tercera fuente de ingresos del país después de las exportaciones y el turismo. LOS ANGELES TIMES asegura que una compañía de vuelos charter pondrá en marcha un servicio de vuelo permanente desde la megapolis californiana a La Habana, a comienzos del verano.
La reacción inicial cubana a estas medidas es la esperada. Se aprecia el gesto, pero se insiste en que la relación bilateral debe basarse en el “respeto más estricto de la soberanía”. Las palabras del propio Fidel, desde su púlpito político-moral, reflejan esta actitud condicionada. “No acusamos a Obama de las atrocidades cometidas por otros gobiernos (....) ni dudamos de su sinceridad y voluntad de cambiar la política y la imagen de Estados Unidos”, dice el líder de la revolución. Pero le reprocha no haber ordenado el fin del “bloqueo”.
La administración Obama no espera cambios rápidos en La Habana. De momento, gana tiempo para comprobar la voluntad reformista de Raúl. O la tutela real que sobre él ejerce su hermano mayor. Está todavía por calibrar el sentido de las recientes destituciones en lo alto del gobierno. En qué medida responde a distintas visiones de los hermanos, a fidelidades conculcadas, a cambios de posición a destiempo o a puras circunstancias más o menos personales. Las señales que llegan en los últimos meses desde La Habana son contradictorias.
Según algunas fuentes, las autoridades cubanas confían en que estos “beneficios” ayuden a destensar el clima social y permitan un entorno más favorable a las reformas controladas. Es decir, reproducir el modelo chino de apertura y liberalización económicas, pero bajo el dominio del Partido Comunista. Por el contrario, la administración Obama y muchas de sus aliadas regionales y europeas creen que Cuba no es China y que su autonomía no es tan amplia. Una vez desencadenados los cambios económicos, no será tan fácil controlar una evolución política saludable.
Para lograrlo, habría que atreverse con el “levantamiento total del embargo”, como reclama LE MONDE en su editorial. El diario francés recuerda que la propia Comisión de Relaciones Exteriores del Senado norteamericano ha admitido su “patente ineficacia”: hoy en día, los Estados Unidos son el principal suministrador de géneros alimentarios de la isla y su quinto socio comercial. No en vano, los empresarios de Estados Unidos siguen siendo el principal grupo de presión en favor de un cambio de paradigma hacia Cuba. Lejos de debilitar a las autoridades cubanas, el embargo ha contribuido a reforzar su discurso y el desagrado de la población cubana hacia Estados Unidos. De momento, y en sintonía con la política de Obama, hay en marcha varias iniciativas legislativas bipartidarias a favor de la “normalización”. Pero abolir el embargo exige cambiar la ley y eso precisa del concurso de los republicanos.
Uno de los obstáculos para conseguirlo es la presión del exilio, pero se está debilitando. Resulta llamativo que la propia Fundación Cubano-Americana, liberada de sus elementos más recalcitrantes, se haya pasado claramente al bando de la moderación y el compromiso. En una entrevista con el NEW YORK TIMES, su director, Francisco J. Hernández, abogaba por un cambio de política. Hernández había sido un oscuro hombre de confianza de Mas Canosa (padre) y participó de sus posiciones más intransigentes. Hace tres años, en una conversación con este periodista en Miami, se resistía a la necesidad de revisar las políticas tradicionales. Otros grupos son, por supuestos, menos favorables y hasta combativos. Los hermanos Diaz Balart y otros prominentes republicanos de Florida alientan la actitud dura, que encuentra eco en los exiliados de más edad, pero muy poco predicamento en las nuevas generaciones.
En todo caso, antes de avanzar, Obama quiere de Cuba gestos importantes en derechos humanos, especialmente la liberación de presos. Dan Restrepo, el alto funcionario de origen hispano en quien Obama delegó el anuncio de las medidas, afirmó que “esta política no esta congelada”. Atentos a la pantalla.

DESPUES DE LAS FOTOS

8 de abril de 2009

El primer viaje transatlántico de Obama ha cumplido con todas las exigencias de imagen y propagandísticas deseadas –y deseables-, pero deja incógnitas por despejar y grandes problemas por resolver. No podía ser de otro modo. La forma en que se había diseñado la gira, la acumulación de cumbres en pocos días, la complejidad de los asuntos a tratar, la profundidad de las diferencias en los enfoques para hacerlo y el desconcierto de los líderes mundiales en este momento no permitían otro resultado. Como era de esperar, ha primado la conocida ansiedad por la foto –por las fotos.
Y es que, quien más quien menos, todos tenían necesidad de capitalizar la cumbre –las cumbres- para fortalecer sus flancos internos. El primero, el propio presidente de los Estados Unidos. Aunque su popularidad sigue intacta, y los electores mantienen la confianza en sus propuestas, Obama es muy consciente de que se enfrenta a una crisis sistémica. Estos días, en Europa, ha vuelto a emerger el candidato novedoso de 2008, micrófono en mano, rodeado de ciudadanos anónimos, comprometido en esos debates horizontales que despertaron admiración y esperanza. Ha estado estos días Obama prolongando la seducción, ofreciendo un plus de carisma, una especie de plato de degustación de su estilo político. Todo adobado con el ingrediente de la celebridad.
Se ha evocado estos días el glamour de Kennedy y Jacqueline. Puestos a encontrar antecedentes de estos entusiasmos mediáticos por figuras emblemáticas de cambio, anoto cierta semejanza entre la pareja Obama y el matrimonio Gorbachov. Se han escudriñado poses y gestos de Michelle como se hizo en los noventa con Raisa. Mientras sus maridos predicaban el cambio –mediático-, ellas eran absorbidas por el establishment televisivo.
Pero si algo es propio de la cultura de masas es su evanescencia. Obama se ha ido y los resultados de su paso por Europa no deben magnificarse. Los acuerdos del G-20 se ajustan a un esperable compromiso entre las recetas de estímulo económico promovidas por el presidente norteamericano y las medidas de control financiero exigidas por Europa. El peso de las cantidades comprometidas podría aplacar el escepticismo. No es así. La mayoría de los especialistas recomienda prudencia y estima que hay mucho todavía por hacer antes de proclamar que se está en vías de solución.
Con respecto a Afganistán, escenario de crisis privilegiado por Obama, esta escisión entre la propaganda y la realidad es aún más drástica. Washington ya se había resignado a prescindir de una contribución militar europea realmente apreciable. En la cumbre de Praga se ha confirmado. Los aliados aportarán calderilla para la reconstrucción civil y cinco mil hombres para proteger la seguridad de las elecciones y formar a soldados y policías afganos. Y, cuanto antes, a casa. La nueva estrategia norteamericana ha facilitado esta evasión europea. Se tiene la impresión de que Obama mantiene la guerra en Afganistán más por credibilidad que por convencimiento. Su referencia a la “estrategia de salida”, por obvia, es más una declaración de incomodidad que un imperativo técnico de cualquier operación militar.
Además, hay un peligro de que la adopción de políticas militares cómodas o aparentemente menos costosas, como la proliferación de bombardeos de los aviones Predator –no tripulados- contra santuarios binladistas y talibanes, termine provocando un rechazo de las poblaciones locales pastunes, por la acumulación de víctimas civiles. Y, en consecuencia, termine desestabilizando Pakistán.
Es probable que el debate entre minimalistas y contrainsurgentes en Estados Unidos no se haya cerrado del todo. El general Petraeus, encargado de aplicar la nueva estrategia militar en Afganistán, es público defensor de las tesis derrotadas. Pero posibles avances de los talibanes, a ambos lados de la frontera, puede provocar la reapertura de las hostilidades burocráticas para ganarse el corazón del presidente.
Tampoco son descartables complicaciones en Irak. Como mencionábamos en el último artículo, una parte de la disidencia nacionalista sunní que parecía aplacada por las promesas del gobierno Maliki se siente decepcionada. El incremento de los atentados del último mes puede ser incidental, pero coincide con esta insatisfacción.
El otro elemento del idealismo obamaniano durante la gira europea ha sido su propuesta de desarme nuclear. Es un clásico de los presidentes norteamericanos desde Truman, ya sean republicanos o demócratas. Incluso el propio Bush hijo se insinuó, aunque sin demasiada convicción, atrapado por otras urgencias, ciertas o fabricadas. La percepción de una cierta recuperación del clima de guerra fría –o, al menos, de enfriamiento- de las relaciones con Moscú, desde el verano pasado, con la intervención rusa en Georgia, parecía haber neutralizado esas propuestas. Obama las recupera –y amplía- ahora, pero al fijar un horizonte temporal tan dilatado, el efecto benéfico de sus palabras se desvanece.
No se entiende bien que su administración sea tan complaciente con el proyecto de escudo antimisiles, cuyos mecanismos se establecerían, no por casualidad, en países recién llegados a la Alianza como Polonia y la República Checa, donde dominan mayorías sociales acríticas con Washington y muy suspicaces hacia Moscú. Obama asegura que el escudo protegería a Occidente de países como Irán antes que de Rusia, a la que no se atribuyen, al menos por ahora, intenciones agresivas.
Un editorialista del diario árabe ASHARQ AL-AWSA se preguntaba estos días si no se estaba exagerando el peligro nuclear iraní. Argumentaba que la eventual utilización del átomo por los ayatollahs –no digamos contra Estados Unidos, sino incluso contra Israel, el enemigo natural y cercano- significaría la aniquilación del territorio persa. ¿Para qué entonces el arma nuclear? Probablemente, para negociar. Como le ocurre al Kim Jong Il, aunque su presencia en escena sea más extravagante.
Esta administración sabe que el régimen islámico puede serle de mucha utilidad en su estrategia afgana. Teherán ha mostrado hábilmente su disposición a colaborar y Obama, aunque cautelosamente, ha dado los primeros pasos. Pero un avance significativo pasa por liquidar herencias neocon que todavía pesan como una losa en la nueva visión internacional de la administración Obama.

EL "IMPERIO" SE REPLIEGA

2 de abril de 2009

Obama ha llegado a Europa en horas bajas para su país. Los últimos años de arrogancia imperial y actuación unilateral han acabado en naufragio político, económico y, lo que es peor, moral. Como han admitido estos últimos días señalados líderes de opinión del otro lado del Atlántico, Estados Unidos ha perdido credibilidad a la hora de recomendar a sus aliados lo que hay que hacer: con la crisis y con las amenazas exteriores.
Obama ha heredado ese fracaso y lo está gestionando a su estilo: sin estridencias y con un estilo en general conciliador. Hasta las medidas más firmes las envuelve en un discurso de amabilidad y cooperación, como ha hecho con el ultimátum a las compañías automovilísticas. De momento, el flamante Presidente resiste la acidez del momento sin que su popularidad se resienta demasiado. Pero eso de puertas adentro. En el exterior, la fascinación por el fenómeno Obama ha caducado y la crisis impone resultados prácticos.
Europa no acepta las recetas estadounidenses para afrontar la crisis. En realidad, como comenta Krugman en una de sus colaboraciones semanales en el NEW YORK TIMES, lo que no se admite es que Estados Unidos este en condiciones de ajustar la brújula. Ese es el sentido de la sonora reaparición del eje franco-alemán. París y Berlín apuntan sin disimulo al régimen de libertinaje y delincuencia financiera que durante tanto años se estimuló en la cultura económica anglosajona. Por eso reclaman ahora como conditio sine qua non mayores controles financieros y mano dura con los paraísos fiscales, los lejanos y los cercanos. Se niegan a promover programas adicionales de estímulo, porque entienden que durante años se han hecho esfuerzos estructurales que ahora están sirviendo para amortiguar los efectos de la crisis: el denostado modelo social europeo está evitando ahora los sufrimientos que empiezan a detectarse en Estados Unidos. Está por ver si la crisis no termina desbordando -y con creces- las redes de protección convencionales. Sobre todo en algunos países más endebles en su sistema de bienestar social. En este empeño de modificar las reglas del juego globales en materia económica, la capacidad de influencia norteamericana también se ha reducido en los países emergentes. Tampoco en la fijación de las agendas internacionales y globales Estados Unidos se encuentra en condiciones de exigir nada. Afganistán constituye un buen ejemplo. Obama ha optado por una revisión estratégica cautelosa. Si bien ha decidido aumentar tropas, no ha adoptado la tesis de los duros, que reclamaban una política decidida de contra-insurgencia. Los cuatro mil hombres que se sumarán a los diecisiete mil adicionales previamente anunciados no tendrán misiones de combate. Pero lo cierto es que Obama ha optado por no asumir la misión de construir un nuevo país. Con esta relectura realista de la lucha contra el terrorismo, es difícil que el Presidente presione a los aliados para que aporten un esfuerzo adicional realmente importante. El propio Secretario General de la Alianza ya ha dicho que la Cumbre no girará en torno a la “contribución de tropas”. Para no cosechar una negativa, Obama se conformará con lo que puede obtener: declaración solidaria, ayuda civil y compromisos pocos exigentes en hombres, material y dinero. Con esas bazas, la diplomacia norteamericana contará con sus propias fuerzas, y poco más, para sostener la estabilidad de Pakistán, impedir la alianza interfronteriza pastún hacia la radicalización y apuntular al desprestigiado Gobierno de Kabul.Otras recientes novedades en la escena internacional confirman estos síntomas de repliegue norteamericano. O, al menos, de cierto desafío a su poder. Véase, si no, el inquietante cambio de humor de los nacionalistas sunníes iraquíes, que están amagando con recomponer su alianza con Al Qaeda. Esta actitud puede responder a las promesas incumplidas del Gobierno de Maliki de incorporar masivamente a los militantes de Despertar iraquí en las fuerzas militares y de seguridad y a la detención de algunos de sus dirigentes más levantiscos. Pero refleja un grado de atrevimiento que no se conocía en Irak desde el reverso de la fortuna en la marcha del conflicto, hace tres años.Con Irán, Obama tendrá que ofrecer algo más que buena voluntad, como le ha replicado el régimen de Teherán después del mensaje de felicitación del año nuevo persa. Rusia es pieza clave. Moscú pondrá precio a la colaboración: avances en el desarme y abandono del innecesario proyecto de escudo antimisiles.El otro escenario donde se pondrá a prueba el poderío norteamericano será seguramente Palestina. El perfil del nuevo Gobierno no anticipa avances sustanciales. La derecha israelí ha demostrado con creces su habilidad para explotar hasta los mínimos resquicios y contradicciones en Washington para eludir elementales responsabilidades y retrasar compromisos de conciliación con los palestinos. Ni siquiera deben descartarse ciertas provocaciones, como la reciente decisión de cuestionar los acuerdos de mínimos de Annapolis, en el que consagraba el principio de dos Estados.Menos dramático pero no despreciable es la reciente reunión de ministros de Defensa de América Latina. Hace años hubiera sido impensable que esta región, para Washington puro “patrio trasero” se aventurara en senderos de reflexión autónomos en materia militar y de seguridad. Aunque la motivación haya que buscarla en los recelos que despierta Chávez y su programa de rearme, lo cierto es que las conclusiones de la cita de Valparaíso afirma una autonomía y un liderazgo regional insólitos por allá. No lejos de esas latitudes, el reciente viaje a México de la Secretaria de Estado añade peso a esta sensación de que Washington ya no pisa fuerte. Hillary Clinton tuvo que admitir que en los problemas del Gobierno mexicano para controlar el poder económico y militar de los narcotraficantes también puede haber responsabilidad de Estados Unidos. Es pura doctrina Obama compartir diagnósticos y proponer soluciones. Pero es relevante que la máxima exponente de su diplomacia admita errores cuando se está endureciendo el discurso sobre la inmigración. La derecha republicana presiona intensamente para que se mantengan redadas y persecuciones de los trabajadores ilegales y se culpabiliza a México y otros países vecinos de fomentar el éxodo de sus trabajadores.En fin, el Imperio se repliega para lamerse las heridas y encontrar de nuevo su camino. Obama ha comprobado en su primera gira exterior que el destrozo de los ocho años de Bush hace más difícil aún su proyecto de reconstrucción del sueño americano.