EL ENROQUE DE MUBARAK

3 de Febrero de 2011
¿Por qué Mubarak se resiste a abandonar el poder?
Las reticencias del raïs egipcio a entregar de forma inmediata e inequívoca el poder podría deberse a las siguientes razones: intentos de manipular a la oposición, límites en la neutralidad del Ejército, vacilaciones y temores en las potencias occidentales y, por qué no admitirlo, la cuestión particular, el orgullo personal.
UNA OPOSICIÓN UNIDA, ¿POR CUANTO TIEMPO?
Mubarak confía en que las contradicciones empiecen a cuartear el frente unido que hoy exhibe la oposición. Eso no ocurrirá de inmediato, pero si se demora la 'rendición' del presidente, su habilidoso hombre de confianza y ahora vicepresidente, Omar Suleimán, puede contar con un tiempo precioso. En su calidad de Jefe de los servicios de inteligencia, Suleimán puede sacar estupendo partido de la información de que dispone (la real y la maquillada) para explotar las indudables diferencias que la actual coalición anti-régimen mantiene con respecto al futuro del país.
Hoy por hoy, la línea argumental básica consistiría en convencer a nacionalistas, demócratas, liberales e izquierdistas de que todos ellos quedarían aplastados bajo la hegemonía de los islamistas, por ser estos la fuerza opositora más numerosa y mejor estructurada. Para prevenir este escenario a medio plazo, Suleimán puede persuadirles de que es preciso arbitrar desde ahora garantías y mecanismos institucionales. Y eso exigiría tiempo y orden, que en estos momentos sólo puede garantizar Mubarak, con el apoyo de los militares.
LA NEUTRALIDAD DEL EJÉRCITO PUEDE CADUCAR
Efectivamente, en ningún caso, el Ejército toleraría que de las crisis emergiera la perspectiva futura de una alternativa islamista, siquiera moderada, como la que representan los Hermanos Musulmanes, quienes cada día que pasa se sienten más seguros de que su momento está cercano. Aunque se hayan resignado a aceptar el final de Mubarak, los militares también pedirán tiempo, y su calendario puede coincidir más con los cálculos del raïs que con las últimas revisiones de la Casa Blanca y sus aliados.
Los límites de la neutralidad militar también tienen que ver con el mantenimiento del orden público y la paz en las calles. El envío de supuestos seguidores de Mubarak (policías encubiertos, paramilitares, es igual) a la plaza de Tahrir y a otros lugares donde se celebran las concentraciones ciudadanas tendrían el propósito de elevar la tensión, propiciar y favorecer enfrentamientos físicos (y hasta armados) y justificar una intervención menos elegante que la desempeñada hasta ahora por el Ejército.
En un escenario de caos total, si el número de muertos aumenta, los soldados no pueden limitarse a bailar con los manifestantes o a poner flores en las bocanas de los carros de combate. No es que los militares vayan a jugarse su prestigio por defender el destino personal de Mubarak. Pero tampoco pueden tolerar, por instinto y tradición, una deriva descontrolada de los acontecimientos. El orgullo impediría cualquier solución que les dejara en evidencia.
VACILACIONES Y TEMORES OCCIDENTALES
El cambio de tono en Obama -y, en cascada, en el resto de dirigentes occidentales- puede haber sido interpretado por Mubarak de dos formas, no necesariamente contradictorias o excluyentes: como una traición después de una impresionante hoja de servicios en favor de los intereses occidentales; y como una exigencia de imagen para no dar la impresión de que el mundo opulento es insensible a los valores que defienden cuando son otros pueblos quienes los reclaman.
Mubarak puede tener motivos, por lo tanto, para considerar que las invocaciones occidentales en favor de una transición pacífica son modificables o negociables si él consigue invertir la dinámica actual de los acontecimientos. Mubarak debe imaginarse, con bastante razón, que en el ánimo de las cancillerías mundiales pesará mucho más el pánico al caos que las aspiraciones democráticas del pueblo egipcio. Por eso, la presión que Obama pueda ejercer -por ejemplo congelando la ayuda de 1.500 millones de dólares- es un arma de doble filo.
¿Qué pasaría si la caída del régimen egipcio propiciara la extensión del contagio revolucionario a otros países 'sensibles'.
El primero en la lista de potenciales infectados es Yemen, en estos momentos el frente más activo -aunque contradictorio- en la lucha contra Al Qaeda. El presidente Saleh ya ha anunciado que no se presentará a las próximas elecciones, siguiendo la misma línea de apaciguamiento en la que ha fracasado su colega egipcio. En la línea de riesgo, aparece, a continuación, Jordania. El rey Abdullah ya se ha visto obligado a cambiar de nuevo el gobierno bajo la presión de la calle reclamando cambios profundos. Si el monarca hachemí no consigue dominar la situación, el clima de revuelta podría ganar adeptos en Marruecos y, aunque menos probablemente, en las petromonarquías del Golfo. En este último caso, ya no es el freno del islamismo o la contención de Irán lo que estaría en juego, sino la estabilidad del abastecimiento petrolero occidental.
ISRAEL, EN GABINETE DE CRISIS
La tesis del contagio está siendo aireada profusamente estos días por la prensa israelí más cercana al gobierno y por no pocos 'expertos' norteamericanos que durante años han justificado doctrinariamente el apoyo a regímenes dictatoriales o autoritarios en Oriente Medio.
Israel trata de hacer virtud de la necesidad. La inestabilidad en Egipto le preocupa más que a cualquier otra potencia occidental. De ahí que el Ministerio de Exteriores haya hecho circular una nota entre las principales cancillerías mundiales advirtiendo que abandonar ahora al régimen de Mubarak puede comportar 'serias consecuencias'. Israel está enviando el claro mensaje de no arrojar al niño con el agua de la bañera. En otras palabras, en esta hora, ante todo, cabezas frías.
Netanyahu teme que, una vez más, Obama se deje llevar por una aparente cuestión de principios. En realidad, lo que debe preocuparle más del presidente norteamericano no es su supuesto idealismo, sino la retórica del idealismo. Es decir, que se vea preso de sus declaraciones de simpatía por las aspiraciones de libertad, democracia y prosperidad, si los acontecimientos en Egipto se salen definitivamente de cauce. Probablemente, se trate de temores infundados. En Washington se asiste a un reparto de papeles. Obama juega el rol de defensor de las grandes causas populares, mientras es de esperar que la secretaria Clinton y el Pentágono asuman el discurso pragmático de la 'estabilidad'.
EL ORGULLO DE UN OCTOGENARIO
Y finalmente, tampoco debe descartarse que en el ánimo numantino del raïs haya pesado la ambición de no pasar a la historia como un dictadorzuelo que se escapa por la puerta de atrás. Probablemente, no quiere ser un Ben Ali. Arruinados sus designios dinásticos, a sus 82 años debe esperar ya poco de la vida, salvo concluirla con honor. En su discurso del martes por la noche se encuentran inflamadas referencias a su honor más de soldado que de líder político. Suena a morir con las botas puestas.