2 de junio de 2021
En
las últimas semanas han confluido sobre el primer plano de la actualidad varios
acontecimientos relacionados con el pasado colonial no resuelto de Europa. En
Francia, tras los ecos de la recurrente polémica sobre la independencia
argelina, ha sobrevenido la asunción de responsabilidades por el genocidio de Ruanda
(1994). En Alemania, la petición solemne de perdón, con indemnización añadida,
a los pueblos de Namibia. Y en España, el último incidente relacionado con la
espina del Sahara Occidental.
La
lección común a todos estos acontecimientos es que la evasión interesada del
pasado nunca es una solución. Desde los procesos de descolonización iniciados
en los años sesenta, hay una tentación por someter al olvido los aspectos más
negativos del periodo colonial, mediante la combinación de políticas de
sustitución. Se ha intentado eludir la patata caliente de las reparaciones con
ofertas de “cooperación” económica, una condescendencia ante el rumbo por lo
general fallido de las nuevas naciones independientes, la disimulada tutela de
sus opciones estratégicas y la oferta envenenada e interesada de padrinazgo militar
cuando han surgido amenazas a la falsa estabilidad de regímenes dudosamente legítimos.
Estas
políticas, que han sido definidas con el eufemismo de “neocolonialismo”, han
sido constantes a lo largo de los últimas décadas, la más de la veces con la
complicidad y el cinismo de las nuevas élites gobernantes en África. Tras
aceptar reglas del juego diseñadas por las antiguas potencias coloniales, se
deslizaban luego hipócritas protestas de victimismo, cuando convenía por
exigencias de política interna, para justificar insatisfacciones puntuales o
como excusa ante fracasos indisimulables.
FRANCIA
Y RUANDA
El
presidente Macron, como sus antecesores, ha dedicado buena parte de su tiempo y
su energía al esfuerzo de marcar una impronta propia en la política africana de
Francia. Lo ha hecho a su manera: con una mezcla de intuición y oportunismo,
sin condicionamientos doctrinarios o ideológicos. A fuer de francés, ha solemnizado
el pragmatismo.
Así
es como ha actuado en el caso de Ruanda.
Amparado por la levedad de su peso personal (tenía 16 años en 1994), Macron
puede permitirse pisar, a bajo riesgo, el terreno minado de una élite estatal
política tradicional con los armarios plagados de “cadáveres” africanos. Primero
alentó los trabajos de un equipo independientes de investigación sobre lo ocurrido
(la Comisión Duclert). Asumió a continuación sus conclusiones, con la serenidad
que propicia no pagar facturas. Y, finalmente, acometió la visita pendiente a Kigali
con la confianza de ser entendido y celebrado, pero sobre todo con la comodidad
de no llevar las suelas de los zapatos manchados de sangre. Con una elegancia
previsible, permitió que flotara la
sombra del entonces jefe de estado, François Mitterrand, no sin dejar claro que
Francia no fue “cómplice” de la matanza de tutsis a manos de los hutus, en la carnicería
tribal africana (1).
El
expresidente socialista estaba obsesionado con el dominio anglosajón en el
continente africano (en este caso, de Estados Unidos, más que de Gran Bretaña) y abordó la lucha por el poder en Ruanda como
una cuestión estratégica para Francia, no como un asunto interno ruandés. La
Comisión Duclert ha confirmado lo que ya entonces era evidente antes, durante y
después de la matanza: desde el Eliseo se aceptó y amparó el intento del
presidente Habyarimana de exterminar a la población tutsi para impedir su de otra
forma inevitable emergencia política como etnia dominante en el país.
Macron
pretende dar carpetazo al pasado aceptando la “responsabilidad” de Francia, pero haciendo control de daños; en este caso,
rechazando la noción de “complicidad”. Un gambito ha comprado con parejo
pragmatismo el actual presidente ruandés, Paul Kagame, en su día líder de la
resistencia que se sobrepuso a la matanza y replicó con la conquista del poder.
Como reflejo de lo que es hoy África, Kagame lidera un proyecto político autoritario
(2), respaldado por otras autocracias vecinas (principalmente, Uganda) y avalado
por las sucesivas administraciones norteamericanas desde Clinton. O sea, justo
lo que Mitterrand quería evitar.
Macron
dice mirar al futuro, su mantra político fundamental y único factor que le
queda para prolongar su capital político. En África como en su propio país, este
antiguo ejecutivo bancario piensa en términos de rentabilidad. Su política de
seguridad en el Sahel se encuentra en el filo del fracaso, por la persistencia
del empuje yihadista pero también por la incompetencia, la negligencia y
la corrupción que caracterizan a las élites de los países de la región. Ruanda es
una apuesta más segura. Kigali bien vale un arrepentimiento contenido (3).
ALEMANIA
Y NAMIBIA
El
caso de Namibia es diferente, ya que nos remite a un periodo de efímera ambición
colonial alemana. Tras el “reparto de Berlín”, auténtica carta del condominio
colonial del imperialismo europeo a finales del siglo XIX, Alemania se vio
compensada con pequeñas compensaciones en la costa noroccidental y suroccidental
del continente, mientras Francia y Gran Bretaña, aparte de Bélgica y España, se
quedaban con los mayores trozos del pastel.
La Namibia de hoy fue la posesión más preciada, tanto por sus recursos
como por su extensión.
A
comienzos del siglo XX, dos pueblos originales, los Herero y los Nama se
levantaron contra el dominio germano. La represión fue brutal. Fueron asesinadas
90.000 personas, lo que permite
calificar la operación como genocidio. Los pocos sobrevivientes fueron encerrados
en campos de detención que, por sus características y funcionamiento, se convirtieron
en los pioneros de los campos de concentración nazis.
Ahora,
Alemania, después de un largo periodo de reconsideración, ha procedido al correspondiente
ejercicio de “arrepentimiento”. No sólo moral. El sobre con la presentación de
excusas viene abultado con un cheque de más de mil millones de euros, en
concepto de “reparación” a los herederos de las víctimas. Acostumbrados a este
tipo de autolaceración por las barbaridades pasadas, los alemanes no han
necesitado de alambiques retóricos para admitir su “responsabilidad moral”, en
palabras del ministro de exteriores Haiko Maas (4).
ESPAÑA,
MARRUECOS Y EL SAHARA
El
Sahara Occidental es la espina africana de España. La crisis reciente con
Marruecos, por la atención sanitaria urgente del líder saharaui en un hospital
español es un reflejo más de un problema irresuelto.
La
espantada final del franquismo no ha sido reparada por los sucesivos gobiernos
democráticos con la firmeza que el asunto exigía, bajo el parcial argumento de
que el dossier había quedado emplazado en la ONU. La sombra intimidatoria del
poder desestabilizador de Marruecos en tres frentes (inicialmente, la pesca;
luego, la presión migratoria y la amenaza del terrorismo yihadista; y siempre
Ceuta y Melilla) ha pesado demasiado en las esferas de poder. Como resultado de
ello, a lo largo de estos años, el Estado ha declinado su responsabilidad en
beneficio de grupos activistas de la sociedad civil, protagonistas de muchos
gestos solidarios con la población saharaui. La desconexión entre ciudadanía y
el Estado es palpable.
Esta
realidad es también, en cierto modo, emocional. Hay más simpatía hacia un
pueblo errante y reprimido que hacia un Reino que, como tantos otros en el
mundo árabe, difícilmente cumple las normas de convivencia en democracia y
libertad. Pero también opera una suerte de racismo subterráneo en la sociedad
española y un resentimiento no del todo superado por la desastrosa herencia de
las guerras coloniales, que prolongó su siniestra sombra en la contienda de
1936-1939.
El
actual gobierno ha actuado correctamente al no ceder a las presiones marroquíes,
a pesar del temible escenario de un eventual verano de crisis migratoria en
Ceuta y Melilla. La UE ha echado una mano, incluyendo a Francia, que nunca
quiere estar ausente en cualquier sobresalto africano (y en particular magrebí).
No corrían buenos tiempos para Marruecos, después de un imprevisto incidente
diplomático con Alemania, también a causa del Sahara (5). Rabat se creía
reforzado con los acuerdos Abraham, en el tramo final del mandato de Trump, que
posibilitaron el reconocimiento norteamericano de la soberanía marroquí sobre el
territorio saharaui, “a cambio” de la normalización plena con Israel (6).
El
episodio ha tenido su dimensión judicial, que avala la actuación del Gobierno y
dificulta la propaganda marroquí. Pero, contrariamente al caso de Ruanda y Namibia,
el Sahara no es un asunto del pasado, ni siquiera reciente: es todavía un
asunto candente, para el que no valen excusas, ni siquiera compensaciones. Cada día que pasa, es evidente que el plan de
paz de la ONU es papel mojado y la anexión marroquí un hecho consumado. La reanudación
de la guerra, que los saharauis anunciaron a finales de 2019, es un gesto
propagandístico, debido a su inferioridad militar. tarda en fraguarse, debido a su debilidad militar
y a su aislamiento diplomático. Las escaramuzas
de meses pasados no pueden enmascarar esa amarga realidad.
NOTAS
(1) “A Kigali, Macron èspere le ‘don’
du perdón de la part des rescapés du genocidio”. PIOTR SMOLAR. LE MONDE, 27 de
mayo.
(2) “The dark side of the Rwanda’s rebirth”. MVEMBA
PHEZZO DIZOLELE. FOREIGN POLICY, 29 de mayo.
(3) “La politique africaine d’Emmanuel
Macron, un project de renoveau à l’épreuve du réel”. JEAN-PHILIPPE RÉMY. LE
MONDE, 27 de mayo.
(4) “Vertreter der Herero und Nama forden
hunderte milliarden euro entschädigung”. DER SPIEGEL, 1 de junio.
(5) “Le Maroc ouvre une double
crisis diplomatique avec l’Allemagne et l’Espagne”. FRÉDERIC BOBIN. LE
MONDE, 15 de mayo; “Sahara occidental rapelle son ambassadrice a Berlin, dénonçant
des ‘actes hostilles’ de l’Allemagne”. LE MONDE, 6 de mayo.
(6) “Morocco joins list of arab nations to
begin normalizing relations with Israel”. THE NEW YORK TIMES, 10 de diciembre.