BIDEN SE TOMA TIEMPO EN POLÍTICA EXTERIOR

 24 de febrero de 2021

Si en el ámbito interno Joe Biden tomó decisiones rápidas, inmediatas, para desbaratar la herencia más perniciosa del mandato de Donald Trump, el cambio de rumbo en política exterior se hace esperar. En cierto modo es comprensible, porque los EE.UU. no pueden, ni quieren, bailar solos y  las decisiones son más complejas.

Hasta la fecha, el nuevo inquilino de la Casa Blanca ha realizado declaraciones de intenciones que suponen un giro con respecto a su antecesor, pero aún no se visualiza muy bien el contenido práctico de esas nuevas políticas. Rusia, China y Oriente Medio son los tres principales teatros de actuación.  

RUSIA: EL RIESGO DE SOBREACTUACIÓN

La decisión más concreta hasta ahora ha sido la prórroga (cinco años) del acuerdo NEW START (limitación del armas nucleares estratégicas) con Rusia. Pero se trata de una medida para ganar tiempo y definir una nueva política sobre control armamentístico (1), que depende, como es lógico, de cómo se articulen las relaciones con Moscú. Nada indica otro reset, como el que Obama ensayó fallidamente en 2009. Entonces el presidente ruso no era Putin sino su socio Mevdeved, aunque siempre se dudó de su liderazgo real. La carrera armamentística nuclear ha experimentado una aceleración notable desde comienzos de siglo, a pesar del NEW START, debido al fomento de los dispositivos antimisiles, que debilitan la disuasión (2).

Biden y todo el establishment demócrata desconfían profundamente de Putin. Esa actitud se nutre de una cultura de guerra fría, reforzada por la orientación autoritaria que el líder ruso ha ido adoptando a medida que se afianzaba en el Kremlin y se desprendía de las amenazas a su poder (oligarcas, oposición liberal, disgregación regional). Las sospechosas relaciones con Trump le han servido para recuperar peso e influencia en zonas externas, como Oriente Medio, y presión en el entorno cercano (Bielorrusia y Ucrania), pero suele exagerarse el poderío ruso y su capacidad para desestabilizar áreas de interés occidental.

Para intentar definir un nuevo marco de relación con Rusia, Biden quiere (y necesita) recuperar el vigor de una Alianza Atlántica en el momento más crítico de su historia. A sus 70 años bien cumplidos, la OTAN es una dama repleta de achaques. “En muerte cerebral”, dijo Macron, teatralizando la situación. El daño de Trump ha sido llamativo por su brusquedad, pero no debería ser inquietante. No hay casi nadie en los resortes de poder en Washington que le siguiera el juego al incendiario expresidente. Pero las perturbaciones transatlánticas eran anteriores a Trump y con sólidas raíces. Con Obama hubo mucha amabilidad aparente, pero bastantes desacuerdos subyacentes, algunos desencuentros sonoros y tensiones por episodios desafortunados. Biden quiere restañar heridas y superar dificultades. Desde los think-tanks se articulan los campos de cooperación (3).

La semana pasada, en la Conferencia de Seguridad de Múnich, habitual toma de temperatura de las relaciones atlánticas, hubo bellas palabras de Biden sobre la recuperación del espíritu aliado. Pero los europeos dejaron entrever sus reticencias y un cierto escepticismo sobre la importancia que Washington concede a Europa en estos tiempos. De ahí que alemanes y franceses insistan desarrollar una política exterior cada vez más autónoma, y lo dejaron claro en Múnich tanto Merkel como Macron (4). Otra cosa es que coincidan en cómo hacerlo y en el calibrado de sus iniciativas. La separación británica complica aún más las cosas.

El reciente viaje a Moscú de Josep Borrell ha mostrado las carencias de esa estrategia. El Kremlin no está dispuesto a permitir que Europa quiera introducir en el menú de las relaciones el respeto por los derechos humanos y las libertades políticas en Rusia. Era ilusorio esperar lo contrario. La encarcelación de Navalny  y la represión de las manifestaciones son asuntos vedados. Por eso, algunos analistas creen que la visita debía haberse aplazado hasta que los aliados hubieran definido con precisión objetivos y agenda de la relación con Moscú.

Sea como fuera, los problemas de fondo en relación con Rusia no son de fácil solución. El caso más emblemático es el proyecto de gasoducto Nord Stream 2, que Berlín quiere mantener a toda costa, por muy incómodas que sean sus relaciones con el Kremlin. En esta  Casa Blanca se piensa que Alemania debería poner condiciones a esa colaboración, pero saben que si Merkel no lo ha hecho, más improbable resulta que lo haga su sucesor. El previsible candidato democristiano, Armin Laschet, pasa por ser aún más acomodaticio con Moscú (5). Putin no se fía de esa aparente falta de sintonía transatlántica y mantiene la frialdad (6).

CHINA: DESCONEXIÓN ALIADA

China es otro asunto que generara difíciles debates entre los aliados occidentales. La UE concluyó un acuerdo de inversiones con Pekín cuando Biden aún no había tomado posesión, lo que provocó malestar explícito a su equipo de seguridad nacional. Merkel quería cerrar ese capítulo como colofón a los seis meses de presidencia europea. Pero sobre todo deseaba blindar los intereses de la industria exportadora alemana (7).

Biden revertirá los aspectos más autolesivos del mandato de Trump, porque los incrementos arancelarios han perjudicado más a Estados Unidos que a China, pero no habrá un giro de 180º grados en la política hacia Pekín. Cabe esperar una mayor dureza en los asuntos de derechos humanos y políticos en áreas sensibles (Hong-Kong, Xin Jiang) y una mayor vigilancia en áreas de presión china (Taiwan y Mar del Sur de China). Pero la capacidad de actuación norteamericana es limitada. En Europa saben que en esa zona los interlocutores preferentes de Washington son los aliados asiáticos y oceánicos, y éstos reclaman cautela (8).

ORIENTE MEDIO: IRÁN, PIEDRA DE TOQUE

En Oriente Medio, la primera pieza a restablecer es el acuerdo nuclear con Irán, quizás el elemento que genera una menor dificultad. Hay ya un consenso sobre la necesidad de volver cuanto antes a la situación anterior a Trump. Pero hay sectores en Washington que desean replantear el trato e introducir nuevos elementos de control del régimen iraní (programa de misiles y actuación de las milicias afines en la región). Los ayatollahs no están dispuestos a ceder en algo que consideran esencial para su seguridad, aunque necesiten un alivio de las sanciones. Europa quiere recuperar las relaciones económicas con Irán y puede mostrarse más abierto al diálogo con Teherán que Estados Unidos, donde no hay consenso bipartidario.

Arabia Saudí e Israel actúan coordinadamente y se preparan para ese escenario indeseado, con distintas palancas de obstruccionismo (9). Biden ha tardado semanas en comunicarse con un Netanyahu, que afronta las cuartas elecciones en dos años. Una muestra de la frialdad entre ambos que se arrastra desde la era Obama. Con los saudíes, las cosas no pintan mejor. La suspensión de la venta de armas que los saudíes emplean en Yemen es una muestra del cambio de temperatura entre la Casa Blanca y el trono de Riad. El dossier iraní dificulta cualquier avance en Palestina, donde deben renovarse las instancias de poder político, aunque hay poco ánimo y mucho escepticismo. Israel seguirá poniendo obstáculos si no hay replanteamiento del acuerdo nuclear iraní. Una excusa, más que una razón.

NOTAS

(1) “Extending NEW START should be just the beginning”. CARNEGIE, 25 de enero.

(2) “The Nuclear Option. Slowing a new arms race means compromising missiles defenses”. JEFFREY LEWIS. FOREIGN POLICY, 22 de febrero.

(3) “Working with the Biden administration: opportunities for the EU”. ROSA BALFOUR. CARNEGIE, 26 de enero.

(4) “Biden tells allies ‘America is back’, but Macron and Merkel push back”. THE NEW YORK TIMES, 19 de febrero.

(5) “Germany is pouring cold water on the Biden-Europe love fest”. CONSTANZE STELZEN-MÜLLER. BROOKINGS, 22 de enero.

(6) “German-Russian relations at a new low”. CHRISTIAN ESCH. DER SPIEGEL, 7 de enero.

(7) “Chine-Europe-Etats-Unies: [Le] jeu entre les troix côtés du triangle géopolitique’”.SYLVIE KAUFFMANN. LE MONDE, 30 de diciembre.

(8) “How to keep U.S.-Chinese confrontation ending in calamity”. KEVIN RUDD. FOREIGN AFFAIRS, marzo-abril, 2021.

(9) “The real regional problem with the Iran deal”. TRITA PARSI. FOREIGN AFFAIRS, 23 de febrero.

 

ITALIA: EL TURNO TECNÓCRATA, OTRA VEZ

17 de Febrero de 2021

Mario Draghi debe obtener el plácet parlamentario para su gobierno, después de un paciente proceso de composición, estructura y equilibrio para protegerse contra los accidentes de recorrido y afrontar con las mayores garantías el triple desafío inmediato: vacunar a la población, superar la enfermedad y gestionar los fondos europeos de recuperación económica.

Los políticos tienen presencia en el gobierno de Super Mario, pero en puestos de secundarios. Las carteras estratégicas están en manos de técnicos amigos o de la máxima confianza de Draghi (Economía, Innovación y Transición ecológica). Di Maio, cada vez más cuestionado en el M5E, conserva Exteriores, aunque el expresidente del BCE será la voz de Italia en esa Europa que lo venera. El PD debe gestionar la defección de Renzi y confirmar si el giro a la izquierda de Zingaretti tiene o no recorrido. Salvini da una luz verde pero fija caducidad imprecisa al nuevo Gobierno. Berlusconi ya está en rampa de retirada.

Sólo Giorgia Meloni, la líder de los Fratelli, se ha distanciado de Draghi. Aparece como la figura emergente de la derecha nacionalista, una Marine Le Pen en ciernes. Sus orígenes humildes, su estilo franco y directo y su inteligencia política constituyen una seria amenaza para los dirigentes de la constelación conservadora, pero también para un izquierda desconcertada. Es la opción alternativa, cuando Draghi agote su mandato, si es que Salvini no se consolida como líder de una derecha más presentable y menos agresiva. 

El hombre que hizo “todo lo que fue preciso” para “rescatar al euro” en 2012 se convierte en el proclamado “salvador de Italia”. Los medios no escatiman elogios y las bolsas no regatean su entusiasmo. En el péndulo italiano, ahora toca el vibrato optimista. Sin embargo, el panorama es más complicado y la “solución” en absoluto novedosa. La opción tecnocrática ha sido una constante en Italia en el último medio siglo.

UNA PROLONGADA ALTERNANCIA

La República italiana es el producto de la tensión entre tres corrientes: la partidaria, la tecnócrata y la populista. No necesariamente enfrentadas; más bien al contrario: se alimentan y relevan en la dirección del país. Cada una de ellas traduce el clima social del momento y marca el pulso a seguir.

Cuando la corrupción y el agotamiento de la confrontación Este-Oeste sancionaron el derrumbamiento del sistema de posguerra, en la primera mitad de los noventa, el turno político dejó paso al primer populismo europeo de los tiempos actuales: el berlusconismo. La estructura de poder que el empresario milanés concibió difícilmente podía asimilarse a un partido político. Forza Italia era una empresa de propaganda, de relaciones públicas, la rama política de su conglomerado mediático-publicitario. Berlusconi fue, en cierto modo, un precursor. Pero no se aisló ni se enfrentó al entorno político que proclamaba querer liquidar. Al contrario, se nutrió de él, lo fagocitó y recicló a una clase política sumisa y ávida de redención o al menos de salvamento personal y corporativo.

Tampoco renunció Il Cavaliere a la colaboración/complicidad de los tecnócratas, algunos de los cuales se mostraron dóciles o comprensivos con los nuevos vientos. Hasta que el ciclo económico dictó sentencia y el modelo populista descubrió todas sus carencias. La coalición derechista se fracturó con la deserción de los independentistas lombardos de salón o de pasillo (la Lega Nord).

El primer fracaso de Berlusconi dio paso a la solución técnica presidencial en la figura de Lamberto Dini, que resultó efímera y condujo a elecciones. El centro-izquierda se articuló en torno a otra referencia tecnócrata. Il Profesore Romano Prodi, vino a proporcionar una dosis de prestigio neutro al enrarecido clima político, a pesar de haber sido ministro del viejo sistema, como democristiano independiente.  El pálido progresismo italiano se rindió a  la hegemonía neoliberal y se refugió en una confortable referencia de olivos y margaritas (nombres de confusas y nutridas coaliciones de gobierno y desgobierno).  

En ese turno de travestismo se fueron diluyendo las propuestas ideológicas y las ofertas políticas. Los comunistas irredentos, que se esforzaron por preservar siglas y símbolos. Los socialistas sacaron la cabeza de las profundidades a que les había empujado la funesta era Craxi, pero no dejaron de ser enanos políticos y puras comparsas. Los herederos del PCI se anclaron en una genérica marca Sinistra para pronto arrojarse a la insulsa Demócrata. Una engañosa modernización.

Los gobiernos del centro-izquierda (mitad políticos, mitad técnicos) prepararon el camino para el regreso de Berlusconi y de una derecha reagrupada, con una Lega desprovista ya de veleidades independentistas y un nacionalismo menos montaraz, más pulido y técnico. La crisis financiera de finales de la década acabó con aquel Berlusconi 2.0, ahogado en el descrédito, los escándalos personales y los casos de fraude ante la justicia.

Como la izquierda seguía descompuesta y desnortada, se impuso de nuevo la solución tecnócrata, muy en la línea del eje Berlín-Frankfurt-Bruselas. El economista trilateral Mario Monti asumió la conducción del país, con la anuencia de los partidos del consenso centrista y la fatiga de los ciudadanos, cada vez más cínicos ante el carrusel público. Se ponía en manos de un representante del capitalismo financiero la superación de una crisis que sus patrones tanto habían contribuido a provocar. Ironía lacerante.

La lenta e interminable recuperación abrió de nuevo el camino al populismo, pero no al clásico y desgastado de los noventa. La digitalización de la economía y la sociedad, la extensión de las redes sociales, la horizontalización de la expresión política y un escepticismo creciente alumbraron el doble fenómeno del populismo libertario y el nacionalismo identitario. El M5S erosionó la base social del PD y la Lega desafió la hegemonía de Il Cavaliere en la derecha.

En 2018 los dos populismos, el libertario y el identitario, ambos ahítos de retórica antieuropea, se fusionaron en un proyecto de gobierno que fue lo que pareció: inverosímil, oportunista y efímero. El deterioro del M5E en las experiencias municipales se amplificó con sus responsabilidades de gobierno, a pesar del gambito Conte (una manera de disolver las contradicciones en una solución pseudotécnica). Salvini no quiso nunca colaborar lealmente en un gobierno cohesionado, sino preparar el terreno para asaltar el poder completo. Desafió al gobierno, pero calculó mal y cayó en su propia celada. El líder de un M5E cada vez más roto, se conchabó con la facción liberal y rupturista del Partido Democrático, liderada por Mario Renzi. El turno populista se había terminado, o mejor dicho, se había transformado en un híbrido político-populista. Hasta que llegó la pandemia, que entró en Europa por Italia.  

Y con la pandemia, la amenaza de ruina completa. Italia compuso con España y Francia la triada que reclamó enmendar los errores europeos de la austeridad de 2008-2013. Fondos masivos de recuperación para engrasar un aparato productivo gripado. El gobierno político-populista italiano no fue capaz de ponerse de acuerdo sobre la manera de gestionar esa inminente inyección de liquidez. El astuto (florentino) Renzi, con su minúscula fracción de 30 diputados (Italia Viva) se separó del PD, se alineó en Europa con el macronismo y puso en jaque al gobierno de Conte, a pesar de su razonable popularidad. Estalló la crisis y, como era previsible, se activó el turno tecnócrata. A nadie debe sorprender que Renzi haya sido el más entusiasta defensor de la opción Draghi.

Casi todos los demás actores se han sumado a la solución “excepcional” para un “momento excepcional”. Es una forma de escurrir el bulto, sin apenas riesgo. A la postre, si el experimento sale mal, los dos Mateos (Renzi y Salvini) habrán preservado sus opciones de futuro. Y si sale bien, como Draghi no parece tener más horizonte que el de suceder a Sergio Matarella en el Quirinal, dejará el camino desbrozado para quien le suceda en el Palacio Chiggi.

MYANMAR: EL CASO EMBLEMÁTICO DE EJÉRCITOS CON ESTADO

 10 de Febrero de 2021

Suele emplearse una expresión para definir el poder desmesurado que ejercen las Fuerzas Armadas en algunos países del denominado mundo en desarrollo: Ejércitos con Estado. Es una forma de describir una anomalía. Lo natural es que los Estados cuenten con un Ejército. En esos casos, el Ejército lo es todo, o casi todo, y el Estado es instrumental. Una inversión de la lógica y la salud democrática.

El país que suele ponerse como ejemplo de ello es Pakistán. Los militares han gobernado siempre allí, ocupando la jefatura del Estado, tras el golpe rutinario, cuya justificación resulta casi innecesaria, o tutelándola con mayor o menor descaro. Cuando los tiempos de las dictaduras militares cotizaban a la baja en el patronazgo occidental, esa vigilancia se volvía más discreta. Si el riesgo para los intereses de casta aumentaba, siempre había un motivo de seguridad nacional que invocar para acabar con la fachada de poder civil y ejercer la función directora sin disimulo ni mediaciones.

India, la rivalidad o la hostilidad de India, que nunca habría aceptado la separación de 1947, es el enemigo invocado de forma sempiterna para arrogarse ese papel sobreprotector de la nación. Recientemente, la guerra en Afganistán (en la que también se quiere ver, cómo no, la mano oculta de la India) ha servido para consolidar la hegemonía militar. O mejor dicho, el totalitarismo militar. Los talibán no son marionetas del servicio de inteligencia militar (ISI),  pero sin éste poco o nada podrían haber hecho para seguir desafiando a Washington.  El actual presidente pakistaní, Imran Khan, un populista excampeón mundial de cricket, el deporte nacional, nunca pudo llegar a ese puesto sin el consentimiento de los cuarteles. Ni siquiera ser candidato. Algunos creen ver una fatiga de este omnímodo poder de los cuarteles (1). Quizás.

Otro ejemplo de Ejército con Estado es Egipto. Se ha impuesto la creencia de que, a la postre, se trata de elegir entre el sable y el Corán. En Occidente se ha preferido siempre lo primero, como quedó palmariamente de manifiesto durante la revuelta que derrocó a Mubarak, hace ahora diez años. En el libro de Ben Rhodes, que entonces ocupaba un lugar destacado en el Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, queda claramente de manifiesto cómo los principals de la administración (Hillary Clinton, Joe Biden, Bob Gates y la cúpula militar del momento) trataron de evitar la caída del viejo líder autoritario y, al no poder impedirlo, depositaron la confianza en el Ejército como garante de la estabilidad (2).  Obama, como siempre, dudó. Sus simpatías estaban con los revoltosos (como le ocurría a Rhodes). Pero su instinto de político le llevó a contemporizar. Nunca se opuso a la mascarada de Al Sisi.  

El Ejército no pudo evitar que un candidato islamista moderado de los Hermanos Musulmanes ganara las primeras elecciones libres. Pero minó su gobierno, caótico y plagado de reflejos sectarios. Esperó que madurara la crisis y, dos años después de iniciada la revolución, protagonizó un golpe, que presentó de forma hipócrita como antesala de la restauración de la democracia. Pero la democracia no llegó. Al contrario, el régimen de Al Sisi es aún más represivo (3) que el de Mubarak y tanto o más que el de Sadat o Nasser.

Los ejércitos de Pakistán y Egipto comparten un factor esencial que cimenta su poder: en ambos países controlan los sectores esenciales del aparato productivo, dictan los presupuestos militares al legislativo o al Ejecutivo y, por tanto, disponen de palancas muy eficaces para determinar numerosas decisiones administrativas. Definen y  gestionan la corrupción. Son un Estado dentro del Estado, o el Estado que importa y decide. El resto de las instituciones bailan al son que ellos tocan. Poco importa que sean más o menos eficaces en estas competencias arrebatadas al poder político o al sector privado (4).

Un tercer caso aún más brutal que los dos anteriores es el de Birmania o Myanmar (el nombre moderno del país). Allí el Ejército no ha tenido ni siquiera necesidad de justificaciones de cara a sus protectores/cómplices occidentales. Durante décadas ha gozado del completo poder de decidir, sin concesiones aparentes a la democracia o a otras leyes que no fueran las cuarteleras. Durante mucho tiempo, esta dictadura militar ha carecido de rostro identificable en las cancillerías occidentales. No había un Pinochet o un Al-Sisi. Era un poder corporativo, sin ambiciones personales.

Ahora que la vacilante década de democracia tutelada de Aung San Suu Kyii ha tocado a su fin, el Ejército birmano recupera un poder absoluto que nunca perdió del todo. La Premio Nobel de la Paz ha comprobado amargamente que sus intentos de convivencia han resultado inútiles. Ya sea por apaciguar a los militares o por convicción, su lamentable gestión del drama de la minoría Rohingya ha arruinado su prestigio internacional. En Occidente se ha acogido con frialdad su desgracia, sin avalar la absurda imputación militar de fraude electoral.

Los uniformados birmanos solo esperaban el momento propicio para actuar: antes del comienzo de la nueva legislatura salida de los comicios de noviembre.  No puede decirse que hayan actuado por sorpresa. No lo necesitaban. Habían avisado, habían puesto la venda antes de desembarazarse de las apariencias y actuar preventivamente contra un poder civil que podía ir más lejos de lo consentido (5). ASSK y sus principales colaboradores han sido detenidos y el jefe militar, General Hlaing, asumirá el poder, en principio durante el año en que ha sido fijado el estado de emergencia (6).

Durante décadas, el gobierno militar de Rangún contó con la aquiescencia sorda de Pekín. Sin entusiasmo, con el pragmatismo con el que China afronta los asuntos exteriores. Ante una pasividad relativa de Occidente, sólo la persistencia de la dama de hierro asiática y su capacidad para movilizar a una nueva generación de ciudadanos con menos miedo hicieron posible una ilusoria transición. Aquella devolución, como otras muchas que han practicado los militares a lo largo de la historia, venía hipotecada y pesadamente condicionada. Ni siquiera la líder del movimiento democrático pudo ser candidata por otra ridícula disposición legal ad hoc que negaba este derecho a quienes estuvieran casados con extranjeros, como es su caso.

Ahora, el futuro del país no depende de una líder carismática y pacífica, cuya estatura moral de opositora infatigable ha quedado gravemente comprometida (7). Es una sociedad civil más dinámica y activa que nunca la que puede molestar a los impávidos uniformados. De hecho, la facilidad con la que desbarataron el gobierno civil contrasta con la irritación con la que han empezado a reprimir a los primeros manifestantes.

Pero con un presidente abriendo carpetas en la Casa Blanca, un mundo desbaratado que recomponer, una pandemia que atajar, una economía que relanzar, una administración que reconstruir y unos aliados a los que tranquilizar, es dudoso que Myanmar pase al índice de prioridades en Washington.

China dejará hacer en Myanmar, bajo su doctrina de no inmiscuirse en un “asunto interno”. Si acaso, esta rectificación golpista le puede favorecer. En Pekín se está tomando la temperatura a la declarada intención de Biden trabajar con sus aliados en una estrategia global de contención del poder chino. Más allá de las condenas rutinarias y de otra previsible ronda de sanciones, Birmania no pasará de ser una molestia accesoria. El Ejército con Estado (o sin él) por antonomasia tiene barra libre.

 

NOTAS

(1) “Will Military’s Pakistan lose its grip on power? Anger is mounting at the Generals behind  the Throne. AQIL SHAH. FOREIGN AFFAIRS, 22 de diciembre; “Imran Khan isn’t going anywhere. Pakistan’prime minister might just become the first ever to complete a full term”. MICHAEL KUGELMAN. FOREIGN POLICY, 20 de agosto.

(2) “The World as It is. BEN RHODES. PENGUIN RANDOM HOUSE. New York, 2019.

(3) “Egipt’s Sisi intensifies crackdown on rights advocates in warning days of Trump administration”. REBECCA COLLARD. FOREIGN POLICY, 20 de noviembre.

(4) “The implications of Egypt’s military economy”. YEZID SAYIGH. CARNEGIE INSTITUTE, 26 de octubre de 2020.

(5) “Myanmar’s coup was a chronical foretold.The Military brass never relinquished control”. SEBASTIAN STRANGIO. FOREIGN AFFAIRS, 2 de febrero.

(6) “End of Myanmar’s rocky road to Democracy?”. SANA JAFFREY. CARNEGIE INSTITUTE, 2 de febrero.

(7) “Democracy hero? Military foil? Myanmar’s leader ends up as neither”. THE NEW YORK TIMES, 1 de febrero; “How Aung San Suu Kyi went from Nobel Peace Prize to pariah”. ADAM TAYLOR. THE WASHINGTON POST, 3 de febrero.

RUSIA: LA PROTESTA QUE SURGIÓ DEL FRÍO

 3 de febrero de 2021

Rusia parece haber entrado en un periodo de infrecuentes protestas sociales y políticas. La causa aparente es la persecución oficial del dirigente opositor Aleksei Navalny, supuestamente envenenado por agentes del régimen en verano, detenido al regresar a su país tras una convalecencia en Alemania y esta misma semana condenado a mil días de reclusión por violar obligaciones de vigilancia judicial.

Millares de personas han participado en manifestaciones, plantones y otros actos de desobediencia y desafección a lo largo y ancho del país, bajo temperaturas extremas, sobre todo en las regiones orientales. En Ekaterimburgo, la capital de los Urales, la gente aguantó en las calles treinta grados bajo cero hasta que las fuerzas de seguridad les hicieron entrar en calor. O en Yakutia, donde 300 personas desafiaron un termómetro a 50 grados negativos.

El frío inmisericorde y la represión policial (se habla de cinco mil detenidos) no parecen los mejores amigos de una pública exhibición de descontento, y más en un país escéptico como pocos, descreído de causas fallidas, engañosas o simplemente insostenibles. Cuesta creer que un personaje como Navalny y unas desgracias tan alejadas de las preocupaciones cotidianas del ciudadano medio ruso pueda movilizar protestas como éstas.

La tesis oficial es poco imaginativa: Navalny sería un agente de los servicios de inteligencia occidentales (últimamente se dice expresamente que de los norteamericanos) para desestabilizar a Rusia. Se pretendería crear una falsa impresión de malestar social y de disenso político, en un momento de dificultad por el impacto del coronavirus. Frustrados por el impacto insuficiente de las sanciones económicas impuestas tras la anexión de Crimea, en 2014, las potencias occidentales tratarían desesperadamente de crear problemas en Rusia.

Los analistas rusos afines a la óptica occidental  no esconden su relativa sorpresa por lo que está ocurriendo. No porque no haya motivos, en su opinión, para las protesta, que son abundantes, sino por el momento y el aparente precipitante de la misma. Desde el Centro de Moscú del instituto Carnegie, muy próximo al establishment demócrata norteamericano, Kolesnikov y Baunov hacen una lectura previsible del fenómeno (1). La mayoría de quienes están desafiando las bajas temperaturas para manifestar su descontento están hartos del autoritarismo y temen que sus condiciones de vida sigan degradándose si no se plantan.

Estos analistas admiten que Navalny no es precisamente un héroe popular y afirman que carece de la estatura moral de Andrei Sajarov o la intelectual de Alexander Solzhenitsyn. Tampoco es que sea un adalid de los valores liberales, ya que se le atribuyen orientaciones más bien nacionalistas y ciertos reflejos autoritarios, es decir, un modelo liderazgo muy alejado de sus convicciones. Pero resaltan la valentía (osadía) de su actitud y la tenacidad con la que ha desafiado al sistema, hasta convertirse en un incordio. Después de haber sobrevivido a un intento de asesinato por envenenamiento, su figura ha crecido en el dramático imaginario ruso. Navalny no es un chicago boy, como los que diseñaron el saqueo del país en los noventa, sino el producto de la insatisfacción profunda de la sociedad rusa, con recetas autóctonas (2).

En sus trabajos de prospección con el Centro demoscópico Levada, el Carnegie Moscú ha hecho una primera radiografía de los primeros manifestantes de esta oleada y considera que si bien hay cierta continuidad con quienes se lanzaron a la calle hace ocho o nueve años para protestar contra las fraudulentas elecciones de entonces, ha surgido un nuevo perfil de descontento, urbano pero menos elitista, integrantes de capas sociales menos favorecidas o más frustradas por la falta de oportunidades (3).

Estos autores resaltan la escasa popularidad del dirigente opositor, particularmente entre las personas por encima de los 50 años. Son mayoría quienes piensan que Navalny es, en efecto, un agente extranjero, e incluso quienes están convencidos de que se envenenó a si mismo para construir un relato victimista. Estos analistas admiten que muchos de los descontentos no simpatizan con Occidente, pero quieren una vida mejor y libre de las amenazas del actual régimen ruso (4).

Periodistas occidentales destacados en Moscú reflejan este estado de ánimo sombrío, en tiempos duros como estos. En algunos casos, como en Ekaterimburgo, se trata de una cuestión de “principios y de dignidad”, de mostrar un rechazo inequívoco al abuso de poder y a la falta de respeto por la vida de las personas (5). No se trata tanto de expresar su respaldo a una alternativa de poder cuanto de denunciar un estilo de gobierno.

La gran pregunta es si Putin está realmente inquieto por esta protesta bajo cero de las últimas semanas. Después de haber asegurado su mandato hasta 2036, al menos sobre el papel, sin apenas oposición o resistencia, se enfrenta ahora a los efectos de una pandemia aún activa y un cambio en la escena internacional. El relevo en Washington debe afectarle, y no para bien. Aunque se ha exagerado mucho la complicidad de Trump con Putin, lo cierto es que el líder ruso ha disfrutado de un descenso de presión. Las sanciones se han mantenido, por supuesto, pero no se han aumentado. Las relaciones se han congelado. En la confusión que definió la era Trump, el diálogo Washington-Moscú ha sido más bien inexistente.

Con Biden, Putin tiene aparentes motivos de preocupación. A falta de saber la política concreta del nuevo presidente norteamericano, lo más probable es que la Casa Blanca sea más exigente. Michael McFaul, exembajador en Moscú y principal asesor de Obama sobre el Kremlin, propone desde el Consejo de Relaciones exteriores un programa acorde con el ambiente nueva guerra fría que se intuye (6). Una política de contención (contaiment) al estilo del clásico Kennan, pero con ventanas de aperturas propias del deshielo de los setenta. Mc Faul defiende un ambicioso programa de modernización militar, de compromiso aliado, de exigencias en materia de derechos humanos, de vigilancia de las actuaciones exteriores y de protección efectiva a los vecinos de Rusia, pero también la promoción de áreas de cooperación bilateral y multilateral frente a la pandemia, el desafío climático, la proliferación nuclear o la prevención de conflictos y, sobre todo, de acercamiento a la sociedad rusa. De momento, no hay diálogo de sordos. La prolongación del tratado NEW START sobre control de armamento nuclear estratégico, no por esperada, es menor importante. Quedan por definir el enfoque general de desarme en esta época convulsa, con China como actor no precisamente invitado o pasivo.

Putin aguarda y vela armas. Jeremy Stern, del Atlantic Council, cree que el dirigente ruso puede emular a sus antiguos patrones del Politburó y plantear ambiciosas iniciativas de concordia internacional para apaciguar el malestar interior. Después de Checoslovaquia y ante el inicio del acercamiento chino-norteamericano, Breznev favoreció el deshielo con EE. UU. e hizo posible los acuerdos de desarme nuclear y el proceso de Helsinki. Un alivio de la presión exterior que tapó la decadencia soviética hasta que la trampa de Afganistán y la llegada de Reagan y sus consejeros de guerra fría aceleraron el desmoronamiento de la URSS (7).

Los tiempos son distintos, sin duda. Rusia no es la URSS en su estado terminal, como el propio McFaul advierte en su artículo. Dispone de un formidable poderío militar, es la sexta economía mundial en paridad de compra y disfruta de unas enormes riquezas naturales que aún puede explotar con sabiduría. El reciente éxito de su vacuna Sputnik, avalado por la ciencia occidental, constituye una inyección de prestigio en un momento de dificultades.

Otro factor importante de la estrategia exterior de Putin es Alemania. Las relaciones bilaterales han tocado fondo y la desconfianza es grande (8). Pero al presumible sucesor de Merkel, el renano Armin Laschet, se le presume una actitud más benigna hacia Moscú. Según una analista alemana del Instituto Brookings, un enfoque afín a los tiempos de la Ostpolitik (9). En realidad, la actual canciller ha jugado al caliente y al frío con el Kremlin. Se ha mostrado dura en el asunto de Ucrania o de Navalny, precisamente, pero ha mantenido la cooperación con Moscú. El gasoducto Nordstream-2 es ejemplo emblemático de esa política ambivalente.

Aún es pronto para saber si las protestas de este invierno crudo se resolverán en una nueva primavera rusa o se disolverán como la nieve a medida que la pandemia remita. El talante de las relaciones con Washington, sin duda, pesarán en el veredicto. Pero el factor esencial será la capacidad del aparato del Kremlin para reducir el malestar social.  

               

NOTAS

(1) “Might versus Rights. Putin’s bunker and the protests outside”. ANDREI KOLESNIKOV. CARNEGIE MOSCOW CENTER, 1 de febrero; 

(2) “Putin, poison and self-inflicted wounds: Navalny’s return to Russia”. ALEXANDER BAUNOV. CARNEGIE MOSCOW CENTER, 26 de enero.

(3) “The new face of the Russian protests”. ALEXANDER BAUNOV. CARNEGIE MOSCOW CENTER, 25 de enero.

(4) “Russian protests in the age of online transparency”. ANDREI KOLESNIKOV. CARNEGIE MOSCOW CENTER, 26 de enero.

(5) “Affaire Navalny: e Iekateinbourg, manifester est une question de príncipe et de dignité’”. BENOÎT VITKINE. LE MONDE, 1 de febrero.

(6) “How to contain Putin’s Russia”. MICHAEL MCFAUL. FOREING AFFAIRS, 19 de enero.

(7) “To silency Navalny, Putin will try to enlist the West”. JEREMY STERN. FOREING AFFAIRS, 27 de enero.

(8) “German-Russia relations at a new low”. CHRISTIAN ECH. DER SPIEGEL, 7 de enero.

(9) “Germany is pouring cold water on the Biden-Europe love fest”. CONSTANZE STELZEN-MÜLLER. FOREIGN POLICY, 22 de enero.