17 de Febrero de 2021
Mario
Draghi debe obtener el plácet parlamentario para su gobierno, después de un
paciente proceso de composición, estructura y equilibrio para protegerse contra
los accidentes de recorrido y afrontar con las mayores garantías el triple
desafío inmediato: vacunar a la población, superar la enfermedad y gestionar
los fondos europeos de recuperación económica.
Los
políticos tienen presencia en el gobierno de Super Mario, pero en
puestos de secundarios. Las carteras estratégicas están en manos de
técnicos amigos o de la máxima confianza de Draghi (Economía, Innovación y
Transición ecológica). Di Maio, cada vez más cuestionado en el M5E, conserva
Exteriores, aunque el expresidente del BCE será la voz de Italia en esa Europa
que lo venera. El PD debe gestionar la defección de Renzi y confirmar si el
giro a la izquierda de Zingaretti tiene o no recorrido. Salvini da una luz
verde pero fija caducidad imprecisa al nuevo Gobierno. Berlusconi ya está en
rampa de retirada.
Sólo
Giorgia Meloni, la líder de los Fratelli, se ha distanciado de Draghi.
Aparece como la figura emergente de la derecha nacionalista, una Marine Le Pen
en ciernes. Sus orígenes humildes, su estilo franco y directo y su inteligencia
política constituyen una seria amenaza para los dirigentes de la constelación
conservadora, pero también para un izquierda desconcertada. Es la opción
alternativa, cuando Draghi agote su mandato, si es que Salvini no se consolida
como líder de una derecha más presentable y menos agresiva.
El
hombre que hizo “todo lo que fue preciso” para “rescatar al euro” en 2012 se
convierte en el proclamado “salvador de Italia”. Los medios no escatiman
elogios y las bolsas no regatean su entusiasmo. En el péndulo italiano, ahora
toca el vibrato optimista. Sin embargo, el panorama es más complicado y la “solución”
en absoluto novedosa. La opción tecnocrática ha sido una constante en Italia en
el último medio siglo.
UNA PROLONGADA ALTERNANCIA
La
República italiana es el producto de la tensión entre tres corrientes: la partidaria,
la tecnócrata y la populista. No necesariamente enfrentadas; más bien al
contrario: se alimentan y relevan en la dirección del país. Cada una de ellas
traduce el clima social del momento y marca el pulso a seguir.
Cuando
la corrupción y el agotamiento de la confrontación Este-Oeste sancionaron el
derrumbamiento del sistema de posguerra, en la primera mitad de los noventa, el
turno político dejó paso al primer populismo europeo de los tiempos actuales:
el berlusconismo. La estructura de poder que el empresario milanés
concibió difícilmente podía asimilarse a un partido político. Forza Italia
era una empresa de propaganda, de relaciones públicas, la rama política de su
conglomerado mediático-publicitario. Berlusconi fue, en cierto modo, un precursor.
Pero no se aisló ni se enfrentó al entorno político que proclamaba querer
liquidar. Al contrario, se nutrió de él, lo fagocitó y recicló a una clase
política sumisa y ávida de redención o al menos de salvamento personal y corporativo.
Tampoco
renunció Il Cavaliere a la colaboración/complicidad de los tecnócratas, algunos
de los cuales se mostraron dóciles o comprensivos con los nuevos vientos. Hasta
que el ciclo económico dictó sentencia y el modelo populista descubrió todas
sus carencias. La coalición derechista se fracturó con la deserción de los
independentistas lombardos de salón o de pasillo (la Lega Nord).
El
primer fracaso de Berlusconi dio paso a la solución técnica presidencial en la
figura de Lamberto Dini, que resultó efímera y condujo a elecciones. El
centro-izquierda se articuló en torno a otra referencia tecnócrata. Il
Profesore Romano Prodi, vino a proporcionar una dosis de prestigio neutro
al enrarecido clima político, a pesar de haber sido ministro del viejo sistema,
como democristiano independiente. El
pálido progresismo italiano se rindió a la hegemonía neoliberal y se refugió en una
confortable referencia de olivos y margaritas (nombres de
confusas y nutridas coaliciones de gobierno y desgobierno).
En
ese turno de travestismo se fueron diluyendo las propuestas ideológicas y las
ofertas políticas. Los comunistas irredentos, que se esforzaron por preservar siglas
y símbolos. Los socialistas sacaron la cabeza de las profundidades a que les
había empujado la funesta era Craxi, pero no dejaron de ser enanos políticos y puras
comparsas. Los herederos del PCI se anclaron en una genérica marca Sinistra
para pronto arrojarse a la insulsa Demócrata. Una engañosa
modernización.
Los
gobiernos del centro-izquierda (mitad políticos, mitad técnicos) prepararon el
camino para el regreso de Berlusconi y de una derecha reagrupada, con una Lega
desprovista ya de veleidades independentistas y un nacionalismo menos montaraz,
más pulido y técnico. La crisis financiera de finales de la década acabó con aquel
Berlusconi 2.0, ahogado en el descrédito, los escándalos personales y los casos
de fraude ante la justicia.
Como
la izquierda seguía descompuesta y desnortada, se impuso de nuevo la solución
tecnócrata, muy en la línea del eje Berlín-Frankfurt-Bruselas. El economista
trilateral Mario Monti asumió la conducción del país, con la anuencia de los
partidos del consenso centrista y la fatiga de los ciudadanos, cada vez más
cínicos ante el carrusel público. Se ponía en manos de un representante del
capitalismo financiero la superación de una crisis que sus patrones tanto habían
contribuido a provocar. Ironía lacerante.
La
lenta e interminable recuperación abrió de nuevo el camino al populismo, pero
no al clásico y desgastado de los noventa. La digitalización de la economía y
la sociedad, la extensión de las redes sociales, la horizontalización de
la expresión política y un escepticismo creciente alumbraron el doble fenómeno
del populismo libertario y el nacionalismo identitario. El M5S erosionó la base
social del PD y la Lega desafió la hegemonía de Il Cavaliere en
la derecha.
En
2018 los dos populismos, el libertario y el identitario, ambos ahítos de
retórica antieuropea, se fusionaron en un proyecto de gobierno que fue lo que
pareció: inverosímil, oportunista y efímero. El deterioro del M5E en las experiencias
municipales se amplificó con sus responsabilidades de gobierno, a pesar del gambito
Conte (una manera de disolver las contradicciones en una solución pseudotécnica).
Salvini no quiso nunca colaborar lealmente en un gobierno cohesionado, sino
preparar el terreno para asaltar el poder completo. Desafió al gobierno, pero
calculó mal y cayó en su propia celada. El líder de un M5E cada vez más roto,
se conchabó con la facción liberal y rupturista del Partido Democrático,
liderada por Mario Renzi. El turno populista se había terminado, o mejor dicho,
se había transformado en un híbrido político-populista. Hasta que llegó la
pandemia, que entró en Europa por Italia.
Y
con la pandemia, la amenaza de ruina completa. Italia compuso con España y
Francia la triada que reclamó enmendar los errores europeos de la austeridad de
2008-2013. Fondos masivos de recuperación para engrasar un aparato productivo
gripado. El gobierno político-populista italiano no fue capaz de ponerse de
acuerdo sobre la manera de gestionar esa inminente inyección de liquidez. El
astuto (florentino) Renzi, con su minúscula fracción de 30 diputados (Italia
Viva) se separó del PD, se alineó en Europa con el macronismo y puso
en jaque al gobierno de Conte, a pesar de su razonable popularidad. Estalló la
crisis y, como era previsible, se activó el turno tecnócrata. A nadie debe
sorprender que Renzi haya sido el más entusiasta defensor de la opción Draghi.
Casi
todos los demás actores se han sumado a la solución “excepcional” para un
“momento excepcional”. Es una forma de escurrir el bulto, sin apenas riesgo. A
la postre, si el experimento sale mal, los dos Mateos (Renzi y Salvini)
habrán preservado sus opciones de futuro. Y si sale bien, como Draghi no parece
tener más horizonte que el de suceder a Sergio Matarella en el Quirinal, dejará
el camino desbrozado para quien le suceda en el Palacio Chiggi.
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