10 de Febrero de 2021
Suele emplearse una expresión para definir el poder desmesurado que ejercen las Fuerzas Armadas en algunos países del denominado mundo en desarrollo: Ejércitos con Estado. Es una forma de describir una anomalía. Lo natural es que los Estados cuenten con un Ejército. En esos casos, el Ejército lo es todo, o casi todo, y el Estado es instrumental. Una inversión de la lógica y la salud democrática.
El país que suele ponerse como ejemplo de ello es Pakistán. Los militares han gobernado siempre allí, ocupando la jefatura del Estado, tras el golpe rutinario, cuya justificación resulta casi innecesaria, o tutelándola con mayor o menor descaro. Cuando los tiempos de las dictaduras militares cotizaban a la baja en el patronazgo occidental, esa vigilancia se volvía más discreta. Si el riesgo para los intereses de casta aumentaba, siempre había un motivo de seguridad nacional que invocar para acabar con la fachada de poder civil y ejercer la función directora sin disimulo ni mediaciones.
India, la rivalidad o la hostilidad de India, que nunca habría aceptado la separación de 1947, es el enemigo invocado de forma sempiterna para arrogarse ese papel sobreprotector de la nación. Recientemente, la guerra en Afganistán (en la que también se quiere ver, cómo no, la mano oculta de la India) ha servido para consolidar la hegemonía militar. O mejor dicho, el totalitarismo militar. Los talibán no son marionetas del servicio de inteligencia militar (ISI), pero sin éste poco o nada podrían haber hecho para seguir desafiando a Washington. El actual presidente pakistaní, Imran Khan, un populista excampeón mundial de cricket, el deporte nacional, nunca pudo llegar a ese puesto sin el consentimiento de los cuarteles. Ni siquiera ser candidato. Algunos creen ver una fatiga de este omnímodo poder de los cuarteles (1). Quizás.
Otro ejemplo de Ejército con Estado es Egipto. Se ha impuesto la creencia de que, a la postre, se trata de elegir entre el sable y el Corán. En Occidente se ha preferido siempre lo primero, como quedó palmariamente de manifiesto durante la revuelta que derrocó a Mubarak, hace ahora diez años. En el libro de Ben Rhodes, que entonces ocupaba un lugar destacado en el Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, queda claramente de manifiesto cómo los principals de la administración (Hillary Clinton, Joe Biden, Bob Gates y la cúpula militar del momento) trataron de evitar la caída del viejo líder autoritario y, al no poder impedirlo, depositaron la confianza en el Ejército como garante de la estabilidad (2). Obama, como siempre, dudó. Sus simpatías estaban con los revoltosos (como le ocurría a Rhodes). Pero su instinto de político le llevó a contemporizar. Nunca se opuso a la mascarada de Al Sisi.
El Ejército no pudo evitar que un candidato islamista moderado de los Hermanos Musulmanes ganara las primeras elecciones libres. Pero minó su gobierno, caótico y plagado de reflejos sectarios. Esperó que madurara la crisis y, dos años después de iniciada la revolución, protagonizó un golpe, que presentó de forma hipócrita como antesala de la restauración de la democracia. Pero la democracia no llegó. Al contrario, el régimen de Al Sisi es aún más represivo (3) que el de Mubarak y tanto o más que el de Sadat o Nasser.
Los
ejércitos de Pakistán y Egipto comparten un factor esencial que cimenta su
poder: en ambos países controlan los sectores esenciales del aparato
productivo, dictan los presupuestos militares al legislativo o al Ejecutivo y,
por tanto, disponen de palancas muy eficaces para determinar numerosas
decisiones administrativas. Definen y gestionan la corrupción. Son un Estado
dentro del Estado, o el Estado que importa y decide. El resto de las
instituciones bailan al son que ellos tocan. Poco importa que sean más o menos
eficaces en estas competencias arrebatadas al poder político o al sector
privado (4).
Un tercer caso aún más brutal que los dos anteriores es el de Birmania o Myanmar (el nombre moderno del país). Allí el Ejército no ha tenido ni siquiera necesidad de justificaciones de cara a sus protectores/cómplices occidentales. Durante décadas ha gozado del completo poder de decidir, sin concesiones aparentes a la democracia o a otras leyes que no fueran las cuarteleras. Durante mucho tiempo, esta dictadura militar ha carecido de rostro identificable en las cancillerías occidentales. No había un Pinochet o un Al-Sisi. Era un poder corporativo, sin ambiciones personales.
Ahora que la vacilante década de democracia tutelada de Aung San Suu Kyii ha tocado a su fin, el Ejército birmano recupera un poder absoluto que nunca perdió del todo. La Premio Nobel de la Paz ha comprobado amargamente que sus intentos de convivencia han resultado inútiles. Ya sea por apaciguar a los militares o por convicción, su lamentable gestión del drama de la minoría Rohingya ha arruinado su prestigio internacional. En Occidente se ha acogido con frialdad su desgracia, sin avalar la absurda imputación militar de fraude electoral.
Los uniformados birmanos solo esperaban el momento propicio para actuar: antes del comienzo de la nueva legislatura salida de los comicios de noviembre. No puede decirse que hayan actuado por sorpresa. No lo necesitaban. Habían avisado, habían puesto la venda antes de desembarazarse de las apariencias y actuar preventivamente contra un poder civil que podía ir más lejos de lo consentido (5). ASSK y sus principales colaboradores han sido detenidos y el jefe militar, General Hlaing, asumirá el poder, en principio durante el año en que ha sido fijado el estado de emergencia (6).
Durante décadas, el gobierno militar de Rangún contó con la aquiescencia sorda de Pekín. Sin entusiasmo, con el pragmatismo con el que China afronta los asuntos exteriores. Ante una pasividad relativa de Occidente, sólo la persistencia de la dama de hierro asiática y su capacidad para movilizar a una nueva generación de ciudadanos con menos miedo hicieron posible una ilusoria transición. Aquella devolución, como otras muchas que han practicado los militares a lo largo de la historia, venía hipotecada y pesadamente condicionada. Ni siquiera la líder del movimiento democrático pudo ser candidata por otra ridícula disposición legal ad hoc que negaba este derecho a quienes estuvieran casados con extranjeros, como es su caso.
Ahora,
el futuro del país no depende de una líder carismática y pacífica, cuya
estatura moral de opositora infatigable ha quedado gravemente comprometida (7).
Es una sociedad civil más dinámica y activa que nunca la que puede molestar a
los impávidos uniformados. De hecho, la facilidad con la que desbarataron el
gobierno civil contrasta con la irritación con la que han empezado a reprimir a
los primeros manifestantes.
Pero
con un presidente abriendo carpetas en la Casa Blanca, un mundo desbaratado que
recomponer, una pandemia que atajar, una economía que relanzar, una
administración que reconstruir y unos aliados a los que tranquilizar, es dudoso
que Myanmar pase al índice de prioridades en Washington.
China
dejará hacer en Myanmar, bajo su doctrina de no inmiscuirse en un “asunto
interno”. Si acaso, esta rectificación golpista le puede favorecer. En Pekín se
está tomando la temperatura a la declarada intención de Biden trabajar con sus
aliados en una estrategia global de contención del poder chino. Más allá de las
condenas rutinarias y de otra previsible ronda de sanciones, Birmania no pasará
de ser una molestia accesoria. El Ejército con Estado (o sin él) por
antonomasia tiene barra libre.
NOTAS
(1) “Will Military’s Pakistan lose its grip on
power? Anger is mounting at the Generals behind
the Throne. AQIL SHAH. FOREIGN AFFAIRS, 22 de diciembre; “Imran
Khan isn’t going anywhere. Pakistan’prime minister might just become the first
ever to complete a full term”. MICHAEL KUGELMAN. FOREIGN POLICY, 20 de agosto.
(2) “The World as It is. BEN RHODES. PENGUIN
RANDOM HOUSE. New York, 2019.
(3) “Egipt’s Sisi intensifies crackdown on
rights advocates in warning days of Trump administration”. REBECCA COLLARD. FOREIGN
POLICY, 20 de noviembre.
(4) “The implications of Egypt’s military
economy”. YEZID SAYIGH. CARNEGIE INSTITUTE, 26 de octubre de 2020.
(5) “Myanmar’s coup was a chronical
foretold.The Military brass never relinquished control”. SEBASTIAN STRANGIO. FOREIGN
AFFAIRS, 2 de febrero.
(6) “End of Myanmar’s rocky road to
Democracy?”. SANA JAFFREY. CARNEGIE INSTITUTE, 2 de febrero.
(7) “Democracy hero? Military foil? Myanmar’s
leader ends up as neither”. THE NEW YORK TIMES, 1 de febrero; “How Aung
San Suu Kyi went from Nobel Peace Prize to pariah”. ADAM TAYLOR. THE
WASHINGTON POST, 3 de febrero.
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