3 de febrero de 2021
Rusia parece haber entrado en un periodo de infrecuentes protestas sociales y políticas. La causa aparente es la persecución oficial del dirigente opositor Aleksei Navalny, supuestamente envenenado por agentes del régimen en verano, detenido al regresar a su país tras una convalecencia en Alemania y esta misma semana condenado a mil días de reclusión por violar obligaciones de vigilancia judicial.
Millares de personas han participado en manifestaciones, plantones y otros actos de desobediencia y desafección a lo largo y ancho del país, bajo temperaturas extremas, sobre todo en las regiones orientales. En Ekaterimburgo, la capital de los Urales, la gente aguantó en las calles treinta grados bajo cero hasta que las fuerzas de seguridad les hicieron entrar en calor. O en Yakutia, donde 300 personas desafiaron un termómetro a 50 grados negativos.
El
frío inmisericorde y la represión policial (se habla de cinco mil detenidos) no
parecen los mejores amigos de una pública exhibición de descontento, y más en
un país escéptico como pocos, descreído de causas fallidas, engañosas o
simplemente insostenibles. Cuesta creer que un personaje como Navalny y unas
desgracias tan alejadas de las preocupaciones cotidianas del ciudadano medio
ruso pueda movilizar protestas como éstas.
La
tesis oficial es poco imaginativa: Navalny sería un agente de los servicios de
inteligencia occidentales (últimamente se dice expresamente que de los
norteamericanos) para desestabilizar a Rusia. Se pretendería crear una falsa
impresión de malestar social y de disenso político, en un momento de dificultad
por el impacto del coronavirus. Frustrados por el impacto insuficiente de las
sanciones económicas impuestas tras la anexión de Crimea, en 2014, las
potencias occidentales tratarían desesperadamente de crear problemas en Rusia.
Los
analistas rusos afines a la óptica occidental
no esconden su relativa sorpresa por lo que está ocurriendo. No porque
no haya motivos, en su opinión, para las protesta, que son abundantes, sino por
el momento y el aparente precipitante de la misma. Desde el Centro de Moscú del
instituto Carnegie, muy próximo al establishment demócrata norteamericano, Kolesnikov
y Baunov hacen una lectura previsible del fenómeno (1). La mayoría de quienes
están desafiando las bajas temperaturas para manifestar su descontento están
hartos del autoritarismo y temen que sus condiciones de vida sigan degradándose
si no se plantan.
Estos
analistas admiten que Navalny no es precisamente un héroe popular y afirman que
carece de la estatura moral de Andrei Sajarov o la intelectual de Alexander
Solzhenitsyn. Tampoco es que sea un adalid de los valores liberales, ya que se
le atribuyen orientaciones más bien nacionalistas y ciertos reflejos autoritarios,
es decir, un modelo liderazgo muy alejado de sus convicciones. Pero resaltan la
valentía (osadía) de su actitud y la tenacidad con la que ha desafiado al
sistema, hasta convertirse en un incordio. Después de haber sobrevivido a un
intento de asesinato por envenenamiento, su figura ha crecido en el dramático
imaginario ruso. Navalny no es un chicago boy, como los que diseñaron el saqueo
del país en los noventa, sino el producto de la insatisfacción profunda de la
sociedad rusa, con recetas autóctonas (2).
En
sus trabajos de prospección con el Centro demoscópico Levada, el Carnegie Moscú
ha hecho una primera radiografía de los primeros manifestantes de esta oleada y
considera que si bien hay cierta continuidad con quienes se lanzaron a la calle
hace ocho o nueve años para protestar contra las fraudulentas elecciones de
entonces, ha surgido un nuevo perfil de descontento, urbano pero menos
elitista, integrantes de capas sociales menos favorecidas o más frustradas por
la falta de oportunidades (3).
Estos
autores resaltan la escasa popularidad del dirigente opositor, particularmente
entre las personas por encima de los 50 años. Son mayoría quienes piensan que
Navalny es, en efecto, un agente extranjero, e incluso quienes están
convencidos de que se envenenó a si mismo para construir un relato victimista.
Estos analistas admiten que muchos de los descontentos no simpatizan con
Occidente, pero quieren una vida mejor y libre de las amenazas del actual régimen
ruso (4).
Periodistas
occidentales destacados en Moscú reflejan este estado de ánimo sombrío, en
tiempos duros como estos. En algunos casos, como en Ekaterimburgo, se trata de
una cuestión de “principios y de dignidad”, de mostrar un rechazo inequívoco al
abuso de poder y a la falta de respeto por la vida de las personas (5). No se
trata tanto de expresar su respaldo a una alternativa de poder cuanto de
denunciar un estilo de gobierno.
La
gran pregunta es si Putin está realmente inquieto por esta protesta bajo cero
de las últimas semanas. Después de haber asegurado su mandato hasta 2036, al
menos sobre el papel, sin apenas oposición o resistencia, se enfrenta ahora a
los efectos de una pandemia aún activa y un cambio en la escena internacional.
El relevo en Washington debe afectarle, y no para bien. Aunque se ha exagerado
mucho la complicidad de Trump con Putin, lo cierto es que el líder ruso ha
disfrutado de un descenso de presión. Las sanciones se han mantenido, por
supuesto, pero no se han aumentado. Las relaciones se han congelado. En la
confusión que definió la era Trump, el diálogo Washington-Moscú ha sido más
bien inexistente.
Con
Biden, Putin tiene aparentes motivos de preocupación. A falta de saber la
política concreta del nuevo presidente norteamericano, lo más probable es que
la Casa Blanca sea más exigente. Michael McFaul, exembajador en Moscú y
principal asesor de Obama sobre el Kremlin, propone desde el Consejo de
Relaciones exteriores un programa acorde con el ambiente nueva guerra fría
que se intuye (6). Una política de contención (contaiment) al estilo del
clásico Kennan, pero con ventanas de aperturas propias del deshielo de los
setenta. Mc Faul defiende un ambicioso programa de modernización militar, de
compromiso aliado, de exigencias en materia de derechos humanos, de vigilancia
de las actuaciones exteriores y de protección efectiva a los vecinos de Rusia,
pero también la promoción de áreas de cooperación bilateral y multilateral
frente a la pandemia, el desafío climático, la proliferación nuclear o la
prevención de conflictos y, sobre todo, de acercamiento a la sociedad rusa. De
momento, no hay diálogo de sordos. La prolongación del tratado NEW START sobre
control de armamento nuclear estratégico, no por esperada, es menor importante.
Quedan por definir el enfoque general de desarme en esta época convulsa, con
China como actor no precisamente invitado o pasivo.
Putin aguarda y vela armas. Jeremy Stern, del Atlantic Council, cree que el dirigente ruso puede emular a sus antiguos patrones del Politburó y plantear ambiciosas iniciativas de concordia internacional para apaciguar el malestar interior. Después de Checoslovaquia y ante el inicio del acercamiento chino-norteamericano, Breznev favoreció el deshielo con EE. UU. e hizo posible los acuerdos de desarme nuclear y el proceso de Helsinki. Un alivio de la presión exterior que tapó la decadencia soviética hasta que la trampa de Afganistán y la llegada de Reagan y sus consejeros de guerra fría aceleraron el desmoronamiento de la URSS (7).
Los tiempos son distintos, sin duda. Rusia no es la URSS en su estado terminal, como el propio McFaul advierte en su artículo. Dispone de un formidable poderío militar, es la sexta economía mundial en paridad de compra y disfruta de unas enormes riquezas naturales que aún puede explotar con sabiduría. El reciente éxito de su vacuna Sputnik, avalado por la ciencia occidental, constituye una inyección de prestigio en un momento de dificultades.
Otro factor importante de la estrategia exterior de Putin es Alemania. Las relaciones bilaterales han tocado fondo y la desconfianza es grande (8). Pero al presumible sucesor de Merkel, el renano Armin Laschet, se le presume una actitud más benigna hacia Moscú. Según una analista alemana del Instituto Brookings, un enfoque afín a los tiempos de la Ostpolitik (9). En realidad, la actual canciller ha jugado al caliente y al frío con el Kremlin. Se ha mostrado dura en el asunto de Ucrania o de Navalny, precisamente, pero ha mantenido la cooperación con Moscú. El gasoducto Nordstream-2 es ejemplo emblemático de esa política ambivalente.
Aún
es pronto para saber si las protestas de este invierno crudo se resolverán en
una nueva primavera rusa o se disolverán como la nieve a medida que la pandemia
remita. El talante de las relaciones con Washington, sin duda, pesarán en el
veredicto. Pero el factor esencial será la capacidad del aparato del Kremlin
para reducir el malestar social.
NOTAS
(1) “Might
versus Rights. Putin’s bunker and the protests outside”. ANDREI KOLESNIKOV. CARNEGIE
MOSCOW CENTER, 1 de febrero;
(2) “Putin,
poison and self-inflicted wounds: Navalny’s return to Russia”. ALEXANDER
BAUNOV. CARNEGIE MOSCOW CENTER, 26 de enero.
(3) “The
new face of the Russian protests”. ALEXANDER BAUNOV. CARNEGIE MOSCOW
CENTER, 25 de enero.
(4)
“Russian protests in the age of online transparency”. ANDREI KOLESNIKOV.
CARNEGIE MOSCOW CENTER, 26 de enero.
(5) “Affaire Navalny: e Iekateinbourg, manifester est une
question de príncipe et de dignité’”. BENOÎT VITKINE. LE MONDE, 1 de febrero.
(6) “How to
contain Putin’s Russia”. MICHAEL MCFAUL. FOREING AFFAIRS, 19 de enero.
(7) “To
silency Navalny, Putin will try to enlist the West”. JEREMY STERN. FOREING
AFFAIRS, 27 de enero.
(8)
“German-Russia relations at a new low”. CHRISTIAN ECH. DER SPIEGEL, 7 de
enero.
(9)
“Germany is pouring cold water on the Biden-Europe love fest”. CONSTANZE
STELZEN-MÜLLER. FOREIGN POLICY, 22 de enero.
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