DESPUES DEL MALDITO PRIMER AÑO….

28 DE ENERO DE 2010

El Presidente Obama se sintió a gusto en su primer discurso sobre el Estado de la Unión. Ese acontecimiento es el acto litúrgico más relevante de la política norteamericana, después del Inauguration Speech (el discurso de toma posesión del cargo presidencial).
A Obama le hacía falta la ocasión. Hubiera sido catastrófico que no aprovechara la oportunidad para restablecer su capital político. Era una apuesta segura, si tenemos en cuenta sus dotes oratorias. Sólo una breve valoración sobre la forma para luego entrar en el fondo. Obama ha saboreado su apabullante dominio de la escena. Es difícil recordar un político norteamericano (o mundial) reciente con más sabiduría y habilidad para dirigirse a un auditorio, por muy experimentado, o cínico, o incluso hostil que pueda llegar a ser. Obama ha deleitado a propios, cortejado a ajenos y seducido a todos. Más por sus “puestas” que por sus propuestas. Serio y simpático, solemne y distendido, cercano y responsable…. Cada perfil en el momento justo y con el timing lindando la perfección…
El discurso recupera el espíritu heroico, convocatorio y entusiasta de la campaña de 2008 Y, a pesar de todo, Obama no ha dejado por ello de ser menos vulnerable de lo que se ha manifestado desde el verano para acá. El presidente ha leído el guión de la calle (también, claro, de los bustos parlantes televisivos, de los town halls mas efervescentes que nunca, de los intérpretes de opinión) para codificar un nuevo grito de combate “More jobs” (Más empleos). Nada original, por supuesto. Es lo que prometen con desesperada pasión todos los gobernantes del mundo. Pero ninguno lo dice como Obama, seguramente. Tampoco ha eludido un medido populismo, cuando ha defendido su proyecto de atar corto y gravar oportunamente a banqueros y demás criaturas mutantes de las finanzas, cuya suerte ha situado en un camino opuesto al de pequeños empresarios y clases medias trabajadoras.
Algunos editoriales y bloggeros han querido ver un quiebro táctico de Obama en el discurso. ¡Adiós a la reforma sanitaria, bienvenido el empleo! (véase el LAT, el TIME y algún otro diario europeo (socialdemócrata, curiosamente). No es así, en realidad. Lo que ocurre es que los llamados pundits (los sabiondos, los expertos de la opinión), habían previsto la rendición de Obama en ese campo. Y no se ha producido el fenómeno de la autoprofecía cumplida. El presidente, con gesto serio pero amable, ha dicho a republicanos y demócratas que “nunca hemos estado tan cerca de conseguir mejorar nuestro sistema sanitario: no abandonemos ahora”. Nada de huidas, ni renuncias. Esas palabras no han sido incorporadas, aún, al vocabulario político de Obama.
Cierto es que se ha abstenido de ser más preciso sobre el camino a seguir. Y, lo que es más preocupante, el asunto ha perdido la etiqueta de máxima prioridad. La autocrítica se ha limitado a los aspectos de comunicación, no al fondo. Obama ha depurado su conocida habilidad para dejar todas las puertas abiertas sin cerrar ninguna. Pero las corrientes de aire le han provocado constipados políticos incómodos. Cada ronda negociadora que revise el actual proyecto ya aprobado en el legislativo debilitará la reforma. Y si los republicanos se dan cuenta de que el presidente pone el acuerdo a toda costa por encima de una reforma verdadera, apretará hasta convertir el fracaso definitivo en inevitable, como le advertía recientemente Paul Krugman. En ello insiste el editorial urgente del NEW YORK TIMES.
En la lógica de aspirar a colocarse por encima de las divisiones y fracturas ideológicas (una de las pocas características de Obama que resultan poco originales), el presidente ha insertado la reducción del déficit público entre las prioridades de su mandato. Pero no enseguida, ha anunciado. El año que viene. Si la lucha contra el desempleo da frutos, la recuperación económica se confirma y los caudales públicos se restablecen. Sin compromisos concretos. Ese reproche lo encontramos en los primeros comentarios de opinión de la prensa conservadora o del establishment. Obama se ha permitido recordar la desastrosa herencia de Bush. Ha sido uno de sus pocos momentos partidistas. El otro, cuando ha animado a sus compañeros del banco demócrata a no dejarse ganar por el pánico tras la dolorosa derrota en Massachusetts. “Disponemos de la mayoría más amplia en décadas, don´t run for the hills” (algo así como “no corráis a esconderos en el monte”). Merece la pena contemplar el gesto y tono de Obama cuando pronunciaba estas palabras: cercanía y protección, para animar a unas huestes muy propensas al desconcierto cuando se complica el panorama.
Con respecto al cuarto asunto de la noche, la seguridad nacional y la guerra contra el terrorismo internacional, Obama ha sido muy cauteloso. Nada de resbalones en este terreno, escurridizo como pocos. Con el culebrón de patinazos y correcciones de las fiestas navideñas ya es bastante. El presidente no oculta su deseo de superar los escenarios bélicos para consagrarse a mejorar la calidad de vida del pueblo americano. La complicación en Afganistán y Pakistán le ha irritado profundamente y no ha necesitado más tiempo del esperado para construir un discurso coherente. No está claro que lo tenga fijado, ni que sus colaboradores hayan resuelto sus diferencias. El gran riesgo es que, falto de una dirección clara, Obama se vea obligado a asumir cálculos, errores y excesos poco reconocibles en su ideario político. En los temas internacionales, la retórica de Obama pierde eficacia (ahí está Oriente Medio).
Después del maldito primer año que ha lastrado el mandato de no pocos presidentes en Estados Unidos, Obama debe tener muy en cuenta que el subidón de popularidad que seguramente le proporcionará su sobresaliente actuación nocturna del miércoles puede tener el mismo efecto que la espuma o que un sedante. Una de sus frases mejores, por clarividentes, es la siguiente: “Nunca pensé que el cambio fuera a resultar fácil…. Pero yo no abandono”. Si Obama ha querido decir lo que los progresistas norteamericanos desean que haya querido decir, hay motivos para mantener el espíritu afirmativo que lo llevó a la Casa Blanca (“Yes, we can”). Hace unos días, Obama dijo en la cadena de televisión ABC que prefería ser presidente brillante de un solo mandato que un mediocre presidente durante ocho años. Es un mensaje contra el miedo. El miedo a perder, el miedo a fracasar, el miedo a un sistema que actúa implacablemente contra el cambio. Coherencia y firmeza en este sendero, le reclaman desde la izquierda (John Nichols, en THE NATION; Jonathan Cohn, desde THE NEW REPUBLIC).
Obama sigue mereciendo la confianza de los más desfavorecidos y de los más combativos. Confianza crítica, basada en las convicciones profundas, pero también en la inteligencia que se necesita para defenderlas bien. Pero es preciso no confundir confianza con ilusiones. Y sirva esto de reflexión final: la responsabilidad de que este primer año de Obama puede parecer algo fallido (maldito) no es atribuible sólo a él o a sus acciones de gobierno. También a quienes sobrecargaron las expectativas. Contra la tentación de profundizar en la decepción, más atención a Obama y menos al “obamismo”.

CHILE: VICTORIA NECESARIA, DERROTA CONVENIENTE

22 de enero de 2010

La derecha pura y dura vuelve al poder en Chile. Cuelga los uniformes y despliega traje de lujo. Entierra la acritud y proyecta la seducción. Veinte años después, liquida la herencia del general y cabalga a lomos de una de las fortunas más rutilantes (y polémicas) del país. Chile se prepara para vivir, de alguna manera, una segunda transición.
El triunfo de Piñera es, inequívocamente, la derrota de esa fórmula llamada Concertación. Un pacto de centro-izquierda que ha agotado todas sus fases imaginables: de la necesidad original, a la conveniencia posterior, el oportunismo subsiguiente, el desmayado anquilosamiento, la prolongada decadencia y la crisis anunciada. Hace un año, desde Chile, escribía en un comentario para SISTEMA que la Concertación había cumplido y agotado su misión y que resultaba ya impostergable para la izquierda pensar, construir e implementar nuevas fórmulas, renovadas estrategias.
Por eso mismo, perder las elecciones no debe ser contemplado como una catástrofe. Ni el previsible divorcio entre los distintos grupos de la Concertación (pero sobre todo de sus fuerzas mayores, democristianos y socialistas), vivirse como una tragedia. Contrariamente a lo que algunos analistas han sostenido, no ha sido la división lo que ha motivado la derrota, sino la descomposición interna del proyecto, su envejecimiento político. La irrupción de Marco Enríquez-Ominami como expresión de un cierto descontento por la esclerosis del sistema político tampoco debe sobrevalorarse. Este disidente socialista, hijo de un militante antifascista y guerrillero del MIR, tuvo la virtualidad de acelerar el tránsito intestinal de una pesada digestión. El veinte por ciento que obtuvo en primera vuelta permitió, ciertamente, que se creara un impulso favorable a Piñera. Pero el propio Ominami se descolgó días antes de la última ronda con el anuncio de que votaría a Frei, para no facilitar el triunfo del candidato conservador, pero sin demandar expresamente a sus seguidores o simpatizantes que hicieran lo mismo. Es probable que pretendiera poner a buen recaudo su futuro político y verse libre de acusaciones de complicidad involuntaria con la derecha. En todo caso, a corto plazo, el globo Ominami ha caído a tierra: su formación no obtuvo representación parlamentaria y tendrá que pelear duro para seguir políticamente vivo.
Lo que ahora necesitan las fuerzas progresistas chilenas es paciencia e inteligencia. Ni siquiera deben sentirse obligados a una oposición urgente. Entre otras cosas, porque la Concertación mantiene la mayoría en el Senado, lo que le otorga cierto poder de bloqueo. Por otro lado, es más que probable que el peor enemigo de Piñera sea él mismo. Con sus armas de seductor, disfrutará de un periodo de gracia indudable. Pero habrá que ver hasta cuando e capaz de controlar su discurso. De momento, en su saludo de victoria ya deslizó su primer exceso verbal al proclamar que pretendía hacer de Chile “el mejor país del mundo”. El populismo de derechas es más resultón que el de izquierdas, porque tiene propagandistas más versados. Pero sigue siendo populismo y muere de los mismos defectos.
Por lo demás, su mensaje de unidad nacional y de conciliación se verá pronto confrontado a su programa real de gobierno. Piñera tiene el banquillo de cargos potenciales lleno de los productos de la cantera autoritaria que pusieron rostro tecnocrático a la dictadura pinochetista. Una segunda generación de cachorros neoliberales aguarda su oportunidad, lo que no quiere decir que éstos hayan estado inactivos durante los años de la Concertación. Como suele ocurrir con las propuestas liberal-conservadoras, hay un programa público y una agenda menos visible. No resulta demasiado consistente afirmar que se van a mantener o incluso aumentar los programas sociales y reducir el gasto público sólo siendo más eficaces.
Las promesas de crear empleo (un millón de puestos de trabajo), proporcionar viviendas asequibles (más de medio millón), ampliar la sanidad (diez nuevos hospitales), generalizar la sociedad de la información (Internet en las escuelas), combatir la inseguridad ciudadana, etc. están orientadas a las clases medias y populares. Pero por debajo, se apuntan otras medidas menos amables o con menor gancho electoral. La izquierda teme un replanteamiento neoliberal del mercado aboral y la privatización progresiva de la empresa nacional del cobre, entre otras menos evidentes.
Otro problema de primer orden para Piñera será la conciliación de sus negocios privados con los intereses públicos. Ciertas prácticas empresariales dudosas, cuando no irregularidades flagrantes, persiguen a Piñera hasta el origen mismo de su fortuna, bajo la cálida protección de la dictadura. Y por mucho que el presidente electo haya descalificado las denuncias refrescadas durante la campaña como trucos persecutorios, no es descartable que se le atraganten en momentos delicados de su mandato, o al primer error de bulto. Al estilo Berlusconi. Menos histriónico, tal vez, pero sólo hasta cierto punto. Su entorno más próximo está lleno de figuras inquietantes. Como su propia esposa, la exuberante Cecilia Morel, que ha dado no pocos titulares por la cierta obscenidad con la que suele evidenciar la insensibilidad propia de las clases ultrapudientes chilenas. O su hermano, notable exponente de la vida frívola, al que se ha oscurecido completamente en campaña, pero que puede emerger en el momento más inoportuno.
El cambio en Chile también tendrá consecuencias regionales. El campo progresista se debilitará un poco, en beneficio del conservador. Sus amigos personales, Calderón y Uribe (que difícilmente se resistirá a la tentación del tercer mandato), serán en lo sucesivo sus aliados políticos preferentes. Lula se quedará solo en la tarea, hasta ahora compartida con Bachelet, de anudar un cierto diálogo regional entre ambos polos políticos latinoamericanos. El choque entre dos estilos tan diferentes de populismo como representan Piñera y Chávez puede deparar entretenidos espectáculos diplomáticos. Resultará también interesante contemplar cómo se desenvuelve el diálogo siempre crispado con los vecinos, Bolivia y Perú, por las sempiternas y un tanto rancias disputas territoriales.
En definitiva, las elecciones en Chile destilan una especie de coherencia histórica. Unos necesitaban la victoria y a otros le convenía la derrota. La derecha necesitaba este triunfo en las urnas para celebrar su entierro pendiente de Pinochet, conjurar sus complejos de escandalosas complicidades con la dictadura y legitimar su proyecto político futuro. A la izquierda le convenía objetivamente perder para cancelar sus hipotecas y superar sus miedos, desembarazarse de sus ataduras y recuperar su autonomía, hacer autocrítica tranquila y restablecer alianzas con los sectores sociales a los que la democracia no ha hecho del todo justicia.

MÁS QUE UNA DERROTA PARCIAL

20 de enero de 2010

La derrota de los demócratas en las elecciones para cubrir la plaza en Massachusetts que dejó vacante por fallecimiento Edward Kennedy no sólo complica la aritmética política del presidente en el Senado, sino que arrastra un potencial devastador para la percepción pública del liderazgo de la Casa Blanca. Los republicanos no podían haber tenido un escenario más propicio para proyectar una sensación de creciente debilidad política de Obama.
Las elecciones suponen una bofetada póstuma para Ted Kennedy puesto que la reforma del sistema de salud puede peligrar al haber bajado los demócratas del umbral de sesenta senadores, la mayoría necesaria para sortear las maniobras filibusteras de bloqueo al que pueden acudir los republicanos. Una sanidad más robusta y sólida fue probablemente el proyecto más apreciado por el menor de los Kennedy a lo largo de su carrera política. Resulta irónico que el escaño que él ocupó durante décadas pueda servir ahora no para consolidar ese avance social, sino para obstaculizarlo o para favorecer nuevos recortes, como parece que ya está considerando Obama, según últimas informaciones.
Pero además, ese pequeño estado del nordeste de Estados Unidos no era sólo el feudo de los Kennedy, sino el bastión más sólido del Partido Demócrata, incluso en los peores tiempos. Como se ha recordado estos días, fue el único estado en el que el candidato de la izquierda demócrata, Mc Govern, ganó a Nixon en las elecciones de 1972.
Obama resulta también perdedor indirecto ya que se comprometió activamente en el tramo final de la campaña de la candidata demócrata derrotada, Martha Coackly. El pasado verano, los mítines y actos públicos sobre la reforma sanitaria fueron dominados por la derecha republicana y la imagen de Obama se resintió. Las elecciones parciales subsiguientes han ido evidenciando síntomas de debilidad presidencial en la opinión pública. Obama está siendo derrotado donde era más fuerte: en la capacidad de generar confianza. El impacto de la derrota de Massachusetts puede inducir al pánico entre los demócratas que se someten al veredicto de las urnas el próximo mes de noviembre. El síndrome de los perros azules –los congresistas demócratas temerosos de plantear profundas reformas de contenido social- puede agravarse. La derecha republicana va a presionar para erosionar la credibilidad del Presidente en las estrategias de superación de la crisis. Todo el arsenal mediático está engrasado y pronto alcanzará velocidad de crucero. Ni siquiera se evitarán excesos propagandísticos como fantasear con el flamante senador elector por Massachusetts, Scott Brown, como posible candidato a la Casa Blanca en 2012. Brown, todavía en una nube, no tuvo empacho en denunciar que “la agenda de los demócratas consiste en subir los impuestos, arrebatarnos nuestra sanidad y dar nuevos derechos a los terroristas”. Basura. Pero puede funcionar en un clima de pesimismo y manipulación.

MEXICO: DESAFIO A LA DEMOCRACIA

14 de Enero de 2010
México está instalado en una pesadilla que no tiene fin. El poder del narcoterrorismo ha superado las fronteras de la peligrosa delincuencia organizada, con su amenaza constante de violencia y desestabilización social, para convertirse en un auténtico desafío al propio sistema democrático. Desgraciadamente, las recientes caídas de algunos de los más terribles criminales no anticipan una mejora sustancial del clima de terror y salvajismo en el que parece sumida la república a lo largo de la presente década.
Sólo en los tres años de gobierno del Presidente Calderón, han muerto en el país, como consecuencia de la violencia narcoterrorista, más de 15.000 personas. El año que acaba de concluir ha sido especialmente sangriento, con más de 6000 víctimas mortales. De esta forma, los carteles de la droga, convertidos en auténticos grupos paramilitares, han respondido a la ofensiva que Calderón inicio al comienzo de su mandato para frenar una escalada que no había dejado de crecer durante los sexenios de sus tres antecesores.
El recrudecimiento de la violencia practicada por los carteles de la droga tiene dos motivaciones. Primero, responder al desafío del gobierno de forma contundente para hacer fracasar la estrategia de fuerza. Segundo, ganar posiciones en el interior de la constelación delictiva para fortalecer las estructuras propias frente a las de sus rivales.
En su documentado e imprescindible estudio sobre la naturaleza y evolución del fenómeno narcoterrorista en México, Jean-Françoise Boyer sostiene que la contienda del Estado contra las bandas de traficantes es una “guerra pérdida”, debido a distintos factores, a saber:
- la corrupción proverbial de la policía y las fuerzas de seguridad, debido a los bajos sueldos y a deficientes condiciones de trabajo, que convierte a los agentes en presa fácil de los millonarios delincuentes.
- la ceguera de las autoridades ante el crecimiento del fenómeno, lo que llevó a una intervención tardía y luego precipitada e irreflexiva, ante la presión del poder narco.
- la militarización de las estructuras de protección y ofensiva de las organizaciones mafiosas, facilitada tanto por la abundancia de recursos financieros como de la gran disponibilidad incontrolada de armas en el cercano mercado norteamericano.
- la extensión de la corrupción al espacio institucional, con ramificaciones claras y comprobadas en la dirección de los tres partidos nacionales, en ayuntamientos y gobiernos regionales
- la desintegración acelerada del tejido social, agravada por el impacto de la crisis económica, los efectos devastadores para la agricultura del Tratado de Libre Comercio (lo que aumenta el acicate para el cultivo de marihuana y amapola en campos que, de otra forma, estarían arruinados), y el fortalecimiento de una economía sumergida sostenida por los fondos del narcotráfico, que, según propias estimaciones oficiales (y, por tanto, conservadoras) supera los 20.000 millones de dólares anuales, cifra similar a la que representan las remesas de los emigrantes o los ingresos por turismo.
Ante este panorama, el gobierno considera que su estrategia de lucha frontal puede resultar efectiva a medio plazo, aunque haya que soportar pruebas durísimas. Una de las principales decisiones del Presidente Calderón consistió en implicar directamente a los militares en la lucha contra el narcoterrorismo. Más de cuarenta mil soldados y oficiales de los tres cuerpos armados han sido movilizados en los últimos tres años. La penetración mafiosa en la policía había alcanzado tal altura y profundidad que las estructuras de seguridad civil convencionales habían perdido toda credibilidad y solvencia. Las Fuerzas Armadas no ha perdido aún la confianza de la población. De hecho, se vieron obligadas a desarmar y desmantelar a las policías locales y regionales en nada menos que diez estados de la unión.
No obstante, se aprecian ya grietas inquietantes en los institutos armados. La propia Secretaria de Defensa reconoce que las deserciones van en aumento. Por ofrecer sólo un dato oficial, en la primera mitad de 2009, dejaron la milicia alrededor de 30.000 efectivos. Lo peor es que algunos de ellos se cambiaron de bando. De hecho, una de las organizaciones narco más temida, los “Zetas” (brazo armado del Cartel del Golfo) cuentan en su dirección con algunos “gafes” (exagentes de las fuerzas especiales y otras unidades militares de élite), formados en la técnica de contrainsurgencia y con un abrumador poder de fuego. Los Zetas entrenaron a unidades de combate del potente cartel de Michoacán, en un momento en que trabajaban como aliados. Posteriores acontecimientos los han convertido en rivales y han tenido no pocas ocasiones de medir su fuerza y su brutalidad (salvajes torturas, decapitaciones, disolución de las victimas en ácido, etc.). Otro elemento de preocupación con respecto al Ejército son las denuncias de actuaciones propias de guerra sucia realizadas por algunas unidades militares, ya sea como represalia o como advertencia disuasiva.
La operación contra Arturo Beltrán Leyva, el jefe del cartel de Sinaloa, uno de los tres más poderosos del país, a mediados de diciembre, desencadenó un clima de optimismo… o al menos de esperanza sobre el debilitamiento de este clan mafioso. Se coronaba un año de “éxitos” en la lucha contra esta delincuencia, con nueve mil mafiosos detenidos o muertos. Pero, como ya advirtió en su momento el propio Procurador (Fiscal) General de la República, Arturo Chávez, la población debía prepararse para una represalia feroz. Así fue. Los sicarios de Sinaloa irrumpieron en la casa de uno de los marinos que había muerto durante la operación policial y asesinaron a casi todos los miembros de su familia, mientras dormían. Lo mismo puede temerse ahora, con la detención de uno de los principales capos de Tijuana.
La pesadilla narcoterrorista está creando también otro problema estratégico para Méjico: el agravamiento de las tensiones con Estados Unidos. México sostiene, con razón, que parte del problema reside en Estados Unidos y que las autoridades norteamericanas deberían actuar con más contundencia. Obama lo ha admitido sin reservas en el primer encuentro oficial con Calderón y Hillary Clinton ha sido especialmente explícita sobre los deberes que su gobierno tiene pendientes. Los factores de preocupación son tres:
- El primero, el esencial para los narcos: la demanda incesante de narcóticos. Estados Unidos absorbe el 40% de la cocaína que circula en el mundo. Los narcotraficantes mexicanos controlan el 70% del comercio de estupefacientes en el vecino del norte, según datos internacionalmente acreditados.
- El segundo es la corrupción, ese cáncer que ha destruido el sistema policial mexicano está empezando a penetrar con fuerza también en su homólogo del norte. Según datos del FBI, los casos de agentes comprados por las mafias (ya sean de la droga o de la inmigración, no necesariamente distintas) han aumentado en un 40% en la policía fronteriza. Como ocurre con sus colegas mejicanos, los agentes se ven tentados por dinero relativamente fácil y, sobre todo, rápido. Algunos casos recientes han sido especialmente sonados han sido recreados en por la prensa norteamericana.
- y finalmente, como antes hemos mencionado, el abundante e incontrolado mercado de armas, sin el cual los narcos no hubiera adquirido por su temible poder militar del que gozan en la actualidad.
Todo indica, pues, que nos encontramos en un momento crucial para el futuro de la democracia en México. Algunos analistas norteamericanos ya han dicho que este desafío no es menor que Estados Unidos tiene en Afganistán, otro narco-Estado, si, pero a miles de kilómetros de distancia.

YEMEN, EL TERCER FRENTE

7 DE ENERO DE 2010

Yemen recupera protagonismo en el terrorismo e inspiración islamista. La pista del atentado frustrado en víspera de Navidad conduce a ese pequeño país de la península arábiga, donde se ha reestructurado la sucursal local de Al Qaeda, después de los sucesivos golpes sufridos en el reino saudí desde 2003. El potencial suicida nigeriano Abdulmutallab recibió en Sanaa, la capital yemení, el material explosivo y la instrucción básica para realizar el atentado.
¿Cómo responderá Estados Unidos? La opción afgana de despliegue directo de tropas no se contempla a día de hoy. Los bombardeos de bases yihadistas mediante los aviones drone pilotados a distancia, como en Pakistán, se antoja problemáticos. El escenario yemení tiene complicaciones locales más severas que en Pakistán. Sin olvidar que, al otro lado del golfo de Aden, en Somalía, las milicias integristas (Al Shahab) que mantienen en jaque al gobierno más frágil del mundo ya han manifestado su apoyo expreso a sus hermanos yemeníes.
El premier británico ha propuesto la celebración de una conferencia internacional, a finales de este mes en Londres, con el objetivo de ayudar al gobierno yemení a combatir la pujante célula yihadista. Se trataría, en realidad, de evitar lo indeseable: que Estados Unidos se viera obligado a abrir en Yemen un tercer frente militar. Es decir, evita otra “guerra justa”.
El problema es que el gobierno de Yemen es incluso menos fiable que el de Afganistán. Estos días, especialistas internacionales han dibujado una radiografía deprimente. Yemen es un caos, si atendemos a los análisis más precisos. El país dispone de petróleo, pero se agotan aceleradamente sus reservas, de ahí que se encuentre en el ranking de los estados más depauperados de la región. Otros problemas medioambientales son especialmente acuciantes, hasta el punto de que su capacidad de producción agrícola está seriamente en entredicho, según asegura Gregory Johnsen en FOREIGN POLICY.
A las tribulaciones económicas se une la inestabilidad política y tribal. Yemen soporta en estos momentos una rebelión de los chíies en el norte y un intento secesionista en el sur. El primer conflicto es una úlcera sangrante: miles de muertos y decenas de miles de desplazados, según el especialista de LE MONDE Gilles Paris, aunque las autoridades mantienen en secreto los datos. La amenaza separatista es menos alarmante pero no menos insidiosa. Yemen fue unificado a sangre y fuego hace ahora veinte años. El gobierno marxista del Sur terminó cediendo ante la mayor pujanza del Norte, apoyado por los saudíes y, discretamente, por Occidente, justo en plena descomposición soviética. Pero la unidad ha sido siempre ficticia. Ahora está más cuestionada que nunca. La presencia del Estado en los territorios meridional es pura fantasía, según cuentan conocedores del país y analistas locales.
El tercer factor de inquietud es la deriva autoritaria y nepótica del régimen. El presidente Ali Saleh lleva treinta años en el poder y aspira no sólo a permanecer indefinidamente, sino a crear una auténtica dinastía. En esto, sigue la estela de otros líderes árabes empeñados en consolidar el esperpento de las repúblicas monárquicas. El caso yemení es escandaloso. Lo describe esta semana el experimentado periodista del NEW YORK TIMES Steven Erlanger. El heredero in pectore, Ahmed, hijo mayor de actual presidente, es ahora el Jefe de la Guardia Republicana y de las Fuerzas Armadas Especiales. Control máximo del poder de fuego decisivo. Pero como el Presidente no es amante de los riesgos, las otras instituciones militares y de seguridad están en manos de la “Corporación Saleh”: primos, sobrinos, cuñados. Un estado-familia que se hace intragable incluso a los más fieles. Como el militar que dirige el combate contra los rebeldes chíies del norte, Ali Mohsen. Compañero de Saleh en la guerra de unidad nacional, Mohsen asegura que no aspira al cargo, pero no ve con buenos ojos la sucesión y ha puesto seriamente en duda la competencia del hijo del presidente para gobernar el país. Desde el gobierno reprochan a Mohsen su incapacidad para controlar a los herejes chiíes y lo acusan de comportarse como un rigorista sunní. El precio de estas discrepancias internas es el enquistamiento de la rebelión. Saleh hace sus cálculos. Tarde o temprano, las tribus chiíes cederán porque Arabía Saudí así lo desea. El régimen de Sanaa recibe anualmente 2 mil millones de dólares de Ryad para tapar agujeros en el presupuesto nacional.
Con esta misma lógica, el Presidente Saleh hace virtud de la necesidad y contempla la presión norteamericana en ciernes como una oportunidad para consolidar sus proyectos políticos. El jefe militar del Pentágono en esta zona de guerra, el galardonado General Petreus, ha visitado estos días Sanaa. Las angustias y deseos de Washington han sido avivados con el sobresalto de Navidad. Saleh tenía sus bazas que exhibir. En los días previos al atentado fallido, las fuerzas de seguridad yemení habían aprovechado el apoyo logístico norteamericano para asestar dos golpes mortales a núcleos yihadistas.
Obviamente, too little and too late. Los principales responsables siguen en busca y captura y Washington sabe que la capacidad operativa de los vástagos de Bin Laden en Yemen sigue muy entera. De ahí que Petreus haya ido con el palo y la zanahoria. El general habría prometido duplicar los recursos en seguridad, pero ha exigido resultados y un cambio radical de mentalidad. Desde el atentado contra el destructor Cole hace diez años, las redes jihadistas se han consolidado. La oposición yemení cree que el presidente las ha utilizado para debilitar a sus enemigos. Dice Erlanger que sólo cuando los servicios de inteligencia norteamericano le enseñaron a Saleh pruebas contundentes de que los integristas también tenían a su gente en el punto de mira, el presidente yemení encontró estímulos para acentuar la represión. Gilles Paris se hace eco de cómo Saleh había manipulado previamente a los integristas para combatir los residuos prosoviéticos en el sur. Conscientes de ello, los extremistas islámicos han ido entablado relaciones reforzadas de parentesco con líderes tribales del sur, para contrarrestar la estrategia del presidente, según asegura Johnsen en su artículo para el FOREIGN POLICY.
Un veterano agente especial antiterrorista del FBI con experiencia en Yemen, Ali Soufan, ha escrito estos días un relato muy ilustrativo sobre la frustración norteamericana. Después de relatar las numerosas operaciones terroristas auspiciadas en Yemen, Soufan detalla los sospechosos fallos (¿ingenuidades?) del sistema judicial y carcelario yemení, que han permitido la puesta en libertad o la fuga de cabecillas extremadamente peligrosos, algunos huéspedes en Guantánamo. Entre ellos, el organizador del atentado contra el Cole, o el presumible dirigente máximo del Al Qaeda en la Península arábiga, Nasser Al-Wahichi.
Con estos antecedentes, se entiende el desasosiego en la Casa Blanca. Presionado por la derecha republicana, que lo acusa de debilidad, decepcionado por la falta de eficacia de sus servicios de inteligencia y hastiado por la nula credibilidad de sus forzosos aliados locales, el presidente Obama puede ver hipotecada gran parte de su agenda reformista por la amenaza terrorista y la falta de una solución clara y limpia para afrontarla.