22 de enero de 2010
La derecha pura y dura vuelve al poder en Chile. Cuelga los uniformes y despliega traje de lujo. Entierra la acritud y proyecta la seducción. Veinte años después, liquida la herencia del general y cabalga a lomos de una de las fortunas más rutilantes (y polémicas) del país. Chile se prepara para vivir, de alguna manera, una segunda transición.
El triunfo de Piñera es, inequívocamente, la derrota de esa fórmula llamada Concertación. Un pacto de centro-izquierda que ha agotado todas sus fases imaginables: de la necesidad original, a la conveniencia posterior, el oportunismo subsiguiente, el desmayado anquilosamiento, la prolongada decadencia y la crisis anunciada. Hace un año, desde Chile, escribía en un comentario para SISTEMA que la Concertación había cumplido y agotado su misión y que resultaba ya impostergable para la izquierda pensar, construir e implementar nuevas fórmulas, renovadas estrategias.
Por eso mismo, perder las elecciones no debe ser contemplado como una catástrofe. Ni el previsible divorcio entre los distintos grupos de la Concertación (pero sobre todo de sus fuerzas mayores, democristianos y socialistas), vivirse como una tragedia. Contrariamente a lo que algunos analistas han sostenido, no ha sido la división lo que ha motivado la derrota, sino la descomposición interna del proyecto, su envejecimiento político. La irrupción de Marco Enríquez-Ominami como expresión de un cierto descontento por la esclerosis del sistema político tampoco debe sobrevalorarse. Este disidente socialista, hijo de un militante antifascista y guerrillero del MIR, tuvo la virtualidad de acelerar el tránsito intestinal de una pesada digestión. El veinte por ciento que obtuvo en primera vuelta permitió, ciertamente, que se creara un impulso favorable a Piñera. Pero el propio Ominami se descolgó días antes de la última ronda con el anuncio de que votaría a Frei, para no facilitar el triunfo del candidato conservador, pero sin demandar expresamente a sus seguidores o simpatizantes que hicieran lo mismo. Es probable que pretendiera poner a buen recaudo su futuro político y verse libre de acusaciones de complicidad involuntaria con la derecha. En todo caso, a corto plazo, el globo Ominami ha caído a tierra: su formación no obtuvo representación parlamentaria y tendrá que pelear duro para seguir políticamente vivo.
Lo que ahora necesitan las fuerzas progresistas chilenas es paciencia e inteligencia. Ni siquiera deben sentirse obligados a una oposición urgente. Entre otras cosas, porque la Concertación mantiene la mayoría en el Senado, lo que le otorga cierto poder de bloqueo. Por otro lado, es más que probable que el peor enemigo de Piñera sea él mismo. Con sus armas de seductor, disfrutará de un periodo de gracia indudable. Pero habrá que ver hasta cuando e capaz de controlar su discurso. De momento, en su saludo de victoria ya deslizó su primer exceso verbal al proclamar que pretendía hacer de Chile “el mejor país del mundo”. El populismo de derechas es más resultón que el de izquierdas, porque tiene propagandistas más versados. Pero sigue siendo populismo y muere de los mismos defectos.
Por lo demás, su mensaje de unidad nacional y de conciliación se verá pronto confrontado a su programa real de gobierno. Piñera tiene el banquillo de cargos potenciales lleno de los productos de la cantera autoritaria que pusieron rostro tecnocrático a la dictadura pinochetista. Una segunda generación de cachorros neoliberales aguarda su oportunidad, lo que no quiere decir que éstos hayan estado inactivos durante los años de la Concertación. Como suele ocurrir con las propuestas liberal-conservadoras, hay un programa público y una agenda menos visible. No resulta demasiado consistente afirmar que se van a mantener o incluso aumentar los programas sociales y reducir el gasto público sólo siendo más eficaces.
Las promesas de crear empleo (un millón de puestos de trabajo), proporcionar viviendas asequibles (más de medio millón), ampliar la sanidad (diez nuevos hospitales), generalizar la sociedad de la información (Internet en las escuelas), combatir la inseguridad ciudadana, etc. están orientadas a las clases medias y populares. Pero por debajo, se apuntan otras medidas menos amables o con menor gancho electoral. La izquierda teme un replanteamiento neoliberal del mercado aboral y la privatización progresiva de la empresa nacional del cobre, entre otras menos evidentes.
Otro problema de primer orden para Piñera será la conciliación de sus negocios privados con los intereses públicos. Ciertas prácticas empresariales dudosas, cuando no irregularidades flagrantes, persiguen a Piñera hasta el origen mismo de su fortuna, bajo la cálida protección de la dictadura. Y por mucho que el presidente electo haya descalificado las denuncias refrescadas durante la campaña como trucos persecutorios, no es descartable que se le atraganten en momentos delicados de su mandato, o al primer error de bulto. Al estilo Berlusconi. Menos histriónico, tal vez, pero sólo hasta cierto punto. Su entorno más próximo está lleno de figuras inquietantes. Como su propia esposa, la exuberante Cecilia Morel, que ha dado no pocos titulares por la cierta obscenidad con la que suele evidenciar la insensibilidad propia de las clases ultrapudientes chilenas. O su hermano, notable exponente de la vida frívola, al que se ha oscurecido completamente en campaña, pero que puede emerger en el momento más inoportuno.
El cambio en Chile también tendrá consecuencias regionales. El campo progresista se debilitará un poco, en beneficio del conservador. Sus amigos personales, Calderón y Uribe (que difícilmente se resistirá a la tentación del tercer mandato), serán en lo sucesivo sus aliados políticos preferentes. Lula se quedará solo en la tarea, hasta ahora compartida con Bachelet, de anudar un cierto diálogo regional entre ambos polos políticos latinoamericanos. El choque entre dos estilos tan diferentes de populismo como representan Piñera y Chávez puede deparar entretenidos espectáculos diplomáticos. Resultará también interesante contemplar cómo se desenvuelve el diálogo siempre crispado con los vecinos, Bolivia y Perú, por las sempiternas y un tanto rancias disputas territoriales.
En definitiva, las elecciones en Chile destilan una especie de coherencia histórica. Unos necesitaban la victoria y a otros le convenía la derrota. La derecha necesitaba este triunfo en las urnas para celebrar su entierro pendiente de Pinochet, conjurar sus complejos de escandalosas complicidades con la dictadura y legitimar su proyecto político futuro. A la izquierda le convenía objetivamente perder para cancelar sus hipotecas y superar sus miedos, desembarazarse de sus ataduras y recuperar su autonomía, hacer autocrítica tranquila y restablecer alianzas con los sectores sociales a los que la democracia no ha hecho del todo justicia.
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