OBSCENIDAD

13 de julio de 2011

Los trapos sucios del imperio Murdoch se acumulan en páginas y espacios de sus medios rivales. Son muy sucios esos trapos. Pero huelen aún más por viejos, por conocidos, que por sucios. De hecho, muchas de las ‘revelaciones’ leídas y escuchadas desde que estalló el escándalo del pirateo de los teléfonos móviles, la semana pasada, hacen referencia a sospechas, noticias, investigaciones y casos sin cerrar o indebidamente cerrados de hace años. Todo el mundo sabía, con mayor o menos grado de detalle, el tipo de periodismo (?) que practicaba la factoría Murdoch. (Por cierto, no sólo ella). Quizá lo novedoso de estos últimos días es que, por primera vez en décadas, el gran King-maker aparece más vulnerable que nunca. Los que se han visto sometidos por sus intereses y caprichos, tanto en la política como en las instituciones o en los medios, se disponen ahora a pasarle factura.
Seamos claros. Murdoch no sería tan poderoso, si no hubiera contado con un entorno permisivo. Cómplice, en muchos casos. En la política, en la policía, en los otros medios, en sus propios clientes, los lectores. Incluso en la China, pretendidamente comunista, donde disfruta de un privilegio chocante.
UN CONCUBINATO LAMENTABLE
La clase política, que ahora se complace con la posibilidad de limitar severamente su capacidad de intimidación, es responsable del poder acumulado por el magnate australiano, pionero de la globalización mediática y sumo sacerdote de la podredumbre informativa.
Murdoch es a menudo presentado como un ultraconservador, dispuesto a defender su modelo de sociedad a machamartillo. Lo es. Pero su comportamiento no ha sido el de un ideólogo o un doctrinario, sino el de un oportunista. Hundió a los laboristas a comienzos de los noventa, cuando parecían en condiciones de regresar al poder después del naufragio moral y político del thatcherismo. En realidad, machacó a una facción laborista, la tradicional, la que representó el filosindicalista Kinnock. En una campaña agresiva y contracorriente, consiguió darle la vuelta a los sondeos y propiciar el triunfo de John Major, a quien, en todo caso, nunca tuvo como uno de los suyos: por blando, por tibio. Su diario emblemático de entonces, THE SUN, se atribuyó la victoria electoral de los tories. Nadie le discutió la bravuconada.
En la siguiente cita electoral, los medios de Murdoch elevaron a los ‘nuevos laboristas’. En realidad, a Tony Blair, que cortejó al magnate en cuanto se vio con oportunidad de alcanzar su oreja. Dicen los mentideros, que fue el propio Kinnock el que le aconsejó hacerlo, si quería vivir en el diez de Downing Street. El joven Blair venía avalado por sus posiciones heterodoxas en materia de seguridad y lucha contra el crimen, contra la delincuencia, asuntos muy del gusto del voraz tiburón mediático. En la bochornosa gestión de la manipulada guerra contra Irak, la alianza entre Blair y Murdoch alcanzó el cénit.
Pero más allá de estos dos casos ampliamente conocidos, no han sido pocos los ejemplos de favoritismo político, de sectarismo, de influencia, de presión, de intimidación. Murdoch utilizaba a los políticos de todos los colores para sacar adelante las políticas que se ajustaban a su credo, pero ante todo las que amparaban y fortalecían sus intereses empresariales. Hasta convertirse en una “para-corporación”. (D.D.Guttenplan, THE NATION).
PERMISIVIDAD SOCIAL E INSTITUCIONAL
No bastaba con la clase política, para ese empeño. A fuerza de pervertir la curiosidad de unos ciudadanos reducidos a puros consumidores, los medios de Murdoch necesitaban ir continuamente más allá. Para satisfacer el gusto por el secreto, por la invasión de la vida privada, por el linchamiento de cualquier ciudadano con un mínimo perfil de notoriedad, había que ignorar los límites. No ya de los éticos, rebasados con creces desde hacía mucho tiempo atrás. De los legales.
Lo que está produciendo más escándalo estos días son las relevaciones de la colusión entre ejecutivos, directivos y mamporreros ‘pseudoprofesionales’ de Murdoch con agentes corruptos de la policía. Los sobornos, las generosas propinas, las recompensas inmediatas o diferidas a cambio de proporcionar información, de bloquear investigaciones o de filtrar su contenido para neutralizarlas resultan de tal gravedad que todo el sistema institucional británico se ha visto sometido a una sacudida escalofriante.
El primer ministro Cameron lo ha reconocido, con su habitual frialdad, como si se tratara de un asunto ajeno. Con su proverbial habilidad, parece haber conseguido que, ante la avalancha de revelaciones, o de recordatorios de fechorías medio olvidadas, haya quedado medio desplazado el hecho de que el mismo acudió a uno de las criaturas perversas de Murdoch para fortalecer su carrera hacia el poder. Varios medios anglosajones señalaban estos días la ironía que supuso esta debilidad de Cameron. Cuando era sólo un aspirante, despreciaba notoriamente el amarillismo impreso. Perteneciente a un generación más joven, el entonces candidato se mostraba firmemente convencido de la decadencia de los tabloides y de la hegemonía irresistible del poder audivisual y, sobre todo, digital. Y, sin embargo, acudió a Coulson, un sabueso con galones de rotativas murdochianas, para dirigir su política de comunicación. Prescindió de él cuando estalló el escándalo hace cinco años, pero intentó por todos los medios defender el honor de su empleado. Como forma de exonerarse a si mismo, en realidad.
El cierre de News of the World no significa, como se ha resaltado ahora desde numerosas tribunas, un gesto de arrepentimiento o contrición del insaciable empresario australiano. Se trata de una medida de cálculo, (oportunismo, una vez más), para proteger su operación de control absoluto de BSkyB, la gran cadena televisiva digital de pago. Una ambición multimillonaria perseguida desde hace largo tiempo. Murdoch quiere ahora retrasar el escrutinio público, la decisión de los reguladores, hasta que pase la tormenta y un nuevo ataque de amnesia política y social le permita acosar la presa más adelante, en mejores condiciones de éxito.
Muchos analistas aseguran que esta vez el daño ha sido demasiado grave y la ventilación demasiado escandalosa. Murdoch ha sido víctima de su propia obscenidad, ha quedado herido de muerte por sus propias armas. Ahora debe comprender lo que supone explotar la vulnerabilidad por encima de cualquier consideración. Los que le tenían ganas, o cuentas pendientes con él, no le dejarán fácilmente escapar, se lee en la prensa británica estos días. El imperio se creía indestructible y ahora en todos sus corredores lucen y chillan las luces rojas. Murdoch –creen o quieren creer sus competidores- está a la defensiva.
Unas palabras sobre la responsabilidad del resto de los medios sobre el ascenso de esa forma de hacer periodismo (?). Cabe preguntarse si no ha faltado coraje en la denuncia de ese estilo pernicioso. El negocio informativo se encuentra en la crisis más grave que se recuerda. En paralelo, el ejercicio profesional vive también horas amargas, procesos inquietantes de deterioro y desconcierto. El virus Murdoch –o lo que su hegemonía representa- ha contaminado el panorama mediático más de lo que se admite públicamente. Por poner sólo un ejemplo, la CNN, elevada con exageración manifiesta a los altares, no estuvo a la altura de las circunstancias durante los años de (W) Bush, precisamente por la ansiedad de no dejarse aniquilar por el patrioterismo, la intoxicación y la desvergüenza de la cadena FOX (buque insignia de Murdoch en Estados Unidos).
Y, finalmente, no deberíamos eludir la responsabilidad de los propios ciudadanos. El público británico ha devorado con deleite la basura mediática. En 2010, año ruinoso para la prensa en todo Occidente, THE SUN y el ahora clausurado NEWS OF THE WORLD arrojaron unos beneficios conjuntos cercanos a los 100 millones de euros. Las tiradas millonarias han alentado, alimentado y fortalecido ese monstruo obsceno y le han dado legitimidad. Resulta un tanto hipócrita que esas masas sedientas de escándalos, de personajes linchados, de secretos ventilados, se rasguen ahora las vestiduras porque conozcan que una niña secuestrada ha sido espiada por el diario que ellos se comían junto con su desayuno cada mañana durante años. Muchos lectores deben sentir ahora una indigestión insoportable. De cómo traten ese malestar intestinal e intelectual depende en gran medida el porvenir de la información como servicio público y, en gran medida, la salud de la democracia.