AFGANISTÁN: TORMENTAS Y TEMPESTADES

24 de junio de 2010

Obama ha cambiado el mando militar en Afganistán, después de un episodio que va más allá de un acto de pura indisciplina. En realidad, el cese del general McChrystal se trata de una consecuencia desafortunada del malestar que domina, desde hace meses, la comunicación entre la Casa Blanca y el establishment militar. Recuerdese que el antecesor de McChrystal también fue destituido sin contemplaciones.
Con el nombramiento del general Petreus para liderar el esfuerzo de guerra contra los talibanes, el Presidente de Estados Unidos persigue varios objetivos: 1) cerrar pronto la crisis; 2) evitar la polémica sobre la idoneidad del elegido; 3) mandar el mensaje de que no flojea ni vacila en adoptar medidas contundentes, caiga quien caiga.
El general Petreus es, posiblemente, el militar más popular de Estados Unidos. Era el jefe de McChrystal como responsable del llamado Comando Central (que incluye la zona del Cercano y Medio Oriente). Bush lo nombró jefe máximo en Irak y allí diseñó la estrategia del incremento de tropas ("surge") y la compra de voluntades sunníes, con las que se asume que cambió la tendencia de la guerra y puso a la defensiva a la insurgencia. Algunos analistas creen que, aunque las diferencias son notables, tratará de aplicar aquí políticas similares.
El reportaje que provocó la crisis apareció en la revista Rolling Stones. Comentarios críticos más o menos informales de los colaboradores del general McChrystal, en tono irónico, irrespetuoso e incluso despectivo, terminaron puestos negro sobre blanco, para escándalo, en primer lugar, del propio militar que supo, nada más leerlo, que una tormenta se iba a cernir sobre Washington. Primero se disculpó. Cuando se dio cuenta de que suerte estaba echada, ofreció su cargo. Antes de ser cesado.
En todo caso, conviene dar al conflicto la dimensión que tiene. Como dice THE ECONOMIST, McChrystal no es otro McArthur: "ha obedecido órdenes, no las ha desafiado". Cierto, pero ha tolerado que afloraran el importante desprecio que él y su staff sentían por los hombres del Presidente y la falta de confianza en el propio Obama.
Los periodistas norteamericanos que han rastreado estos días cómo se precipitaron los acontecimientos recuerdan que McChrystal ha evidenciado no pocas veces sus escasas habilidades en el trato con diplomáticos y altos funcionarios, tanto de su propio país como de los aliados. Su procedencia -servicios especiales de combate- y su formación militar -muy selectiva y aislada de círculos civiles- habrían favorecido este desencuentro. Su principal mentor, el Secretario de Defensa Gates, no pudo defenderlo y tuvo que admitir que sus comentarios fueron un "completo error" y revelaban "muy poca capacidad de juicio". Valoración que, casi calcada, recogió el propio Obama para llamarlo a capítulo y destituirlo.
Durante estos meses de dudas, vacilaciones, demoras y temores acerca de la mejor estrategia en Afganistán, se ha transparentado la falta de sintonía recurrente entre la Casa Blanca y el mando militar. Para complicar más las cosas, entre los propios encargados de aplicar, evaluar y revisar los aspectos políticos de la actuación en Afganistán también se han producido divergencias no menores. McChrystal no soportaba al enviado especial Holbrooke y éste no gusta al embajador Eikenberry (un general retirado), quien a su vez no mantenía un diálogo fluido con McChrystal. Según el NEW YORK TIMES, "muchos de los principales asesores del Presidente se han criticado mutuamente, tanto en presencia de periodistas como de funcionarios aliados, generalmente en conversaciones privadas y casi siempre off the record". Obama ha admitido tácitamente esta situación y no ha eludido una reprimenda pública. Algunos no descartan más ceses.
En este ambiente de "todos contra todos" o de "orquesta desafinada", de río revuelto y turbio, ha aprovechado para pescar el presidente afgano, que tenía precisamente en el general McChrystal a su interlocutor privilegiado (de hecho, intentó frenar su destitución), mientras los mencionados Holbrooke y Eikenberry eran sus enemigos jurados. Hamid Karzai arrastra una incomodidad sonora desde que Obama y Clinton pusieran seriamente en cuestión la limpieza de las elecciones de agosto que le revalidaron al frente del país. Las regañinas públicas de la Casa Blanca debido a su falta de compromiso en la lucha contra la corrupción, que mina la credibilidad del gobierno afgano, han convertido la relación en un diálogo de sordos, crispado e insostenible.
Hace unos días, el propio Karzai expresó claramente en público su falta de confianza en la capacidad occidental para derrotar a los talibanes. Peor que eso, desautorizó a los ministros y altos cargos que mejor entendimiento mantienen con los norteamericanos hasta forzar algunas dimisiones cuyo alcance y consecuencias están aún por determinar. El presidente afgano se enzarzó en una polémica pública con el director de los servicios de inteligencia y con el ministro del Interior cuando puso en duda que un ataque en la celebración de una boda fuera responsabilidad de los talibanes, como sostenían sus colaboradores. Es un secreto a voces que Karzai, por medio de su hermano y de otros prominentes hombres de negocios que se están enriqueciendo con la guerra y sus oportunidades, negocian pactos y acuerdos con la insurgencia y sus protectores paquistaníes, sin tener en cuenta los parámetros aceptables por los norteamericanos y sus aliados. Karzai está convencido de que la guerra no se puede ganar y estaría preparando un futuro al margen de la tutela occidental.
La política norteamericana en Afganistán no termina de enderezar el rumbo y parece, por momentos, navegar, sino a la deriva, si a base de correcciones continuas. Los supuestos éxitos militares, como el de Marja, este invierno, terminan quedado en nada, porque falla el compromiso de las autoridades afganas, bien por falta de medios, por inadecuada mentalización, por simpatía de la población con la insurgencia o por motivos más lamentables como incompetencia, corrupción o improvisación
Por si fuera poco, acaba de confirmarse en una investigación del Congreso que fondos públicos norteamericanos han servido para pagar a señores de la guerra y mafias de narcotraficantes a cambio de escolta y seguridad a convoyes militares norteamericanos o afganos. Setenta mil mercenarios viven de estas contrataciones, según ha podido acreditarse. La denuncia sobre estas actividades había sido efectuada hace ya tiempo en el semanario THE NATION por James Scahill, el periodista que mejor ha descrito la "privatización de la guerra" en Irak y Afganistán, protagonizada por la empresa Blackwater y sus afines o derivadas.
Todo este panorama tan poco alentador se proyecta sobre un fondo de interrogantes no resueltas sobre las posibilidades de éxito, en tiempo y forma razonables, de una misión crecientemente cuestionada tanto en Estados Unidos como en numerosos países aliados. La lista de países europeos que comunican reducción de efectivos o anuncian su decisión irreversible de desengancharse aumenta cada mes. Por citar un sólo ejemplo, en el programa de austeridad de Gran Bretaña -posiblemente el aliado más fiable de Estados Unidos- se contempla un recorte del gasto militar que afectará, no lo duda ningún especialista, a las operaciones en Afganistán. En este ambiente de creciente pesimismo, THE GUARDIAN ha desvelado que el enviado especial británico en Afganistán y Pakistán, Sir Sherard Cowper-Coles, acaba de dimitir, en vísperas de la conferencia internacional del mes que viene en Kabul. El diplomático británico estaba convencido de que no se puede ganar la guerra y era abierto partidario de negociar con los talibanes, lo que le llevó a frecuentes choques con mandos militares de la OTAN.
Las tropas norteamericanas de refuerzo no llegarán hasta agosto. La proyectada ofensiva para arrebatar Kandahar al control talibán se mantiene. Para diciembre se anuncia una evaluación de resultados. Pero hace falta mucho más que el incremento de tropas para salir airosos de esta aventura militar. El cese del General McChrystal ha sido la culminación de una tormenta en el cuarto de banderas, pero en las áridas tierras de Afganistán hace tiempo que se ha desatado una inquietante tempestad. Obama ha dado un golpe de autoridad y se ha puesto serio con sus colaboradores. Veremos si tiene efectos positivos.

LA "EVAPORACIÓN" DE BÉLGICA

17 de junio de 2010

En medio de los avatares e incertidumbres políticas y existenciales europeas provocadas por la crisis financiero-económica y por su discutible gestión política, a muchos les ha pasado casi desapercibida, como de refilón, las elecciones generales de Bélgica.
Será a este país, principal anfitrión de las instituciones europeas, al que España cederá dentro de un par de semanas el testigo de la presidencia semestral, figura cada vez más desvaída y privada de significación relevante. Y, sin embargo, no habrá gobierno pleno para asumir el encargo. Tan sólo un ejecutivo saliente, provisional, moribundo y de exigua gestión. Las elecciones del domingo, 13 de junio, han incrementado esa sensación de incertidumbre e inestabilidad en la que vive el país desde hace años, debido, entre otros factores, a las fricciones entre sus dos comunidades constitutivas: la flamenca (neerlandófona) y la valona (francófona).
Las elecciones han tenido dos triunfadores, uno en cada comunidad, y de distinto signo político: los independentistas en Flandes y los socialistas en Valonia. Ninguno de los dos formaba parte de la coalición gobernante saliente. Así que, primera lección evidente, que transita Europa como un mantra: la crisis devora a los gobiernos, sean del signo que sean. Pero la especificidad belga tiene tal potencia política que la capacidad causal continental o global empalidece.
Desde hace al menos un lustro, Bélgica parece abocado a una crisis existencial. No es que hierva el debate sobre la forma de Estado, el equilibrio de poderes territoriales o la arquitectura constitucional. Es más que eso lo que está en juego en un horizonte cada vez más cerca. Es la propia pervivencia del Estado belga lo que está en peligro. Un síndrome balcánico.
Bélgica es la unión interesada de dos comunidades con raíces culturales y vehículos lingüísticos diferentes. Nace formalmente en 1830, como estado tampón entre las dos grandes potencias continentales, Francia y Alemania, que entonces parecían condenadas a una guerra permanente. Durante casi dos siglos han conseguido vivir en cierta armonía, no sin contradicciones y tensiones. Hasta que la evolución socio-económica de ambas comunidades devinieron en un cambio de equilibrio: la inicialmente más rica, menos poblada y francófona Valonia ha ido resistiendo y adoptando una posición defensiva ante la pujanza emergente de la otrora menos desarrollada, más poblada y flamenca (con raíces germánicas) Flandes.
Después de la segunda guerra mundial, en la que se agudizaron las contradicciones históricas del experimento político belga, la prosperidad de Bélgica se asentó en el desarrollo industrial valón, con sus yacimientos carboníferos, sus plantas siderúrgicas y su industria pesada. Cuando ese paisaje económico se derrumbó definitivamente a finales de siglo, tras tres décadas de prolongada decadencia, el testigo económico no se generó en las accidentadas mesetas valonas, sino en las llanuras flamencas. La nueva economía flamenca, basada en la atracción de capital multinacional para una industria renovada y en un pujante sector servicios, enterró la vieja economía extractiva y fabril valona. La ecuación demográfica se modificó muy lentamente, pero el poderío económico se invirtió con mucha más rapidez. Y el equilibrio socio-político se resquebrajó.
A este cambio de hegemonía socio-económica se unieron tres factores que explicarían el actual malestar belga: la eclosión de las reivindicaciones nacionalistas en Europa, alentadas por el colapso de los regímenes comunistas; la desnaturalización de los Estados-nación, derivada del proceso de integración europea; y la dislocación producida por el fenómeno migratorio. Este malestar encontró su expresión política en la cristalización de una alternativa política de inspiración y discurso cada vez más diferencial, primero, luego autonomista, y, finalmente, clara y abiertamente independentista. Y, como sustrato permanente, con más o menos virulencia, un sentimiento xenófobo reconocible en otros países europeos.
El creciente peso del factor migratorio favoreció que la extrema derecha xenófoba enarbolara la bandera de la liberación flamenca. Pero a medida que la transformación de la economía belga sustentaba las nuevas realidades políticas, la tentación independentista flamenca fue impregnando a todas las familias políticas de la mitad norte del país, en mayor o menos medida, con más o menos dosis de intransigencia. La extrema derecha quedó privada del discurso nacional exclusivo y surgió una formación nacionalista -y republicana- con vocación de poder y respetabilidad. Éste es el origen de los grandes vencedores de las elecciones del pasado domingo en Flandes, la Nueva Alianza Flamenca, que, con el 28% largo de los votos y 27 diputados en la Asamblea Federal, se ha convertido en la principal fuerza política de Flandes y de Bruselas-Hal-Vilvorde, un enclave mixto en Valonia. Pero si se suman otras formaciones afines, el voto independentista supera el 40%.
La Nueva Alianza Flamenca reúne sectores nacionalistas de inequívoca inspiración independentista. Su objetivo declarado no es la quiebra inmediata y traumática de Bélgica, sino su "evaporación". Lo cual se conseguirá mediante la aceleración del traspaso de competencias del Estado unitario a los entes, hasta ahora simplemente autonómicos, flamenco y valón. En pocas palabras, y para entendernos, una suerte de Confederación.
Probablemente como contrapeso a este "demarraje" flamenco, los valones han optado por confiar en los socialistas, fuerza unitaria, pero más dialogante, menos propensa al discurso victimista o alarmista que ha ido creciendo entre algunos sectores francófonos. Como si el cuerpo electoral se resistiera a desenlaces irreversibles, las elecciones obligan a un entendimiento no sólo entre los vencedores del norte y del sur, sino a la incorporación de los principales partidos "castigados" (democristianos y liberales, fundamentalmente). Una curiosa paradoja emerge de estos comicios. Al haber minimizado los nacionalistas a los partidos flamencos tradicionales, todo parece indicar que, por primera vez en treinta y siete años, la jefatura del gobierno federal estará a cargo de un valón, el socialista Elio Di Rupo.
Ambos triunfadores han expresado su voluntad negociadora. De los socialistas no se esperaba otra cosa. Di Rupo ya ha tendido la mano al líder nacionalista flamenco y ha apelado a su sentido de la responsabilidad y a su "realismo" (léase pragmatismo). La fórmula más barajada es un ejecutivo con socialistas, democristianos y ecologista, con el apoyo externo de los nacionalistas flamencos. Pero la prensa belga valona pone en duda que el mercurial líder independentista Bart De Wever pueda apaciguar a sus huestes liquidacionistas y aceptar un programa de gobierno que aplace las cuestiones más conflictivas como la revisión del estatus de la región de Bruselas y su entorno, la ruptura de la caja unitaria de la Seguridad Social o la laminación de ciertos derechos de los francófonos residentes en Flandes.
En cuanto al compromiso de los partidos derrotados, se puede dudar a granel. Los democristianos gobiernan en coalición con los socialistas en Valonia, pero sus correligionarios flamencos ya han advertido que el resultado de las elecciones federales no cuestiona su actual gobierno autonómico en Flandes. Este complicado panorama hace que los analistas prevean que las negociaciones para formar el nuevo gobierno federal se demore "meses".
Hasta hace poco, el programa nacionalista se contemplaba como una preocupación indefinida, sin plazos apremiantes. Pero bajo el peso de las contradicciones económicas y sociales, el envejecido sistema político belga fue dando cada vez más muestras de rigidez e inoperancia. El país se ha acostumbrado a vivir meses y meses sin gobierno, bajo fórmulas provisionales de gestión y administración, mientras los líderes políticos se entregaban a una pelea que terminó aburriendo, irritando y enajenando a la ciudadanía. Las diferencias ideológicas se vieron desplazadas o solapadas por las fricciones nacionales.
Bélgica soportó con cierta solidez la italianización de su sistema político. Veremos si conseguirá neutralizar una sedicente balcanización.

EL ESPÍRITU DE SREBRENICA, QUINCE AÑOS DESPUÉS

10 de Junio de 2010

Dentro de un mes exactamente se cumple el decimoquinto aniversario de la masacre de Srebrenica, uno de los episodios más dramáticos de la guerra de Bosnia y también de los más decisivos a la hora de precipitar el final del conflicto. He visitado estos días en lugar, con la emoción que supone evocar el asesinato a sangre fría de ocho mil bosnios musulmanes por parte de las tropas serbo-bosnios, que mantuvieron el asedio más largo y ominoso de la historia europea reciente. Las victimas de Srebrenica no son solo esas ocho mil personas a las que se les ha dedicado un Memorial a cinco kilometros el enclave, frente al ruinoso cuartel de las inoperantes fuerzas de la ONU que debían “proteger” a la población de esta “zona segura”. Lo fueron también las miles de personas civiles, o no combatientes, que murieron reventadas por las bombas, o de hambre, en plena calle, porque no había sitio para las decenas de miles de refugiados musulmanes que habían sido expulsados de otras ciudades y pueblos del Este de Bosnia. Srebrenica llegó a tener cuarenta mil habitantes, amontonados, hambrientos, desesperados, ignorados y olvidados durante meses por la comunidad internacional y rodeados por fuerzas militares bien abastecidas.
UNA RAZONABLE RECONCILIACIÓN
Hoy, Srebrenica cuenta con 9.000 habitantes (dos mil más en verano); de ellos, seis mil serbios y tres mil bosnios musulmanes. El control serbio se consumó y el pueblo, como otros de esta orilla del Drina, forma hoy parte de la República Srpska (serbios), que junto con la Federación croata-musulmana componen un especie de Confederación o estado bipartito de dificil explicación y peor gestión.
La limpieza étnica prevaleció, pero no a todos los efectos. Srebrenica constituye una excepción electoral en toda Bosnia: es la única circunscripción en la que los habitantes que estuvieran empadronados aquí antes de la guerra pueden elegir votar aquí o en su actual lugar de residencia. El privilegio es temporal, pero refleja la atención internacional que se ha tenido con este enclave, después de la dificil digestión de la mala conciencia por la impotencia para prevenir el sufrimiento masivo y prolongado de su población local y agregada durante tres largos años. En todo caso, esa excepción explica que, a pesar de la mayoría serbia de población, el alcalde sea miembro del principal partido musulmán, por el decisivo influjo del voto de la emigración. Esa circunstancia no provoca grandes tensiones, al menos en la vida cotidiana. Aunque quince años sea poco tiempo, la percepción es de normalización progresiva. La tensión se limita a los periodos de campaña electoral o a los aniversarios de la masacre: los musulmanes recuerdan a sus muertos; los serbios proclaman la liberación. Pero los protagonistas de esos actos reivindicativos y confrontativos son gente que viene de fuera, de otros sitios de Bosnia, intentando explotar el filón propagandístico que suponen la memoria y el símbolo de Srebrenica.
EL ESFUERZO DE RECONSTRUCCIÓN
El PNUD, programa de la ONU para el desarrollo, tiene abierta una oficina en Srebrenica y actua como pulmón y asesor de la reconstrucción. Al frente se encuentra, Alex Prieto, un belga, hijo de un ingeniero bilbaíno antifranquista y exiliado. Prieto me ha hecho un retrato completo de la situación de Srbrenica, sus problemas, desafíos, avances y logros.
Lo más importante es que la reconciliación se abre camino. Serbios y musulmanes hacen vida ciudadana común, aunque persisten ciertas cautelas y se tiende a evitar los asuntos espinosos (del pasado y del presente). Pero, más importante aún, se aventuran en proyectos comunes de desarrollo, articulados en forma de cooperativas o pequeñas iniciativas empresariales. “Saben que un proyecto interétnico tiene un plus a la hora de evaluarse sus posibilidades de financiación –me señala Prieto- y no dudan en aprovechar la oportunidad”.
Srebrenica es un pueblo encajado entre montañas al final de una pronunciada cuesta, con una dificil salida al fondo, a la derecha, por una ruta que conduce a la frontera con Serbia. La sensación de aislamiento y enclaustramiento es muy intensa. El ambiente que se respira ahora en la ciudad es de tranquilidad y cierto relajo. El paro oficial es del 50%. Pero Prieto me advierte que las estadísticas son dudosas: “es uno de los grandes problemas del país: no hay estadísticas fiables, lo que complica la tarea de la asistencia internacional”. Mucha gente se apunta al paro, para acceder a subsidios y servicios sociales básicos. En todo caso, la precariedad es perceptible fácilmente.
La ONU se ha gastado 24 millones de dólares en programas de reconstrucción de infraestructuras, inversión en servicios básicos y fomento de iniciativas productivas privadas fundamentalmente agrarias y silvestres. Esa inyección económica ha supuesto cierto alivio y una mejora en la vida diaria. Las casas completamente destruidas y ruinosas se alternan con las flamantemente nuevas y pintadas con colores exhultantes, en una extraña convivencia de pesadumbre y esperanza.
Prieto reconoce que Srebrenica, como otros lugares de Bosnia, tiene una angustiosa necesidad de acceso al crédito para poner en marcha la maquinaria productiva. Y también queda mucho por hacer en la sostenibilidad de los servicios sociales esenciales, como la educación o la salud. Las escuelas de las pedanías más distantes resultan inaccesibles para muchos niños en los periodos más crudos del invierno, que aquí bloquea caminos y vías. “Lo más importante es que ha habido un cambio de mentalidad: se ha pasado de la dono-dependencia por lo ocurrido a la conciencia de la responsabilidad, ya no se demanda ayuda sino asesoramiento para mejorar las condiciones productivas”, resalta Prieto.
Este cambio de mentalidad favorece también la reconciliación efectiva de las comunidades enfrentadas, de forma efectiva y no sólo retórica o moral. Serbios y musulmanes comparten intereses en cooperativas locales, forman parte de los mismos sindicatos. O incluso se aventuran a poner en marcha pequeñas empresas conjuntamente. “Saben que una empresa sin distinción étnica constituye un criterio adicional de valoración positivo a la hora de decidir la financiación de proyectos y aprovechan la oportunidad”.
La reconciliación empieza, por tanto, por las cosas de comer. Por la vida diaria. Se ha recuperado parte del espíritu de convivencia existente antes de la guerra. Para evitar confrontaciones, se eluden los asuntos más espinosos. Se mira más hacia adelante que hacia atrás. Srebrenica, la antigua mina de plata, podría ser pronto emblema de una nueva Bosnia tolerante y multiétnica.

CARTA DESDE SERBIA: LA BÚSQUEDA DE UNA NUEVA IDENTIDAD

3 de junio de 2010

En estos momentos, en los territorios que comprendían la antigua Yugoslavia se acumulan varios conflictos de diferentes intensidad, amplitud y alcance, pero todos ellos inquietantes para el futuro de una convivencia pacífica que ha costado mucho forjar y se antoja aún débil:
- La resolución del estatus definitivo de Kosovo, hoy bloqueado por el dificil entendimiento entre los albaneses locales, que presionan por la independencia, y la República de Serbia que se atiene a la resolución 1202 de la ONU , por la cual se reconoce la autonomía del territorio, pero bajo la soberanía serbia.
- El estancamiento de la institucionalización de Bosnia, debido a la pretensión de uno de sus componentes, la República Srpska (serbo-bosnios), de promover un referendum de secesión.
- Los conflictos de delimitación de fronteras entre las exrepublicas yugoslavas de Croacia y Eslovenia.
A estos conflictos internacionales hay que añadir un panorama ecónomico regional incierto, inestabilidad política elevada en varios países (Albania, Bosnia) y la amenaza creciente del crimen organizado. Todo ello complica la próxima ampliación europea, que preve la incorporación de los países balcánicos occidentales, pero con calendarios y condiciones particulares para cada uno de ellos.
Esta semana se ha celebrado precisamente la Cumbre Unión Europea-Balcanes, en la que se ha renovado el compromiso de ayudar todo lo posible para el éxito del proceso.La cita ha sido en Sarajevo, ciudad emblemática de horrores y pesadillas, pero antes y más que eso, de tolerancia y convivencia. La cumbre venía precedida de una reunión interna de los dirigentes balcánicos, en la que allanaron discrepancias y se solventaron malentendidos, pero dificilmente se superaron diferencias profundas, estructurales y de largo recorrido.
VACUNA CONTRA EL NACIONALISMO
Esta semana me detengo en Serbia, desde donde escribo estas líneas. La superación de las guerras y conflictos de los noventa es una exigencia absoluta para el gobierno del europeista Boris Tadic. Su inicial perfil gris y de escaso carisma no le ha impedido consolidar su liderazgo. Pero el reconocimiento le viene más de fuera que desde el interior de Serbia. Importantes sectores de la población –en especial, los populares- perciben a su gobierno como demasiado atento a los intereses y sugerencias externas.
Se acaba de cumplir el trigésimo aniversario de la muerte de Josip Broz “Tito” (mayo de 1980). En las librerias de Belgrado, afloran nuevas biografías y monografías sobre el fundador y único líder de la Yugoslavia de posguerra. Hay de todo, aunque predominan las que tienden a presentar un balance favorable. Hace unos meses, en fachadas y balcones de la capital serbia (y excapital yugoslava) apareció una pintada con este lema: “Tito regresa, te perdonamos todo”. En los últimos años se han estrenado tres filmes dedicados al fallecido dirigente comunistas, dos producidas por serbios y una por croatas.
La escritora y polemista croata (de origen búlgaro) Dobrevka Ugresic acuñó el término “yugonostalgia”, para reflejar ese creciente sentimiento de arrepentimiento por la espantosa destrucción del modelo federativo. Ugresic fue famosa en su tiempo por las ácidas diatribas contra el padre de la independecia croata, Franjo Tudjman, lo que le valió el exilio en Amsterdam, donde ahora vive. Ella es una de los miles de ciudadanos de las repúblicas integrantes del antiguo Estado que hoy se siguen considerando “yugoslavos” y pretenden que se reconozcan como tal su nacionalidad. Ciertamente, a la vista de lo ocurrido, la espantosa destrucción del modelo federativo yugoslavo es considerada como un trágico error. Pero en casi todas las exrepublicas yugoslavas los partidos nacionalistas siguen dominando la escena política, si bien se han desprendido de sus programas más radicales.
Curiosamente, la excepción es Serbia. En cierto modo, las desastrosas consecuencias del nacionalismo radical de los noventa han servido de vacuna. Aquí, el nacionalismo se combate desde el partido gobernante. Pero persiste un nacionalismo más templado, edificado sobre la base del orgullo herido y la sensación de que se ha cometido una injusticia histórica con el pueblo serbio. Puede ser verdad o no, pero es cierto que el maniqueismo con que Occidente resolvió tardíamente sus vacilaciones iniciales en las guerras yugoslavas abona este sentimiento victimista aquí en Serbia, y no sólo entre las filas más declaradamente nacionalistas. Los actuales dirigentes serbios desean pagar todos los rescoldos del pasado; por supuesto, los nacionalistas de los noventa, con su terrible herencia de guerra, destrucción y aislamiento; pero también los vestigios o nostalgias colectivistas. El gobierno de Serbia es hoy marcadamente pro-occidental, lo que implica pro-europeo, pero también pro-estadounidense.
LOS DOS RETOS DEL GOBIERNO SERBIO
Boris Tadic ganó muchos puntos en las cancillerías occidentales –y en las islámicas- cuando el pasado mes de abril consiguió que el Parlamento serbio aprobara la condena de la masacre de Srebrenica, cometida por los serbo-bosnios en el último verano de la guerra de Bosnia. La oposición serbia se resistió duramente, por considerar que la moción presentada por el gobierno no reflejaba la responsabilidad de las otras minorías de Bosnia en el conflicto bélico. Los diputados oficialistas intentaron eliminar las resistencias de los nacionalistas, los ultras y los excomunistas de Milosevic evitando incluir el término “genocidio”. Pero aún así, la moción salió adelante con el exclusivo apoyo del Partido Demócrata. Los diputados de la oposición o votaron en contra o se ausentaron de la sala, para no tener que pronunciarse en un asunto que sigue siendo de alto voltaje político en Serbia.
Este gesto de Tadic convive, sin embargo, con cierto cuidado en no herir la sensibilidad nacionalista. En la propia Bosnia, se ha cuidado mucho de no romper completamente con los serbios de Bosnia, que siguen bajo el dominio nacionalista radical. Se lo reprochan los líderes bosnios y croatas, aunque tampoco éstos abandonan el mensaje y los contenidos nacionalistas.
Pero el asunto que mantiene al gobierno Tadic más fijado a las posiciones serbias tradicionales es Kosovo. Incluso el integrante del gabinete menos sospechoso de nacionalismo, el ministro de Exteriores, Vuk Jéremic. A sus 34 años, ha pasado más tiempo fuera que dentro de Serbia. Regresó a su país después de graduarse en Cambridge y en Harvard, para construir una nueva imagen exterior de su país. Pero esa tarea no pasa por abjurar de sus principios patrióticos en el asunto más espinoso de esa trilogía de conflictos que mencionaba al principio: el futuro de Kosovo. “Kosovo es nuestra Jerusalén”, decía hace unos meses en na entrevista concedida, naturalmente, al NEW YORK TIMES. Desde la ventana de su despacho puede ver los edificios oficiales destruidos por los bombardeos de la OTAN en 1999. Ningún gobierno –tampoco el de Tadic- ha querido reconstruirlos o derribarlos. Se han quedado así, como testimonio de una agresión que nadie en Serbia quiere o puede olvidar.