EL ESPECTRO DE LYNDON B. JOHNSON

26 de noviembre de 2009

Después del puente de la festividad de Acción de Gracias, el presidente de los Estados Unidos anunciará el refuerzo militar en Afganistán. Algunos medios han adelantado ya que, seguramente, Obama decidirá enviar al menos 30.000 soldados más, a partir de la primavera.
El corresponsal del NEW YORK TIMES David Sanger, uno de los periodistas mejor informados de Washington desde su atalaya en la Casa Blanca, asegura que Obama “mandará múltiples mensajes a múltiples audiencias”: a sus correligionarios demócratas, a los militares, a la oposición republicana, a sus aliados occidentales, al gobierno afgano, al poder político-militar de Pakistán. Lo que hará inevitables las contradicciones y abonará las dudas.
Senadores y congresistas demócratas son cada día más sensibles a la petición de retirada militar que ha defendido siempre el ala izquierda del partido basándose en dos razones: la imposibilidad de detener el sacrificio de vidas a corto plazo y el coste creciente del mantenimiento de las tropas. Ambos factores han calado en la opinión pública hasta erosionar el respaldo popular al compromiso bélico: la última encuesta indica que son ya cuatro de cada diez los ciudadanos que piden la retirada militar. El otro día, la Presidenta de la Cámara de Representantes, la influyente californiana Nanci Pelosi, dejó claro que los demócratas no desean que el esfuerzo en Afganistán prive de los fondos necesarios para el cumplimiento de la agenda demócrata, con la reforma sanitaria en primer lugar. Cada soldado adicional costará un millón de dólares anuales. El articulista Nicholas Kristoff escribía hace unas semanas que con esa cantidad Estados Unidos podría levantar 20 escuelas en Afganistán.
Obama no es un entusiasta de la solución militar. Sus comentarios al respecto son prudentes y contenidos, pero los que le rodean lo perciben incómodo. La decepción que le ha provocado el proceso político en Afganistán ha acentuado su malestar. Por lo demás, es consciente de que los aliados occidentales se muestran cada día más esquivos, cuando no abiertamente reticentes, a prolongar –no digamos ya a incrementar- su presencia militar. La situación es tan incómoda que las críticas públicas han emergido de donde menos se esperaba: el secretario de Defensa británico no se mordió la lengua en el Parlamento y aseguró que las vacilaciones de Obama, junto al incremento de las bajas y la corrupción rampante en el gobierno afgano, habían arruinado el apoyo público al mantenimiento de las tropas. Con todo, Brown le ha prometido a Obama 500 soldados más. Sin duda, un esfuerzo irrisorio. Otros aliados guardan un silencio inquietante. Hillary Clinton explicará la decisión de la Casa Blanca, durante el Consejo Atlántico de otoño, la primera semana de diciembre. Se encontrará con caras largas, aunque no es previsible que escuche reproches para no dificultar más las cosas.
A pesar de todo ello, Obama se siente atrapado. En primer lugar, por su propia retórica construida durante la campaña. La “guerra de necesidad” va camino de convertirse en pesadilla muy similar a la de Irak. Los conservadores lo escrutan con lupa y han jaleado en cenáculos y tertulias radiotelevisadas la solicitud del General McChrystal. Las acusadas diferencias evidenciadas entre sus colaboradores durante las nueve reuniones del “gabinete de guerra” han prolongado la tardanza en adoptar una decisión y reforzado la sensación de que el Presidente no está convencido de lo que tiene que hacer. No hay que olvidar que el establishment político-mediático es irritantemente intolerante con la indecisión en la Casa Blanca cuando la ocupa un demócrata.
Obama dijo el otro día que está dispuesto a “concluir el trabajo”. Circulan diversas interpretaciones sobre el mensaje deliberadamente críptico del Presidente. Sanger y otros estiman que Obama justificará el incremento de tropas como el camino más corto para conseguir la retirada. Más soldados norteamericanos son necesarios para formar soldados y policías afganos. Con treinta o treinta y cuatro mil más, los efectivos norteamericanos en Afganistán superarían los cien mil, de forma que, en 2012, las fuerzas militares y de seguridad afganas estarán en disposición de completar por si solos, con apoyos menores, la batalla final contra los extremistas.
Si Obama no resulta convincente, los riesgos son muy elevados. Que los demócratas teman que Obama se encuentra prisionero de las exigencias militares y opten por obstaculizar la provisión de fondos para el incremento de tropas. Que los aliados, en el mejor de los casos, se echen a un lado para comprobar si la estrategia funciona sobre el terreno sin comprometer más soldados. Que el gobierno afgano incube y alimente su propia estrategia de diálogo interpastún con los talibanes a costa incluso de escamotear el esfuerzo militar. Que los pakistaníes recuperen el doble juego con sus fundamentalistas. Y el colmo sería que, como consecuencia de todo lo anterior, los talibanes consiguieran ciertos éxitos puntuales que hicieran cundir el nerviosismo y el pesimismo en Washington. Lo suficiente para que los republicanos pudieran presentar la estrategia de Obama (“reforzar para salir cuanto antes”) como fallida.
Consciente de estos peligros, Obama confía en que los refuerzos militares permitan obtener resultados notables inmediatos. El WALL STREET JOURNAL, propiedad del ultraconservador Murdoch, asegura que el nuevo jefe de las fuerzas aliadas en el sur del país, el general británico Nick Carter, tiene ya un plan para ejecutar la estrategia del general McChrystal. Se trataría de reunir a todas las fuerzas ahora dispersas en la regional meridional y muchas de las que se incorporarán el año que viene para construir con ellas un cordón de hierro en torno a la ciudad de Kandahar, el santuario de los talibanes. Este refuerzo incrementaría la seguridad urbana y permitiría implantar los instrumentos políticos, económicos e institucionales para debilitar la influencia de los radicales entre la población civil. En una segunda fase, este esquema aplicado a Kandahar se extendería al otro feudo talibán, la vecina provincia de Helmand.
De conseguirse estos objetivos, se habría logrado un éxito de indudable alcance propagandístico y podríamos asistir a un giro anímico en el desarrollo del conflicto. De esta forma, se apaciguaría el malestar demócrata, se neutralizarían las maniobras destructivas de los republicanos más hostiles, se aliviaría la negatividad de la opinión pública occidental hacia el compromiso bélico y se dejaría sin excusas a Karzai para que edificara una institucionalización decente en el país.
Pero si estos cálculos militares resultan ser un espejismo, se reforzaría la sensación de que Obama habría caído en la misma trampa que Lyndon B. Johnson cuando decidió, a mediados de los sesenta, apoyar la escalada militar en Vietnam propuesta por el Pentágono. (Al respecto, es muy recomendable el artículo reciente de Jonathan Schell en THE NATION). En ese caso, su presidencia podría encontrarse gravemente comprometida y más expuesta si cabe a los ataques furibundos que no han hecho más que empezar en el frente interno.