6 de noviembre de 2024
Trump será el 47º Presidente de los Estados Unidos. Su victoria ha sido más clara de lo que auguraban los sondeos. Ha ganado en los denominados siete estados decisivos, donde se suponía que la lucha sería más reñida. Comparada con su victoria frente a Hillary Clinton, la de este martes ha sido más rotunda, porque ha ganado también el voto popular (es decir, el voto nacional global, sin el filtro de los estados y de sus distritos). Y no por los pelos: cuatro puntos de diferencia (51%-47%), Clinton le superó en más de 2,1 puntos (2016) y Biden en 3,6 (2020).
Con
el paso de los días se irán depurando los análisis de los resultados. Pero en
una primera aproximación, se puede destacar lo siguiente:
1.
Es particularmente significativo el triunfo del candidato republicano en el Rust
Belt (cinturón del óxido), los estados industriales venidos a menos de
Michigan, Wisconsin y ese termómetro de las oscilaciones políticas que es
Pensilvania. Harris se volcó durante la campaña en asegurar esas plazas, sin
las cuales le resultaba imposible ganar. Pero no ha sido suficiente: sus
números han sido peores que los de Hillary en 2016 (*). La victoria de Trump ha
sido más contundente en los estados decisivos del Sun Belt (cinturón
cálido): Arizona, Nevada, Carolina del Sur y Georgia.
2.
De nuevo, un hombre blanco -el mismo, de abiertos comportamientos machistas- ha
obtenido el respaldo de la mayoría del voto masculino (y mucho voto femenino), lo que
parece reflejar que uno de los combates de las “guerras culturales” se ha
decantado otra vez a favor de las posiciones más reaccionarias.
3.
El racismo, que se creía amortiguado tras el triunfo de Obama en 2008 y 2012,
sigue vivo. Trump no
ha despreciado a Kamala Harris por el color de su piel o por sus orígenes,
entre otras cosas, porque ella tampoco se ha querido presentar como una activa
militante de la causa afro-americana, más allá de invocaciones moderadas a la
igualdad de razas. El racismo de Trump se ha cebado en las masas de migrantes
indefensas, a los que los demócratas han utilizado con propósitos
propagandísticos, pero sin favorecer su integración y sus derechos.
4.
Los demócratas siguen sin movilizar a un electorado abandonado, olvidado y
marginado de las contiendas políticas:
las clases populares más explotadas y perjudicadas por las sucesivas
adaptaciones del sistema económico y social. Las élites demócratas sólo parecen
interesadas por los sectores que han podido subir por la escalera social en que
se basa el engañoso relato de la política americana.
5.
Kamala Harris nunca fue una buena candidata, a pesar del aparatoso esfuerzo de propaganda con que
fue acogida su nominación en verano. Un Biden exhausto la escogió como sucesora
cuando se vio completamente abandonado por sus colegas del partido, tras un
desastroso debate electoral. Los notables azules hicieron virtud de la
necesidad y la jalearon como lo que no era: una líder capaz de neutralizar la
marea reaccionaria que Trump encarnaba. En esta sección ya señalamos la
debilidad de Harris. Pero la rapidez con que acumuló dinero (un factor esencial
en la lucha política) y unos sondeos dopados por el alivio que supuso la
retirada de Biden hicieron creer que podía ganar.
6.
La ambigüedad de la oferta demócrata no
ha generado mucha ilusión. Harris sólo ha dejado formulaciones generales en
áreas esenciales como la economía, la política exterior y la política social.
Las promesas más concretas (en materia de género, fiscalidad o salud
democrática) se daban por descontadas, sin novedad alguna que ilusionara a
ese electorado desmovilizado. Si la estrategia era atraerse a republicanos
moderados, el fracaso ha sido total. Los conservadores norteamericanos nunca
-salvo excepciones contadas- optarán por un demócrata, por mucho que desconfíen
o les repugne su candidato.
7.
Trump ha asegurado el voto del malestar blanco, poco o mal educado, frustrado y resentido con los
efectos de la globalización económica y la presentida decadencia de Estados
Unidos frente a la irrupción desafiante de China y las resistencias de otros
estados emergentes.
8.
Los norteamericanos que votan no han tenido problemas para elegir a un criminal
convicto para dirigir
de nuevo el país. Deberíamos de dejar de considerar esto como una anomalía. Trump no es una mancha en el
sistema, es un producto del sistema político y social norteamericano. El
triunfo importa más que cualquier otro valor. El individualismo barre con
cualquier propuesta de soluciones colectivas. La retórica patriótica de Trump
es un embuste tan burdo que no importa, porque muchos millones -simpatizantes o
no- la emplean con hipocresía en sus vidas cotidianas.
9.
La incógnita en estos momentos es si Trump se atreverá a hacer todo lo que ha
prometido:
deportaciones masivas y control militar de las fronteras, rebajas masivas de
impuestos, aranceles feroces contra China, Europa y el resto de países
competidores en la economía global, giro reaccionario en políticas sociales y
culturales y desenganche de las alianzas tradicionales en el mundo. En la
campaña, y previamente, el Presidente reivindicado aseguró que no se dejará
limitar por el aparato estatal, funcionarial o institucional, si éste se opone
al “mandato inequívoco para sanar a América”, como ha dicho en su primer
mensaje tras la victoria. En su primera presidencia, Trump vaciló, trampeó,
pactó, se contradijo y, cuando tuvo que defender su sillón frente a dos
tentativas de impeachment, se acobardó. Nadie se atreve a predecir lo
que hará ahora.
10.
¿Agotará Trump su segundo mandato?
A pesar de que los republicanos han recuperado el control del Senado y mantenido
la mayoría en la Cámara baja, Trump no
disfrutará de un poder sin límites. El poder de un Presidente de Estados Unidos
es muy grande, pero no es absoluto. Tiene continuamente que pactar y transigir,
y no sólo con sus adversarios políticos sino también con sus propios
correligionarios, que defienden intereses a veces distintos o específicos. Las
instituciones funcionan en gran medida por encima -o por debajo- de las
refriegas políticas. El Deep State (Estado profundo) tiene reglas, intereses, privilegios burocráticos y resortes
para embridar a un Presidente que pretenda ignorarlos. Trump es un ejemplo
paradigmático de ese combate subterráneo. Ya lo fue entre 2017 y 2021 y todo
apunta a que se repetirá y profundizará el pulso.
Por
eso no debe descartarse un fin prematuro de la segunda presidencia de Trump y
el final definitivo de su aventura política. Hay más probabilidades que en
dirigentes anteriores de que sea destituido. Bien como efecto derivado de
algunas de las siete causas judiciales que pesan contra él o por alguna
ilegalidad que pudiera cometer en el ejercicio de su cargo.
Tampoco
debe descartarse que sus enemigos reales, los que tienen capacidad para
neutralizarlo, puedan presentar un caso sólido de incompetencia, bien por
motivos de salud mental o de cualquier otra naturaleza, que lo empujaría a la
renuncia.
Y,
finalmente, la hipótesis más dramática, que sería la eliminación física. Como
todo el mundo sabe, no sería una novedad en la historia americana. Trump ha
sufrido un atentado consumado y otro en grado de tentativa. Dos avisos. Pero no
es la amenaza de intentonas individuales o de “lobos solitarios” lo más eficaz.
Quizás lo que Trump tema más sea una operación secreta, es decir, una suerte de
conspiración de perfiles difusos y actores no identificables, que utilicen a un
aparente desequilibrado o cualquier otro ejecutor no rastreable.
(*) Estos
datos son oficiales pero provisionales, emitidos en la madrugada del miércoles