LA RESACA DE PUTIN

27 de marzo de 2024

El presidente ruso, Vladímir Putin, presume de su condición de abstemio, sabedor de que el vodka es uno de los corrosivos sociales más devastadores de su pueblo, desde tiempos inmemoriales. Pero su celebrado autocontrol no le ha librado de la resaca. Política, se entiende.

El reciente banquete electoral se resolvió en un atracón del 87% de votos, cocinados con ingredientes propios de la política autoritaria (eliminación de los oponentes serios, información limitada a los medios sumisos, persecución de los díscolos, ausencia de controles técnicos, etc.). 

Aún estaba Putin digiriendo este éxito conformado a conveniencia, cuando le asaltó una inesperada resaca, en forma de sobresalto terrorista. El ataque de cuatro militantes islamistas contra un salón de conciertos en las afueras de Moscú le amargaron la victoria (1)

Los comentaristas occidentales más obsesionados con el Presidente ruso (los que ven él la personificación de las amenazas a la democracia en todo el mundo) frotaron plumas y teclados para interpretar la carnicería (139 muertos, hasta la fecha) como una “humillación” para el autócrata del Kremlin (2).

Parte de razón tienen. Los jaleados servicios de seguridad, la joya de la corona del régimen actual, no supieron prever lo ocurrido. Y lo que es peor, en un ejercicio de torpe arrogancia, el propio Putin desdeñó las advertencias americanas sobre un algo riesgo de ataque terrorista inminente. “Se trata de un intento de atemorizar y desestabilizar a nuestra sociedad”, dijo.

El FSB (La Oficina de Seguridad federal rusa) sigue la senda de fracasos de otros servicios occidentales. El FBI, la CIA y otras agencias se tragaron en su día el 11-S. Lo mismo cabe decir de los servicios europeos en el ciclo de atentados islamistas posteriores.

UNA PROLONGADA ANIMOSIDAD

La matanza del Crocus City Hall es una muesca más en la cadena de “humillaciones” sufridas por el agente-presidente Putin desde su ascenso al Kremlin, tras al asalto al teatro Dubravka de Moscú (2002), la toma de una escuela en la ciudad osetia de Beslán (2004), la bomba colocada en un mercado en la misma Osetia (2010) y otros atentados en lugares públicos.

Irónicamente, Putin edificó su “prestigio” político mediante la represión brutal y sin límites de la resistencia chechena, dominada por una facción extremista y terrorista, que había conseguido poner en jaque al estado ruso en descomposición bajo el liderazgo fallido de Boris Yeltsin. En Occidente asimilaron con relativa normalidad la aniquilación de Grozni en 2000 y la represión subsiguiente de los rescoldos terroristas chechenos.

La fiebre antiterrorista desencadenada después del 11-S avaló a Putin como un visionario de la mano dura. Por aquellos años del arranque de siglo, en Washington celebraban al flamante Presidente ruso como un aliado en la lucha estratégica contra la nueva amenaza global. Nadie supo o quiso ver el huevo en el nido de la serpiente. Y mucho menos cuando Putin facilitó a Washington la utilización de bases militares de sus regímenes aliados en Asia Central para desplegar la gran venganza contra Al Qaeda y sus protectores talibanes en Afganistán.

En la década de los ochenta, Rusia (entonces, la URSS) era el enemigo de la guerra fría al que se tenía la oportunidad de desgastar sin piedad en un encerrado país asiático, mediante la financiación, el adiestramiento y el armamento de grupos islamistas radicales absolutamente contrarios al orden liberal. Veinte años después, la nueva Rusia, en la que ya había fracasado el experimento capitalista occidental, se contemplaba como un socio inesperado en la publicitada “guerra contra el terror”.

Putin pagaría un alto precio por la sangría chechena, que se vio obligada a extender a otras repúblicas con fuerte población musulmana en las regiones del Cáucaso. El extremismo islamista lo puso en la misma lista negra en la que figuraba el “Gran Satán” norteamericano.

Cuando estallaron las guerras derivadas de la mal llamada “primavera árabe”, en la segunda década del presente siglo, Putin acudió en defensa del histórico aliado de Rusia en la región: la Siria de la familia Assad. El régimen de Damasco se deshacía por la presión del ISIS, los grupos residuales de Al Qaeda, los grupos armados y financiados por Occidente y la revuelta kurda en el norte. Rusia salvó a Assad, pero sobre todo conservó sus posiciones militares avanzadas en el Mediterráneo oriental, aunque fuera a costa de arriesgar su difícil equilibrio con Turquía, convertida en enemigo acérrimo del régimen sirio. La brutalidad con la que Putin liquidó o contribuyó a liquidar a los distintos grupos armados islamistas en Siria reforzó la animosidad que pesaba sobre él desde la guerra en Chechenia.

Ese odio acumulado ha emergido ahora, en el momento de mayor exaltación del poder de Putin, cuando Rusia trata a duras penas de consolidar una ventaja militar en Ucrania. Los cuatro militantes presuntamente autores del atentado del Crocus City Hall son originarios de Tayikistán (república fronteriza con Afganistán). Pertenecen a una rama local del ISIS denominada Khorasán o Jorasán (según la grafía que se utilice), una zona geográfica que, en el imaginario yihadista abarca parte de Afganistán, Irán y otros países del Asia Central. Este grupo, ISIS-K o ISIS-J, es enemigo acérrimo de los talibán, por razones doctrinarias y tácticas; también por la cooperación oportunista que mantiene Moscú con el régimen de los estudiantes coránicos de Kabul (3).

En realidad, la hostilidad de estos yihadistas hacia Rusia se ha mantenido durante todos estos años, aunque sus operaciones hayan sido más bien modestas. El atentado del 22 de marzo supone un salto cuantitativo y cualitativo en su desafío al Kremlin.

LA PISTA UCRANIANA

Pero la deriva que más ha interesado ha sido el intento de Putin de vincular a los autores de la matanza con su rival del momento, Ucrania. Los cuatro militantes fueron detenidos en la región occidental rusa de Bryansk, según fuentes oficiales rusas, “cuando trataban de cruzar a Ucrania”. “¿Quién les esperaba allí?”, se preguntó el Presidente ruso cuando, después de dos días de silencio, compareció ante el país (4).

Ucrania ha negado rotundamente relación alguna con los hechos y ha acusado a Putin de tratar de engañar y confundir a la opinión pública mundial. Los servicios de inteligencia occidentales también han desautorizado las insinuaciones de Putin como una burda maniobra de propaganda.

Pero lo que más le interesa a Putin es evitar que la confianza de sus ciudadanos en la fortaleza y solidez de su régimen sufra merma alguna. Prueba brutal de ello es hacer ostensible el castigo infligido a los presuntos autores del atentado, en su presentación ante el tribunal: tumefactos, apalizados, con evidentes señales de tortura en sus cuerpos y alguno en silla de ruedas. Para no dejar resquicio a las dudas, se han filtrado las sesiones de interrogatorio con las lindezas a que fueron sometidos los miembros del comando. Algo insólito para cualquier aparato represivo en el mundo. Las torturas, los abusos, por principio, se esconden y se niegan, o cuando no hay más remedio, se admiten como conductas particular. Moscú ha optado por otra vía, la de la intimidación brutal, con un mensaje claro: así tratamos o esto les espera a quienes se atrevan a desafiar al Estado ruso.

Antes de que aparecieran en público los yihadistas, Andrei Soldatov, uno de los mayores especialistas en los aparatos de seguridad rusos, predecía un “endurecimiento” del régimen para conjurar cualquier impresión de debilidad o inseguridad del Estado (5).

Putin tratará de superar la resaca terrorista cuanto antes, si es posible, haciendo virtud de la necesidad. De momento, ha insinuado que la autoría intelectual de la matanza del salón de conciertos apunta  a los “neonazis de Kiev”, para justificar la prolongación de la guerra a  cualquier precio y conjurar el mínimo riesgo de crítica o de cansancio. Hasta que circunstancias adversas, de producirse, lo obliguen a construir un discurso diferente.

 

NOTAS

(1) “Près de Moscou, un attentat lors d’un concert fait plus de cent morts”. LE MONDE, 23 de marzo.

(2) “Russia’s tragedy, Putin humiliation”. THOMAS NICHOLS. THE ATLANTIC, 26 de marzo.

(3) “What is the Islamic State Khorasan Province? THE ECONOMIST, 25 de marzo.

(4) “Putin says ‘radical islamists’ attacked concert hall, suggests link to Ukraine”. MARIA ILYUSHYNA. THE WASHINGTON POST, 25 de marzo.

(5) “Putin will be ruthless after the Moscow attack, but Russians don’t trust him to keep them safe”. ANDREI SOLDATOV. THE OBSERVER, 24 de marzo.

LOS ZARES, STALIN Y PUTIN: ANALOGÍAS SIMPLISTAS

 20 de marzo de 2024

Hace ahora cien años, en 1924, moría Lenin (enero) y el oscuro y maniobrero Stalin conseguía desplazar al resto de dirigentes bolcheviques y hacerse con el timón de lo que, un par de meses después, sería la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), nombre del nuevo país consagrado en la primera Constitución del nuevo estado revolucionario.

Un siglo más tarde, un agente secreto de nivel medio de ese Estado está ahora en vías de convertirse en el dirigente más longevo de la historia rusa. Esta Nueva Rusia no es una URSS rediviva, ni una reedición del Imperio de los Zares. No es comunista ni es monárquica. Es una República presidencialista con contrapeso parlamentario sólo aparente. En realidad, una autocracia. La línea que claramente conecta esos tres tiempos de Rusia es el dominio de un nacionalismo autoritario subyacente encarnado por un Padre, un hombre providencial.

TRES RUSIAS, TRES MODELOS

La guerra (o las guerras) construyeron el Imperio Zarista, y lo destruyeron. Algo así puede decirse del régimen soviético, convertido en superpotencia tras su heroica victoria militar contra los nazis, pero luego socavado por guerras menores y , sobre todo, por el esfuerzo de la guerra definitiva que nunca ocurrió. Y ahora, una guerra cercana, la guerra de Ucrania, consagra y determina, de momento, la solidez del poder político, de una autocracia nacional casi absoluta.

La guerra es el factor a la vez unificador y disolvente en la historia de Rusia. En el momento actual, asistimos a la primera fase de ese proceso. ¿Acabará la actual guerra con esta tercera morfología del poder ruso? ¿Los elementos diferenciales de hoy abren la posibilidad de un desenlace distinto? Aún es pronto para decirlo, aunque algunos analistas, académicos y estrategas, movidos por sus pulsiones ideológicas o por los intereses económicos de sus patrocinadores, anticipen un final catastrófico del actual sistema político ruso.

Putin ha ganado las elecciones presidenciales. Importaba poco o nada las cifras concretas: superior al 87%, 11 puntos más que en 2018. La participación ha sido mayor (77,4%), en un índice similar. Gobiernos y gabinetes de estudio occidentales han detallado estos días las perversiones del sistema electoral, tantas y tan graves que difícilmente encajarían en una democracia, incluso en las ya muy deficientes del mundo occidental. Ni siquiera puede hablarse de un plebiscito: las opciones contrarias a la guerra, eje vertebrador del discurso político, han sido eliminadas.

La reciente muerte en una prisión ártica de Alexei Navalny, el oponente a Putin preferido por Occidente y, por ende, capaz de movilizar ciertas sensibilidades en el interior (en realidad, en las grandes ciudades) salpicó de dramatismo la cita electoral. La llamada de la organización de  Navalny para votar a mediodía, con la idea de colapsar los colegios, no parece haber tenido gran efecto (1). La maquinaria oficial aplasta cualquier manifestación de protesta, y la criminaliza.  

La élite intelectual anti-Putin que opera en el exterior evidencia desánimo ante la resignación de las masas. El analista Andrei Kolésnikov, que trabaja para la Fundación CARNEGIE, uno de los transatlánticos del pensamiento liberal en Estados Unidos, habla del “conformista pasivo” como “antihéroe” de estos tiempos. Se refiere a un personaje literario del novelista decimonónico ruso Mijail Lermóntov. La sociedad recreada por el autor era la Rusia zarista. Luego, durante los años de estabilización del sistema soviético los entonces llamados “disidentes” (los de dentro y los de fuera del régimen) se quejaron de lo mismo: la aceptación resignada del abuso de poder.

Pero Kolésnikov introduce un matiz interesante en su análisis. No se trata ahora de una aceptación total y “silenciosa”. El poder actual adopta un carácter de “híbrido totalitarismo”, de “semiautocracia” suavizada por procesos electorales formales, que demandan “complicidad”. El poder absoluto que caracteriza la dinámica política rusa se adapta a los tiempos para que la sociedad se adapte a las exigencias del poder (2).

En una crónica de un diario occidental sobre la jornada electoral, una ciudadana cualquiera dice que vota a Putin para que les proteja (3). Esa es la naturaleza del contrato social y político ruso, inalterado durante siglos: el poder autoritario exige sumisión; o complicidad, según el tiempo, a cambio de garantizar la seguridad, más colectiva que individual, puesto que se trata de proteger a la nación su conjunto. Una noción abstracta y elusiva.

LAS FALSAS ANALOGÍAS

Políticos y académicos apegados a la primera Guerra Fría tiende a comparar o a asimilar el putinismo al estalinismo, es decir, la deriva personalista del inicial liderazgo colegiado soviético, recuperado parcialmente a mediados de los años 50. Se basan en una conexión aparentemente obvia: Putin fue un agente del KGB, la institución más perversa del degradado sistema soviético en la etapa de Stalin y sus decadentes herederos. También han contribuido a cimentar esta analogía ciertas declaraciones del propio Putin, singularmente aquella en la que calificó la desaparición de la URSS como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Lo que, a ojos de los propagandistas occidentales, convertía a Putin en un “nostálgico soviético”. Esas palabras fueron sacadas o aisladas del contexto.

A lo que se refería Putin era a que, sin la URSS, el mundo quedaba a merced de una única potencial mundial, que podía dictar sus intereses al mundo entero. Es una afirmación discutible, pero no escandalosa. La emergencia de China modificó las percepciones del dirigente ruso, de ahí que su opción estratégica mundial haya sido forjar una sólida alianza con Pekín.

Que Putin sea un comunista disfrazado es otra añagaza propagandística. Haber cobrado y vivido del aparato comunista no le convierte en devoto de esa ideología. Bien lo sabemos eso en España. Y en cualquier otro lugar. Si algo ha demostrado Putin a lo largo de su carrera política es que es un oportunista que usa (y se desprende) de la ideología a su conveniencia. Como jefe de gabinete de Yeltsin apoyó con entusiasmo la irrupción irresponsable del capitalismo, aunque se atuvo al contrapeso de los aparatos estatales en forma de capitalismo de Estado, para garantizar la supervivencia de las élites. El comunismo había dejado de ser una divisa ideológica útil en Rusia, mucho antes de la desaparición del régimen soviético.

Ahora, el candidato del Partido Comunista ha sido el segundo más votado, pero no ha llegado al 5%, ocho puntos menos que en 2018. Sus dirigentes apoyan a Putin en tanto líder de un país en guerra, igual que quienes sobrevivieron a la purga se rindieron a Stalin para derrotar al nazismo. Los renovadores consideran a Putin un dictador carente de escrúpulos. No hay vestigio alguno de la URSS en el Kremlin de hoy. Si acaso, se mantiene la música del himno nacional, pero, naturalmente, no la letra. Sin embargo, proliferan los símbolos de los Zares. La iglesia ortodoxa, sofocada durante el comunismo, ejerce ahora una influencia controlada pero notable. Putin se ha convertido a la fe tradicional, como una herramienta más de la unificación nacional.

La izquierda comunista  en Europa (neocomunista o postcomunista) se esfuerza por digerir el sistema Putin, sin incurrir en contradicciones ideológicas y políticas flagrantes, ni favorecer el discurso liberal occidental. Es una tarea ardua. La guerra de Ucrania ha agudizado ese dilema. Se siente en esas latitudes que combatir a Putin equivale a combatir a Rusia, y eso cuesta, porque muchos quieren creer que la utopía comunista no ha muerto completamente en la que fuera Patria de los trabajadores de todo el mundo. Engañosa nostalgia.

La socialdemocracia, que pactó con la URSS sólo por realismo, sin pretensiones de reunificación ideológica alguna, asimila el putinismo al actual nacionalismo identitario, xenófobo, racista y religioso que abanderan los partidos de la extrema derecha en sus países respectivos. El socialismo democrático ve en Putin una recreación disparatada del desaparecido orbe zarista, no del liquidado comunismo y desdeña cualquier vinculación sentimental con el sovietismo.

Las conexiones entre el Kremlin y las fuerzas ultranacionalistas europeas son de nuevo elevadas de rango por analistas rusos opuestos a Putin. Tatiana Stanovaya (CARNEGIE), ahora residente en Francia, considera que Putin “no se detendrá en Ucrania” y tratará de exportar su ideología de tradicionalismo nacionalista a Europa Occidental (4). Afirmaciones especulativas que abonan el creciente clima belicista en Occidente. Hasta ahora, las relaciones entre Putin y la extrema derecha europea y americana han consistido en modesta financiación, asesoramiento en guerra de propaganda y amagos de intervención electoral, con escaso recorrido.

CÚSPIDE Y CONTINUIDAD DEL SISTEMA

Putin ha presentado ese 87% como legitimación indiscutible de su proyecto de “primavera nacional”, frente al desafío de su enemigo inmediato (la Ucrania neonazi que se empeña en ser independiente) y sus protectores imprescindibles (las potencias occidentales en decadencia). Le importa poco o nada lo que se diga fuera. Salvo  China, que lo ha felicitado, en el actual espíritu de “amistad sin límites”. Pero esa lucha contra la amenaza exterior exige tiempo, de ahí que la reforma constitucional introducida en plena pandemia (2020) garantice el ejercicio casi vitalicio del poder del Líder. Putin podrá ser Presidente hasta 2036, cuando presumiblemente se encuentre en el límite de sus capacidades. Tendrá entonces 83 años: edad similar a la de los actuales candidatos presidenciales norteamericanos.

No se habla en Rusia, o se habla en voz muy baja y en círculos restringidos, de la sucesión. A Putin no le importa o aparenta que no le importa. No parece pensar en una dinastía, a lo norcoreano. Lo sustancial es asegurar la pervivencia del sistema y evitar rencillas explícitas. Los putinólogos no descartan un poder más colegiado, como el Politburó de las dos últimas décadas soviéticas, aunque esa fórmula se vincula con la decadencia (5).  En todo caso, la prioridad es ganar a Ucrania y frenar a Occidente. Y en ese empeño resulta esencial fortalecer la relación estratégica con China y afianzar sus posiciones de influencia en el Sur Global. 

En definitiva, ni neozarismo, ni reconstrucción del sovietismo estalinista: un sistema nuevo capaz de aprender de los viejos errores que condenaron a la extinción a ambos sistemas. Un nuevo nacionalismo para el siglo XXI. Una Rusia Unida (nombre del partido que el mismo fundó y que domina la Duma). Pronto, quizás, asistiremos a  su transformación en Rusia Única.

NOTAS

(1) “Vladimir Putin’s sham re-election is notable only for the protests”. THE ECONOMIST, 17 de marzo.

(2) “Eroding consolidation”: Putin’s regime ahead of the 2024 ‘Election’”. ANDREI KOLESNIKOV. CARNEGIE MOSCOW, 14 de marzo.

(3) “With new Six-year term, Putin cements hold on Russian Leadership”. NEW YORK TIMES, 17 de marzo.

(4) “Putin’s six-years manifesto sets sight beyond Ukraine”. TATIANA STANOVAYA. CARNEGIE, 1 de marzo.

(5) “Forever Putinism. The Russian Autocrat’s answer to the Problem of Succession”. MICHAEL KIMMAGE & MARÍA LIPMAN. FOREIGN AFFAIRS, 13 de marzo.

 

LA TENSIÓN FRANCO-ALEMANA

 13 de marzo de 2024

Que entre París y Berlín hay una mala comunicación es algo que ya se admite sin reservas incluso entre las cúpulas del poder en ambas capitales. Las desavenencias provocadas por la guerra de Ucrania es el terreno en el que se escenifican las tensiones. Pero hay factores de fondo que han contribuido a hacer de esta brecha un elemento de preocupación mayor en al estabilidad europea. Apuntamos los siguientes:

EL FACTOR ESTRATÉGICO

La geografía determina las opciones estratégicas. Alemania siempre ha mirado de reojo al Este como un polo de inquietud, pero también de oportunidad. Lo primero ha pesado, casi siempre, mucho más que lo segundo. Las guerras han condicionado históricamente la convivencia con Rusia, sea cual sea el régimen político que en cada etapa histórica haya existido allí. Hay un hecho incontrovertible: Alemania nunca le ha ganado una guerra a Rusia. En cambio,  en la paz los intereses alemanes han prevalecido. De ahí que en Berlín (o en Bonn, durante la primera guerra fría) siempre haya existido una pulsión de apaciguamiento frente a Moscú. Antes, Hitler quiso  aplazar el inevitable enfrentamiento con la Rusia de Stalin con un pacto táctico, no estratégico (1939), un recurso para ganar tiempo y consolidar su dominio de Europa Occidental.

Con el triunfo de la Unión Soviética, Alemania soportó la división del país durante casi medio siglo, un castigo aún más humillante que los anteriores. La parte occidental prosperó y la oriental se estancó. Pero ese triunfo soterrado no sirvió para facilitar el reencuentro. Willy Brandt lo comprendió muy bien cuando lanzó su Ostpolitik (política  oriental) a comienzos de  los años setenta. La iniciativa causó preocupación en Washington, no tanto por oponerse a una distensión que compartía, sino por el riesgo de perder el control del proceso. También en París hubo ciertas renuencias. De Gaulle y sus herederos siempre mantuvieron un cauce de cooperación abierto con Moscú, pero desconfiaban de las aperturas alemanas.

Con la crisis del sistema soviético, las tensiones franco-germanas afloraron de nuevo. Una Alemania unida y fuerte despertó los fantasmas de tres guerras devastadoras para Francia. El entonces canciller Kohl fue el principal valedor de Gorbachov y ejerció de agente conseguidor de fondos para una Unión Soviética que se deshacía a ojos vista.  El compromiso reiterado de Alemania con la paz y la integración europea no pareció antídoto suficiente para conjurar la visión de una Europa oriental alemanizada  por el peso económico de la nueva potencia política y territorial. La actuación de Alemania en las guerras yugoslavas, percibida inicialmente en París como dinamitadora, contribuyó a acrecentar esos temores.

Tras el fracaso del ensayo democratizador en la nueva Rusia, en gran parte provocado por un capitalismo de rapiña alentado desde Occidente, Alemania siguió cultivando unas relaciones muy estrechas con Moscú, para impedir una deriva indeseable en el Kremlin. Hasta que las sucesivas crisis de Ucrania han dado al traste con ese proyecto estratégico.

En Francia, también ha interesado siempre un modelo de relación autónoma con Moscú, en colaboración o no con Alemania o con Estados Unidos, pero en modo alguno subordinado. El nacionalismo gaullista ha pervivido, tanto en la derecha como en la izquierda. De alguna forma, las élites francesas han tratado de evitar que, ni en la cooperación, ni en la confrontación, París jugara un papel de segundo orden en las relaciones con el Kremlin.

De ahí que Macron (más papista que el Papa: más gaullista que el General), intentará un arriesgado juego de mediación con Putin tras la fantasmal intervención en Crimea y la más evidente en el Donbas, en 2014; y, ocho años después, cuando se consumó la invasión de Ucrania. Se ha especulado mucho sobre las verdaderas intenciones de aquel viaje del presidente francés a Moscú. Macron es cualquier cosa menos ingenuo. Al cabo, quizás se trató de la inevitable necesidad del Eliseo de dejar su impronta.

Ahora que cualquier conciliación con Moscú se antoja lejana, Macron se pone a la cabeza de los halcones y pretende hacer olvidar que alguna vez quiso parecer paloma, al apuntar que, aunque no hay consenso aliado, no se puede descartar el envío de soldados a Ucrania, para evitar un triunfo militar de Rusia. De todos los gambitos de Macron, este ha sido el más o uno de los más arriesgados. Y el que más irritación ha provocado al otro lado del Rhin (1).

Desde febrero de 2022, Alemania ha enterrado las distintas derivadas de la Ostpolitik, y le ha tocado hacerlo a un canciller socialdemócrata, quizás el más gris y menos dotado para un liderazgo de altos vuelos. Olaf Scholz anunció el zeitenwende (traducible como ‘cambio de era, o de tiempo). Medio siglo de acercamiento a Rusia se ponía en cuestión. La ecuación económica (materias primas energéticas a cambio de maquinarias y bienes de equipo) en las relaciones bilaterales se disolvía bajo el peso de las sanciones occidentales contra Moscú. Más aún, la Alemania pacifista post-hitleriana se comprometía a un esfuerzo militar de 100.000 millones de dólares (para empezar) con los que rejuvenecer, reforzar y ampliar el aparato militar alemán.

Pero en todo hay un límite, o una línea roja. Alemania no ha sido tímida con Putin, a pesar de ser el país europeo más perjudicado por los embargos, las limitaciones y condicionantes en el consumo de petróleo y gas rusos. La guerra económica se aceptó como inevitable en Berlín. Pero a partir de aquí se ha ido con pies de plomo, en particular en el suministro de armamento a Ucrania. Aún así, Alemania es, después de Estados Unidos, el mayor contribuidor neto en los arsenales de Kiev (2). Que no se olvide.

Francia también ha tomado sus precauciones en la presión al Kremlin, igual que EE.UU, pese a la retórica y la propaganda de guerra fría imperante desde hace dos años. Por eso, la última provocación de Macron ha molestado tanto en Berlín. Además, como suele habitual en sus alardes, el presidente francés añadió el insulto a la injuria, al sugerir que la delicada fragilidad de Ucrania exigía más “coraje” y menos timidez de los aliados (3).

Scholz le replicó con discreción diplomática y burocrática, sin salidas de tono, recordando que las decisiones de la OTAN descartaban boots on the ground (envío de tropas a Ucrania). Pero su ministro de Defensa, Pistorius, no se resistió a devolverle el guante y afearle esa nueva lección de moralidad. Los ministros de Exteriores de ambos países trataron de diplomatizar la crisis días después, pero no se arriesgaron a celebrar una conferencia de prensa conjunta para no evidenciar que la herida política entre Berlín y París seguía abierta. La filtración de una reunión de altos mandos militares alemanes, espiada por agentes rusos, enturbió aún más el clima (4).

Otro elemento invariable desde la guerra fría: Berlín puede apoyar el proyecto de defensa autónoma europea, pero nunca lo ha dejado de considerar como subordinado a la OTAN. El paraguas nuclear americano es intocable, entonces y ahora. Y ni siquiera una eventual (y sólo especulativa, por ahora) disponibilidad estratégica del arsenal nuclear francés son capaces de modificar ese axioma (5).

FACTORES POLÍTICOS

Aparte de las consideraciones estratégicas, en ésta última crisis también han pesado los factores políticos internos. Macron afronta las elecciones europeas con la aprensión de un triunfo, inevitable según parece. del ultraderechista Rassemblement National. En su día, se le consideraba un partido prorruso e incluso con financiación generosa del Kremlin. En los últimos años, la presidenta del Partido ha intentado alejarse del Kremlin, pero no lo ha conseguido del todo. Y Macron quiere explotar esa supuesta vulnerabilidad de una mujer a la que ha derrotado dos veces en las elecciones presidenciales, pero que parece destinada a ocupar el Eliseo en 2027, si este año tiene unos resultados exitosos en las europeas.

En el debate parlamentario de esta semana sobre el acuerdo bilateral de seguridad con Kiev, Marine Le Pen ordenó la abstención. Dejó claro que apoya la resistencia ucraniana, para que no haya dudas sobre su cambio de actitud con Rusia. Pero vio en la iniciativa del partido del Presidente una clara intención electoralista. En la izquierda se evidenciaron las divisiones: insumisos y comunistas votaron en contra, socialistas y ecologistas, a favor, pero estos últimos rechazaron la sugerencia del envío de tropas.

Scholz también afronta el desafío de la ultraderecha, con elecciones este otoño que podrían consolidar el dominio de la AfD (Alternativa por Alemania) en los länder orientales. Este partido ha conquistado a los ciudadanos que no tienen un recuerdo tan negativo de la RDA, pero en su auge también ha mordido en la base socialdemócrata. El canciller no quiere aparecer demasiado hostil ante un electorado que no participa del discurso antirruso.

FACTORES INSTITUCIONALES

En este desencuentro París-Bonn, como en otros anteriores, la estructura de los respectivos sistemas políticos también ejerce una influencia perturbadores. El sistema político francés es presidencialista; el alemán es parlamentario.

En Francia, el Presidente ejerce una atribución exclusiva y personal en la política exterior. No necesita ni siquiera de su propia mayoría (en este caso, de la minoría que lo apoya) para formular sus propuestas internacionales. En Alemania, por el contrario, el Canciller tiene que pactar la política exterior con sus socios de coalición, e incluso, en las raras veces que ha habido un gobierno monocolor mayoritario, el Bundestag ha ejercido una influencia considerable.

FACTORES PERSONALES

Finalmente, el estilo personal tampoco es desdeñable. Suele ser habitual que en el Eliseo y en la Cancillería no habiten caracteres afines. El Presidente francés está condicionado por el aurea de un sistema político que descansa sobre una figura engrandecida y exige un liderazgo real, pero también efectista. Que lo sea y que lo parezca. El Canciller, en cambio, es una suerte de primus inter pares, por destacado que sea. Por eso, desde 1945, la estatura personal de los líderes alemanes ha estado siempre encuadrada en unas estructuras firmes que evitan el hiperliderazgo. Es el escarmiento del Jefe (Führer).

Esa limitación (histórica y política) se refuerza, a veces, con el estilo puramente personal. En la actualidad, la brecha es quizás la más amplia de los últimos ochenta años. Un Presidente francés al que le gusta hablar y un Canciller que es, quizás, el más discreto desde la posguerra.

De Gaulle y Adenauer cultivaron poco la relación personal, pero tampoco se lo propusieron. Pompidou y Brandt nunca se entendieron especialmente bien, aunque el alemán se cuidó mucho de que su creciente popularidad no irritara en París... hasta que el escándalo Guillaume acabó con su carrera. Giscard y Schmidt confirieron a su cooperación un carácter técnico, obligados por la crisis del petróleo tras las guerras de Oriente Medio. Mitterrand y Kohl elevaron el tono de la relación bilateral, pero no siempre ajustaron la dinámica personal. El alemán fue el canciller más longevo de la posguerra y también el más mediático, pero el francés nunca renunció, antes al contrario, a la solemnidad con que se ejercía el cargo. Merkel minimizó a Sarkozy (y luego a Hollande), pero no por remarcar sus cualidades personales, sino por ponerlas al servicio del indiscutible liderazgo económico alemán en la Europa de la posguerra fría. Macron quiso acabar con esa inferioridad francesa, a duras penas. No está claro que lo consiguiera frente a una Merkel en retirada, pero cree tenerlo más fácil con el gris Scholz.

 

NOTAS

(1) “France-Allemagne, un tándem secoué par l’épreuve de la guerre en Ukraine”. PHILIPPE RICHARD & THOMAS WIEDER. LE MONDE, 9 de marzo.

(2) “German Chancellor pledges to boost [ammunition] production for Ukraine”. DER SPIEGEL, 5 de febrero (versión en inglés).

(3) “Le débat sur l’envoi de soldats en Ukraine révèle les profondes differences de vision de la guerre parmi les allies”. LE MONDE, 6 de marzo.

(4) “Now It’s Germany’s turn to frustrate Allies over Ukraine”. THE NEW YORK TIMES, 4 de marzo.

(5) “Dans cette nouvelle ère où l’affrontement a remplacé la cooperation, la question de la dissuasion nucleaire reprend tout son sens”. SYLVIE KAUFFMANN. LE MONDE, 7 de febrero.

USA: LAS PRIMARIAS QUE NUNCA EXISTIERON

 6 de marzo de 2024

Ha pasado el Supermartes de las elecciones norteamericanas sin sorpresas dignas de consideración. Biden y Trump se encaminan  hacia una repetición del duelo de 2020, pero con papeles invertidos. En esta ocasión, el líder demócrata será el incumbent  (el titular del cargo) y el republicano hará de aspirante. Aunque ninguno de ellos haya obtenido técnicamente aún el número suficiente de delegados para ser coronados en las convenciones del verano, las cartas ya están echadas. Este año ha habido primarias sólo formalmente, pero no ha habido eso que tanto gusta a periodistas y los aficionados a la política como espectáculo: emoción, disputa (1).

Biden y Trump reflejan gran parte de las dolencias del sistema norteamericano. De un lado, el establishment esclerotizado, envejecido, y no sólo biológicamente. Los ochenta años cumplidos del actual presidente han sido motivo de debate durante al menos los dos últimos años, entre las bases, escalones medios y grandes electores del partido. Aún esta viva la discusión, aunque ha derivado ya hacía los márgenes especulativos. Nadie se ha querido postular y a nadie se ha señalado como alternativa. Por distintas razones. No parece elegante debilitar al líder de facto del Partido mientras está gobernando (se ha hecho antes, pero en muy pocas ocasiones). No hay motivos políticos de fondo: la economía marcha bien, Estados Unidos, se dice, ha recuperado crédito en el mundo (o mejor dicho, entre sus aliados de siempre). Y, last but no least, el perfil moderado de Biden parece lo más aconsejable para atraerse a los republicanos moderados que están espantados ante una vuelta de Trump.

Desde los sectores más dinámicos y/o progresistas del Partido Demócrata las cosas se ven de otra manera. Ya no les basta con apelativos retóricos a la democracia, con gestos amables hacia las clases menesterosas o con gastadas proclamas de los valores de la nación elegida. Las minorías raciales, sociales e incluso los sectores menos favorecidos de las clases medidas necesitan otro Partido Demócrata. O simplemente otro Partido a secas (2).

GAZA, RUINA MORAL DE BIDEN

La guerra de Gaza -en particular, la abominable campaña de venganza de Israel por lo ocurrido el 7 de octubre- ha terminado por fracturar sin remedio a los demócratas. Biden, su gobierno y la fracción legislativa que lo apoya se han descolgado de las bases más progresistas por su resistencia a desasociarse de la actuación israelí. La crítica contenida de la Administración no ha sido suficiente para conjurar el malestar.

Quizás lo más interesante de estas primarias en blanco y negro haya sido el número de no commitment votes (traducible como votos no comprometidos o votos en blanco) en el estado de Michigan, uno de los que se apuntan como claves para decidir el ganador en noviembre. Biden ganó allí en 2020 y confiaba en hacerlo este año. Durante la prolongada huelga en la industria del motor, el presidente hizo uso de sus reflejos populistas y se calzó la gorra de sindicalista para apoyar las protestas laborales, conforme a su trayectoria política. En estado automotriz por excelencia, recuperar a la base obrera parecía una estrategia ganadora frente a un Trump que ejerce una atracción fatal sobre las masas de trabajadores blancos sin estudios superiores.

Pero Biden no contaba hace meses con la bomba de tiempo que la guerra de Gaza dejaría en Michigan. El estado cuenta con el mayor número de árabes americanos, y en algunos distritos constituyen una mayoría. Allí ganó su escaño en la Cámara Baja la palestina de origen Rashida Tlaib, una de las integrantes del squad o grupo progresista de mujeres que constituye la punta de lanza del sector crítico del Partido Demócrata. Para denunciar la pasividad, la tibieza o la complicidad (según el ánimo de cada uno) de Biden frente a Israel, Tlaib y sus seguidores  promovieron una campaña de voto en blanco, extensible a otros estados. En Michigan, más de 100.000 electores registrados como demócratas depositaron su no commitment vote  o voto en blanco. Fue una especie de voto de castigo o de advertencia. Si esos demócratas persisten en su actitud en noviembre, y aseguran que lo harán, Biden podría perder estado clave y comprometer muy seriamente su aspiraciones de reelección. Quizás no valga con decir que sería peor para los palestinos otra presidencia de Trump. Los daños propios duelen más que los ajenos y despiertan más resentimiento (3).

No hay todavía datos fiables sobre la extensión de los no commitment en esta jornada de Supermartes. Pero el clima debe preocupar en la Casa Blanca y en el Partido. En el promedio de encuestas, Biden va por detrás de Trump en todas las encuestas (4). No es una diferencia insuperable, pero si el actual Presidente no consigue asegurar sus votos otrora más seguros, difícilmente podría dar la vuelta a la situación.

LA FRACTURA REPUBLICANA

Del lado republicano, las cosas tampoco son para celebrar. El partido del elefante se mueve entre la resignación y una euforia inconsistente. Hace tiempo que está escindido en al menos dos corrientes: la trumpista y la convencional. Pero en esta última hay distintas sensibilidades.

Los trumpistas son básicamente los RINO  (acrónimo de republicans in name only  o republicanos sólo de nombre). Aglutinan a ultraconservadores, libertarios sin carga ideológica firme y sobre todo oportunistas. Se han colocado detrás de la sombra de Trump por pura conveniencia. Son racistas, clasistas, negacionistas de todo pelaje y condición: un crisol de lo que sería en Europa la ultraderecha más rancia. Pero conectan con un sector muy amplio de los trabajadores blancos que se sienten amenazados por las minorías raciales (negros, latinos, asiáticos) y sociales (mujeres feministas, jóvenes contestatarios, ciudadanos con opciones sexuales o de género distintas a las convencionales, etc) (5).

Eso no quiere decir que la fracción trumpista del Partido Republicano se haya vuelto obrerista. Cuenta con el apoyo de multimillonarios, o millonarios, que van por libre en la estructura social, que se han descolgado de sus afines de clase o son outsiders en la selva del capitalismo norteamericano. Por seguidismo o magnetismo, estos privilegiados económicos arrastran a sectores incomodados de las clases medias. Esta melánge interclasista carece de programa político solvente, pero constituye una carga de profundidad para un sistema político agotado.

La facción tradicionalista del Partido Republicano está desmoralizada, pero no derrotada. Se ha aferrado a la candidatura fantasmal de Nikky Haley en estas primarias, como un recurso testimonial. La fragilidad de la resistencia era más que evidente. Haley forma parte del núcleo de dirigentes republicanos que sucumbió al empuje de Trump, al aceptar ser su embajadora ante la ONU. Sonó con fuerza para ser Secretaria de Estado, pero en uno de sus habituales cambios de humor, Trump la descartó, al sospechar que era un caballo de Troya, uno más, en su administración errática y a la deriva.

Los comentaristas republicanos moderados e incluso los que se autoproclaman neocon como Bret Stephens, columnista del New York Times, han promovido esta aventura en solitario de Haley como un gesto de coraje, un mensaje de alarma u otras encendidas proclamas sobre los peligros que acechan a la democracia americana (6). En realidad, los republicanos no acaban de entender, o no quieren admitir, que no es Trump y sus seguidores quienes amenazan a la democracia. Ellos son síntoma, no causa, de la decadencia del sistema político. Se aprovechan de su fragilidad para sacar provecho propio, personal o de casta.

Durante estos últimos años, los conservadores razonables creían que Trump podría hundirse bajo la trama de sus causas judiciales en permanente aumento. Ya son casi un centenar, de distinta naturaleza, y ha ocurrido todo lo contrario: es más fuerte que nunca. No han entendido, o han tardado en entender, que con cada proceso judicial que se abre en su contra, Trump obtiene más apoyo de esa base social vengativa que lo ve como un agente destructor, sin reparar en las consecuencias. El personaje está crecido y se atreve a decir cosas como “seré un dictador desde el primer día”. Aviso al deep State o establishment, que lo frenó en su primer mandato.

El discurso “político” de Trump es más simple que el asa de un cubo, pero, por eso mismo, eficaz: menos impuestos, más tarifas a la importaciones (sobre todo las de China), barreras sólidas frente a los inmigrantes “que envenenan la sangre americana”, cierre del grifo protector de los aliados exteriores, apoyo a los dictadores amigables con América, etc. Una versión del fascismo siglo XXI, sin bases doctrinales más allá de cuatro simplezas. Justo lo que su base social demanda y lo que interesa a sus protectores poderosos más cínicos.   

Después de dos o tres primarias más, Biden y Trump habrán alcanzado el número suficiente de delegados para asegurarse su nominación respectiva. Las Convenciones se convertirán en una fotocopia a la inversa de hace cuatro años, pero en esta ocasión sin pandemia condicionante: se recuperará el espectáculo. El resultado de esta disputa repetida no está decidido, ni mucho menos (7). Pero, pase lo que pase, la democracia americana ha tocado fondo, incluso en sus aspectos formales sobre los que realmente se ha venido sosteniendo en las últimas décadas.

NOTAS

(1) “’It never mattered less’: Super Tuesday is looking less than super this year”. DAVID SMITH. THE GUARDIAN, 4 de marzo.

(2) “Michigan’s Uncommitted campaign is challenging Biden. It could save him again”. JOHN NICHOLS. THE NATION, 20 de febrero.

(3) “Over 100.000 Michigan primary votes were ‘uncommitted’. What does it mean?”. THE WASHINGTON POST, 28 de febrero.

(4) https://www.realclearpolling.com/polls/president/general/2024/trump-vs-biden

(5) “How paradoxes of class wil shape the 2024 election”. E.J. DIONNE Jr. THE WASHINGTON POST, 3 de marzo.

(6) “Nikky Haley’s last ditch. BRET STEPHENS. THE NEW YORK TIMES, 27 de febrero.

(7) “Ten thousand people can decide the presidential election”. ELAINE KAMARCK. BROOKINGS INSTITUTION, 3 de enero