RUSIA: LA MATRIUSKA INVERSA

29 de septiembre de 2011

No hay sorpresas en la 'matriuska política' de estos tiempos en Rusia. La figura de Putin contenía la de Medveded y la de ésta llevaba en su interior la de su antecesor. El símil es válido, con una reserva. El tamaño del 'segundo Putin' no será necesariamente inferior al primero. Se trata tan sólo de un efecto óptico. Pronto, si no ya mismo, esa 'matriuska putiniana' crecerá y crecerá hasta alcanzar la misma dimensión y se convertirá en gemela de la anterior. Si no mayor.
Putin volverá a la presidencia. Pocos lo dudan. Sólo hace falta que las elecciones del próximo mes de marzo. La verdadera decisión se conoció hace unos días, en el transcurso del Congreso de Rusia Unida, el principal partido del país, el partido de Putin, de Medvedev, el aparato político de la nueva nomenklatura.
EL SENTIDO DEL TÁNDEM
Que a nadie haya sorprendido la noticia no significa, empero, que tenga menos alcance e importancia. Es cierto que Putin ejercía una especie de tutela sobre el actual Presidente Medvedev y que la transición tenía, según sospechas aparentemente confirmadas, camino de regreso. ¿Poli bueno y poli malo?, según ciertas percepciones occidentales? Pues... quizás. Algunos observadores y, lo que resulta más relevante, conspicuos gobiernos consideraron que el 'descenso' de Putin en la escala del poder ruso abría la oportunidad de una apertura y una liberalización del régimen. Tanto política como económicamente. Medvedev alentó esas expectativas con decisiones singularmente reformistas. Lo que nunca estuvo claro es que las hiciera sin el consentimiento y su sucesor/antecesor, mentor y patrono, Vladímir Putin.
La clase política y la burocracia diplomática y estatal norteamericana se aferraron a los gestos y medidas calculadas de Medvedev para apostar por un nuevo marco de relaciones con Moscú. La administración Obama, siempre tan voluntariosa (sin ironía), quiso codificar esos nuevos tiempos con el término 'reset'. O sea, 'resetear' las relaciones bilaterales: coloquial y significativo al mismo tiempo. El objetivo estratégico era superar, de una vez, las dos décadas de confusión, desconcierto e inquietud creciente que había dejado el vacío causado por la desaparición de la URSS. La guerra fría, la coexistencia pacífica, el deshielo, toda esa ristra de conceptos, tanto políticos como publicitarios, no habían encontrado un sustituto estable. El 'partenariado' que se intentó durante los caóticos años de Yeltsin se disolvió por la crisis del post-comunismo. La vuelta a unas maneras fuertes, dizque autoritarias, no supuso una vuelta a los años cincuenta, desde luego, pero dejó en suspenso, la definición de las relaciones entre la 'nueva Rusia' y el perplejo Occidente.
Que Rusia volvería a ciertas formas de autoritarismo era algo que muchos predijeron. Pero como la mayoría lo hizo desde latitudes supuestamente derrotadas (comunistas, socialistas, teóricos y politólogos de izquierda), los dueños del relato de esta última generación rechazaron desdeñosamente el diagnóstico. La rigidez ultraliberal expandía un optimismo sin rubor. En los años de Yeltsin costaba que en Occidente se reconociera que no había motivos para la satisfacción y que todo el proceso de transición en Rusia había sido un completo desastre y no tenía otra salida que una involución encubierta. No hacia el comunismo, por supuesto. Pero sí hacia formas políticas de dudoso pedigrí democrático.
Putin, criatura del KGB, supo convertirse en intérprete de una grandeza posible, tras años, décadas, de decadencia. Una grandeza huérfana de ideología, pero pletórica del orgullo que proporciona el manejo de materias primas codiciadas a este lado de los Urales. Frente a la liberalización culposa, ventajista y, en cierto modo, criminal de los primeros noventa, se impuso un modelo de control económico desde el Estado, más oligopólico que estatista. No se persiguió la propiedad privada ni los negocios particulares, ni siquiera los grandes. Lo que Putin y su gente hicieron fue asegurarse que el enriquecimiento particular o sectario correría parejo al fortalecimiento de las estructuras del poder público. Una especie de capitalismo de Estado, con Rosfnet (petróleo) y Gasprom (gas), como buques insignias. Como no cabía adoptar la vía china, se diseño y desarrolló un modelo que restablecía la 'autoridad' sin espantar a los negocios. Salvo, claro, a los que se creyeran tan arrogantes de desafiar al Kremlin, Jodorkovsky en cabeza. Con ellos, se aplicaría una 'terapia' ejemplar. Lo que no estuviera en el manual del KGB se podía encontrar en usos y costumbres del capitalismo mafioso, que ha sido un rasgo persistema del sistema que sucedió al 'socialismo real' en los antiguos países del 'Este'.
Medvedev proyectó una cierta relajación de ese modelo neoautoritario. En lo político y en lo económico. Pero, si compramos la idea de que el regreso de Putin estaba pactado desde un principio, como el propio tándem aseguró durante el mencionado Congreso de Rusia Unida, parece sensato suponer que hemos asistido a un proceso y no a una rectificación. Ya como primer ministro de Putin, Medvedev introdujo elementos liberalizadores y un lenguaje subliminal de atracción para Occidente. Visibilizaciones positivas.
LAS NUEVAS EXIGENCIAS
Siempre según la pareja complementaria, Medvedev también volverá a ser el jefe del gobierno. Los ciclistas cambiarán de posición. Pero la ruta será la misma. Y la máquina. No obstante, algunos partidarios de Medvedev se confiesan desencantados estos días. Pretenden hacer creer que a su jefe le han forzado la mano y que, quizás, no estaba tan seguro de que volvería a ocupar el asiento trasero, o el del copiloto. Puede ser. Pero suena extrañamente cándido.
Los analistas estiman que el modelo ruso de crecimiento basado en la exportación de los preciados tesoros energéticos se ha agotado. El petróleo y el gas constituyen la sexta parte del PIB ruso, pero aportan casi la mitad de los recursos fiscales del Estado. Sin embargo, este especular prestigio ruso no es sostenible por mucho más tiempo. Sobre todo, en lo que hace al petróleo. Se espera un nivel de producción de crudo no superior a los diez millones de barriles diarios. Los capitales extranjeros serán necesarios, imprescindibles, incluso. En todo caso, insuficientes: se anticipa un horizonte de endeudamiento para Rusia. Sólo una mano firme puede modelar y conducir. ¿Quién mejor que Putin -proclaman sus publicistas-, que ha demostrado no arrugarse y saber navegar en aguas turbulentas?
La Casa Blanca, a través de discretos portavoces, se ha mostrado cautelosa, sobria. No se cree en Washington que haya que plantearse el 'reseteo'. Se ha acudido a la socorrida fórmula de que no se han hecho políticas basadas en personalidades, sino en intereses estratégicos. Como tampoco se ha querido hacer alarde de la ausencia de sorpresa por el 'gambito' del Kremlin. Todo seguirá igual. Previsiblemente.
Si el primer Putin gustaba de presumir de haber restaurado la 'tranquilidad' en la población, tras años de zozobra e incertidumbre, el gran reto del segundo Putin es devolver la prosperidad al ruso medio y sacar de la pobreza a millones de ciudadanos. Las encuestas apuntalan su imagen de 'hombre fuerte y solvente'. Casi el 60% de la población lo quiere de nuevo al volante, aunque su partido pierda fuelle. A la mayoría de los rusos, el nuevo autoritarismo que pronostican algunos medios occidentales (menos las cancillerías, más pragmáticas) les resulta indiferente. Más aún: conveniente. Parecen querer más de lo mismo, pero en su versión menos edulcorada (la de Medvedev, menos popular). Los 'liberales' rusos se resienten. Algunos incluso piensan en el exilio (dicen algunos diarios norteamericanos) y recuerdan que si Putin agotara los dos mandatos de seis años que la reforma constitucional, realizada bajo el mandato de Medvedev, le permitiría cumplir, habría completado el periodo más largo de un dirigente en el poder, en lo que va de siglo. Sólo le habrá superado Stalin. Putin tendría para entonces, 2014, setenta y dos años. ¿Será el final definitivo de su carrera política?