24 de marzo de 2011
El presidente Obama, guerrero reticente, quiere deshacerse del 'compromiso libio' cuanto antes. No lo tiene fácil, porque, como era de esperar, entre los aliados se han desatado las habituales discrepancias que suelen manifestarse en materia de defensa, seguridad y operaciones militares exteriores.
Estos celos, recelos y profusión de matices y enfoques nacionales entre los aliados han servido a mucho tiempo a Estados Unidos para determinar la agenda internacional en momentos de crisis, con amplio margen de maniobra. Pero en ocasiones como ésta, es más fuerte la incomodidad que supone 'no dejarlos solos'.
Las noticias que se han filtrado de los contactos en el seno de la OTAN volverían a poner en evidencia la fragilidad de las estrategias conjuntas europeas en materia de defensa y seguridad internacional. Como ha ocurrido durante décadas, en el periodo de guerra fría, y en los últimos veinte años, los intereses, perspectivas y urgencias nacionales dificultan el consenso y provocan disfunciones.
Si es cierto que los embajadores francés y alemán dejaron la mesa del Consejo Atlántico este martes al escuchar las críticas del Secretario General, el danés Rasmussen, la situación no parece muy edificante. Son varios las razones de las fricciones, pero no son muy originales. O muy diferentes a las habituales en este tipo de situaciones críticas.
Por lo que se sabe entre bastidores (ya que públicamente todo es consenso, armonía y enfoque en el asunto fundamental), Francia prefiere una coalición internacional bajo liderazgo franco-británico que mantenga alejado de la OTAN el foco del protagonismo político y diplomático. Alega París -con más propiedad, el Eliseo- que conviene emplazar la responsabilidad de las operaciones en curso más allá del ámbito atlántico u occidental, y señala la necesaria y conveniente implicación de la Liga Árabe y de otras potencias emergentes, ahora renuentes pero recuperables. El papel de la OTAN sería instrumental, pero no político, según el planteamiento francés.
En realidad, la posición de Francia siempre genera polémica o debate en la comunidad atlantista. En esta ocasión, la actuación del inquilino del Eliseo ha sido especialmente llamativa. Después de haber tenido que soportar justificadas críticas por su inhibición en episodio inaugural de Túnez, si no complicidad con el depuesto Ben Alí, Nicolás Sarkozy ha visto en la crisis libia la oportunidad para 'recuperar prestigio' entre la opinión pública de aquella zona y recobrar cierta posición diplomática de fuerza entre los aliados occidentales. No está claro que lo haya conseguido. Es muy del gusto de la potencia francesa agrandar su importancia internacional -que es innegable-, aprovechando incluso los momentos menos oportunos. Molestó a algunos de sus aliados que los aviones franceses abrieran fuego contra el dispositivo militar de Gadafi, sin previo aviso, el pasado fin de semana. Máxime, cuando la diplomacia francesa había utilizado ciertos recursos dilatorios que retrasaron el comienzo oficial de las operaciones militares, entre otros su empeño en solemnizar la ejecución de la resolución 1973 en una reunión convocada en París que algunos vieron innecesario o puramente mediática.
El caso alemán es más comprensible. Desde el final del nazismo, es tradicional la resistencia de los dirigentes alemanes a dejarse fotografiar en operaciones militares fuera de sus fronteras, que la Constitución continua acotando muy estrictamente a motivaciones indisputadamente defensivas. Esa línea se ha franqueado o interpretado con cierta libertad, o incluso libérrimamente, en algunas ocasiones, como en los Balcanes o en Afganistán. No es que el humor de los alemanes haya cambiado, sino que se les ha demandado con frecuencia una mayor contribución, como corresponde a su condición de país rico. En el caso libio, la muy ortodoxa Ángela Merkel, ha seguido la senda de sus predecesores y se ha mantenido al margen. Para una canciller tan estricta con la tesorería, estas operaciones reportan escasos beneficios a medio y largo plazo y, a la postre, en lo que interesa, siempre resultan caros.
El otro socio discrepante o altisonante ha sido la Italia de Berlusconi, anfitrión de las bases desde donde se acomete buena parte de la misión: garantizar la zona de exclusión aérea y la destrucción de la maquinaria militar libia, si ésta es empleada para doblegar las posiciones rebeldes conquistadas durante la revuelta. El primer ministro italiano bastante ha hecho con no poner demasiado pegas, pero se ha descolgado todo lo que ha podido. Los intereses económicos y la perspectiva de que Gadafi, pese a todo, se mantenga total o parcialmente al frente del país explican esta ambigüedad de un gobierno como el italiano tan poco aficionado a moverse desde el campo de los principios en sus actuaciones políticas.
Finalmente, otro socio del que se presumían reticencias es Turquía. La nueva política exterior de Ánkara mira más hacia el Este que hacia el Oeste, más al Sur que al norte. A los islamistas moderados de Erdogan les preocupa más no perjudicar su intensa campaña de 'soft power' entre la sociedades árabes que la lealtad ciega a un discurso y a unos intereses occidentales tan interpretables. Turquía pisa con pies de plomo, pone una vela a Gadafi y otra a la oposición, se convierte en 'pepito grillo' de sus aliados y cree preservar intacto su nuevo posicionamiento o 'ajuste' de su agenda diplomática.
España, entretanto, aplica el principio de que todo lo que venga de Obama es bueno y saludable y, con independencia de las interesadas críticas de la derecha o de la esperable posición del espectro socio-político más a la izquierda, acentúa el exceso su interés de que no se ponga para nada en duda su compromiso con la coalición internacional en contra del ahora amortizado socio libio.
MÁS ALLÁ DE LA PROTECCIÓN DE LOS REBELDES
Por lo demás, resulta poco creíble que no se pretenda cambiar un régimen (derribar a Gadafi, su familia, su clan, su entramado de intereses), cuando algunas de las operaciones militares parecen claramente diseñadas tanto a impedir que sus tropas ataquen a los rebeldes, cuanto a debilitar sus defensas en Tripoli, para incitar a los opositores a que asalten la fortaleza central. En los discursos de Obama no hay empeño en esconder que Washington "quiere otro gobierno", aunque se añada que el cambio político "compete al pueblo libio".
Es razonable que se debate sobre si, de nuevo, el petróleo es la clave de las actuaciones. Obviamente, si Gadafi mantiene resortes de poder -total o parcialmente-, es previsible un giro del régimen. En un blog de LE MONDE especializado en la materia, se podía leer esta semana que las compañías occidentales radicales en Libia (Total, BASF, Repsol, etc.) ya están actualizando la evaluación de riesgos y se toman muy en serio las advertencias del líder libio sobre el previsible fin del negocio. FINANCIAL TIMES aseguraba esta semana que las empresas con intereses directos en Libia "temen una nacionalización del petróleo". O, alternativamente, el desvío de futuras concesiones a países como China, India o Brasil, que no votaron a favor de la intervención militar en Libia.
Pero, salvo en el caso de Italia, que obtiene de Libia el 25 por ciento del crudo que consume (frente al 9 por ciento de Francia, por ejemplo), la dependencia occidental del petróleo controlado por Gadafi es reducida, incluso aunque sus reservas sean las cuartas del continente africano por volumen y uno de los más apreciados por su calidad y su proximidad.
Habrá por tanto que esperar a que Obama sea capaz de armar una fórmula que permita a Estados Unidos alejarse de la primera línea y mantenerse en situación de disponible por si las cosas se complican militarmente y debe convocarse de nuevo a la caballería decisiva.
OTROS FRENTES DE CONFLICTO
En el ánimo de la Casa Blanca y del Pentágono debe pesar también el rebrote de otros frentes de crisis que parecían apaciguados en las últimas semanas por el efecto magnético del caso libio. Se acelera, por lo que parece, las tensiones en Yemen y continúa sin ofrecerse una salida convincente en Bahréin.
En Yemen, las defecciones de altos cargos militares, políticos y tribales continúan, tras la muerte de medio centenar de manifestantes por represión policial. El presidente Saleh es un político al que se le adelanta cada día un poco más la fecha de caducidad. Los responsables de la seguridad norteamericanas deben estar a buen seguro pactando con los potenciales dirigentes alternativos garantías suficientes de que el gran beneficiado del derrumbamiento del régimen no será la franquicia local de Al Qaeda.
Y, finalmente, distintas fuentes de solvencia, indican que las protestas ya han alcanzado cierto nivel de importancia en la siempre hermética Siria, hasta ahora relativamente a salvo de la 'contaminación democrática'. Otro régimen de escasas simpatías occidentales, pero con el que se tiene cierta deferencia por el vacilante proceso de diálogo encubierto con Israel (bajo patrocinio turco) y su papel clave en el control de los chiíes libaneses proiraníes de Hezbollah, cada día más influyentes para el futuro de su país.
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