UNA VELADA (IMAGINARIA) DEL PRESIDENTE TELEADICTO


28 de marzo de 2018
      
De todo el mundo medianamente informado es sabido que Trump es un teleadicto. Por las noches, se tumba (solo) en su cama, se provee de abundantes latas de Coca-Cola y se aferra al mando a distancia para alimentar ese mundo paralelo, imaginario y atrabiliario en que parece discurrir su presidencia (?).
            
El hotelero-presidente no es un espectador exquisito, of course. Una vez que ha despachado los cotilleos políticos, galería de insultos e historias exageradas o inventadas con que la Fox intoxica a sus sumisos seguidores, Trump pasa del info-enterteinment al enterteinment a secas. De la política ficción a la ficción como política.
            
Los canales entre los que navega últimamente el inquilino number one de la Casa Blanca son previsibles. Nada de cine de autor (antes arte y ensayo), o de docus de historia y política, o de ciencia prêt a porter. Sus gustos van por otro lado.

UNA DE GUERRA PARA ANIMARSE
            
Después de unas cuantas sesiones en el War Room, Trump descubrió una pasión oculta por la cacharrería bélica. Bomba aquí y bomba allá, para ilustrar el eslogan de “América fuerte otra vez”. Manos libres a los generales y oficiales al mando sobre el terreno para accionar los drones, disparar primero y ocultar después. Y que no falte, para coronar todo este festín, un buen desfile militar, primicia en Washington.
           
En su papel de Comandante en Jefe, a Trump se le ocurrió formar un gobierno de generales, una especie de estado mayor para fortificar su Álamo personal y político. La Casa Oval se fue pareciendo a un cuarto de banderas. Pero el experimento no resultó. Los generales empezaron a dudar del buen juicio del Jefe máximo. Cada cual se resistió a su manera. El muy franco Mac Master, azote de políticos durante la guerra de Vietnam, se permitió discutirle al patrón opiniones muy sensibles en materia estratégica (relaciones con Rusia, Corea del Norte, acuerdo nuclear con Irán). La cabeza le olió a pólvora muchas semanas ante de que el voluble presidente lo destituyera como Consejero de Seguridad Nacional.
            
El jefe de Gabinete Kelly tampoco atraviesa por senderos de gloria, según los insiders políticos. Se encuentra en esa fase muy trumpiana de la indiferencia o la irrelevancia, que es antesala de la fulminación en la psicología presidencial.
            
El otro espada mayor, el jefe del Pentágono, James Mattis, atraviesa por una zona muy extensa de turbulencia. Trump lo respeta o lo teme, o no sabe cómo hincarle el diente. Con la salida de Mac Master y la evicción del petrolero circunspecto Tillerson de Foggy Botton, Mattis se debate entre la soledad del soldado atrapado entre el fuego amigo y la melancolía del excombatiente. “Perro loco” ha pasado a ser una especie de “lobo estepario” en la fauna canina de Washington.

El único general a quien Trump parece escuchar aún con ganas es a Mike Pompeo, designado patrón de una diplomacia desconcertada, desanimada o irritada. Si el muy profesional y capacitado cuerpo diplomático creía que con el indescifrable Tillerson había tocado fondo, se equivocaban. Pompeo es una especie de Tony Soprano del universo Trump. Su mente no parece capaz de leer las medias tintas propias de la diplomacia, incluso la norteamericana.

UNA DE PISTOLEROS PARA LA REVANCHA
         
Decepcionado por esos generales en que tanto confiaba para su retórica de mano dura, Trump cambia de canal y pone una de pistoleros para inspirar su errática política exterior. Se encuentra con una estrella rutilante en los títulos de crédito: John Bolton. Lo rescata del panteón de héroes caídos en desgracia de la era Bush (W.) y lo recicla como nuevo zar de su política de “seguridad”.

El nombramiento de Bolton como Consejero de Seguridad Nacional ha puesto los pelos de punta a todo el mundo sensato de Washington, incluidos los republicanos. En la constelación de neocons que sumió al mundo en una pesadilla criminal, Bolton no era el que más brillaba, pero sí el más ruidoso. No se mordía la lengua por temor a envenenarse y arremetía contra todo aquel (amigo o enemigo) que osara cuestionar el principio de “America alone”. Cheney se lo quiso colar a Bush (W.) al frente de la diplomacia, pero al presidente compasivo le pareció demasiado y lo consoló con el ominoso cargo de embajador ante la ONU. Un lobo para bailar con los corderos. Cuando el “bigotes de morsa” asomaba por los pasillos del megatemplo internacional, temblaba la diploburocracia onusiana. Todavía hoy, Bolton se complace en decir que si al edificio de la Primera Avenida de Manhattan le volaran diez plantas no pasaría nada. “Besa a los que están encima de él y patea a los que están por debajo”, dice de él un colega que lo conoce sobradamente.

Bolton quiere cargarse el acuerdo nuclear con Irán, cuando se revise el dossier en mayo, y no se fía del juego de trilero del norcoreano Kim. Tendrá el mercurial consejero que gestionar su aversión a Rusia, único asunto internacional que el Boss maneja con delicadeza. Quizás porque lo teme más que a un nublado.
            
Trump suda tinta cada vez que oye el oleaje de la investigación del fiscal especial Mueller azotando las orillas del Potomac. Va cargándose abogados al mismo ritmo que Nixon destruía las cintas del Watergate en la soledad alcohólica de la trastienda más oscura del 1600 de Pensylvania Avenue.
   
ESPÍAS PARA DESPISTAR
            
Ante estos embrollos internacionales, y después de pensárselo mucho para no ofender en exceso a su admirado patrón del Kremlin, Trump se ha avenido a expulsar a 60 diplomáticos y staff diverso en la nómina de rusos residentes en Estados Unidos. Formalmente, es un gesto de solidaridad con la prima británica por el envenenamiento de un agente doble en Gran Bretaña, atribuido a los discípulos de Putin. Quién sabe. Trump se ha abstenido de tuitear improperios contra su homólogo ruso y ha dejado que los fontaneros de la Casa Blanca expliquen este último atasco diplomático, con hedor insoportable a gas.

Y EN LATE NIGHT... PORNO BLANDO

Pero antes de ponerse a dormir, para relajarse de tanto embrollo, el desvelado presidente busca una de porno. Con los ojos a medio cerrar lee Stormy Daniel en los títulos de la parrilla, tiene un déjà vu y se le dispara el dedo sobre el mando a distancia. Y hete aquí que aparece la famosa porno-star, muy recatada, con gesto grave y cara de niña buena, confesándose a uno de los periodistas más impolutos de la televisión, Anderson Cooper, en el legendario 60 minutos.

La actriz de serie sin catalogar desgrana su memorial de agravios, engaños, intimidaciones y amenazas. La cotización del despacho Oval alcanza mínimos históricos, incluso en estos tiempos de saldo. No hay informaciones fiables sobre el tiempo que aguantó el inquilino teleadicto contemplando a su alegada amante accidental. Lo que parece claro es que la enésima noche televisiva del solitario navegante acabó en pesadilla.