ITALIA: LA RESISTIBLE VICTORIA DE GIORGIA MELONI

28 de septiembre de 2022

La esperada victoria del partido de extrema derecha Fratelli en las elecciones legislativas del 25 de septiembre ha provocado sudores fríos en algunas latitudes europeas (1). Naturalmente, no es agradable que un partido que conserva una simbología y parte de la retórica fascista haya sido el más votado (26%). Sin embargo, es muy improbable que la nueva coalición gobernante de derechas en ciernes suponga una deriva ultra. Nada que ver con otra Marcha sobre Roma, cien años después de la orquestada por Mussolini para conquistar el poder. Pese a los temores liberales (2) o las previsiones mediáticas de centro-izquierda (3), Meloni gobernará bajo los patrones del consenso centrista, con algunas concesiones a sus encendidas bases. Estas son las razones de que su victoria sea resistible:

1) Italia depende hoy, como ayer y como casi siempre, del dinero europeo, en este caso de los fondos de reconstrucción para afrontar la depresión de la pandemia. El pasado junio Bruselas aprobó el plan de gobierno saliente (Plan de relanzamiento y resiliencia), que obliga a Italia al cumplimiento de una normas europeas incompatibles con la retórica de Fratelli o de su socio, la Lega. Los leguistas ya jugaron al plante frente a Europa y el pulso duró apenas un asalto.

2) El sobresalto de la victoria extremista en Italia ya está visto y asumido su alcance real. En 2018, dos formaciones autoproclamadas antisistema fueron las vencedoras por márgenes aún mayores al obtenido por Fratelli ahora. El Movimiento 5 Estrellas consiguió cerca del 33% y la Lega más del 17%. Como formaron una extravagante e inverosímil coalición, estamos hablando de la mitad del electorado activo. Se sabe cómo acabó la experiencia. El populismo y el aparente desafío a la Europa prepandémica dejó paso, tras sucesivas crisis, a un gobierno que fue la quintaesencia de la ortodoxia europea, con una de sus figuras emblemáticas al frente: el expresidente del Banco Central Europeo y “salvador” canonizado del euro, Mario Draghi. La derecha italiana vive desde hace treinta años en la dinámica del pendulazo: de la golosonería del populismo a la frugalidad liberal de aromas tecnocráticos. El empacho nacionalista se cura con la dieta europeísta. Y al rigor de ésta sucede el exceso de aquel.

3) El sistema electoral italiano favorece a las grandes coaliciones como la recuperada por las principales formaciones de la derecha para esta ocasión. La lógica de los polos (lo que en otros tiempos llamaríamos frentes y ahora se prefiere denominar acuerdos) posibilita mayorías muy sólidas de arranque, que se van desgastando de a poco o de repente, como ocurrió con el consenso en torno a Draghi. Meloni no tiene el antídoto contra esta enfermedad endémica de la política italiana que tritura proyectos y liderazgos políticos. Al contrario, parece expuesta más que algunos casos anteriores, porque carece de bases sólidas. La Lega y Forza Italia gozan de una implantación regional y local más extensa debido a los años de gobierno y, lo que es más importante, a su experiencia administrativa y su acceso a cargos y a presupuestos. Fratelli es ahora il capo maggiore pero no il capo di cappi en la derecha italiana. Cuando se disuelva la euforia de la victoria, Meloni empezará a sentir los cuchillos silbar por encima de su espalda: el inconfundible resplandor del fuego amigo.

4) La cohesión ideológica de los Fratelli es endeble. Y Meloni es la principal responsable. Ella ha sido quien ha diluido la retórica combatiente del neofascismo aggiornatto en una respetabilidad necesaria para quebrar el techo que le condenaba a ser el socio menor en la familia conservadora. Algunos de los principios proclamados por la líder ultra son más que asumibles por los partidos conservadores europeos: preeminencia de la empresa privada en la economía, libertad de elección educativa, centralidad de la familia tradicional en el modelo social e incluso el control más severo del los flujos migratorios o la prioridad nacional en el reparto de los fondos sociales (4). En estos dos últimos, la derecha liberal exhibe un discurso más inclusivo, que contrasta con políticas reales más restrictivas, como se ha visto en Francia, en Gran Bretaña o incluso en Alemania y los países nórdicos. La Meloni del gobierno seguirá muy probablemente ese patrón híbrido. No en vano, fue admitida en el grupo Reformista y Conservador del Parlamento europeo, que en su día lideraban los tories británicos (antes del Brexit) y los ultracatólicos polacos. El grupo más retóricamente xenófobo tenía reservada su cuota italiana a la Lega de Salvini, con Marine Len como líder más visible.

4) Otro factor de tensión en la gran coalición de derechas puede ser el ambiguo proyecto de reforma constitucional para implantar un régimen presidencialista al estilo francés. Se trataría de pasar a la II República, de la que se habla en Italia desde comienzos de los noventa, cuando se desfondaron dos de los pilares del sistema de partidos de la posguerra: la Democracia Cristiana y el Partido Socialista, junto a los socios menores en ese juego tan italiano de la alternancia caprichosa entre el centro-sinistra o el pentapartito (centro derechista). Al final, se jugó con las mismas cartas institucionales y normativas. La I República se mantuvo con la flexibilidad que otorga la experiencia pragmática. Ahora, ciertas ambiciones personales pueden tensionar más la cuerda. No es un secreto que Berlusconi quiere despedirse de la política desde el Quirinal. Ese 8% largo que ha obtenido su partido es mejor de lo esperado y, desde luego, suficiente para utilizarlo como moneda de cambio para consumar sus aspiraciones presidenciales. Salvini ha arropado el fracaso de una pérdida de la mitad del porcentaje de votos y de escaños en una coalición triunfante. A cambio de apoyar al Cavalieri en sus ambiciones de púrpura estatal, planteará exigencias que lo beneficien de cara al futuro. Meloni cuenta con ocho diputados más (119) que Salvini (66) y Berlusconi (45) juntos: no suficientes para cabalgar en solitario. Tampoco puede esperar un cambio de alianzas a mitad de camino.

5) Las tensiones internacionales pueden favorecer otra línea de fractura en la coalición de derechas. Meloni ha hecho profesión de fe atlantista durante la crisis de Ucrania, y ya antes.  Esto también explica su cercanía con los polacos. Berlusconi, en cambio, aún ahora tiende a ser comprensivo con Putin, con el que cultivó una peligrosa e interesada relación. Hace sólo unos días, el ya anciano magnate vino a decir que a Putin lo habían empujado a invadir Ucrania sus malas compañías. Por el contrario, Salvini arrastra unos vínculos más astutos y oscuros con el presidente ruso, anclados en la retórica ultranacionalista, pero convenientemente engrasados con apoyo financiero moscovita. Algo similar a lo que se le atribuye a Marine Le Pen. En las bases se puede generar ruido que podría resultar útil en maquinaciones con otros propósitos. Si se tiene en cuenta que el Italia es el país europeo menos entusiasta con las sanciones a Rusia, el margen demagógico en ese terreno es amplio. Pero no lo suficiente para que, a la hora de la verdad, la macro coalición de derechas se salga del camino acordado en la OTAN (5).

En definitiva, Italia estrena novedad política, un gusto muy habitual en el país transalpino. La estabilidad del sistema italiano no se basa en la invariabilidad de las cabeceras de gobierno, sino en la capacidad de absorción y fagocitación de los extremismos y/o excentricidades. En el caso de la derecha, esto es meridianamente claro: Forza Italia, Lega y ahora Fratelli emergieron como formaciones rupturistas. Nada o poco rompieron las dos primeras, más bien al contrario, y nada esencial es previsible que altere la última, anclada y dependiente de las anteriores.

Más que un resistible ascenso de una neofascismo posmoderno, las fuerzas progresistas italianas deberían preocuparse del vacío sideral programático y de liderazgo de una izquierda impotente, que no está dividida por las ideas sino por los egos, enganchada a eslóganes compatibles con las redes sociales y alejada de las preocupaciones de sus teórica base social. Hace unos días, el diario Il Fatto Quotidiano (próximo al M5S) publicaba una encuesta en la que se reflejaba que el PD (Partido Democrático), de insulso nombre, atraía más a los acomodados de la sociedad que a los más necesitados, justamente lo contrario de Fratelli, cuya base trabajadora es mucho más numerosa. El partido de Gramsci, de Togliatti e incluso de Berlinguer es hoy un espectro irreconocible.

 

NOTAS

(1)  “Pour la presse italienne, le ‘triomphe’ de Giorgia Meloni est un tremblement de terre” (Resumen de prensa italiana). COURRIER INTERNATIONAL, 26 de febrero.

(2) “La sfida di Meloni: transformarse da Lady Orban a Lady no-Spread”. CLAUDIO CERASA. IL FOGLIO, 27 de septiembre (reproducido en COURRIER INTERNACIONAL).

(3) “Inchiesta su M.” LA REPPUBLICA, 14 de agosto; “L’irrésistible ascension de Giorgi Meloni, la nouvella figure de la droite radicale italienne”. LE MONDE, 23 de septiembre.

(4) “Giorgia Meloni’s interview”. THE WASHINGTON POST, 13 de septiembre.

(5) “Italia’s election paradox. Why America and the UE should root for a far-right populist”. ELETTRA ARDISINO y ERIK JONES. FOREIGN AFFAIRS, 21 de septiembre.

SUECIA E ITALIA: IMPORTANCIA Y UTILIDAD DE LA EXTREMA DERECHA

 21 de Septiembre de 2022

Las recientes elecciones suecas han consagrado la consolidación al alza de la extrema derecha, que ha superado el 20% de los votos y obtenido 73 escaños en el Parlamento. Bajo el nombre de ‘Demócratas de Suecia’ este partido xenófobo disimula a duras penas su designio político, como lo hacen sus homólogos en Holanda, Austria o Hungría (en esos casos, referenciados con distintos vocablos de ‘libertad’), de manera menos explícita en Noruega (donde se reclaman del ‘progreso’) o en Finlandia (pretenciosamente denominados como ‘verdaderos finlandeses’). El camuflaje es menos grosero en Francia, donde no ocultan su vocación ‘nacional’ (es decir, nacionalista), como ocurría en Italia (Alianza Nacional) hasta 2018, cuando se transformaron en ‘Fratelli’ (hermanos). 

Suecia e Italia son dos países europeos muy diferentes, tanto en significación política (hegemonía histórica de la socialdemocracia, en el primer caso, frente a una alternancia frecuente, en el segundo), en características sistémicas (estabilidad vs. variabilidad endémica) o modelos sociales (nórdico, uno; mediterráneo, el otro). 

También la extrema derecha en auge o, mejor dicho, como actor estable en el panorama político, presenta rasgos diferentes en uno y otro país. Pero, como en otros lugares, hay factores comunes, la inmigración básicamente, que han contribuido a disparar su presencia electoral.

SUECIA: LA ESPERADA CONSOLIDACIÓN ULTRA

En Suecia, la tolerancia sobre la inmigración y la generosidad hacia los refugiados han estado sometidas durante los últimos tres lustros a fuertes tensiones crecientes, tanto en los medios como en el Parlamento y en la calle.

Esos ‘democratas’ presumen, no sin razón, de haber sintonizado con temores y ansiedades de los ciudadanos por lo que consideran como un flujo imparable de extranjeros, perturbador del modo de vida nacional y favorecedor de la delincuencia. Este nacionalismo xenófobo apareció en los noventa y se mantuvo en niveles en torno o por debajo del 5% en la primera década del siglo. Experimentó un notable subida en 2014 (12,9%) . La crisis de los refugiados de 2015 precipitó su escalada hasta el 17,5% en 2018 y el actual clima de zozobra por las consecuencias del COVID y la guerra de Ucrania lo han llevado al 20,5% en las elecciones de este mes. Desde 2010, su representación parlamentaria casi se ha cuadriplicado, al pasar de 20 a 73 diputados.

Con todo, esta consolidación electoral no es lo más inquietante. Lo que pone en evidencia la fragilización del otrora firme y progresista sistema político-social de Suecia es que los partidos tradicionales del centro y derecha, pero también la socialdemocracia, han terminado por asumir algunos postulados ultras en materia migratoria. Con distinta retórica, claro está. 

En eso ha consistido, en realidad, la ruptura del ‘cordón sanitario’. Y de ahí a un posible pacto de los llamados ‘partidos burgueses’ con los ‘demócratas’ para formar una mayoría de gobierno sólo había un paso. Los diputados de las formaciones de derecha y centro-derecha suman tres más que los socialdemócratas e izquierdistas. Tras un apretado recuento, la primera ministra saliente, la socialista Magdalena Andersson, entendió nada más hacerse públicos los resultados, que no estaba en condiciones de renovar su mandato. Andersson representa al sector más centrista/liberal de su partido y se ha mostrado partidaria de establecer controles más estrictos sobre la inmigración y una mano más dura contra la delincuencia. 

Hace tiempo ya que Suecia dejó de ser un modelo de referencia del socialismo democrático más progresista en Europa (1). Los socialdemócratas siguen siendo el principal partido del país, incluso han ganado votos y mejorado muy ligeramente su porcentaje para afianzarse por encima del 30%. Pero ya no les da para asegurar el gobierno. No puede decirse que sea una sorpresa.

En ese clima general que ha favorecido la xenofobia, la televisión sueca emitió un poco antes de las elecciones algunos reportajes sobre el aumento de la inseguridad en ciertos barrios y el uso hasta hace poco inusual de las armas de fuego en la periferia de algunas ciudades, lo que, en opinión de algunos analistas, reforzó las opciones de la extrema derecha (2).

La subida de la extrema derecha se ha producido a costa de pérdidas menores acumuladas de los pequeños partidos de la derecha y centro-derecha, que suelen gobernar en coalición cuando han conseguido reunir la mayoría. Los ‘moderados’ (conservadores) mantienen su condición de partido más votado en ese espectro ideológico, pero pierden casi un punto.

Los ‘demócratas’ pondrán sus condiciones para apoyar una coalición moderada, pero no necesariamente exigirán su presencia en el nuevo gobierno, pese a sus reclamaciones durante de la campaña (3). Con sólo tres diputados de margen, cualquier tensión entre los partidos ‘burgueses’ podría crear una crisis política y provocar un proceso electoral. La posibilidad de una  gran coalición al estilo alemán parece remota por ser ajena a la tradición política del país.

ITALIA: EL PRINCIPIO DE LAMPEDUSIANO  

En Italia, la ultraderecha tiene muchas caras, pero sus representantes más conspicuos son La Lega y los Fratelli. La Lega nació como partido claramente separatista en el Norte, reclamando una entidad propia (Padania, nombre de la región de la cuenca del Po), pero fue adoptando un discurso estatal, por un oportunismo disfrazado de realismo, bajo el liderazgo de Mateo Salvini. Este político es un maestro acreditado del camaleonismo político: en sus orígenes milaneses fue comunista y, en su cocina de pactos se ha entendido con la derecha liberal-conservadora (Berlusconi), con el ambiguo neofascismo xenófobo (Alianza Nacional, ahora Fratelli), pero también con el Movimiento antisistema 5 estrellas. 

Fue el empuje de Salvini, y no tanto su habilidad, lo que convirtió a la Lega en el segundo partido más votado en las últimas elecciones (2018), sólo un punto por debajo del Demócratico (centro-izquierda). El político milanés ha apoyado el experimento tecnócrata-flotador de Draghi después de haberlo denostado cuando apenas se dibujaba como una posibilidad. Ha muñido y destruido alianzas en la derecha. Ha amenazado con ignorar las normas de la UE y se ha avenido a ellas a la hora de la verdad. La Lega de Salvini es un producto bastante representativo de la deriva cínica de un electorado que juega a la ruleta rusa con el voto, a sabiendas de que la clase política termina siempre recomponiendo los puzzles a priori menos encajables.

Pero el fenómeno Salvini parece ahora agotado o, al menos, en decadencia. Qué decir de Berlusconi, que, como su nuevo equipo de fútbol, el Monza, juega ya en la segunda división. Sólo alberga la ambición de ser Presidente de la República. Pero para eso debe cuidar a sus aliados de la derecha, a los que en otros tiempos pastoreó y ahora sigue desde posiciones subalternas. 

La nueva estrella rutilante es Giorgia Meloni, líder de los Fratelli, el nombre candoroso que adoptó el partido que tomó el testigo de Alianza Nacional. En las elecciones del domingo, las encuestas le otorgan el 23% de los votos, lo que les convertiría en el partido más votado, incluso por delante de PDI, muy debilitado por querellas internas y choques de egos (4).

Se trata de una política populista que el diario La Reppublica asemeja a Marine Le Pen (5), aunque en España quizás se le pueda apreciar cierto parecido con la retórica de Ayuso. Tiene aún mucho que demostrar. Sus orígenes modestos y su historia familiar agitada parecen haberle dado un atractivo entre las bases más militantes de la derecha. Niega que los Fratelli sean unos nostálgicos del fascismo, pero se aferra al icono de la llama tricolor, que fue la escogida por los dirigentes mussolinianos atrincherados en la República de Saló y por quienes crearon en 1946 el Movimiento Social Italiano (los ‘misinos’) como depositarios de las ideas del Duce (6).

Melloni confía en que el bloque de las derechas (Fratelli, Lega, Forza Italia y varios grupúsculos democristianos conservadores) pueda obtener una mayoría suficiente para componer una coalición de gobierno, con ella al frente, como líder de la formación más numerosa. Algo notable, si tenemos en cuenta que en 2018 los Fratelli no llegaron al 4,5% y en el Parlamento saliente solo cuentan con 40 diputados, ocho más de los obtenidos inicialmente, gracias a algunos tránsfugas de otros partidos.

La nueva estrella ascendente quizás no parezca tan maniobrera como Salvini, pero tampoco es una adalid de los principios. Su partido fue el único de los importantes que no apoyó la investidura de Draghi. Cuando le preguntaron por qué, contestó con desparpajo y parafraseando nada menos que a Bertolt Brecht: “nos sentamos en el lugar equivocado, porque los otros asientos estaban ocupados” (7). 

La líder ultra nunca ha lamentado su decisión. Al contrario, se ha reafirmado en su rechazo a la tecnocracia que representa el expresidente del BCE, en sintonía con su base popular y populista. Pero, conforme crecían sus expectativas electorales, Meloni ha ido limando su discurso euroescéptico, se ha declarado antirrusa con más claridad que Le Pen y se ha cuidado de no molestar a sus socios de un previsible gobierno. 

En el baile entre tecnocracia y populismo en que se mueve la derecha italiana desde el hundimiento del modelo político de posguerra, a comienzos de los noventa, parece que le toca ahora el turno al segundo. Para los grandes intereses italianos, Meloni y los Fratelli serán un activo más a quemar, una novedad interesante en un país que tritura políticos y siglas sin que se conmueva el sistema, haciendo siempre renovable el principio lampedusiano de cambiar algo para que todo siga igual.


NOTAS

(1) “The Far-right has already had an impact on  Sweden’s elections”. THE NATION, 8 de septiembre.

(2) “Guns violence epidemic looms large over Swedish election”. NEW YORK TIMES, 10 de septiembre.

(3) “En Suède, l’extrême droite en embuscade, prête a gouverner, àpres les legislatives”. COURRIER INTERNATIONAL, 11 de septiembre.

(4) “Can anything stop Italys radical right? THE ECONOMIST, 11 de agosto.

(5) “Italie. La femme qui fait tembler a l’Europe”. Dossier de prensa italiana e internacional. COURRIER INTERNATIONAL, 21 de septiembre.

(6) “De l’héritage fasciste a l’incarnation de la nouveauté, le parti Fratelli d’Italie aux portes du pouvoir”. LE MONDE, 14 de septiembre.

(7) “Italia’s far-right is on the rise”. MATTIA FERRARESI. FOREIGN POLICY, 29 de junio de 2021.

LA GANGRENA DE IRAK

14 de setiembre de 2022

Irak va camino de convertirse en uno más de esos conflictos olvidados, ahora que las grandes potencias están ocupadas en otras prioridades y los principales medios parecen haber perdido interés, por su complejidad o por cansancio.

El último sobresalto de envergadura concluyó a finales de agosto, pero la crisis que atenaza al país desde hace dos décadas sigue viva. Tras una semana de violencias por el asedio de los seguidores de Muqtada al Sadr a la zona verde (área donde se concentran los edificios gubernamental y diplomáticos de la capital desde el comienzo de la ocupación norteamericana), el clérigo les pidió que se retiraran (1).  La “revuelta antisistema” ha dejado 30 muertos, numerosos heridos y un clima de inestabilidad inextinguible (2). 

Pero para sorpresa de algunos, hay una víctima política inesperada: el propio Al-Sadr, quien acompañó su llamada a la restauración del orden con el anuncio de su retirada de la vida política. Se verá si es un propósito sincero o, como muchos creen, un gesto teatral más, en una vida política plagada de virajes tácticos. No es la primera vez que amaga con desaparecer para volver más tarde. Aunque ahora las circunstancias le sean menos favorables (3).

Algunos observadores de la política iraquí relacionan este último paso atrás de Al-Sadr con la lucha de poder político y religioso entre los santones chiíes de Irán e Irak. El Gran Ayatollah Haaeri, residente en Teherán y próximo al Guía Supremo Jamenei, había criticado recientemente a Al-Sadr, a pesar de haber sido su mentor. La gran autoridad religiosa chií de Irak, el Ayatollah Sistani tiene ya más de 90 años y su retirada se considera inminente. Sistani no acepta la tutela de sus correligionarios iraníes y siempre ha defendido la independencia nacional de Irak, igual que en su momento se opuso a la ocupación norteamericana (4).

Irak se encuentra sin gobierno, sin dirección y sin cohesión. Un ejecutivo en funciones administra el caos sin apenas convicción y bajo amenaza permanente de implosión. Las elecciones de octubre de 2021 no arrojaron una mayoría concluyente. El partido de Al Sadr obtuvo el mayor número de diputados (73 de los 329 totales), pero no le bastó para ensamblar una coalición viable de gobierno. Ante la hostilidad de sus rivales chíies, Al-Sadr intentó una alianza con los partidos sunníes y kurdos, pero no lo consiguió. La desconfianza de los partidos-milicia chiíes viene de lejos, debido a la enorme fuerza de atracción que supo ganarse entre las masas populares desde su feudo en la barriada pobre de Sadr City, en la periferia de Bagdad.  Allí creó el llamado ejército del Mahdi (una especie de Mesías prometido en el imaginario chií), que, con sus 70.000 efectivos, resultó un tormento para los ocupantes norteamericanos.

El cisma interno chií tiene otros componentes. Es más decisivo ha sido la evolución anti-iraní del fogoso clérigo. Mientras que los partidos-milicia de la mayoría de la población chií ha mantenido sus vínculos con el régimen del país vecino, Al Sadr ha evolucionado hacia un nacionalismo que hace de la independencia y la soberanía del país su principal marchamo ideológico (5). Otros dirigentes chiíes más astutos o más disimuladamente proiraníes, como el exprimer ministro Nuri Al Maliki recelan de su carácter mercurial y su gusto por la política de masas. A pesar de su severa derrota en las urnas (apenas una treintena de escaños), el manejo de las palancas de poder que conserva le permitió impedir, vía judicial, la constitución de una mayoría alternativa. El odio entre ambos dirigentes ha condicionado la reciente realidad política iraquí.

En sus ocho años al frente del gobierno (2006-2014), Al Maliki intentó destruir la influencia populista de Al-Sadr. En 2008, con el apoyo del ejército norteamericano, lanzó una operación contra las milicias sadristas en el sur del país, a las que debilitó pero no destruyó. El exprimer ministro jugó siempre al caliente y al frío con Estados Unidos. Mientras cultivaba sus relaciones con Irán, fungía como un dirigente de orden frente a los excesos populistas de Al-Sadr, pero practicó una política sectaria hacia la minoría sunní, bajo el pretexto de controlar el supuesto renacimiento del baasismo. Al cabo, lo que propició fue el imparable auge del Daesh, la rama más extremista del sunnismo, que provocó su caída y a punto estuvo de aniquilar al Estado. 

Maliki mantuvo su influencia en los débiles gobiernos sucesivos, mientras Al-Sadr preservaba la base de su poder: su capacidad para movilizar a las masas empobrecidas. El actual primer ministro en funciones, Al Kadimi, es un hombre con amplia experiencia en los aparatos de seguridad, al que se le atribuyen relaciones fluidas con Estados Unidos, sin irritar en demasía a Teherán. Pero carece de base política. 

A la mayoría de la población lo que le importa es vivir cada día y superar las carencias agobiantes que suponen los cortes continuos de fluido eléctrico, el funcionamiento lamentable de los servicios públicos y la escasez de empleo. Las huestes de las principales élites políticas ven recompensado su entusiasmo intermitente con provisiones y prebendas para compensar las fatigas cotidianas.

Irán sigue muy de cerca los acontecimientos, con interés y aprensión. Las peleas internas entre los correligionarios chiíes han sido hasta ahora manejables, aunque los dirigentes iraníes hayan tenido que invertir ello mucho tiempo y energía. En enero de 2020, el asesinato del general Suleimani, jefe de la unidad exterior de la Guardia Revolucionaria iraní, ordenado por Trump en el marco de su política de “máxima presión” sobre la República islámica, privó a los ayatollahs de su principal activo para controlar los acontecimientos en Bagdad.  Pero  Irán no ha dejado de ejercer un papel tutelar en el país vecino (6).

Según algunos analistas, entre la minoría sunní crece de nuevo una opinión favorable a la partición del país, lo que le permitiría acceder a parcelas directas de poder y, dudosamente, controlar parte del botín petrolífero, en imitación del proceso semiindependiente de los ckurdos. El actual reparto de poder por comunidades confesionales se asemeja al del Líbano, con su secuela de clientelismo, gigantismo burocrático y corrupción.

Una desestabilización incontrolada crea inquietud en Estados Unidos, que trata a duras penas de desviar recursos de Oriente Medio para afrontar los desafíos chino y ruso (7). La partición no es del agrado de Estados Unidos, porque se teme que el nuevo estado chií estaría condenado a ser anexionado más pronto que tarde por Irán. El Kurdistán recuperaría su proyecto independentista. Y la entidad sunní quedaría a merced de las monarquías del Golfo, como un protectorado, si acaso.

Cualquier escenario es posible en una situación tan volátil (8). La desastrosa herencia de la ocupación norteamericana supera ya, y con mucho, los estragos causados por la dictadura brutal de Saddam Hussein, quien fuera durante años un aliado útil de Occidente hasta que creyó o fue inducido a creer que disponía de luz verde para alterar los equilibrios en la región.  


NOTAS

(1) “Supporters of Iraq’s Al-Sadr leave Green Zone after violence. AL JAZEERA, 30 de agosto.

(2) “Is Muqtada Al-Sadr trying to stage a 6 january insurrection?”. SIMONA FOLTYN. FOREIGN POLICY, 11 de agosto.

(3) “The revenge of Muqtada Al-Sadr”. MOHAMAD BAZZI (Director del Centro Kervokian). FOREIGN AFFAIRS, 13 de septiembre.

(4) “Muqtada Al-Sadr has announced his withdrawal from politics”. MOHANAD HAGE ALI. CARNEGIE, 30 de agosto.

(5) “L’Irak flirte avec le chaos, après le reverence de Muqtada Al-Sadr” (resumen de prensa iraquí). COURRIER INTERNATIONAL, 30 de agosto.

(6) “Big Bang in Iraq?”. (Entrevista de Michael Young a MARSIN AL-SHAMARY, investigadora iraquí-norteamericana en el MIT). CARNEGIE, 3 de agosto.

(7) “Biden’s indifference has given Iran the upper hand in Iraq. DAVID SCHENKER. THE WASHINGTON INSTITUTE ON THE NEAR AND MIDDLE EAST, 24 de Agosto.

(8) “A power struggle in Iraq intensifies, raising fears of new violence”. ALISSA RUBIN. THE NEW YORK TIMES, 16 de agosto.



GRAN BRETAÑA Y CHILE: PASADO Y PRESENTE

6 de septiembre de 2022

Lizz Truss ha sido elegida líder del Partido Conservador británico por sus militantes y, en consecuencia, es ya primera ministra. En la otra parte del mundo, una mayoría de chilenos (casi el 62%) ha dicho no a la nueva Constitución, redactada por una Convención muy plural, elegida por sufragio universal y de amplia base social.  

¿Qué tienen en común estos dos hechos? Nada, en apariencia. Pero existe una curiosa conexión que nos devuelve al pasado: a cuarenta años atrás.

TRUSS: ¿ÉMULA DE THATCHER?

Que en Gran Bretaña 160.000 personas (en este caso, los militantes tories) hayan decidido el rumbo inmediato de una nación de 67 millones de ciudadanos, se debe a que un nuevo primer ministro no necesita someterse a una moción de confianza antes de acceder al cargo. Aunque los miembros de la mayoría parlamentaria son los que eligen al jefe del gobierno, las reglas del partido conservador obligan a sus diputados a aceptar el designio fijado por los militantes. Por eso, Truss ha podido este martes presentar a la Reina su gobierno sin pasar por el Parlamento. Otra cosa es cuánto le durará el periodo de gracia. Desde hoy mismo, la jefa del gobierno se encuentra bajo un duro y constante escrutinio. La pelea por el liderazgo ha dejado heridas. Truss está muy lejos de ser indiscutible. Boris Johnson no es de lo que se van a su casa por las buenas. Y no pocos colegas tories se creen más capacitados para ocupar el cargo (1).

La elección de Liz Truss supone una reivindicación de la figura de Margaret Thatcher, sobre cuyo ideario ha hecho ella su campaña; en particular su afán doctrinario por bajar impuestos, reducir la intervención del estado en la economía, fomentar un mercado libérrimo sin restricciones, fustigar las incipientes protestas sindicales e invocar el llamado “capitalismo popular” (1).

Tras ganar las elecciones generales en mayo de 1979, Thatcher fue, en los primeros ochenta, la gran adalid europea de la doctrina neoliberal, que meses después llevaría a Ronald Reagan a la Casa Blanca, haría retroceder a la socialdemocracia en toda Europa e impulsaría una gigantesca ola ultraconservadora en todo el mundo. 

Pero el modelo socioeconómico (alumbrado por la llamada Escuela de Chicago y por teóricos centroeuropeos del liberalismo moderno), ya se había puesto en práctica, con cruel brutalidad, en las dictaduras del Cono Sur americano durante los setenta: Chile, Uruguay y Argentina (sin olvidar Brasil, que les antecedió en el golpe militar).

Pinochet y Thatcher fueron dos dirigentes fanáticos del neoliberalismo, desde ópticas políticas distintas: la dictadura militar y la democracia occidental. La primera carecía de legitimidad moral, mientras la segunda gozaba de parabienes reconocidos. A la postre, y con las profundas diferencias que había en las sociedades donde se aplicó el modelo, ambos experimentos resultaron muy lesivos para las clases populares: pérdida de poder adquisitivo, erosión de derechos y capacidades de organización y movilización de los trabajadores, incremento enorme de la desigualdad social, beneficios fiscales inauditos a las grandes fortunas y empresas, etc.)

Es dudoso que Liz Truss pueda restaurar el programa thatcherista, pese a su engañosa y confusa propaganda de las últimas semanas. Los tiempos han cambiado demasiado. Hay mucho discurso facilón en esta dirigente tory, que inició su andadura política con los liberal-demócratas y luego se convirtió al conservadurismo, a lomos del combativo Brexit. En su programa hay contradicciones flagrantes, como el recorte de impuestos y una intervención masiva de “apoyos a las familias” estimado en 150 mil millones de euros, para compensar la factura energética y una inflación de casi un 11% (2).

La actual crisis que engulle a Europa y al resto del mundo, debido a los efectos de la guerra de Ucrania, dictará correcciones severas al ambiguo y contradictorio postulado electoralista de Truss (3). Sus dotes para el liderazgo son una incógnita. La unanimidad del partido alrededor de su figura es más que dudosa. Secretaria de exteriores en el último gabinete de Johnson, su posición favorable a la revisión del protocolo norirlandés la enfrentará con Europa. Más sorprendentes han resultado sus reservas hacia la special relation con Estados Unidos. Su desiderátum de un renacimiento internacional de Gran Bretaña como potencia mundial (Global Britain) envuelve su proyecto en un halo de irrealidad y demagogia. 

CHILE: EL NEOLIBERALISMO QUE PRECEDIÓ AL EUROPEO

Chile se convirtió en el alumno más aplicado del neoliberalismo a la sombra siniestra de generales sin escrúpulos, que practicaron con saña el crimen de Estado y la salvaje demolición de los avances sociales apuntados durante el gobierno de la Unidad Popular, bajo la presidencia del socialista Salvador Allende. 

Thatcher nunca condenó con sinceridad y firmeza lo que había ocurrido en Chile. Cuando los vecinos militares argentinos trataron de salvar su dictadura ocupando las islas Malvinas (vestigio colonial en el Atlántico Sur), sus colegas chilenos se abstuvieron de apoyarlos, lo que reforzó la pasividad cómplice con que el thatcherismo contribuyó a exonerar a la dictadura pinochetista.

El hundimiento de Pinochet, tras el fracaso del referéndum continuista de los últimos ochenta, precedió en sólo dos años a la caída de Margaret Thatcher, propiciada por su propio partido. Para entonces, el neoliberalismo ya se había agotado en América Latina, bajo el peso abrumador de la deuda externa y el empobrecimiento de la mayoría de la población. En Gran Bretaña y la Europa continental esta modalidad de capitalismo salvaje atemperó su discurso en los noventa, pero se reciclo con el movimiento neoconservador de inicios del siglo, hasta la espantosa crisis financiera y luego social de finales de la primera década. 

En Chile, la Concertación, coalición centrista de izquierdas y derechas moderadas, sustituyó a la dictadura en 1990 y se mantuvo en el poder, con alguna interrupción conservadora, durante dos décadas. Pero nunca pudo, supo o quiso superar por completo el modelo económico pinochetista. La desigualdad se mantuvo con escasas mejoras. La democracia sirvió de coartada a la falta de coraje político para cambiar las estructuras de dominación social en el país. 

Hubo que esperar a la revuelta estudiantil de 2019 para que la “estabilidad chilena” se resquebrajara. Las fuerzas políticas que sucedieron a la dictadura pagaron en votos y prestigio su connivencia de fondo con ese injusto modelo económico. El proceso de rebeldía movilizó una gran corriente progresista, que triunfo en las elecciones para la Convención constitucional de 2020 y, un año después, propició el éxito de Gabriel Boric (uno de esos líderes estudiantiles contestatarios) en las presidenciales. Este ajuste de cuentas con medio siglo de historia en Chile debía culminar con la aprobación de un texto constitucional muy avanzado en el reconocimiento de derechos sociales, étnicos, culturales y ecológicos, sin precedentes en todo el mundo (4).

La derecha y el centro se movilizaron en contra (5). El actual gobierno quizás haya cometido algunos errores tácticos. El liberalismo occidental ha criticado supuestas inconsistencias del texto (6). En todo caso, se ha puesto de nuevo en evidencia lo difícil que resulta modificar las estructuras sociales y económicas que sustentan el sistema establecido. Anticipando el fracaso presentido (aunque no de forma tan rotunda), Boric ya había anunciado otro proceso constituyente. Un nuevo intento.  

En 1973, los adversarios de la transformación social intentaron por todos los medios boicotear la experiencia socializadora de Allende y la Unidad Popular; cincuenta años después, la rectificación constitucional planteada por Boric se enfrenta a otros peligros menos sangrientos quizás, pero igualmente poderosos (7).

Para comentar esta coincidencia de decisiones en Gran Bretaña y Chile, valdría el clásico adagio de Marx. La historia que se escribió como tragedia se repite ahora deformada como farsa: un thatcherismo de cartón piedra y los efectos perdurables de un neoliberalismo que se resiste a ser borrado de la vida de los chilenos. 


NOTAS

(1) “If Lizz Truss becomes Britain’s Prime Minister”. PETER KELLNER. CARNEGIE, 3 de agosto.

(2) “Lizz Truss brushes off concerns about £8,8 bn black hole in her budget. THE GUARDIAN, 3 de agosto.

(3) “What kind of Prime Minister will Britain get. THE ECONOMIST, 18 de Agosto.

(4) “Au Chili, si la nouvelle Constitution l’emporte, le lien institutionelle avec le dictature e Pinochet serait totalmente rompue”. CRISTIAN ZAMORANO (profesor de La Sorbona, París). LE MONDE- IDÉES, 1 de septiembre; “Quelles que soient ses limites, le projet de Constitution est un véhicule de changement”. CARLOS HERRERA (jurista) y Eugénia Palleraki (historiadora). LE MONDE-IDÉES, 31 de agosto.

(5) “El fracaso de la Convención”. GONZALO CORDERO. LA TERCERA, 23 de julio.

(6) “Voters should reject Chile’s new draft Constitucion. It is a woke and fiscally irresponsible mess”. THE ECONOMIST, 6 de julio.

(7) “Votar apruebo… o votar por Pinochet”. FABIO SALAS. EL DESCONCIERTO, 13 de agosto.