1 de junio de 2017
Tenía que pasar y ha pasado. El primer viaje de
Trump a Europa ha sido un desastre. Sin paliativos. Tanto, que los líderes
europeos ni siquiera se han esforzado en disimularlo.
Los
artificieros que rodean al Presidente para evitar que se suicide
diplomáticamente con sus habituales impertinencias han debido sentirse
desanimados. Habían sorteado la etapa mesoriental
con bastante soltura y mucha fanfarria, aunque con pocos resultados. En
Europa, las cosas fueron mal enseguida y terminaron peor a la primera de
cambio.
“Trump
abandona la OTAN”. Así tituló su comentario semanal Judy Dempsey, la editora de
la publicación sobre estrategia europea del Carnegie
Endowmwent Institute, uno de los principales think-tank occidentales. Más
allá de la ironía, el relato de la veterana informadora no tiene desperdicio.
“Menuda cena”, comienza por decir, para referirse al tenso y gélido ambiente de
una cita en la que, por lo general, suelen imponerse las buenas palabras, mientras
se deja a los colaboradores y asesores la antipática tarea de limar las
asperezas (1).
En
esta ocasión, las asperezas se encallaron en la mesa principal. Más que eso
hubo: empujones, regañinas y admoniciones de un Presidente bajo sospecha dentro
y desacreditado fuera. Confesaba recientemente un avezado diplomático que en el
precavido laboratorio de las relaciones internacionales se trabajaba siempre
con la hipótesis de que uno o varios dirigentes mundiales se saliera de sus
cabales; ahora, señalaba, ya no es una hipótesis.
El
desencuentro entre ambos lados del Atlántico había empezado mucho antes de que
Trump subiera al Air Force One. Desde
que, en su discurso inaugural proclamara que “América es lo primero” (America First), consagrando sus
simplezas de campaña sobre el comercio internacional o el deterioro climático,
el choque quedó anunciado.
Otros
factores habían envenenado el ambiente. Naturalmente, la inquietante retórica
de cooperación con Rusia, que puede ser algo más, y peor, que pura ingenuidad o
deslices de aficionado. Y también, desde luego, el coqueteo con los partidos
nacional-populistas europeos en un año de contiendas electorales de gran
trascendencia.
MERKEL,
EN COMBATE
Es
cierto que entre aliados no suelen producirse zascas de este tipo. Pero tampoco es tan insólito. Desde la guerra
de Corea en los cincuenta a la cruzada post-11S,
la relación entre los socios atlánticos está plagada de minas desactivadas o
explosionadas bajo control.
En
los tiempos de la guerra fría, quien enfriaba los pies norteamericanos en el
confort de la casa común atlántica eran los franceses, con sus sillas vacías en
la OTAN o la voluntad de afirmar iniciativas independientes. Macron tampoco se
ha mordido ahora la lengua. Pero el latigazo ha venido del otro lado del Rhin.
Los alemanes solían guardar la línea ortodoxa fijada por Washington. Ni
siquiera la Ostpolitik (política
hacia el Este), promovida por Willy Brandt, nunca fue cuestionada por EE.UU.
Ángela
Merkel, siempre contenida y cautelosa en exceso, debió regresar tan irritada de
las dos cumbres con Trump (OTAN y G-7) que se permitió algo poco común en ella:
disparar sin fogueo. Escogió un ambiente distendido -una fiesta cervecera en
Múnich- para lanzar un mensaje imposible de minimizar. “Europa debe hacerse
cargo de su propio destino. Los tiempos en que podíamos depender de otros ya se
han acabado”. Y por si no se había entendido bien, remachó luego: “esto es lo
que hemos visto estos últimos días”.
Merkel se refería a las garantías de seguridad, no a la autonomía
política, obviamente.
El
caso es que las palabras de la Canciller causaron un gran revuelo. Otra
veterana del observatorio mundial, Anne Applebaum, concluye que “la relación
americano-germana, el corazón de la alianza transatlántica durante más de 70
años, ha tocado histórico fondo” (2). DER SPIEGEL cree que Merkel “ha perdido
la esperanza de que pueda incluso trabajar constructivamente con Trump”, aunque
apunta cálculos electorales en la andanada de la Canciller (3). Algo similar
sostiene THE ECONOMIST, con su saludable escepticismo habitual (4).
Alemania
celebra elecciones en septiembre. Aunque el susto de un triunfo de los
social-demócratas parece haberse desvanecido tras el fracaso en Renania del
Norte-Westfalia, la canciller no es amiga de riesgos. La andanada de la canciller juega a favor de
corriente: la desconfianza de los alemanes en Trump supera a la que tienen en
Putin en más de 20 puntos.
A
la vista de la polvareda, la misma Merkel se esforzó por poner paños calientes
y asegurar que las relaciones con EE.UU. son esenciales.
¿Y
AHORA QUÉ?
Los
dirigentes europeos no son los jeques árabes. Están al frente de democracias y
no de regímenes semi-feudales. No está permitido casi todo. “Trump no es un
hipócrita”, dicen con cierta guasa provocadora Henry Farrell y Martha
Finnemore. Estos dos analistas del teatro mundial sostienen que la hipocresía,
“el tributo que el vicio paga a la virtud” (Rochefoucauld dixit) es
imprescindible para sostener el orden internacional. El actual inquilino del
primer centro de poder mundial carece de esa habilidad (5).
Es
la gran pregunta. Paciencia y templanza. Pero también firmeza. Veremos qué
decide este jueves el mercurial presidente con respecto al acuerdo de París
sobre el clima. Si se retira, como lleva advirtiendo, se habrá consumado un
escenario de desconfianza, de desvinculación.
Con
ser muy sensible el dossier ecológico, resultaría mucho más devastadora una
riña comercial. Trump, que es un consumidor pertinaz de coches germanos de
lujo, se permitía esta misma semana criticar a los alemanes por montar fábricas
en México para vender automóviles en EE.UU. En uno de sus celebrados tuits,
daba rienda suelta a su irritación contra Berlín por el superávit alemán en la
balanza bilateral (ciertamente, muy elevado: 65 mil millones de dólares),
cuando Washington paga la mayor parte de la factura de la seguridad alemana (y
europea). Alemania gasta el 1,2% de su PIB en defensa, muy lejos del 2% que
Washington ha venido reclamando durante años, aunque para Trump podría no ser
suficiente.
Como
sostienen no pocos expertos, el problema no es el volumen de gasto sino el
método. No el cuánto sino el cómo. El gasto europeo en Defensa más que escaso
es ineficaz, redundante, desordenado y desarmonizado, ha insistido estos días
Stephen Walt, el siempre lúcido profesor de Harvard (6). No es cuestión de
gastar más en carros de combate, en aviones, en logística, etc. Se trata de
hacerlo mejor, de subsanar todos esos defectos y otros más. Nadie confía en que
se consiga pronto.
Trump
omitía que el saldo comercial es un juego de balanzas múltiples. En algunas
pierde y en otras su país sale abrumadoramente beneficiado. En todo caso, el
Presidente ignoraba, o no quiere saber que, aunque quisiera, Alemania no puede
negociar asuntos comerciales con Estados Unidos porque se trata de un dominio
reservado a la Unión Europa.
Alemania
no va a romper con EE.UU. Ni Francia. Pero ninguna de ellas, ni siquiera Gran
Bretaña, siempre más atenta a apaciguar las turbulencias atlánticas, parece
dispuesta a que se les trate con desconsideración o menosprecio. El vínculo
está para unir, no para ahogar.
NOTAS
(1) CARNEGIE ENDOWMENT FOR INTERNATIONAL PEACE, 26 de mayo.
(2) THE WASHINGTON POST, 29 de mayo.
(3) DER SPIEGEL, 29 de mayo.
(4) THE ECONOMIST, 30 de mayo.
(5) FOREIGN AFFAIRS, 30 de mayo.
(6) FOREING POLICY, 30 de mayo.