28 de marzo de 2013
El presidente Obama dejó pasar su primer mandato sin
cumplir con una exigencia casi inexcusable para un presidente norteamericano:
viajar a Israel y renovar declamatoriamente lo que es una realidad inevitable
desde hace décadas: la alianza estratégica entre ambos países. Más allá de
‘lobbies’ y presiones, de emociones e intereses, de afinidades y discrepancias,
la vinculación entre Washington y el estado sionista está, hoy por hoy, al
abrigo de cualquier contingencia.
El malestar de Obama con el primer ministro Netanyahu
y sus muy belicosos e intransigentes socios de gobierno –anteriores, presentes
y, a buen seguro, futuros- es una de esas contingencias. Ya le estaba
resultando incómodo a Obama esa indisimulable relación ríspida con el jefe del
gobierno israelí. Pero quizás eras Netanyahu quien, a la larga, podría resultar
más perjudicado. Después de todo, sus intentos por desestabilizar a Obama han
fracasao. Por lo tanto, se imponía volver si no a la casilla de salida si a una
situación de ‘reseteo’ parcial, de borrón y cuenta nueva.
Como no estaban maduras –más bien muy verdes- las
condiciones para la consecución de resultados prácticos, se trataba de
orquestar una visita ‘atmosférica’, psicológica o, en términos menos
obsecuentes, puramente ‘propagandística. Y así fue: la visita tuvo más de
relaciones públicas que de sustancia. Pero sirvió al menos para que en ciertos
sectores sociales israelíes se despejaran dudas sobre el compromiso de Obama
con la causa israelí. Al precio, claro, de no poner demasiado en evidencia los
obstáculos impuestos por el gobierno de Netanyahu en el proceso de paz, lo que
ha sometido a las relaciones bilaterales a una tensión sin precedentes.
Un dato del todo revelador se conoció cuando Obama
abandonaba la región: sólo el 0,7% de las tierras estatales de Cisjordania han
sido entregadas a los palestinos, mientras que los colonos judíos han recibido
el 38%. Es una cifra oficial, sometida al Tribunal Supremo israelí por la
agencia de colonización del Estado israelí, que conocíamos aquí por una
información del diario de orientación progresista HAARETZ.
La colonización constituye el fenómeno más pernicioso
para el restablecimiento de una dinámica de paz. Israel acusa a los palestinos
de poner condiciones –la detención de los asentamientos- para volver a la mesa
de negociaciones. Es una imputación cuando menos hipócrita, por cuanto son los
hechos consumados los que están condicionando de forma decisiva la concreción
del acuerdo estratégico sobre la convivencia de dos Estados. Que Obama dijera a
los “jóvenes israelíes” que los palestinos “se merecen un Estado propio” supone
una mera declaración de buena voluntad, si uno de los requisitos fundamentales
para el ejercicio efectivo de la soberanía se erosionaba de forma tan grave y
constante como hace Israel con la continuidad de la colonización.
A falta de resultados concretos, Obama salvó el viaje
con la concreción del acuerdo de reconciliación entre Israel y Turquía, que la
diplomacia norteamericana venía meses gestando y que había llegado al punto de
maduración días antes de la llegada del presidente a Israel. Una última
intervención de Obama permitió anunciar el fin de las hostilidades políticas
entre ambos Estados, que llevaban décadas de una discreta sociedad. El
incidente de la flotilla con bandera turca en Gaza, en 2009 y la política de
amistad árabe del premier turco agriaron las relaciones bilaterales.
La guerra interna en Siria ha servido de importante
acicate para normalizar la situación. Con Washington de mediador
imprescindible, el acuerdo servirá de forma inmediata para analizar escenarios
de salida de la crisis, prever contingencia y controlar las consecuencias en la
medida de lo posible. A Israel le preocupa que el derrumbamiento del régimen
sirio tenga un corolario similar al de Irak y a Turquía que se establezca un
régimen islámico moderado con el que pueda trabajar sin que eso ponga en
peligro sus provechosas relaciones con Irán.