14 de marzo de 2018
Trump, Putin, Xi Jinping.
Son los líderes de las tres principales potencias mundiales (aunque esto sea discutible, al
menos en uno de los casos). Tres estilos diferentes pero un mismo propósito: cuestionar y rechazar el modelo de gobernanza liberal occidental, desde
presupuestos político-culturales distintos. Y una coincidente ausencia de
referencia ideológica solvente, aunque la retórica diga lo contrario.
Estos tres personajes,
cada uno a su manera, van a modelar los próximos años de las relaciones
internacionales con inquietantes perspectivas. Dos de ellos, el chino y el ruso,
parten de un entorno crecientemente autoritario (Putin) o autoritario sin
ambages (Xi) y el tercero se encuentra embarcado en la disolución de premisas y
valores que han conformado Occidente desde mediados de los años cuarenta.
De los tres, Trump es el
más precario, no sólo por el sometimiento a dinámicas electorales imperativas,
sino por la fragilidad de su proyecto, si es que puede hablarse de algo digno
de tal nombre relacionado con el actual presidente norteamericano. Esta
debilidad favorece y alienta las tendencias autoritarias en Pekín y Moscú, en
la medida en que renuncia a combatirlas, a reducir sus efectos, a acentuar sus
límites.
Como tenor otrora
principal, el líder de Estados Unidos pierde influencia a ojos vista en el coro
que le ha reconocido su liderazgo, su condición de voz cantante desde 1945.
Trump se ha saltado todos los libretos, desconoce el repertorio clásico de un
presidente norteamericano y, lo que resulta más irritante, desafina condenadamente.
La decisión de imponer tarifas y aranceles a las importaciones de acero y aluminio,
basada en sus engañosos principios de primacía norteamericana (“America first”)
amenaza con desencadenar una guerra comercial, algo extemporáneo y destructivo.
Los otros dos le siguen en
su descarriada interpretación de la partitura con una mezcla de desconcierto y
complacencia. La imprevisibilidad de Trump inquieta a sus pares, pero para
ellos esta conducta presenta una ventaja indudable: la única superpotencia no
les pedirá cuentas por sus salidas de tono, por sus gallos, por sus interpretaciones abusivas, siempre que no se
opongan a las suyas. La
democracia liberal y los derechos humanos ya no constituyen una exigencia en el sistema de
convivencia. Es la era de los strongmen
(hombres fuertes), según el modelo de los tres tenores: Erdogan, Sisi, Duterte, Mohamed Bin Salman, etc.
El estilo Trump ofrece a
diario muestras abrumadoras, ejemplos inagotables. El último, su enésimo viraje
en el dossier coreano. Primero planteó una negociación sin base programática ni
estrategia coherente. Cuando el líder norcoreano le dejó en ridículo con las
pruebas nucleares y sus avances en el programa de misiles, el errático
presidente se entregó a un inmaduro y tabernario juego de amenazas bélicas, con
sonrojantes afirmaciones impropias de un dirigente mundial.
Ahora, de repente, cogido por sorpresa por un
gambito astuto del frívolamente despreciado líder de Corea del Norte, se aviene
a una cumbre sin establecer primero condiciones, agenda y objetivos. Y encima
sus colaboradores, abochornados por la enésima salida de pata de banco de su
jefe, se empeñan en decir que Washington no ha hecho concesiones. Como ha
señalado Jeffrey Lewis, responsable de programas nucleares del Instituto de
Monterrey, “la cumbre es la concesión”.
El capricho, el estilo
irreflexivo e impulsivo de Trump constituye un quebradero constante de cabeza
para esta administración. No hay forma de articular un equipo de gobierno
coherente, cuando sus principales exponentes se enteran de las decisiones de su
jefe por tuits intempestivos o por los breaks
informativos en las televisiones.
En medio de este caos, el
responsable de la diplomacia ha sido el último en caer. Nadie derramará una
lágrima por este ejecutivo petrolero que en un año ha estado a punto de
arruinar la cultura diplomática de Estados Unidos con la avenencia de la Casa
Blanca, o su indiferencia, que tanto da. Tillerson no ha querido asumir la
chapuza de la cumbre con Kim y esa discrepancia ha precipitado su cese. En todo
caso, su salida del gobierno se esperaba desde comienzos de año. Le sustituye
un nacionalista muy cercano al presidente, Mike Pompeo, el militar que hasta ahora
dirigía la CIA como a Trump le gustaba. El “gobierno de los generales” se
refuerza, aunque ya han surgido desavenencias entre ellos. Al frente de la inteligencia exterior estará Gina Haspel, una de las responsables de la "cárceles secretas" y la tortura de prisioneros en la etapa de G.W. Bush.
Trump utiliza los asuntos
internacionales para desviar la atención de la sombra que lo persigue y amenaza
con destruir su presidencia: las conexiones con Rusia y la posible
participación, complicidad o complacencia en los intentos del Kremlin por
interferir y condicionar las últimas elecciones presidenciales. El fiscal
especial Mueller está a punto de presentar conclusiones. Trump asegura que se
siente tranquilo, pero los pasos que da entre bambalinas reflejan una
preocupación creciente.
Putin contempla con lejanía
esta situación. Contrariamente a lo que han proclamado los medios, el
presidente ruso no esperaba gran cosa del magnate inmobiliario, más allá de su
negligencia. Sabía que, para disimular cualquier actividad incriminatoria,
Trump acentuaría sus posiciones de dureza frente a Kremlin. Pero, a la postre,
esta actitud es también engañosa, irrelevante.
El presidente ruso se
dispone a revalidar el control absoluto de su país, en unas elecciones que son
puro trámite. Sus siete competidores apenas si llegan al 10% de los votos. El modelo
Putin combina autoritarismo político, populismo económico y nacionalismo
retórico. El ciudadano ruso es cínico, y cada vez más. No compra un mensaje de
democracia, después del monumental fiasco de los noventa. Los apparatchiks se convirtieron en
oportunistas empresarios. El
comunismo se resolvió en un capitalismo salvaje, despiadado, criminal.
De aquel desastre sólo
emergieron unos servicios secretos reforzados, un gobierno opaco, oscuro e
inclemente que ha enterrado la ideología y los principios y se ha refugiado en
un discurso ampuloso de orgullo y dignidad nacionales. Rusia camina hacia un modelo autoritario y
personal de poder, basado en el control férreo de la sociedad y el clientelismo,
asertivo en el exterior, más para tapar sus debilidades que como reflejo de su
potencia real. El reciente caso del espía disidente asesinado con gas recrea
las peores evocaciones de la guerra fría.
El tercer tenor es que
goza de un registro más sólido y se atiene a un libreto más trabajado. Pero,
como los otros dos, no tiene intención alguna de compartirlo a no ser que sus socios
en el escenario acepten sus solos (sus
designios) sin interferencias.
Al eliminar la limitación
de mandatos presidenciales, Xi Jinping ha confirmado su condición de líder
chino mas poderoso, incontestado y absoluto desde el Mao posterior a la
revolución cultural. Se ha quitado de en medio a sus rivales mediante la
herramienta de la lucha contra la corrupción, una manera muy taimada de purga a
gran escala.
El proyecto de Xi se basa,
como el de Putin, en dos grandes pilares: la mejora de las condiciones de vida
de la población y la afirmación del poderío nacional de China en la escena
externa. Pero contrariamente a su colega ruso, el gran mandarín de los tiempos
actuales asienta su poder sobre bases más amplias, más firmes, más sistémicas.
No depende de una banda de amigos (cronies).
Goza de una estructura estatal mucho más desarrollada y compleja.
Tres tenores que sólo
coinciden cuando pronuncian el verso del autoritarismo y de la sed de poder y
la arrogancia. En absoluto puede esperarse de ellos un Yalta o un Potsdam. Sólo
una cacofonía desalentadora y peligrosa.