LA TRAMPA MÚLTIPLE IRANÍ

25 de Junio de 2009

La revuelta iraní va camino de convertirse en una trampa múltiple para los muy diversos actores, internos y externos, activos, contemplativos y expectantes, implicados e intelectualmente curiosos, solidarios e interesados.
Puede convertirse en trampa fatal para los sectores más aperturistas del régimen, si no son capaces de articular un liderazgo fiable, aceptado y sólido para gestionar la derrota. Hasta ahora, más allá de las proclamas emotivas y de invocaciones a la resistencia y al martirio, no lo ha sido, o al menos no a la altura de las circunstancias. La estrategia del pulso en la calle y la búsqueda consciente o inconsciente de la simpatía exterior ha sido insuficiente. El candidato Musaví es un líder improbable. Por su trayectoria, por su herencia, por sus contradicciones y por el material político del que está hecho su discurso. Mucho menos Rafsanjaní, el perfecto mandarín de un régimen que está más allá de los personalismos, por mucho que esto cueste entenderlo en Occidente. Su condición de hombre bisagra de la Revolución Islámica le ha servido hasta ahora para mantenerse como equilibrio, y su fortuna para disipar repugnancias. Pero ahora puede resultar una carga para unos y para otros.
Para el resto de los dirigentes que han enseñado tímidamente sus simpatías por los “revoltosos”, la trampa podría no ser menos nociva. Los ayatollahs sagradamente indignados por los apetitos de poder terrenal del mediocre binomio usurpador de la herencia de Hussein y Jomeini se han pisado la túnica. Se mordieron la lengua, después de darse cuenta de los riesgos que asumir al emplearla. Finalmente, han preferido preservar la tranquilidad de sus púlpitos que afrontar un proceso de herejía. A partir de ahora, sus discursos morales tendrán menos credibilidad.
Trampa de profundidad abisal también para Obama, que se ha visto obligado a rehacer su discurso, para no parecer insensible a los “anhelos de justicia” del pueblo iraní. Pero al hacerlo, ha comprado el riesgo de destruir el germen de un diálogo con el régimen iraní acerca de su política nuclear. Lo más peligroso de la trampa no es que Obama haya expuesto sus debilidades tácticas (falta de información solvente sobre la relación de fuerzas, desgana por tomar partido, miedo a equivocarse), sino que haya sido la oposición, principalmente la republicana, la que le haya marcado los tiempos del discurso. Decimos principalmente republicana, porque la izquierda progresista no escondió tampoco su incomodidad por esa frialdad tan característica del presidente norteamericano, cuando no es él quien sopla las velas.
La trampa iraní puede resultar muy negativa no sólo para el dossier nuclear, sino para el más ambicioso encargo de encarrilar el proceso de paz en todo el Oriente Medio. La deriva autoritaria en Teherán refuerza las posiciones intransigentes en Israel y mueve la agenda a conveniencia de Netanyahu. De abortarse el diálogo con Irán, el primer ministro israelí se encontrará con ese regalo del tiempo que tanto anhelaba para colocar encima de la mesa las opciones militares que a Obama (y al establishment militar norteamericano) le espantan.
La revuelta iraní y esta aparente evolución bonapartista policial-militar del régimen islámico también proyectan trampas para las élites político-burocráticas de los países árabes vecinos. El sistema político y los mecanismos electorales no son allí más limpios, ni mucho menos. Pero es improbable que el ejemplo iraní pueda replicarse en otras naciones islámicas, y no por falta de ganas, sino porque la represión en las monarquías petroleras quasifeudales o en las repúblicas dinásticas es mucho menos sutil y los vehículos de expresión del malestar están más asfixiados aún que en la república islámica, donde al menos hasta ahora sobrevivía cierta pluralidad. Si fraude ha habido en Irán, qué decir, por ejemplo, de Egipto, donde Obama dejó una simiente subversiva para un sistema a punto de vivir una sucesión palaciega en la Casa Mubarak.
Y en la trampa iraní han quedado atrapados también medios de comunicación y consumidores occidentales de noticias. Los primeros, porque la dificultad de informar, la falta de presencia y conocimiento profundo del país y el modelo informativo reinante han provocado una confusión sin precedentes. Esa emergencia del periodismo ciudadano (via Internet, Twitter, YouTube, Facebook) como complemento –en realidad, a partir de un cierto momento, como alternativa- a los medios tradicionales tiene todavía más de leyenda que de auténtico fenómeno socio-cultural. La emotividad ha propiciado errores informativos de bulto, precipitaciones comprensibles pero también evitables, dramatizaciones excesivas, simplificaciones engañosas. Una vez más, no se ha resistido la tentación de convertir el sufrimiento lejano en espectáculo entre lo épico y lo virtual.
Y finalmente, no es pequeña la trampa para los supuestos vencedores de la crisis, ese sindicato de intereses que encabezan Jamenei y Ahmadineyad. Su triunfo va a tener un precio enorme. La ambigüedad de ciertos núcleos de poder ha prolongado la incertidumbre, y aunque no hayan ayudado a los sectores aperturistas, han dañado la solidez, legitimidad y fortaleza del liderazgo. “La autoridad del Guía ha quedado minada”, afirma el especialista del NYT Roger Cohen, que ha podido permanecer estas semanas en Irán. Es probable que esos sectores se crean con fuerza para renegociar mejoras en su estatus, y eso reavivará el conflicto. Como dice Karim Sadjapour, un investigador iraní del Instituto Carnegie, “la élite política del país está más dividida que nunca en treinta años de Revolución”.
Con mucha más contundencia se posicionarán los que han hecho el mayor gasto: ese aparato policíaco-militar-ideológico que integran millones de basiyis y centenares de miles de pasdaranes, encargados de sembrar y administrar el miedo. El profesor de la Universidad de Michigan Afshon Ostovar, que prepara una tesis doctoral sobre las fuerzas de seguridad iraníes, está seguro que obtendrán recompensa material, no sólo por haber hecho el trabajo sucio, sino por no haber salpicado demasiado, por haberse consagrado como profesionales eficaces y haber evitado un Tiananmen.
En definitiva, dos semanas de sobresaltos iraníes dejan un camino plagado de trampas y minas para la pacificación real de la región. Bajo el liderazgo de Obama, Occidente deberá hacer un esfuerzo extraordinario para que no empecemos a temernos que lo peor está por venir.

IRAN: ENTRE EL 18 BRUMARIO, TIANANMEN Y LA REVOLUCION VIRTUAL

18 de junio de 2009

A la hora de escribir este comentario, nadie se atreve a anticipar la salida de la actual crisis iraní. Ni siquiera a caracterizar cuál es la naturaleza de la crisis. ¿Crisis política? ¿Crisis social? ¿Crisis sistémica?
La mayoría de los análisis que hemos podido manejar estos días se basan en presunciones. Empezando por los propios resultados electorales. Hay motivos para sospechar de fraude masivo (desde irregularidades “técnicas” hasta resultados locales demasiado paradójicos o directamente increíbles). Pero no existen convicciones sólidas para considerar como seguro el triunfo de la oposición reformista. Algunos analistas confunden aquí deseos con realidad. Eso, entre otros factores, explicaría la cautela de Obama. En todo caso, dando por buena la tesis del fraude a gran escala, otras especulaciones adicionales enturbian los análisis. Y los pronósticos sobre el futuro.
Debido a la confusión del momento y a una cierta simplificación del sistema político iraní, la mayoría de los comentarios tienden a presentar lo que está ocurriendo como una reacción del poder clerical frente a las demandas de apertura de los sectores más progresistas de la sociedad. Podría no ser exactamente así. De hecho, ayatollahs conservadores de enorme prestigio e influencia se han apuntado a la tesis del fraude, uniendo sus voces a las de los disidentes tradicionales como Ali Montazeri (en su día delfín de y luego apartado y confinado en su domicilio particular de Qom).
Dos analistas del American Enterprise Institute, de orientación proneocon, sostienen en un artículo titulado “la Revolución oculta” que Jameini y Ahmadineyad proyectan la “transformación de una teocracia en una dictadura militar ideológica”. O sea, ungida por la fé. Sus víctimas serían tanto los reformistas como el poder intermediario de los sacerdotes islámicos. En apoyo de esta tesis, hay que recordar que Ahmadineyad ganó las elecciones de 2005 enarbolando un programa muy crítico hacia la corrupción anidada en el sistema clerical. El expresidente Rafsanjani fue entonces y es ahora uno de sus rivales más acérrimos. Según el principio de que los enemigos de mis enemigos son mis amigos, Rafsanjani ya se arrimó a Musaví antes de las elecciones.
Apoya también esta tesis de la conversión del regimen que el principal apoyo de Ahmadineyad sean las fuerzas armadas más ideologizadas del régimen, los pasdaranes o guardianes de la revolución y sus milicias de choque, los basijis, voluntarios veteranos de la guerra contra Irak y sectores lumpen del sistema.
De ser plausible esta interpretación de lo que podría estar ocurriendo en la cúspide del poder, estaríamos ante una versión iraní del 18 Brumario. Jamenei y Ahmadineyad, como Bonaparte, aprovecharían las debilidades y contradicciones del sistema político para transformarlo en una suerte de dictadura militar que no sólo pondría a raya a los reformistas, sino que sometería a la casta clerical que ha controlado el pulso de la vida iraní desde 1979. La jerarquía religiosa terminaría aceptando la deriva autoritaria, debido a dos alicientes definitivos: uno, su condición de garantía frente al peligro de un reformismo tendente a una creciente laicidad; y dos, el mantenimiento de ciertos privilegios.
La incógnita es hasta donde llegará este tándem que formalmente pilota la República. ¿Qué hará el resto de las Fuerzas armadas iraníes si los reformistas no ceden? El actual ministro de Defensa es un basijí amigo leal del presidente. El propio Jamenei habría favorecido a elementos militares del régimen para fortalecer su base de poder. Cuenta Neil Facquhar en el NEW YORK TIMES que pasdaranes escogidos por el Guía ocuparían hoy importantes puestos en la RadioTelevisión o en fundaciones creadas a partir de bienes confiscados por la revolución. En todo caso, ¿es sólida la cadena de mando militar? No se sabe.

Ciertamente, Jamenei atesora la autoridad moral del régimen, pero nunca fue el candidato preferido de la élite religiosa, sino una solución de compromiso. Su posición ahora parece débil. Que primero se apresurara a bendecir la victoria de su protegido y luego se aviniera a un recuento para aplacar a la oposición indicaría que no se siente seguro de las lealtades imprescincibles. Pero también podría tratarse de una simple maniobra para ganar tiempo y esperar a que la dinámica represiva asfixie primero y aplaste finalmente la opción reformista. Sería el escenario Tiananmen.
Pero contrariamente a la China posterior a Tiananmen, este Irán replegado y militarizado no podría contar con el reclamo del crecimiento y la prosperidad económicos. Los mandarines del “comunismo capitalista” han tapado el malestar popular con un consumismo eficaz, por muy desequilibrado que sean sus fundamentos. Jamenei y Ahmadineyad solo cuentan con el petróleo y poco más para aplacar previsibles convulsiones sociales, y su capacidad terapéutica no depende de ellos, sino de los mercados internacionales. El otro recurso de la pareja, el átomo, es un arma de doble fila. Puede disuadir, pero también puede precipitar la indeseable respuesta militar. A este respecto, no resulta estrambótico proclamar que Netanyahu ha votado por Ahmadineyad. Como dice el analista judío Thomas Friedman, nada sospechoso de antiisraelí, la permanencia de ese “comportamiento antisemita refleja el verdadero e inmutable carácter del régimen iraní”. Ergo, convierte su destrucción en una necesidad para Israel…. Y, para Estados Unidos, en un impostergable debate.
El tercer escenario es el triunfo de esta revolución virtual, alimentada por redes sociales y mensajería instantánea. Irán se incorporaría a la serie de revoluciones coloreadas o de terciopelo, iniciadas hace veinte años en Europa del Este, revividas luego en las antiguas repúblicas soviéticas (Federación rusa, Ucrania, Georgia, Moldavia) y ahora sedicentes en Irán y quién sabe si en otros países del mundo islámico. Naranja, rosa, verde…. Colores pastel para maquillar propuestas contradictorias y no siempre tan espontáneas ni tan idealistas. La simpatía occidental por esta “revolución verde” es comprensible, pero no es seguro de que aquí se comprendan las verdaderas motivaciones de todos los que pretenden sacar partido de un eventual triunfo de la oposición iraní.
Aunque expertos como Juan Cole, de la Universidad de Michigan, consideren que Musaví no es el expresidente Jatamí, sino un líder con más fuerza y alianzas más poderosas, no es seguro que pueda prevalecer en un entorno tan hostil. Si busca apoyo exterior, podría debilitarse su alianza con los conservadores pragmáticos. De ahí también la cautela de Obama. La volatilidad de la situación exige mucha prudencia. Es probable que el supuesto “final de la revolución islámica” se convierta en un periodo largo, confuso y profundamente inestable. Un quebradero de cabeza para Obama y sus designios de diseñar un Oriente Medio democrático, tolerante y amistoso.

DERROTAS Y PARADOJAS DE LA SOCIALDEMOCRACIA EUROPEA

11 de junio de 2009

La derrota de la socialdemocracia en la gran mayoría de los países europeos –en todos los de mayor peso político- ha dejado una gran amargura en dirigentes y seguidores. A pocos les ha debido sorprender; y en los casos de desviación con respecto a las previsiones, ha sido en sentido negativo. En realidad, no hemos asistido a una derrota global, debida a un conjunto de causas comunes o muy similares, sino a varias derrotas. O para ser más exactos: el centro izquierda se ha despeñado por caminos diferentes.
El primer factor que se queda corto para enfocar el análisis es el desgaste por el ejercicio del gobierno en tiempos tormentosos como éstos. Es verdad que serviría para explicar lo ocurrido a los laboristas británicos o a los socialistas españoles, pero los socialistas franceses y los excomunistas italianos reconvertidos al centro izquierda no han sido castigados por gobernar, sino por no haber presentado credenciales solventes para hacerlo desde su cada día más incómoda oposición.
Además, el comportamiento del electorado en Gran Bretaña y España no es similar. Los laboristas han sido humillados; los socialistas españoles han capeado el temporal y evitado males mayores. En Alemania, donde socialdemócratas y democristianos comparten gobierno, el castigo ha sido mucho más rotundo para los primeros, a pesar de que ejercen el papel de socio minoritario en la gran coalición. Otros partidos de centro-derecha gobernantes han resultado más o menos reivindicados en Polonia, Hungría, República Checa, Bélgica (Flandes) u Holanda, y con menos claridad en los países bálticos.
Hay, obviamente, factores estrictamente nacionales que explicarían mejor los resultados. Pero no del todo. Por ejemplo, los escándalos o los casos de corrupción no resultan suficientemente determinantes. En España e Italia no han servido para debilitar sustancialmente a la derecha. En Gran Bretaña pueden haber frenado el ascenso de los conservadores, pero han machacado a los laboristas y dejado casi indemnes a los eurófobos derechistas. Y en la Bélgica valona no han hecho mella en los socialistas gobernantes.
En cuanto a las divisiones internas de los partidos o familias políticas, podría resultar una causa convincente en Francia, pero las tensiones de la derecha en España se han mantenido hasta ayer. Y en Italia, a Berlusconi le sacan los colores sus propios aliados.
Pero la paradoja que la mayoría de los analistas resaltan es que los ciudadanos hayan confiado en los partidos conservadores y liberales, supuestamente más partidarios de las políticas que han propiciado la crisis, y, en cambio, hayan pasado factura a los socialistas, más tibios o renuentes ante esas recetas. Esa paradoja es sólo aparente. Habría que preguntarse si la mayoría de los ciudadanos han visto tan clara esa diferenciación durante todos estos años de verbena económica. Es difícil exonerar a muchos partidos socialdemócratas de responsabilidad en la desregulación, la liberalización a ultranza, la flexibilidad del mercado de trabajo, el debilitamiento de las rentas del trabajo frente a las del capital o el estancamiento de los servicios sociales. Por mucho escarnio que produzca, han resultado más creíble Sarkozy y Merkel proclamando una versión más humana del capitalismo que sus rivales denunciando la hipocresía y el oportunismo de estas propuestas.
Con respecto a ese sistema que ahora ha hecho crisis, la socialdemocracia ha mantenido posiciones que recorren un amplio abanico, pero en ningún caso ostentosamente críticas. En un rápido vistazo, y comenzando a la izquierda del espectro, reconocemos a ciertas familias del socialismo francés proponiendo políticas diferentes a las practicadas cuando ellos mismos gobernaban o a las que otros compañeros del partido claramente propugnaban. En el socialismo mediterráneo, hemos asistido a mensajes diferentes si se lanzaban desde el gobierno o si se predicaban desde la oposición. Los nórdicos han tratado de cuadrar el círculo con propuestas atractivas y temporalmente eficaces como la “flexiseguridad”, en un intento por combinar las recetas liberales con las terapias sociales. Más allá fue Schröeder en Alemania, al hacer cargar fundamentalmente sobre las capas populares la herencia de una unificación que diseñaron y pilotaron sus antecesores democristianos.
Pero la palma se la ha llevado el laborismo británico, que ha venido practicando políticas que hubieran suscrito sin apenas correcciones la señora Thatcher y sus herederos. Tony Blair acudió a su teórico de cabecera, Anthony Giddens, para presentar sus propuestas como una “tercera vía” entre el neoliberalismo y un socialismo supuestamente filoestatista que nunca lo fue. Al final, maestro en el arte de la cabriola política, ideológica y, sobre todo, mediática, Blair presentó su modelo como “social-liberal”. Brown es un heredero malogrado, que discrepó de su colega-enemigo en cuestiones tácticas, no en las grandes líneas de fondo. Es probable que acabe su carrera como un personaje de Shakespeare.
Blair no sólo ha sido el máximo exponente de la pérdida de identidad de la socialdemocracia europea. Puede resultar el protagonista de otra paradoja. A pesar de no haber resuelto en doce años las tribulaciones británicas con Europa, se perfila ahora desacreditado y desgastado por su complacencia hacia los neocon norteamericanos, como el principal candidato a convertirse en el presidente estable de la Unión. De la misma forma que algunos socialistas europeos (entre ellos, los españoles) favorecen la reválida del ultraliberal Barroso al frente de la Comisión, los populares europeos podrían contribuir a prolongar la carrera política del hombre que propició largos años del laborismo en el poder, pero vendió su alma. Este juego cruzado de lealtades y alianzas es la prueba más gráfica, aunque no la más importante, de ese maridaje que tanto ha perjudicado a la izquierda en el ejercicio del gobierno.
No se trata de radicalizar ciegamente los programas o de cargarlos de excesos ideológicos, sino de clarificarlos, de no dejarse ganar por tentaciones oportunistas. Pero sobre todo de regresar a la sociedad civil, de engarzar el trabajo político con las necesidades populares, de enterrar las campañas de laboratorio, de reducir a su justa medida a los gabinetes de imagen. En definitiva, de refundar la manera de entender y practicar la política para arraigarla en los verdaderos movimientos sociales y no en fenómenos mediáticos de corto vuelo y dudosa profundidad.
La izquierda europea con vocación de gobernar debe recuperar, ante todo, su compromiso de reflejar las nuevas realidades sociales con herramientas renovadas pero propias y no mediante adaptaciones digeribles de recetas ajenas. Ni siquiera así es seguro que acabe la hegemonía liberal-conservadora en Europa, pero al menos sus dirigentes podrán dormir con la conciencia tranquila.

EUROPA, TREINTA AÑOS DESPUÉS

04 de junio de 2009

Las elecciones europeas del domingo se van a celebrar bajo el peso de la crisis más profunda de los últimos treinta años. Por una coincidencia de la historia, los primeros comicios de la entonces Comunidad Económica Europea también estuvieron dominados por el brutal impacto del segundo shock petrolero de los setenta.
Entonces, Europa ser percibía como una ilusión, una oportunidad, un trampolín de progreso y de libertades reforzadas. En particular, para los españoles, que acabábamos de aprobar la Constitución y fijamos en Europa el horizonte más inmediato de nuestro futuro democrático. España no formaba todavía parte del club y, por tanto, los españoles no pudimos participar en esas elecciones. Nuestra primera cita con las urnas europeas fue en 1989, aunque antes tuvimos una representación provisional.
Ahora, treinta años después, muchas de esas esperanzas en Europa quizás no se han esfumado, pero si se han debilitado. Y no solamente por la crisis. El proyecto europeo se ha estancado claramente. Sobre este diagnóstico, ampliamente compartido, se ha escrito hasta la saciedad. Según la sensibilidad ideológica, se aportan unas causas u otras. Desde una posición de izquierda, progresista y crítica, puede decirse que Europa ha servido para legitimar políticas contra las que se venía largo tiempo combatiendo.
Es verdad que, bajo el liderazgo de Felipe González y de Jacques Delors, los socialistas europeos intentaron equilibrar las prescripciones más liberales que ponían énfasis en las recetas económicas y escamoteaban los avances sociales. No siempre lo consiguieron. Pero no es descabellado plantear que, en el empeño, los socialistas renunciaron a visiones que perdían fuerza, tanto ideológica como electoral, en el torbellino neoliberal de los ochenta y primeros noventa.
No hay que olvidar que las primeras elecciones europeas se celebraron bajo la inluencia que produjo en toda Europa la arrolladora victoria electoral de Margaret Thatcher y el derrumbamiento del laborismo. Gran Bretaña, siempre alerta y escéptica con Europa, enviaba un mensaje de desconfianza hacia el continente. Un invierno largo y deprimente se adueñaba de la Europa que defendía el avance del proyecto social, después de los fundacionales años de consolidación económica. Y si en la Europa mediterránea se encendía una cierta luz de confianza, lo cierto es que los partidos socialista meridionales que cosecharon éxitos electorales en esos años de ofensiva neoliberal-conservadora no pudieron contrarrestar la marea neoliberal. Más bien al contrario, los socialistas terminaron asumiendo el discurso de sus adversarios, tratando de recomponer el gesto.
Este posibilismo del centro izquierda europeo pareció tener al principio ciertos réditos electorales. Si repasamos los resultados de las elecciones europeas, nos damos cuenta que el Grupo Socialista se mantuvo como el más numeroso de la Eurocámara hasta 1994, durante cuatro elecciones consecutivas.
Pero se trata de un dato engañoso, porque el centro-derecha se presentó en esas convocatorias dividido entre las familias democristiana, liberal y conservadora (en sus distintas versiones nacionales). Hasta ese año, el proyecto político europeo siguió siendo liderado, al menos ideológica y moralmente, por la izquierda moderada. Incluso los comunistas –y sus herederos-, aunque críticos, no rompieron por completo con el proyecto europeísta.
A mediados de los noventa, con la crisis económica, la difícil explicación del desigual y polémico Tratado de Maastricht, el debilitamiento del eje franco-alemán y el agotamiento de los líderes más convencidos y vehementes de la Europa política, el centro-derecha se hizo con el timón europeo. No por casualidad, el Parlamento entrante en 1994 contaba con 198 diputados del Partido de los Socialistas europeos y 156 del Partido Popular Europeo, una diferencia de 42 escaños. Cinco años después, antes de celebrarse las elecciones de 1999, esa diferencia se había reducido a trece. En la izquierda europea en estos años se habían producido dos grandes corrimientos de tierras: los verdes acentuaron el declive de los comunistas a finales de los ochenta y en los noventa y el nacionalismo progresista debilitó en gran medida a los socialistas
En las dos elecciones siguientes, 1999 y 2004, la tendencia liberal-conservadora y el reagrupamiento de fuerzas en esta opción se confirmaron y reforzaron, en gran parte por la ola neoconservadora y neoliberal que sopló desde el Este, tras la caída de los regímenes comunistas y su ansiada incorporación a Europa. La diferencia del Grupo Popular frente al Grupo Socialista en la Eurocámara del siglo XXI no ha sido nunca inferior a los sesenta diputados. Pero si añadimos los conservadores nacionalistas y los demócratas liberales, el predominio del centro-derecha se ha colocado por encima del centenar de escaños, apenas compensados por los grupos a la izquierda del socialista (verdes e izquierda crítica).
Esta evolución política del Parlamento europeo sólo explica en parte el mapa político de la Unión, porque en los gobiernos nacionales se han dado alternancias a veces ligeramente diferentes e incluso contradictorias. Pero sirve como indicador de tendencia. Eso seguramente ocurra ahora. La crisis actual es, sobre todo, la crisis del modelo que arrancó con fuerza cuando se inauguraba el Parlamento Europeo hace treinta años. Pero no está claro que la ciudadanía identifique a los responsables políticos del desastre. En parte, por la deplorable información que se ofrece en los medios, pero también por la ambigüedad y la falta de identidad definida del centro izquierda durante todos estos años, con muy meritorias excepciones.
Si se confirma la derrota de la izquierda moderada, será impostergable la reflexión sobre el proyecto europeo de las fuerzas progresistas, sus diferentes traducciones nacionales y su papel en el debate global. No se puede fiar todo al seguidismo de lo que haga Obama, por prometedor que les resulte a algunos el presidente norteamericano. La ausencia de claridad política e ideológica en respuesta a la crisis empieza a ser alarmante. No se trata de encontrar recetas mágicas, sino de construir una alternativa europea conjunta y global. La crisis de liderazgo afecta tanto a la derecha como a la izquierda, es cierto. Pero la derecha depende menos de los proyectos políticos. Sus referencias están en los mercados. La política tiene para ella un peso accidental. Por usar la metáfora futbolística de los socialistas en esta campaña, la izquierda es más dependiente de las construcciones políticas, porque juega en campo ajeno.