DERROTAS Y PARADOJAS DE LA SOCIALDEMOCRACIA EUROPEA

11 de junio de 2009

La derrota de la socialdemocracia en la gran mayoría de los países europeos –en todos los de mayor peso político- ha dejado una gran amargura en dirigentes y seguidores. A pocos les ha debido sorprender; y en los casos de desviación con respecto a las previsiones, ha sido en sentido negativo. En realidad, no hemos asistido a una derrota global, debida a un conjunto de causas comunes o muy similares, sino a varias derrotas. O para ser más exactos: el centro izquierda se ha despeñado por caminos diferentes.
El primer factor que se queda corto para enfocar el análisis es el desgaste por el ejercicio del gobierno en tiempos tormentosos como éstos. Es verdad que serviría para explicar lo ocurrido a los laboristas británicos o a los socialistas españoles, pero los socialistas franceses y los excomunistas italianos reconvertidos al centro izquierda no han sido castigados por gobernar, sino por no haber presentado credenciales solventes para hacerlo desde su cada día más incómoda oposición.
Además, el comportamiento del electorado en Gran Bretaña y España no es similar. Los laboristas han sido humillados; los socialistas españoles han capeado el temporal y evitado males mayores. En Alemania, donde socialdemócratas y democristianos comparten gobierno, el castigo ha sido mucho más rotundo para los primeros, a pesar de que ejercen el papel de socio minoritario en la gran coalición. Otros partidos de centro-derecha gobernantes han resultado más o menos reivindicados en Polonia, Hungría, República Checa, Bélgica (Flandes) u Holanda, y con menos claridad en los países bálticos.
Hay, obviamente, factores estrictamente nacionales que explicarían mejor los resultados. Pero no del todo. Por ejemplo, los escándalos o los casos de corrupción no resultan suficientemente determinantes. En España e Italia no han servido para debilitar sustancialmente a la derecha. En Gran Bretaña pueden haber frenado el ascenso de los conservadores, pero han machacado a los laboristas y dejado casi indemnes a los eurófobos derechistas. Y en la Bélgica valona no han hecho mella en los socialistas gobernantes.
En cuanto a las divisiones internas de los partidos o familias políticas, podría resultar una causa convincente en Francia, pero las tensiones de la derecha en España se han mantenido hasta ayer. Y en Italia, a Berlusconi le sacan los colores sus propios aliados.
Pero la paradoja que la mayoría de los analistas resaltan es que los ciudadanos hayan confiado en los partidos conservadores y liberales, supuestamente más partidarios de las políticas que han propiciado la crisis, y, en cambio, hayan pasado factura a los socialistas, más tibios o renuentes ante esas recetas. Esa paradoja es sólo aparente. Habría que preguntarse si la mayoría de los ciudadanos han visto tan clara esa diferenciación durante todos estos años de verbena económica. Es difícil exonerar a muchos partidos socialdemócratas de responsabilidad en la desregulación, la liberalización a ultranza, la flexibilidad del mercado de trabajo, el debilitamiento de las rentas del trabajo frente a las del capital o el estancamiento de los servicios sociales. Por mucho escarnio que produzca, han resultado más creíble Sarkozy y Merkel proclamando una versión más humana del capitalismo que sus rivales denunciando la hipocresía y el oportunismo de estas propuestas.
Con respecto a ese sistema que ahora ha hecho crisis, la socialdemocracia ha mantenido posiciones que recorren un amplio abanico, pero en ningún caso ostentosamente críticas. En un rápido vistazo, y comenzando a la izquierda del espectro, reconocemos a ciertas familias del socialismo francés proponiendo políticas diferentes a las practicadas cuando ellos mismos gobernaban o a las que otros compañeros del partido claramente propugnaban. En el socialismo mediterráneo, hemos asistido a mensajes diferentes si se lanzaban desde el gobierno o si se predicaban desde la oposición. Los nórdicos han tratado de cuadrar el círculo con propuestas atractivas y temporalmente eficaces como la “flexiseguridad”, en un intento por combinar las recetas liberales con las terapias sociales. Más allá fue Schröeder en Alemania, al hacer cargar fundamentalmente sobre las capas populares la herencia de una unificación que diseñaron y pilotaron sus antecesores democristianos.
Pero la palma se la ha llevado el laborismo británico, que ha venido practicando políticas que hubieran suscrito sin apenas correcciones la señora Thatcher y sus herederos. Tony Blair acudió a su teórico de cabecera, Anthony Giddens, para presentar sus propuestas como una “tercera vía” entre el neoliberalismo y un socialismo supuestamente filoestatista que nunca lo fue. Al final, maestro en el arte de la cabriola política, ideológica y, sobre todo, mediática, Blair presentó su modelo como “social-liberal”. Brown es un heredero malogrado, que discrepó de su colega-enemigo en cuestiones tácticas, no en las grandes líneas de fondo. Es probable que acabe su carrera como un personaje de Shakespeare.
Blair no sólo ha sido el máximo exponente de la pérdida de identidad de la socialdemocracia europea. Puede resultar el protagonista de otra paradoja. A pesar de no haber resuelto en doce años las tribulaciones británicas con Europa, se perfila ahora desacreditado y desgastado por su complacencia hacia los neocon norteamericanos, como el principal candidato a convertirse en el presidente estable de la Unión. De la misma forma que algunos socialistas europeos (entre ellos, los españoles) favorecen la reválida del ultraliberal Barroso al frente de la Comisión, los populares europeos podrían contribuir a prolongar la carrera política del hombre que propició largos años del laborismo en el poder, pero vendió su alma. Este juego cruzado de lealtades y alianzas es la prueba más gráfica, aunque no la más importante, de ese maridaje que tanto ha perjudicado a la izquierda en el ejercicio del gobierno.
No se trata de radicalizar ciegamente los programas o de cargarlos de excesos ideológicos, sino de clarificarlos, de no dejarse ganar por tentaciones oportunistas. Pero sobre todo de regresar a la sociedad civil, de engarzar el trabajo político con las necesidades populares, de enterrar las campañas de laboratorio, de reducir a su justa medida a los gabinetes de imagen. En definitiva, de refundar la manera de entender y practicar la política para arraigarla en los verdaderos movimientos sociales y no en fenómenos mediáticos de corto vuelo y dudosa profundidad.
La izquierda europea con vocación de gobernar debe recuperar, ante todo, su compromiso de reflejar las nuevas realidades sociales con herramientas renovadas pero propias y no mediante adaptaciones digeribles de recetas ajenas. Ni siquiera así es seguro que acabe la hegemonía liberal-conservadora en Europa, pero al menos sus dirigentes podrán dormir con la conciencia tranquila.

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