UCRANIA: LA ÚLTIMA GUERRA EUROPEA


28 de noviembre de 2018

Desde el pasado fin de semana parece haberse reavivado la última guerra europea: la que enfrenta a Rusia y Ucrania desde hace cuatro años y medio. El incidente naval ocurrido en el estrecho de Kerst (que separa los mares Negro y Azov), discutido punto de delimitación de las aguas territoriales de cada parte amenaza con provocar una escalada que parecía, si no controlada, al menos en estado de latencia en los últimos dos años.

Más allá de las habituales versiones contradictorias que suelen producirse en este tipo de situaciones, lo que parece claro es que existe nula voluntad de conciliación. Lo cual no quiere decir que Rusia y Ucrania tengan apetito de más guerra. Parece tratarse más bien de un ejercicio clásico de posturing (postureo): no aparentar debilidad, de orgullo, de prestigio.


La guerra ruso-ucraniana, nunca declarada, por supuesto, es una consecuencia de la oleada o auge nacionalista en Europa, que se inició en los territoriales oriental tras la caída del muro de Berlín y el proceso de debilitamiento terminal de la URSS, hasta su extinción, en 1991. De las ruinas de los regímenes comunistas no surgieron procesos democráticos sólidos, sino expresiones nacionalistas más o menos agresivas, todas ellas generadoras de desestabilización política, cultural, religiosa y territorial, que sacudieron fronteras y plantearon una inestabilidad crónica. La disolución de la URSS no sólo representó el final de régimen instaurado por Lenin, sino la desintegración del vasto territorio soviético y la aparición de numerosas entidades cuya delimitación territorial, cultural y religiosa nunca había estado completamente consolidada, antes y después de la revolución de octubre. Esa inestabilidad no se limitaba al antiguo espacio soviético; por el contrario, se manifestó inicialmente en los llamados países satélites y afines. En Checoslovaquia, el conflicto se resolvió pacíficamente, pero no así en Yugoslavia.

La antigua Unión Soviética se descosió por todos los lados, con excepción del duro costado oriental. Al noroeste, se desgajaron los bálticos (pioneros del desgarro); en la región centroasiática las repúblicas con mayoría musulmana se apuntaron al impostado renacer islámico; el acceso más virulento ocurrió en el Cáucaso, con o sin componente religioso añadido. Pero el episodio más doloroso para las autoridades pos-soviéticas (nacionalistas a su vez, también) fue el desgarro por el oeste, la secesión y la hostilidad de Ucrania.

La mayoría de los rusos no entienden la separación de Ucrania y Rusia. Para ellos, se trata de un mismo país. No hay fosas étnicas, culturales o religiosas en las que se han apoyado el resto de los movimientos secesionistas europeos. Pero, como en los casos anteriores, un factor resultó esencial para la desintegración: la ambición de las nuevas élites políticas (o más bien viejas blanqueadas).

Moscú no aceptó la separación ucraniana. En realidad, la mitad del país nunca estuvo conforme, o no completamente conforme, aunque los agobios de la vida cotidiana aplazaron los movimientos de reacción. Por su parte, los nacionalistas ucranianos cometieron todos los errores posibles y más, por muchas revoluciones coloridas (naranja, en Ucrania) con que se quiso vestir un proceso caótico, sospechoso y fallido, plagado de corrupción e incompetencia.

Los unionistas reaccionaron, estimulados por ese espejismo de renacimiento nacional del vecino oriental, bajo la égida de Putin. Las regiones fronterizas con Rusia, apoyadas en su superioridad industrial, por caduca y ruinosa que resultaran, equilibraron la balanza de poder y evitaron la culminación del proceso de desacoplamiento. Estados Unidos frenó su aspiración de arrancar a Ucrania de la casa común rusa y renunció a la integración del nuevo estado en la OTAN, bajo la premisa (cierta, pero no completa) de que aún no cumplía las credenciales democráticas debidas.

La caída del gobierno discretamente pro-Kremlin de Yanukovich, después de una revuelta en parte espontánea, en parte alentada desde Estados Unidos y, más tímidamente, desde Europa, destapó la caja de los truenos. Putin entendió que no había otra opción que superar la fase de resistencia y pasar al ataque. La toma de Crimea fue una apuesta arriesgada, económicamente gravosa pero militarmente asumible. ¿Una estrategia calculada? ¿Una operación de prestigio? ¿Una oportunidad de demostrar que Rusia estaba definitivamente
de vuelta? ¿El punto final a dos décadas de humillación? Proliferan las interpretaciones (1).


Por simpatía o por designio, las regiones orientales de Ucrania se rebelaron contra las nuevas autoridades proccidentales ucranianas. Se inició una guerra de desgaste, que nunca tuvo una resolución clara. Tras el hecho consumado en Crimea, no parecía plausible que Occidente aceptara un bocado mayor de Rusia en las regiones fronterizas ucranianas. El Kremlin acudió a una fórmula ya ensayada en el Cáucaso (Abjasia, Osetia,
Transnistria): entidades semindependientes, no unidas formalmente a Rusia, pero dependientes casi al completo de la verdadera madre patria. Se crearon las repúblicas de Donetsk y Lugansk, bajo control separatista y protección rusa.

Los diversos intentos europeos (con la avenencia norteamericana) de abordar el conflicto se centraron, en realidad, a frenarlo militarmente y a plantear iniciativas poco prácticas de conciliación: los denominados acuerdos de Minsk. Pero mientras la diplomacia componía bonitas palabras, Occidente imponía sanciones económicas a Moscú y reforzaba su dispositivo militar en los países aliados más próximos al
oso ruso, alegando el riesgo de tentaciones imperiales rusas, que Putin contribuía a alentar con su retórica nacionalista de grandeza recobrada y su continuado apoyo a los separatistas pro-rusos.

Nunca hubo voluntad de conciliación entre las élites anti-rusas de Ucrania y el Kremlin. Washington rescató de un cajón del orígen de la guerra fría la estrategia del
containment (o contención). La guerra en las regiones orientales ucranianas se estancó (2). El Kremlin aprendió a hacer virtud de las necesidades y acomodarse al régimen de sanciones. Como parece indicar un documentado trabajo del WASHINGTON POST, se ha creado una vital línea económica y financiera entre Rusia y las repúblicas separatistas, a través de Osetia del sur (3).

En Ucrania, las cosas han ido de mal en peor. El gobierno de Poroshenko no sólo ha demostrado notablemente incompetente, sino que ha comprado de forma pasiva o negligente ante la endémica corrupción. La ayuda occidental, escasa e irregular, tampoco ha sido un factor decisivo para la mejora del país. El presidente ucraniano, una especie de Trump más triste, pretende la reelección en marzo, pero sus posibilidades parecían escasas hasta ahora. Nada como un calculado incidente militar con aspecto de crisis potencialmente peligrosa para reavivar sus opciones de victoria.

Esta es la interpretación que hace el Kremlin de lo sucedido en Kerst. Una versión interesada, por supuesto, igual que la sostenida en Kiev. La confusa interpretación del acuerdo de 2003 sobre libertad de navegación, enfrentada a las normas rusas tras la toma de Crimea enmarcan una disputa que no es en absoluto jurídica sino de poder. La península era decisiva para Rusia no sólo por razones culturales. Allí radica la flota meridional del estado ruso desde siempre (el puerto de Sebastopol), que pasó a ser compartido con Ucrania, desde la separación. Tras la recuperación rusa, Ucrania perdió prácticamente toda su fuerza naval. Este último incidente presenta aires de una revancha simbólica o teatral: para Moscú, una provocación sin paliativos; para Kiev, el ejercicio legítimo de la libertad de navegación (4).

Lo que ocurra de ahora en adelante es muy incierto. Poroshenko ha decretado una confusa ley marcial pretextando peligro de nuevas agresiones rusa, pero la oposición política y civil lo considera una maniobra para restringir libertades y favorecer un discurso patriótico y oportunista. Trump manda sus habituales mensajes incoherentes, deseoso de zafarse de una inexplicada relación con Putin, pero acosado por una investigación que amenaza su presidencia. Una Merkel debilitada como nunca trata fútilmente de propiciar moderación en el Kremlin. Se echa en falta, como recordaba hace unos meses Michel Mac Faul, el principal asesor de Obama para vivir con Putin (5). Entretanto, la última guerra europea, destructiva e insidiosa como todas las generadas por el nacionalismo, está lejos de resolverse.


NOTAS

(1)   “Why Putin took Crimea. The gambler in the Kremlin”. DANIEL TREISMAN. FOREIGN AFFAIRS, mayo-junio 2016.

(2)    “Moscow meddling: The forgotten war in Eastern Ukraine”. CHRISTIAN NEEF. DER SPIEGEL, 14 de noviembre.

(3)   “To avoid sanctions, Moscu goes off the grid”. THE WASHINGTON POST, 21 de noviembre.

(4)   “In standoff with Russia, what does Ukraine’s martial law decree means? THE NEW YORK TIMES, 27 de noviembre.

(5)   “Russia as It is. A grand strategy to confront Putin”. MICHAEL MAC FAUL. FOREIGN AFFAIRS, julio-agosto 2018.





LAS DOS ALMAS PERDIDAS DE THERESA MAY

21 de noviembre de 2018

                
Theresa May no es la sucesora de Margaret Thatcher para los conservadores británicos. Ni en la felicidad del triunfo, ni en la desdicha del fracaso. Ni siquiera en el drama shakespeariano de la conjura o la traición. La premier de este atribulado inicio de siglo carece de la pasión que derramaba su antecesora a finales de la centuria pasada. Cada una es producto de su tiempo, como casi todos los líderes políticos. Pero Thatcher contribuyó a definir el suyo, mientras May se acomoda al que le ha tocado vivir, que no protagonizar. La dama de hierro fue una transformer; la mujer que ocupa ahora el 10 de Downing Street apenas si pudiera ser definida como una adapter.
                
El pasado martes, Rafael Behr, articulista de THE GUARDIAN, escribía, a cuenta de este  turbulento proceso de separación británica de la Unión Europea que Theresa May era una remainer en lo económico y una brexiter en lo cultural. Estas dos almas, que unos pueden considerar paralelas y otros contradictorias, reflejan en realidad el oportunismo político de la dirigente británica, una constante de su carrera política. Nunca se ha sabido bien que línea defendía Theresa May cuando llegó a la cúspide de un sistema tan masculinizado como el de los tories.
                
Cuando el malhadado David Cameron quiso cortar el nudo gordiano de la cuestión europea que estrangulaba el debate en su partido convocando un referéndum supuestamente clarificador, May se posicionó con la tibieza habitual en ella en el lado de los remainer, de los que, de mala gana pero con pragmatismo sin disimulo, considerana preferible quedarse, eso si modificando las condiciones de pertenencia. Participó en la campaña del referéndum como si no fuera con ella, como si tuviera miedo a comprometerse demasiado, más por una estética del deber que como una manifestación sincera de lealtad.
                
Triunfó el NO a Europa, ganó el Brexit, Cameron se marchó a casa y, con mayor o menos convencimiento, el derrotado primer ministro abrió las puertas de la sucesión a su secretaria del Interior. May, formalmente del lado de los remainers, se convirtió en ejecutora de los designios de los brexiteers. Ni siquiera necesitó cambiar el discurso, porque nunca tuvo uno que mereciera tal nombre. Su estilo político no consiste en marcar el rumbo, sino en navegar con el menor desgaste político, surfear sobre el oleaje y llegar a puerto como sea.
                
Brexit means Brexit fue su mantra durante el inicio de su mandato. Una consigna con la que quiso apaciguar a los euroescépticos que desconfiaban de ella para encabezar el sonoro divorcio con Europa. Para apalancar esta confianza forzada, pobló de brexiters su gabinete, y en puestos no precisamente menores, como el de Exteriores (el mercurial Johnson) o el propio encargado del divorcio (el taimado Davis). A los conservadores euroresignados alarmados por el resultado de la consulta, May les pareció una partenaire sospechosa. Nunca la tuvieron, y  con razón, como fiable defensora de sus tesis.
                
May se adaptó al espíritu imperante marcado por el orgullo del nacional-populismo tory, aunque ella, por carácter y temperamento, se encuentre muy alejada de ese sentimiento político. Comenzó a mostrarse muy brexiter, sin serlo, mientras navegaba por las aguas agitadas de Westminster, pero se protegía con su armadura adapter al visitar Bruselas u otras capitales europeas, componiendo el pragmático gesto de it’s this way (esto es lo que hay).
                
Esta ambigüedad calculada fue brillantemente captada por el semanario liberal THE ECONOMIST (sólidamente remainer), que motejó a la primera ministra como Theresa Maybe. Theresa quizás o Theresa tal vez. Es decir, Theresa... depende de las circunstancias.
                
Pero esta argucia exitosa o resultona tenía fecha de caducidad, marcada por la lentitud de las negociaciones de separación con Bruselas y por la exasperación de sus colegas políticos, incluyendo los propios miembros de su gabinete. Incluso los más templados empezaron a preguntarse si May tenía una estrategia o sólo seguía instrucciones de  un manual de supervivencia. Hubo deserciones, proliferaron las caras largas en las reuniones de Downing Street y se creó en una atmosfera confusa, de niebla política, de futuro incierto, de todo es posible... incluido un referéndum de salida. El Brexit means Brexit empezó a ser asaltado por la duda sobre si Brexit means whatever... o será lo que sea.
                
Este pasado verano, May, auxiliada por sherpas y apoyada solamente por unos pocos ministros más o menos fieles, o tan escurridizos como ella, alentó el Plan de Chequers, con el convencimiento de que había dado con la piedra filosofal, es decir, tomar de la UE lo conveniente (los beneficios económicos) y zafarse de lo molesto (las exigencias de la libre circulación de personas, es decir la inmigración, o la justicia europea). El gambito era un wishfull thinking, tan indefinido que hizo desconfiar a los brexiters duros y obtuvo sólo el apoyo tibio de los brexiters más pragmáticos. Con esta debilidad sin disimulo se presentó May en Bruselas en octubre. Y se vino con las orejas calientes. Macron, en su habitual tono tenor, y Merkel, casi siempre barítona, le descalificaron el expediente.
                
Las últimas semanas han sido un calvario para Theresa, la dúctil. Ha tenido que emplear todas sus habilidades y exprimir su aparentemente inagotable capacidad de paciencia para mantener a flote la barca, en espera de que apareciera el horizonte. El escabroso asunto de Irlanda, el backstop o barrera de seguridad, para garantizar una frontera que no pareciera una frontera, que conciliara el acuerdo de pacificación en Irlanda del Norte con la sacrosanta vinculación del Ulster al Reino Unido, estuvo a punto de arruinar definitivamente el acuerdo. Finalmente, se optó por la frialdad de las soluciones técnicas, para intentar aplacar el ardor de los sentimientos nacionalistas. Pero se trata de un apaño, no hay que engañarse.
                
El proceso del Brexit ha sido, estos dos años y medio, un relato bífido, un solapamiento de las negociaciones técnicas UE-UK  con las pasiones políticas en Londres. Lo anticipó Barnier, el negociador jefe de la UE, unos días antes de que sustanciara el acuerdo latente: la suerte dependerá de lo que pase en Westminster, no de lo que puedan pactar los europeos con el gobierno británico. Y así ha sido.
                
Al final, la propuesta de acuerdo consiste, en realidad, en prolongar el partido, no en resolverlo. En Europa se ha preferido no precipitar una situación caótica que la clarificación de la espina británica. May pretende disponer de algo con lo que blindarse para prolongar su paciente lucha por mantenerse. Ha variado ligeramente de guion al elegir el órdago para desafiar a los brexiters más recalcitrantes, sabedora de que no hay una alternativa mejor que la suya. May opera con una lógica pura de poder. No es una ideóloga, es una superviviente.
                
Esta ambivalencia dialéctica entre sus dos almas le ha servido para resistir, pero ambas han quedado deterioradas o perdidas en el empeño. Ha capeado la rebelión impotente en su gobierno y ha abortado la sangría de las cartas de desconfianza en el Comité 1922, otra antigualla del conservadurismo tory, que opera como una suerte de tribunal donde se prescribe el camino del calvario de los  premiers desventurados.
                
Dijo Churchill que a los primeros ministros conservadores se les debía de apoyar hasta la reverencia mientras gozaran de la confianza del partido, pero merecían ser lanceados cuando la perdían. Esta sentencia del histórico referente de los tories parece haber sido aprendida por Theresa May, aunque muy a sus manera. Después de todo, lo suyo no es la convicción, sino la condición.