2 de Septiembre de 2013
Haya o no ataque militar contra
el régimen sirio, sea ‘limitado y medido’ o no, está claro que no tendrá
motivaciones morales ni soporte legal. Aunque lo digan los dirigentes mundiales
que lo apoyan, y en particular el más poderoso de ellos: el presidente de EE.UU.
Obama se encuentra incómodamente atrapado en sus propias palabras, promesas y
declaraciones. Desde que era senador, luego como candidato a la Casa Blanca, y
ahora ya como Presidente, a realizar proclamas solemnes sobre los criterios éticos
y políticos que deben informar la tarea de gobernar, de liderar.
EL DILEMA DE OBAMA
La primera intención de Obama era
atacar sin más dilaciones. Se trataba de una cuestión de prestigio. Hace sólo
unos meses, cuando el líder sirio se creía amenazado por el avance rebelde y
parecía verosímil que utilizara su temible arsenal químico para obligar a
retroceder a sus enemigos, Obama creyó oportuno establecer en el empleo de ese arsenal
una “línea roja” que, de traspasarse, desencadenaría una respuesta militar
norteamericana.
Rebasada ahora la “línea roja”,
aunque el resultado de las investigaciones de los expertos de la ONU tardará en
conocerse plenamente, el presidente no tiene más remedio que “hacer algo”, o su
credibilidad quedaría por los suelos, sobre todo cuando son sus propios
colaboradores quienes han dicho que las evidencias son palmarias.
Ese compromiso había sido erróneo
para muchos de sus colaboradores. Después de formularlo se produjeron otras
denuncias de uso de armas químicas, pero se esquivó el asunto con el argumento
de que habían sido “acciones menores”. Y es que Obama había demostrado una reiterada
resistencia a inmiscuirse en ese resbaladizo conflicto. La inhibición
presidencial era comprensible, porque la guerra en Siria no enfrenta una causa
justa y otra injusta, aunque al principio pudiera haber algo de ello. Con el
tiempo, ha degenerado en un combate sectario, cruel y peligroso. Debilitar al
dictador Assad podría reforzar, aún sin pretenderlo, las opciones ‘jihadistas’ que cada vez tienen más
influencia en el conglomerado de la oposición armada.
Pero el episodio del 21 de
agosto, por su dimensión y sus efectos (millar y medio de víctimas mortales)
dejaba poco lugar para escabullirse. Obama no tuvo más remedio que honrar su
compromiso e intervenir. Sabía que difícilmente podría obtener el aval de la
ONU por el veto ruso (y quizás chino), pero creía posible seguir adelante con
sus planes y cumplir su promesa con un ataque “limitado y medido”, con el apoyo
de sus más fieles aliados occidentales. Lo que no podía imaginar era el revés
sufrido por el siempre seguro socio británico. El voto contrario en los Comunes
a la intervención obligó a Obama y convocar a sus asesores, pausar la decisión y
evaluar de nuevo la situación. Necesitaba un blindaje político.
En 2007, antes de llegar a la
Casa Blanca, Obama manifestó –como le recuerda en un editorial el NEW YORK
TIMES- que “el Presidente de Estados Unidos no tiene atribución constitucional
para autorizar unilateralmente un ataque militar, si no se trata de conjurar
una amenaza real o inminente para la nación”. Difícilmente puede sostener Obama
que el conflicto de Siria supone una amenaza para la seguridad nacional, pese a
que ha intentado insertarlo en el contexto regional de Oriente Medio, que, por
naturaleza, siempre comporta una dimensión inquietante para los intereses
vitales de Estados Unidos. Ante la expresión de malestar en sus propias filas,
las demócratas, y el creciente acoso republicano, el Presidente ha decidido no
actuar a espaldas del Congreso. Lo hizo en el caso de Libia, ciertamente, pero
entonces tuvo el respaldo del Consejo de Seguridad. No así ahora. El ataque se
retrasará más de una semana.
EL OPORTUNISMO REPUBLICANO
Pero ¿qué pasaría si la solicitud
de Obama es rechazada por el legislativo? El influjo del voto en los Comunes
puede arrojar alguna sorpresa. Es algo que no puede descartarse, según ha
admitido el mismo inquilino de la Casa Blanca.
Los apuros de Obama están siendo
disfrutados, casi sin disimulo, por sus rivales republicanos. Con el cinismo
que caracteriza a sus líderes, se han unido a muchos demócratas (centenar y
medio entre ambos) para exigirle que consulte al Congreso antes de ordenar el
ataque. Los argumentos son legítimos porque existe una obligación
constitucional. Pero no es la legalidad o el respeto al equilibrio de poderes
lo que está en el ánimo de los dirigentes republicanos, sino el aprovechamiento
de los vaivenes del Presidente.
En el bando republicano circulan
discursos diferentes sobre el asunto sirio. Las contradicciones en este asunto
no son privativas de Obama. Durante más de un año prominentes figuras del
partido –McCain, Graham- han venido censurando las dudas e inhibiciones del
Presidente y exigiendo una intervención contundente, para derrocar al régimen, mientras
sus compañeros guardaban silencio. Ahora que el Presidente se ha decidido por
la acción, algunos republicanos airean los inconvenientes de la intervención y
le exigen explicaciones, amparándose en que el ataque constituiría un ‘acto de guerra’.
ESCEPTICISMO EUROPEO Y ENTUSIASMO
DE HOLLANDE
En Europa, por el contrario, el
debate no genera apenas polémica. La gran mayoría de la opinión pública se
muestra contraria. El efecto Irak, diez años después, continúa. Pero por si no
esto no fuera poco, les resulta difícil a los ciudadanos europeos valorar la
conveniencia de estos ataques de castigo.
La guerra siria resulta
incomprensible para la mayoría de los ciudadanos europeos. Aunque repugne el
uso de armas químicas, no se identifica claramente un bando amigo o simplemente
defensor de una causa justa. Cada vez es más claro es que similares comportamientos
odiosos de dictadores se miden con diferentes raseros y provocan respuestas distintas.
¿Qué diferencia moral existe entre matar ciudadanos con gases o con balas? ¿Por
qué castigar al régimen sirio y no a los generales egipcios, a los que ni
siquiera se les denomina golpistas para no tener que tomar otras medidas
indeseadas?
Tampoco se tiene claro que el
ataque sea tan “limitado y medido”. Para impedir que Assad pueda realizar más
ataques químicos habría que destruir muchas bases e instalaciones (aeropuertos,
depósitos, plantas, cuarteles). El experto Tony Cordesman cree para inhabilitar
el arsenal químico sirio haría falta un ataque amplio. Además, si la operación
se complicase, podrían intensificarse las venganzas y represalias entre los
bandos en disputa e incrementarse el
éxodo de población. Por no hablar de la probable desestabilización de
Líbano o el efecto multiplicador en un Irak que ha vivido un verano atroz y se
desangra de nuevo.
El rechazo ciudadano europeo a
estas guerras que se ganan oficialmente desde los despachos irrita
especialmente en estos tiempos, cuando lo que preocupa de verdad es que los
líderes se concentren en encontrar soluciones a la crisis social que ha
provocado el derrumbamiento real del sistema económico. Un conflicto en Oriente
Medio suena a petróleo más caro. Este malestar explicaría la reacción de los
diputados conservadores británicos díscolos, temerosos de aislarse de sus
propias bases, demasiado ajenas al conflicto.
¿Cómo entender entonces el
entusiasta apoyo de François Hollande a la intervención, aunque dos de cada
tres franceses se opongan? La prensa en Francia ha sido muy activa en la
denuncia de las masacres realizadas por el clan Assad. Aparte de lo aportado
por la inteligencia francesa, LE MONDE denunció uno de los anteriores ataques
químicos con profusión de pruebas gráficas y testimonios de testigos. Kerry ha
premiado esta fidelidad francesa, esquiva en muchas otras ocasiones, calificando
a Francia como “nuestro aliado más antiguo”, rememorando el apoyo galo a la
independencia norteamericana frente a la Corona británica.
El Eliseo imprime aires de
grandeza. A casi todos los jefes de Estado galos les cuesta resignarse a no
destacar en una crisis internacional. En la cúspide política francesa pervive
un reflejo imperial, que se manifiesta con frecuencia en África, por mucho que sus
intervenciones allí se disfracen de discursos humanitarios. La reticencia de
Chirac en el ataque a Irak de 2003 tenía mucho que ver con el intento de
preservar en ese país futuros intereses franceses y no con la ruptura de ese
comportamiento, que él cultivó contumazmente, precisamente en el continente
africano.