EN LA MUERTE DE SHIMON PERES: UN AVE RAPAZ RESISTENTE A LA EXTINCIÓN

29 de Septiembre de 2016

Con la muerte de Shimon Peres se extingue la generación de padres fundadores y artesanos iniciales del estado de Israel. Su desaparición es casi un símbolo de algo que viene siendo una tendencia imparable desde hace años: el fin de la última utopía del siglo XX.

Peres significa “águila” en hebreo. No es su verdadero nombre, sino la traducción a ese idioma del polaco Persky, su nombre original. El cambio se lo sugirió un amigo, mientras se encontraban cumpliendo una misión de vigilancia en el Sinaí, en 1948, durante la guerra originada por la proclamación del Estado de Israel.
                
El histórico dirigente fallecido ha hecho honor al significado de su nombre. Audaz, astuto y resistente, su  vida ha sobrepasado el lapso temporal de sus creencias. Como otros muchos líderes de su generación, Peres ha sido un pensador visionario, un político calculador y un hombre de acción. Pero, por encima de todo, un estratega.
                
UNOS INICIOS TÉCNICOS

Criado al amparo de Ben Gurion, el padre fundador de Israel, cumplió misiones muy delicadas de reconocimiento, vigilancia y logística de la defensa nacional en esos momentos iniciales en que la continuidad de Israel como estado parecía más comprometida. Como consecuencia de su buen hacer, terminó convirtiéndose en el creador de la industria militar defensa del país. Negoció acuerdos y contratos de armamentos con las principales potencias mundiales. No fue militar, pero sabía de la defensa de su país, de sus fortalezas y debilidades, tanto o más que cualquier de sus históricos y legendarios generales.

Muchas veces se ha dicho que las fuerzas armadas son la institución más importante de Israel. Y es muy cierto. No sólo debido a que sobre ellas ha descansado la supervivencia del joven Estado. También porque, al tener un servicio militar obligatorio y universal, la institución castrense es la más popular, la más respetada y apoyada. Como me dijo un intelectual israelí en los ochenta, el Ejército es el que sabe realmente lo que pasa en el país.

Ejército y política son vasos comunicantes en Israel. Más aún: un buen curriculum militar es una plataforma irresistible para forjar un porvenir político sólido. Peres no ganó batallas ni atesora honores de héroe de guerra, pero contribuyó decisivamente a hacer de Israel el estado militarmente más poderoso de la región, en un entorno totalmente hostil.
                
Por eso resultó un proceso natural su salto a la política pura, por así decirlo. Se afilió al laborismo, una elección práctica, al ser el partido de su padrino político. Pero nunca fue un doctrinario ni un dirigente muy apegado a convicciones socialistas. Algo que comparten muchos dirigentes de su generación. La etiqueta política era entonces una divisa de referencia que una lealtad ideológica.
                
En su trayectoria política, Peres ha conocido todas las estaciones. En las 18 veces en que ha sido ministro le tocó ocuparse de Defensa, la cartera más conectada con sus orígenes, de Exteriores, la más acorde con su sensibilidad, pero también asumió otras con contenido más tecnocrático o funcional, fruto de las circunstancias o del juego de alianzas políticas.
                
Como jefe de gobierno, Peres se empeñó más en tender puentes que en afilar posiciones. En ese empeño, sin embargo, cosechó más frustraciones que satisfacciones. No en vano, en su madurez política coincidió con el auge del nacionalismo y de irrendentismo religioso judío.
                
LA PAZ CON LOS PALESTINOS, EL GRAN MOMENTO

A esta última gran figura del panteón de hombres ilustres de Israel se le puede recordar por muchos méritos. Pero, en estas horas de homenajes y obituarios, quizás el más destacado es la firma del acuerdo de paz con los palestinos, del que fué artífice imprescindible. Sin embargo, como ministro de exteriores, cedió el protagonismo principal a su jefe de gobierno y correligionario, Isaac Rabin. De ahí que no apareciera en el lugar central de aquella foto de un soleado día de mediados de septiembre de 1993 en el jardín trasero de la Casa Blanca, junto al enemigo histórico, el líder de la OLP, Yasser Arafat. Los tres personajes se ganaron el Premio Nobel de la Paz por aquel logro, conocidos como los acuerdos de Oslo, hoy apenas respetados por nadie, denostados por casi todos y casi reducidos a cenizas.
                
En esa foto, Peres lució más sonriente que Rabin. La relación entre ambos, herederos naturales del liderazgo laborista personificado inicialmente por Ben Gurion y Golda Meir, fue siempre tormentosa y dolorosa. Rabin dejó escrito en sus memorias que Peres era un “conspirador infatigable”. En la mecánica de identificación de las corrientes laboristas tan propia de esos años, Rabin pasaba por ser “halcón” y Peres “paloma”. En cierto modo, era verdad, pero resultaba engañoso, como todas las simplificaciones políticas.
                
UNA ESPLÉNDIDA DECADENCIA

Tras el asesinato de Rabin por un extremista judío enemigo de la paz, Peres parecía destinado a disfrutar en exclusiva del liderazgo laborista. Pero la edad, la emergencia de nuevos y más jóvenes aspirantes, el pragmatismo del veterano referente y sus escasas habilidades para resultar popular lo fueron debilitando. Peres no compartió la hostilidad que demostraron otros de sus más jóvenes correligionarios hacia la derecha israelí, quizás por motivos generacionales. La convergencia hacia el centro pero desde polos opuestos llevó a Peres a entenderse y colaborar con un antiguo rival, el bombástico ex-general Sharon, en una muestra más de su pragmatismo político.

Luego le llegó, ya como figura más simbólica del Estado, la oportunidad de coronar su vida política con la responsabilidad de la Jefatura del Estado. Cumplió con la tarea de manera elegante y brillante. Dio altura, lustre y significación al cargo, como persona capaz de recorrer todos los senderos políticos sin incomodidad. La dignidad del puesto confirió solemnidad a sus aficiones literarias y filosóficas, le permitió explotar el prestigio internacional del que gozaba y ofrecer una imagen más amable de Israel, castigada duramente por sus excesos, su arrogancia y el alejamiento de sus aspiraciones originarias.      

“Sin Peres, Israel dejará de ser definitivamente joven”, titulaba un politólogo israelí, Shamuel Rosner, un artículo dedicado hace unos días a su figura, anticipando su inminente desaparición (1). En realidad, Israel ha perdido su juventud hace mucho tiempo. Con el debido respeto, Peres se mantenía como notario del fin de la inocencia, de la disolución de la originaria idea de nación democrática, igualitaria y experimental en la pura razón de Estado.


(1)    NEW YORK TIMES, 19 de septiembre.

                 

CLINTON vs. TRUMP: UN DUELO CON MORBO PERO SIN SORPRESAS

28 de septiembre de 2016
                
El primer debate de candidatos a la Casa Blanca se ha desarrollado sin sorpresas. Las expectativas de novedades llamativas, cartas debajo de la manga o balas de plata con que uno de ellos pudiera infligir un revés político relevante a su adversario no han tenido lugar.
                
Como viene ocurriendo desde el inicio de la fase final de la campaña, el duelo tuvo que ver más con las aptitudes y actitudes personales de ambos contendientes que sobre sus respectivas propuestas. Quizás esta pretensión sea simplemente vana, porque para ello tendría que haber dos candidatos auténticos, y no es eso lo que ocurre.

La contienda de 2016 se libra entre una candidata acreditada, formada, experimentada y sobre cuya trayectoria se pueden hacer todo tipo de evaluaciones y análisis, y una suerte de anti-candidato, un personaje bufo, estrafalario e inconsistente, imprevisible e inquietante, cuyo principal mérito ha sido mofarse de sus adversarios pasados y presentes, codificar un conjunto de tópicos demagógicos y exhibir una frívola habilidad en el manejo de los medios audiovisuales, con no poca complicidad de algunos de ellos y la pasividad de otros.

Así las cosas, el debate se resolvió en una disputa dialéctica previsible, en la que resultó ganadora la candidata demócrata, porque atesora una solidez y una experiencia de la que carece escandalosamente su rival. Hillary evitó el peor de los peligros: ofrecer una imagen arrogante, despectiva o pedante, como en otros momentos hicieron otros compañeros de partidos ante rivales republicanos mucho más sólidos que Trump (Gore u Obama, p,e.).

Clinton no se pareció a su marido en 1992 frente a Bush padre o frente a Dole en 1996, porque no hubiera sido creíble. Mantuvo su perfil de representante acreditado del sistema, del establishment, sin deslices populistas inoportunos o guiños a la sensibilidad más a la izquierda del electorado demócrata. Ante las acusaciones archiconocidas de Trump, adoptó una actitud tranquila y, en momentos muy escogidos, socarrona, pero sin exhibicionismo de superioridad. Las alusiones a su salud, formulada por su adversario republicano en términos sobradamente conocidos, fueron replicadas por Madam Secretary con la hoja de servicios en la mano. No se da la vuelta al mundo y se abordan problemas de dimensión y complejidad internacional con la energía escasa, vino a decir Clinton, con aplomo imperturbable.

Trump sólo podía tener un objetivo en el debate: extender las dudas ya conocidas sobre la personalidad de la candidata demócrata: su sinceridad, su honestidad política, su credibilidad. No parece haberlo conseguido. Hillary zanjó el espinoso asunto del uso de su correo privado para comunicaciones oficiales de la Secretaría de Estado con una admisión de los errores cometidos y una explicación corta pero clara del alcance de los mismos. Y ahí se quedó todo. El magnate evidenció poca agilidad o escasa habilidad para explorar las debilidades de su rival.

Hillary ha sido indemne de debate. Lo que es malo para Trump, que era quien más podía ganar en el acontecimiento. No sólo porque va por detrás, sino porque le resulta cada vez más complicado quebrar sus techos electorales. Los datos generales de intención de votos son poco indicativos, debido al sistema electoral. Lo relevante es la desventaja que Trump arrastra en los llamados swinging states, o estados en disputa, que necesita ganar desesperadamente para hacerse con la Casa Blanca. Aunque conserva opciones de triunfo en alguno, parece muy poco probable que obtenga la mayoría en un número suficiente de ellos para alcanzar los 270 votos necesarios en el Colegio Electoral para ser elegido Presidente.  

El electorado está bastante polarizado ideológicamente y las abismales diferencias en el perfil de los candidatos ahondan este fenómeno de fractura. Por lo general, en la política actual, tanto en Estados Unidos como en Europa, el factor personal se impone sobre el ideológico o el programático, por factores de sobra conocidos. Sin embargo, en los últimos tiempos, la irrupción del nacionalismo, del populismo o de otras opciones aparentemente rupturistas se han mostrado capaces de captar simpatías y votos en los segmentos más desanimados o más escépticos de la población. Pero estos segmentos del electorado no esperan programas más convincentes, ni discursos bien elaborados o sólidamente fundamentados, sino proclamas sencillas que conecten con sus frustraciones.

El debate de ayer había levantado algunas expectativas, pero no debió resolver la indecisión de esos millones de norteamericanos que todavía no saben a quién votar o incluso si votarán. En realidad, los verdaderos debates, los debates en los que se confrontaron modelos y propuestas, fueron los que protagonizaron Clinton y Sanders en las primarias demócratas. En el bando republicano, el favoritismo mediático por el histrión Trump condiciono el contenido de las confrontaciones dialécticas y la temperatura de las mismas. La debilidad de los otros contendientes y las contradicciones y perversiones políticas del Great Old Party contribuyeron también a ofrecer una pésima imagen de la opción conservadora.

Clinton sabe que contrarrestar la demagogia de Trump es tan importante como ganar la confianza de los seguidores de Sanders, que ha rendido un enorme servicio a la nación con la valentía, honestidad y pertinencia de sus propuestas. Cuanto más se acerque a ese universo de descontento primario que anida bajo la engañosa tutela de Trump, más corre Hillary el riesgo de provocar corrientes de abstencionismo en las bases tradicionales demócratas. Ese dilema no lo ha cambiado este debate, y será difícil que ocurra después de los dos siguientes.

No hay persona, entidad o corriente de opinión solvente, moderada o conservadora, que no admita que Clinton es la única candidata capacitada para el cargo. El desánimo republicano, neutralizado por el discurso y la propaganda, y sobre todo por la necesidad de conservar una mayoría con la que contrarrestar cuatro u ocho años más de una Casa Blanca demócrata, es lo que mantiene la ficción de que estamos ante unas elecciones como cualquier otra. No es así. Trump puede evitar una derrota no humillante, pero eso no le privará de haber sido un candidato vergonzante, un anti-candidato.

De aquí al próximo debate, el 9 de octubre, la campaña no deparara seguramente elementos novedosos. Trump intentará incidir sobre las grietas de credibilidad de Clinton, no para atraer a esos descontentos a su casilla de voto, sino para que no se acerquen a los colegios electorales. Hillary tendrá que seguir incidiendo en la inelegibilidad de su rival y en recuperar la confianza de los suyos en ella.

Después del segundo debate, que tendrá un formato town hall, es decir a base de preguntas del público asistente, las dos campañas quizás se vean obligadas a hacer ajustes. Luego, habrá que esperar a ver si surge o no la “sorpresa de octubre” (generalmente, un tópico), antes de someterse al veredicto del 8 de noviembre.


EL CUBO DE RUBIK-PUTIN, O RUSIA COMO PROBLEMA

21 de Septiembre de 2016

Uno de los principales objetivos en política exterior de Barack Obama cuando asumió la presidencia de los Estados Unidos fue reconsiderar la relación con Rusia: el famoso reset. A poco más de cien días para dejar la Casa Blanca, es evidente que las pautas de colaboración entre Washington y Moscú  han cambiado sustancialmente, pero no en el sentido en que esperaba el presidente norteamericano.
                
Rusia es el elefante en el salón de la política exterior estadounidense. Con una cierta simplificación, se escucha con frecuencia que hemos vuelto a los tiempos de la guerra fría. En puridad, no es así. Entre otras cosas, porque durante la guerra fría se atravesaron muchas etapas: tensión máxima (desde finales de los cuarenta hasta finales de los cincuenta), tensión descendente (desde finales de los cincuenta hasta casi mediados los sesenta), distensión (desde mediados los sesenta hasta finales de los setenta) y rebrote de la tensión (desde comienzos de los ochenta hasta la perestroika de Gorbachov).
                
Con la desaparición de la URSS se abrió un tiempo nuevo, en el que, aparte de ciertas formulaciones ilusorias (como el fin de la Historia o el triunfo cósmico del capitalismo, entre otras), se creyó llegado el momento de consolidar un orden internacional no basado en el equilibrio del terror (nuclear), sino en la cooperación de distintos polos de poder, aunque bajo la hegemonía de Estados Unidos como garante del sistema liberal democrático.
                
El gran problema de esa (sobre) optimista aspiración fue que ese nuevo orden se fundamentaba tanto en cimientos negativos como positivos. Del mundo bipolar se pasaba a uno engañosamente multipolar, por la influencia determinante de la única superpotencia restante. Se quiso proyectar a Rusia como potencia emergente, junto a otras como China, Brasil o India. Con la diferencia que estás dos últimas se encontraban en dinámicas ascendentes (pero muy relativas) y la primera en tendencia declinante.
                
Primero se cortejó a Rusia por su evolución democrática. Pero en realidad, se la trató como un gigantesco mercado, con escasa sensibilidad hacia la mayoría de su población. Se defendió de manera casi fanática un modelo sólo porque consagraba el capitalismo, cuando no se estaba construyendo un sistema democrático, sino rapaz, profundamente anti-igualitario y, en el fondo, fuertemente autoritario. La etapa Yeltsin fue un desastre para Rusia por su ciega conversión al sistema capitalista, sin contar con los recursos e instrumentos para su implantación y sus mecanismos de protección de los más débiles o desfavorecidos.
                
Para terminar de complicar las cosas, se aprovechó el debilitamiento del gigante ruso para ampliar la Alianza Atlántica, con falta de visión a largo plazo, porque, fuera o no esa la intención, alentó la percepción de los escépticos locales de que se estaba cercando a Rusia.
                
La reacción era de esperar. Al caos de esos años "revolucionarios" siguió una respuesta de tono crecientemente autoritario, que protagonizó (entonces, seguramente, sin que él mismo se diera cuenta) un oscuro ex-agente del KGB llamado Vladímir Putin,  consejero primero y una especie de revanchista después.      
                
La crisis financiera de finales de los ochenta mató el espejismo del capitalismo pseudo liberal en Rusia. El nuevo siglo trajo una nueva visión. Falta por codificar ese cambio, como Gorbachov hizo con la perestroika para su malhadado proyecto de reforma del comunismo. Para algunos, el término que define ese cambio es el de Nova Rossiya o Nueva Rusia. Una Rusia más fuerte, orgullosa de su pasado, del zarista y del soviético, del ortodoxo y del estatista, en una síntesis a veces extravagante, pero con un denominador común: la grandeza.
                
La expansión económica de las dos primeras décadas de este siglo hizo concebir en los nuevos apparatchiks del Kremlin (y sus provincias) la tentación de recuperar un estatus perdido.  Impulsados por las materias primas y por una retórica neonacionalista, el oscuro Putin se transformó en ese padre que la llamada alma rusa siempre anhela. Pero la irrupción de un nuevo ciclo bajista y algunos cálculos equivocados de poder excesivo (Crimea) lo frenaron en seco. Rusia dejó definitivamente de ser una oportunidad y se instaló en los despachos de poder occidental como un problema. 
                
La guerra de Siria sirvió para que Putin intentara recuperar la alta influencia de la que fue expulsada tras la primera guerra de Irak. Un campo de batalla para disimular la fragilidad de su proyecto de engrandecimiento nacional en el interior. Obama ha dicho con claridad que Siria puede ser para Putin lo que Afganistán significó para la gerontocracia soviética. Puede ser. Pero ese proceso puede ser doloroso no sólo para Rusia, sino para todo el mundo.
                
El fracaso del alto el fuego en Siria estaba anunciado, como anticipábamos en el último comentario. Algún día sabremos si el bombardeo norteamericano contra posiciones del ejército sirio fue una torpeza u otra cosa. Ciertas actitudes de algunos altos funcionarios norteamericanos no han ayudado a calmar a los rusos, y éstos aprovecharon la ocasión para dar por muerto el cese de hostilidades y otorgar luz verde a Assad en su ambición por revertir la situación militar, incluso con actuaciones deplorables como el ataque al convoy humanitario.
                
Simultáneamente, Putin consolidaba su cómodo apoyo parlamentario. La intimidación, el control de los medios  y la fragilidad de la oposición liberal y/o progresista deja Rusia a merced del Presidente. Poco le importa a éste la creciente apatía de la población (abstención record): al contrario, es garantía del triunfo de su enfoque autoritario y paternalista.
                
Putin ha intentado, desde el fiasco de Ucrania, tejer una red de relaciones externas que contrarreste el cerco occidental. Sigue cultivando unas relaciones de conciliación con China, aunque la desconfianza de Pekín mantenga el vuelo bajo; seduce a Japón con una música de cooperación, que Tokio contempla como herramienta para fortalecerse frente a Pekín; corteja a Irán como centro del poder del chiismo musulmán, pese a las abismales diferencias estratégicas o de civilización; juega al caliente y al frío con la enfadada Turquía,  eslabón frágil de la Alianza occidental; hace guiños continuos al neonacionalismo autoritario en Europa occidental , al tiempo que fomenta divisiones entre los aliados occidentales sobre el espinoso asunto de las sanciones; e incluso se permite desafiar al archirival norteamericano, espiando su engranaje político o flirteando con uno de los candidatos presidenciales.

                
Se dice con frecuencia que Putin y quienes lo secundan no han superado el umbral táctico, que carecen de un proyecto estratégico real, que juegan con la perplejidad occidental o la ansiedad de sus vecinos asiáticos agobiados por el auge chino. Es probable. Pero el caso es que Rusia se asemeja al famoso cubo de Rubik: se le da vueltas y vueltas para alinear los colores, para una acomodación aceptable sin confrontación, y no resulta fácil conseguirlo. 

SIRIA: EL ACUERDO DE ALTO EL FUEGO QUE (CASI) NADIE QUIERE

14 de Septiembre de 2016
               
El alto el fuego en Siria, acordado el viernes por las diplomacias norteamericana y rusa, se está respetando, en términos generales, aunque se hayan producido fracturas menores. Los auspicios, en todo caso, no son muy halagüeños. Casi todas las partes en el pandemónium sirio dicen querer la paz, pero no hay apenas coincidencia en lo que esa aspiración consiste y significa. Por ese motivo, este alto el fuego no lo quiere (casi) nadie. No sólo los combatientes directos. También ciertos sectores de los dos grandes padrinos del acuerdo, quienes delatan su propia desconfianza al plantearlo por un periodo inicial de una semana, renovable.
               
NO LO QUIEREN LA MAYORÍA DE LOS REBELDES
               
La oposición armada siria, ya se sabe, está dividida, fracturada, atomizada. No es preciso agobiar al lector con la profusión de organizaciones, grupos y tendencias. Cada cual responde a principios y valores similares en algunos casos similares pero no idénticas o incluso opuestas, a realidades locales y sociales distintas a tácticas no coincidentes, a protectores diferentes. Algo común a este tipo de conflictos armados, en los que la autoridad del Estado se debilita y los intereses extranjeros se aprovechan de la debilidad de los combatientes para imponerles sus agendas o incluso para generar disidencias internas.
              
Los rebeldes afines a Arabia Saudí, a Turquía, a Qatar, o a cualquier otro protector y financiador han aceptado con la boca torcida, porque temen que el régimen aprovecha el alto el fuego para consolidar su recuperación de este último año. Algunos se han opuesto, aunque eso no signifique necesariamente que estén dispuestos a significarse como los principales responsables iniciales del fracaso del alto el fuego mediante una acción unilateral significativa.
               
Los rebeldes más afines a Estados Unidos, menos influyentes sobre el terreno, aunque jueguen siempre con la ilusión de recibir apoyo decisivo en el momento oportuno, han aceptado con menor resistencia el cese de hostilidades.
               
NO LO QUIEREN LOS MARGINADOS
               
Obviamente, el acuerdo de alto el fuego no lo quieren el Estado Islámico o la franquicia local de Al Qaeda, que ya no se llama Al-Nusra, sino Fatah Al Sham (o Conquista del Levante). No lo quieren, ni se les permite que lo quieran, porque son los señalados por Washington y Moscú como los principales enemigos a batir.
               
El problema es que Fatah Al Sham tiene relaciones más que estrechas con los rebeldes pro-saudíes y no siempre malas con algunos pro-occidentales. Se necesitan unos a otros tanto o más (según el momento) como necesitan a los grandes padrinos. Cualquier provocación, incidente o complicación puede desencadenar otra espiral bélica.
              
NO LO QUIERE EL RÉGIMEN
               
Assad fue el primero en aceptar el alto el fuego. Pero más por conveniencia que por convencimiento. El presidente sirio y sus generales hubieran preferido que las negociaciones continuarán para seguir consolidando posiciones y debilitando las de sus enemigos múltiples, en Alepo, en Idlib y en los alrededores de Damasco. La alta intensidad de las operaciones sólo un par de días antes de la entrada en vigor del acuerdo deja bien a las claras la verdadera motivación del régimen. Assad y sus leales aceptan porque no están en condiciones de oponerse a los designios de su protector ruso. Depende de Moscú para ganar la guerra, o al menos para no perderla de forma catastrófica; es decir, para preservar la mayor parte posible de sus intereses.
               
NO LO QUIEREN LOS ENEMIGOS EXTERIORES DEL RÉGIMEN
               
Arabia, Turquía y los estados que se agrupan detrás del liderazgo sunní sospechan que este tipo de interrupciones pueden acarrear peligrosas trampas. No pueden negarse, porque parecería que no son sensibles a las necesidades angustiosas de víveres, medicinas y otros productos básicos que tienen centenares de miles de personas en zonas asediadas o en un entorno imposible para que funcione la ayuda humanitaria.
               
Pero estos enemigos exteriores del régimen están persuadidos de que cada día que pasa se refuerzan las opciones de Assad en la definición del futuro del país. Siria fue, en su momento, una de las razones (la otra el acuerdo nuclear con Irán) que motivaron la crisis en las relaciones entre los estados de mayoría sunní y la administración Obama.
               
NO LO QUIEREN IRAN Y SUS DELEGADOS
               
Para Irán, la tregua significa detener el avance de su aliado, Assad y su camarilla alauí, la versión local del chiísmo. Aunque los ayatollahs están deseando que acabe esta guerra, no les importa que sea de cualquier manera. Irán consideraría una derrota propia que Siria cayera bajo la influencia del sunismo saudí o incluso de la versión más suave que preconizaría un Erdogan fortalecido tras el fracaso del golpe.   
               
Teherán tiene en Siria a muchas de sus mejores divisiones de élite y sostiene con armas, dinero y logística a Hezbollah, la milicia chíi del vecino Líbano. Ambas fuerzas han sido, durante meses, el mejor soporte del tambaleante régimen sirio. Aunque Irán considere una ventaja la intervención rusa, y se hayan producido colaboraciones y acercamientos destacados más allá del conflicto sirio, ambos estados no son estrictamente aliados. La desconfianza de muchas décadas no se han disipado.
               
NO LO QUIERE (DEL TODO) EL PENTÁGONO      
               
Last but no least. El Pentágono desconfía de este acuerdo, porque teme que beneficie más los intereses de Rusia que los de Estados Unidos. No es frecuente que estas desavenencias entre aparatos del estado en Washington se hagan palpables públicamente. A los militares norteamericanos involucrados en este proceso les preocupa que los rusos engañen, manipulen o aprovechen la nueva situación en beneficio exclusivo propio.
               
A los militares se unen algunos veteranos diplomáticos que llevan meses, o años, cuestionando la política de Obama en Siria. Kerry, aunque admite su escepticismo, ha demostrado una tenacidad y una habilidad supremas, y cuenta con el reconocimiento público y notorio de la Casa Blanca. Pero le brotan los reproches en su propia casa y, desde luego, y ahora con mayor énfasis, en el Departamento de Defensa, con su Secretario Carter a la cabeza.
               
El elemento más sensible es el que debería aplicarse al término de esa primera fase inicial del acuerdo de cese el fuego: la colaboración entre las fuerzas armadas norteamericanas y rusas en el análisis de la evolución militar sobre el terreno, la selección de objetivos a batir y los elementos prioritarios a eliminar. Esa tarea no es muy compleja, debido al entramado de relaciones entre las distintas fuerzas rebeldes. También es arriesgada, porque obligará a compartir métodos y fuentes de inteligencia en un entorno de desconfianza entre rusos y estadounidenses.

¿LO QUIERE RUSIA?

                
Cabe preguntarse si Rusia es el único actor convencido plenamente de la conveniencia de este acuerdo de alto el fuego. Eso parece. Pero, ¿por cuánto tiempo? Reflotar a Assad está bien, habilitarlo como parte indesplazable en una negociación sobre el futuro del país, también. Pero para conseguir este objetivo, quizás sea necesario muy pronto fortalecer algunas de sus posiciones militares sobre el terreno. Y entonces, es posible que el alto el fuego se convierta en un incordio. 

EUROPA: MUCHAS TURBULENCIAS, CONFUSAS RESPUESTAS

 8 de Septiembre de 2016
               
Europa se apresta a vivir un año plagado de incertidumbres. La gestión del Brexit  y unas citas electorales cargadas con pólvora venenosa constituyen factores poco favorables. Y a todo ello se suman las inevitables repercusiones negativas de la guerra de Siria y, sobre todo, de un posible endurecimiento del conflicto ruso-ucraniano. Y qué hablar del tsunami que representaría la -afortunadamente muy improbable- victoria de Trump en EE.UU.
                 
Los peligros que encierran las urnas en Francia, Alemania, Italia y quizás España son asimétricos, pero comparten un denominador común: la amenaza de quiebra de modelo de estabilidad garantizada por la alternancia con pivote en el centro.             
                
BREXIT: LA DILACIÓN COMO DUDOSA ESTRATEGIA
                
A la premier británica se le está agotando el tiempo muerto aceptado por el eje franco-alemán (con la extensión italiana) para congelar la invocación del artículo 50, clarificar posturas negociadoras y diseñar un calendario. El estilo cauteloso de Theresa May empieza a dejar de parecer virtud para sonar a indecisión, inseguridad, camuflaje y carencia de estrategia clara para afrontar un problema que consumir demasiadas energías y recursos. Se sabe ya que gestionar el Brexit costará mucho y necesitará de un personal que no abunda en Westminster.
                 
El otro día, en el Parlamento, David Davis, el ministro nombrado al efecto para pilotar la separación (con muchos copilotos, y no del todo bien avenidos) no se apartó un  ápice del catalogo de ambigüedades de las últimas semanas. Conservar las ventajas del mercado único y zafarse de las obligaciones relacionadas con la libertad de movimientos de personas o con el presupuesto comunitario suena a cuadratura del círculo.
                
Es difícil que Merkel ceda, por mucho que intente una senda conciliadora. Sería otra brecha con los socialdemócratas alemanes, secundados en esto por sus correligionarios franceses y por el primer ministro Renzi (imposible vislumbrar en que escala de exigencia se posicionará el siempre oscuro y esquivo Rajoy). Ni siquiera el triunfo de los llamados "Republicanos" en Francia puede satisfacer la versión británica de la ley del embudo. Sólo una victoria del Frente Nacional podría crear un escenario caótico, en el que cualquier cosa podría ser posible. Pero tanto Francia como Alemania viven momentos políticos convulsos.
               
FRANCIA: AUGURIOS SOMBRÍOS
                
En Francia, los atentados de Niza y Normandía han fortalecido el miedo, alentado la xenofobia y contaminado la discusión pública. El episodio del burkini ha sido muy indicativo de la torpeza y el oportunismo políticos e ideológicos imperantes.
                
Los sondeos sobre las elecciones presidenciales anticipan la eliminación pronta de los socialistas y sus aliados habituales (radicales de izquierda y ecologistas), y eso sin saberse siquiera el candidato. Las dos versiones de la derecha neonacionalista, una abiertamente xenófoba (Frente Nacional) y otra más sibilina, pero en el mismo registro (Republicanos) podrían concurrir en el pulso de la segunda vuelta.
                
Está por ver si Sarkozy se evade de las imputaciones de financiación fraudulenta y otros escándalos de larga data, o si se impone en la derecha ex-neogaullista la opción más moderada y aseada que representa Juppé (no menos acosado por historiales de corrupción). En todo caso, el electorado de izquierdas podría verse abocado de nuevo a la humillación de elegir entre lo peor y lo insufrible.
                
El desgaste del PSF y sus propias contradicciones e inconsecuencias constituye un capítulo reiterado del devenir político francés. Por lo que se ve, no tiene remedio. Lo peor es que, en cada oportunidad, se amplía y refuerza la sensación de fracaso. No se trata sólo de las tradicionales disputas de egos. La línea que Hollande representa nunca ha parecido vinculada a planteamientos ideológicos o de modelo, sino aferrada a tacticismos burocráticos. Hoy no solo parece un "pato cojo", sino un candidato imposible para nueve de cada diez franceses.
                
El partido se desgarra por las presiones opuestas a derecha e izquierda y por el desafecto de los satélites que más brillan, como el ex-ministro Macron, devenido en un Marco Bruto anunciado. La popularidad de este nuevo enfant terrible de la política francesa hace correr sudor frío por la espalda del PSF.
                
En otro lado del espectro socialista, los diputados frondeurs, en abierta rebeldía contra la austeridad, bautizada como rigor por el primer ministro Valls (al que le ha sobrado confianza en sí mismo), carecen de fuerza suficiente para conseguir un cambio de rumbo. Han agitado el debate, se han atrevido a desafiar el pensamiento único de la triada  europea (Frankfurt-Bruselas-Berlín), pero difícilmente se impondrán a un aparato poco audaz. Además, los críticos arrastran también divisiones internas y padecen del mal de las ambiciones personales poco disimuladas. En fin, las primarias en la izquierda se antojan duras y no precisamente amables.
                
ALEMANIA: TENSIONES EN LA GRAN COALICIÓN
                
Las elecciones generales en Alemania (de aquí en un año) pueden confirmar lo ya iniciado en cinco länder: la consolidación de una derecha xenófoba (pero no neonazi, como algunos se apresuran a decir).
                
Algunos analistas creen que ha empezado el declive de Ángela Merkel. La canciller ha admitido su responsabilidad en el reciente batacazo de su partido en Mecklemburgo-Pomerania. Pero no está claro que haya extraído todas las consecuencias que le exigen partidarios y electores. En la CDU, sin embargo, el cambio de discurso es palpable. La mayoría de sus correligionarios cree que Merkel se equivocó al defender una política de acogida generosa de desplazados (no debe llamárseles refugiados, porque justo es lo que se les niega: refugio), y luego no resultó muy convincente cuando quiso amortiguar el rechazo de importantes sectores sociales. Al final, entre el acuerdo con Turquía, la pérdida de energía y los cálculos electorales (tardíos), el destino de cientos de miles de personas se ha quedado en el aire y el liderazgo humanitario de la canciller se ha diluido en la inconsistencia (los más críticos dicen que en la hipocresía).
                
Pero lo más trascendente de las previsiones electorales no es la consolidación de ese partido nacionalista xenófobo, sino la fractura cada vez más visible de la gran coalición entre democristianos y socialdemócratas.
                
El SPD parece decidido a poner el acento en las discrepancias y no en las coincidencias. El ministro de exteriores y número dos del partido, Frank-Walter Steinmeier, ha agitado el debate político más de lo que ya estaba al proponer que Europa revise las sanciones a Rusia y la OTAN rebaje sus gestos de guerra fría. Esta posición, que evoca los tiempos de la Ostpolitik de Willy Brandt, contrasta con la línea dura mantenida por la ministra de Defensa, Von der Leyen, una de las posibles sucesoras de Merkel al frente de la CDU.
                
El otro peso pesado del SPD en el gobierno, Sigmund Gabriel, líder del partido, vicecanciller y ministro de Economía, ha criticado abiertamente los errores de cálculo de Merkel en el asunto de los refugiados y ha abierto una línea de fractura con ella al descolgarse del Tratado transatlántico de Libre Comercio. De forma más suave,  Gabriel ha dejado traslucir discrepancias sobre la severidad de las políticas de control del déficit en Europa.  
                
Las tensiones en la coalición alemana parecen impugnar la estrategia de Rajoy, que ha vendido esta fórmula como la panacea para superar el bloqueo político en España.
                
OTROS PELIGROS
               
Este panorama tan poco halagüeño se podría complicar aún más si no se evitan las terceras elecciones en un año en España. O peor, que tampoco ofrezcan una fórmula de solución.
                
Inquieta también otro potencial frente de inestabilidad en el sur, si el italiano Renzi fracasa en su referéndum de reforma institucional, que se celebrará en octubre.
                
Otra amenaza presente es la abierta situación de rebeldía del gobierno conservador-autoritario polaco frente a las normas europeas de convivencia, observancia y respeto de los valores democráticos, la independencia del poder judicial y la libertad de información.
                
Los llamados tres tenores de la política europea (Merkel, Hollande y Renzi) se conjuraron este verano en la isla de Ventotene, cuna del histórico europeísta Spinelli, para ofrecer una de esas ceremonias de unidad y control de la situación que tanto se celebran en el sanedrín europeo. En estas circunstancias, ¿qué cabe esperar de la próxima cumbre europea en Bratislava? Seguramente, nada relevante. Profusión de palabras tranquilizadoras que no tranquilizan. Aire caliente.