SIRIA Y YEMEN: DOS GUERRAS SIMILARES, DOS NARRATIVAS DIFERENTES

13 de Octubre de 2016
                
Raramente, el foco de interés mundial se pone en más de un escenario al mismo tiempo. Los conflictos armados (las guerras, para entendernos) son absorbentes, pero sólo una vez que capturan el interés público dominante. Absorbentes y excluyentes. Cuando se convierten en el asunto preferente, hacen olvidar a otros, no menos graves, no menos mortíferos, pero sí menos eficaces en la conquista de la pantalla.

Es por eso que, en estos momentos, la atención diplomática, política, humanitaria, mediática y propagandística está puesta en Siria, mientras otra guerra igualmente brutal, devastadora y peligrosa para la estabilidad regional y global, la de Yemen, casi está pasando desapercibida.

Este fenómeno de la atención dispar va más allá de eso que en los noventa, en otro momento de acumulación de desastres bélicos, se llamó la “fatiga de la compasión”. Porque, al cabo, de eso se trata. Las guerras se inician por razones que poco o nada tienen que ver con cuestiones humanitarias (aunque sí fieramente humanas, incluso las que se ocultan bajo pretextos religiosos o sobrenaturales), pero se convierten en asuntos de interés general o global, cuando son capaces de acumular tanto sufrimiento humano, siquiera remoto, delante de nuestros ojos que la mala conciencia, o la buena, nos obliga a prestarle atención.

Siria es una calamidad absoluta, porque ninguno de los contendientes es fiable. No hay una solución positiva, y eso explica que un actor tan decisivo como Estados Unidos no se haya comprometido a fondo. Los partidarios de un intervencionismo más activo, ya desde el posicionamiento liberal (que en EE.UU. equivale a “progresista”) o desde la perspectiva neocon en retroceso, reprochan a Obama su pasividad, incluso su falta de visión estratégica, cuando no lo hacen responsable directo del caos actual.

Afortunadamente no falta quien replica a bienintencionados o guerreros con sólidos argumentos. Como Steve Simon, uno de los principales conocedores de la región, responsable de Oriente Medio en la primera administración Obama y agudo analista. Contra la opinión mayoritaria y la venenosa intoxicación de los sectores más reaccionarios, Simon afirma que no hay que intervenir militarmente, que hay tener mucho cuidado sobre el grupo al que se apoya y los objetivos que se pretende defender. Con buen juicio, recomienda insistir en la vía diplomática, por gastada e ineficaz que se haya mostrado hasta ahora, para proteger lo más posible a la población civil, reducir su injustificado sufrimiento y propiciar una solución política a medio plazo.

La paciencia no vende, no es mediática, no captura las pantallas. Pero suele ser el mejor condimento para avanzar en soluciones complejas. Desde el momento en que una guerra se convierte en un arma política arrojadiza en conflictos políticos ajenos, la posibilidad de una solución pacífica se reduce. Ocurrió en Bosnia y está ocurriendo en Siria.

Pero, volviendo al dilema del principio, ¿por qué Siria preocupa tanto y en cambio a nadie parece interesarle lo que pasa en Yemen? Se puede decir que, siendo ambos conflictos muy graves y temibles, el sirio es más peligroso, más mortífero. Es discutible.

Yemen es un país más desconocido, no menos importante. Ni más pequeño, ni menos relevante geoestratégicamente. La persistencia del conflicto yemení es tan desestabilizadora de la región como el sirio. Pero este último tiene resuelto el elemento clave que convierte una guerra en preferencial: están más implantados los papeles de bueno y malo, de amigos y enemigos, de villanos y víctimas.

En Siria, se nos presentan dos grandes villanos que, a su vez, son enemigos entre sí: el régimen de Bashar el Assad y los extremistas islámicos del ISIS. No se puede derrotar a los dos a la vez, así que Estados Unidos y sus aliados han preferido destruir primero a los jihadistas, pero sin que ello permita reforzarse al gobierno. Pero tan importante son los villanos locales como quienes los protegen, como se argumentaba en tiempos de la guerra fría. Entonces como ahora, la Siria oficial es el feudo regional de Rusia (antes la Unión Soviética).

Las víctimas, los buenos pasivos, son la población civil, la gente corriente que sufre, se muere de hambre, enferma sin remedio ni alivio y muere. Otros actores intermedios, a los que protegemos sin proclamarlo demasiado, o no protegemos tanto como pretendemos, porque ni siquiera sabemos si merecen ser consideramos buenos o de los nuestros. Por eso no cuentan mucho. Es demasiado complicado explicar sus rivalidades o sus contradicciones. Son los actores invisibles. Hacen la guerra incomprensible al desbordar el contorno humano para convertirlo en un asunto político, socio-económico, ideológico, religioso; es decir, distante, ajeno.

El encaje sencillo, evidente, de la guerra de Siria en el renovado pulso de Occidente con Rusia, con la potencia euroasiática, enemigo tradicional durante décadas, desdibujado en los últimos veinticinco años, pero temible de nuevo, favorece la atención preferente por esta guerra en la ribera oriental del Mediterráneo. 

En Yemen, en cambio, la situación es igualmente compleja, pero el maniqueísmo de buenos y malos, las antinomias de amigos y enemigos son mucho más incómodas. Las mayores barbaridades de la guerra las está cometiendo Arabia Saudí, potencia regional, no nacional. Carnicerías por error, descuido o premeditación convierten la aparente inhibición de Estados Unidos en insostenible. 

Washington mantiene distancia del conflicto, pero alimenta los bombardeos saudíes con la inteligencia imprescindible para que Riad no haya perdido ya la guerra. Para compensar la irritación saudí por el acuerdo nuclear iraní, la Casa Blanca ha otorgado a su gran aliado árabe un respaldo del que posiblemente ya se haya arrepentido.

La última barbaridad, el bombardeo de una morgue en la capital, Sanaa, obligó a portavoces oficiales norteamericanos a pedir públicamente explicaciones a sus protegidos saudíes. Días antes, el ataque a un convoy humanitario en Siria, había desencadenado una tormenta en la ONU y la anunciada ruptura del cese el fuego. Imposible no distinguir el doble rasero. Inevitable el discurso ambivalente sobre crímenes de guerra y responsabilidades.

El reciente intercambio de acciones militares limitadas entre las fuerzas norteamericanas y los rebeldes huthies apoyados por Irán no debe conducir a una escalada, aunque eso es lo que le gustaría que ocurriera, parcialmente, al petromonarquía árabe.

Los bandos locales en uno y otro país están plagados de divisiones, contradicciones y crueldades. La población yemení sufre tanto como la siria. Y la forma en que el régimen casi feudal de la Casa Saud defiende sus pretendidos intereses en Yemen no es más comprensible o justificable que la actuación rusa en Siria. Pero no interesa poner el foco en Yemen, porque habría que dar muchas explicaciones sobre la inconsistencia de los apoyos que Occidente, con mayor o menos discreción según el caso, proporciona.

En definitiva, Siria y Yemen son dos guerras similares, devastadoras y crueles hasta lo insoportable, que despiertan enjuiciamientos morales y atención mediática y diplomática en absoluto equiparable. De ese tratamiento, se desprende una narrativa, diferente, desigual y, a la postre, profundamente cuestionable.