EL DRAMA DE LOS MIGRANTES: POR QUÉ FRACASA EUROPA

30 de Agosto de 2015
                
Ya no es necesaria una tragedia mayor que conmueva a dirigentes, medios y público en general. Cada día sabemos de una, a cual más voluminosa, por el número de víctimas, o terrible, por las circunstancias en que se produce la catástrofe.
                
La falta de respuesta a la migración en Europa es ya, sin discusión, el asunto más urgente a resolver por los líderes europeos. Sin discusión, porque ellos mismos lo admiten, lo proclaman, incluso, a veces como si no les competiera a ellos hacerlo.
                
El camión-frigorífico averiado y abandonado en una cuneta austríaca, con 70 cuerpos de personas en descomposición, o la embarcación siniestrada cerca de la costa libia, con 150 náufragos ahogados no refuerza la necesidad de una solución, o al menos, de un compromiso más serio y eficaz.
                
Como se ha escrito mucho sobre las razones de la tragedia migratoria, incluido en estas páginas, quizás sea más útil intentar explicar por qué no existe, o no se percibe que exista, una voluntad política más firme para abordar el asunto.
                
La primera razón es la más obvia: se trata de un asunto complejo, muy complejo, que necesita actuaciones en múltiples áreas (jurídica, económica, política y diplomática). En realidad, más que una razón esto es una excusa. El afrontamiento de la denominada "amenaza terrorista", mucho menos letal, exige también un esfuerzo complejo y se ha hecho.
                
Naturalmente, no es que no se hayan tomado medidas para abordar la creciente afluencia de personas desesperadas provenientes de zonas de conflictos (en plural: guerras, persecuciones étnicas, represión política, insoportables condiciones de vida). Pero han sido claramente insuficientes, y se sabía desde un principio que lo eran. Con las migraciones se han adoptado a sabiendas disposiciones cuyo cumplimiento era dudoso o muy dudoso. Sólo para amortiguar las críticas de organizaciones humanitarias, oposiciones políticas o incomodidades mediáticas. La operación de refuerzo de la seguridad en el Mediterráneo, que responde al nombre de Frontex, es un claro ejemplo de ello.
                
Otra razón de este fracaso es la evidente divergencia de intereses entre los estados miembros. No hay una política común de acogida, con criterios razonables y consensuados, basados en cálculos comprensivos y equilibrados, porque el desorden actual permite a algunos "librarse de la mayor parte de la carga".  En este punto conviene ser precisos: no todos actúan con igual compromiso. Alemania, tantas veces denostada, y con razón, por una política económica europea que sólo satisface sus intereses, es, sin embargo, la que más esfuerzo aporta. Y los alemanes, son los más solidarios, pese a la vergüenza de algunas minorías nazis.
                
Los Estados más remisos o más temerosos de afrontar la acogida, el cuidado y la integración de estos miles de desamparados no actúan de tal manera por simple insensibilidad o por influjo de una ideología perversa. No se trata de una manifestación más de la inepcia que tan de moda está atribuir a los políticos, aunque algunos de ellos merezcan reprobación y desprecio. Si los dirigentes no afrontan el desafío de estas migraciones masivas es porque no están seguros de contar con el apoyo de la mayoría de sus sociedades. Mejor dicho, muchos de ellos saben que actuar de forma más generosa les penalizaría política y electoralmente.
                
Esta valoración es tan arriesgada que ni siquiera se puede reconocer en público. Cuando algunos dirigentes hacen declaraciones sobre las sucesivas tragedias migratorias adoptan un discurso compasivo y conmiserativo, pero envuelto en ambiguas invocaciones al derecho a la vida, a la libertad y a una vida mejor y más próspera. A lo sumo, se promete un esfuerzo para resolver el problema de forma coordinada y solidaria. Y ya.
                
Para conseguir esos nobles propósitos, o avanzar en ese empeño, se deberían adoptar en la práctica medidas que supondrían, de una manera o de otra, un esfuerzo adicional de la población local, de cada Estado, para compartir bienes y servicios, subsidios y cargas fiscales. Y eso, en un momento especialmente difícil, por la persistencia de la crisis económica, el recorte de los servicios públicos,  la reducción o eliminación de ayudas sociales en muchos de los candidatos a reforzar su condición de países de acogida.
                
La migración, en definitiva, es un factor de perturbación del sistema político europeo actual. Importa poco que la naturaleza de la (in)migración sea económica o política, aunque tal distinción sea esencial en el plano jurídico para acceder o no a la condición de refugiado. Para una mayoría de la población de los estados que componen la UE, y en especial para los más prósperos, es secundario, en la situación actual, que la persona que llama a nuestras puertas sea pobrísimo o perseguidísimo. La percepción mayoritaria en estas latitudes es que "la casa está llena", o de que "ya no hay sitio para más desgraciados", o que "bastante tenemos ya nosotros con los nuestros". Y cuanto más se desciende en la escala social, más se escuchan ese tipo de argumentos, porque los más desfavorecidos locales son los que más temen perder con el reparto de unos ya de por sí escasos recursos. Los más desahogados, por su parte, no se consideran libres de riesgo: temen que se les exija pagar más por ampliar esos recursos.
                
Por tanto, es muy evidente el cálculo político de una política común europea que no sólo reparta "la carga", sino que amplíe necesariamente la fortaleza de las espaldas para soportarla sin riesgo de derrumbamiento social. Se trata de una operación de alto riesgo.
                
Para combatir esta situación de bochorno, las élites políticas de los partidos clásicos  en la responsabilidad de gobierno (centro-derecha y centro-izquierda) disponen de un argumento apreciable: aumentar las cargas fiscales para afrontar, al menos a corto plazo, la acogida de estos desplazados a la deriva sólo puede reforzar a los grupos populistas y xenófobos. Si éstos consiguen situarse en condiciones de acceder al poder, la suerte de los más necesitados empeoraría dramáticamente. No sólo se elevarían los muros para impedir la entrada: se producirían expulsiones masivas de quienes han conseguido ganar la orilla. Lo que ocurre es que, si se cede a este discurso-chantaje, ya estarían triunfando.

                
Otro elemento de actuación que se echa en falta es el incremento del apoyo a los países de origen para prevenir el éxodo. Ya se manejan cifras de urgencia. Pero tal empeño es ilusorio. En la mayoría de los lugares de emisión de personas, no hay agentes solventes que garanticen la recepción, gestión y distribución de esa ayuda. Lo más probable es que el dinero o los bienes entregados se pierdan, o, peor aún, vaya a parar a los sectores más despreciables o responsable de la miseria de sus pueblos. Por otro lado, una política de cooperación exige una visión a largo plazo, y los desesperados, por naturaleza, no esperan. Por no mencionar la impopularidad de aumentar los fondos destinados a cooperación o solidaridad externa, drásticamente reducidos, en unos sitios más que en otros, como consecuencia de la crisis.