30 de abril de 2019
El
atentado del Domingo de Pascua en Sri Lanka nos ha hecho recordar que no son
las sociedades occidentales las que padecen los peores azotes de la violencia
terrorista. La dimensión de la tragedia (dos centenares y medio de muertos,
tras una reducción de un 30% en el número provisional por errores técnicos) convierte
a este atentado en uno de los más mortíferos del fenómeno terrorista a escala
planetaria.
La
autoría de la cadena de explosiones en iglesias cristianas y hoteles de Sri
Lanka fué reclamada por un oscuro grupo yihadista local afiliado, afecto o vinculado
al DAESH (Estado Islámico), recientemente expulsado de sus últimos bastiones en
Siria.
Durante
días, y aún hoy, se mantuvieron serias dudas sobre la autenticidad de estos
pronunciamientos. Pero la atención local se centró en la polémica por la
desatención oficial a las advertencias de un alto riesgo de atentados, en gran
parte debido a una confrontación en la cúspide del poder entre el Presidente de
la República y el jefe del gobierno.
Sri
Lanka (la Ceylán colonial británica) es un estado multiétnico y religiosamente
plural, bajo tensión desde los albores de su nacimiento. La mayoría cingalesa,
de religión budista, ejerce un dominio considerable (70%) sobre las otras
minorías importantes: hindú (12,5%), musulmana (casi un 10%) y cristiana
(7,5%).
ANTECEDENTES
SANGRIENTOS
Durante
las décadas de los ochenta, noventa del pasado siglo y primera del presente, un
sector radical de la minoría tamil se agrupó en una autoproclamada organización
armada de liberación denominada los tigres, con la pretensión de lograr la independencia
en regiones del norte y este del país donde esa etnia era mayoritaria. Los tigres tamiles fueron los primeros en
adoptar la modalidad de atentados suicidas. Protagonizaron acciones de una
brutalidad escalofriante, con decenas y hasta centenares de muertos. El estado
les hizo frente con no menos contundencia.
En
las fases álgidas del conflicto, la India, que cuenta también con una
importante minoría tamil, trató de ejercer el papel de mediador. Incluso
desplegó soldados en la isla bajo bandera de la ONU, en calidad de fuerzas de
paz. Esta experiencia resultó un absoluto fracaso y dejó algunos rastros de
especial significación. Un extremista
tamil asesinó al entonces primer ministro, Rajiv Gandhi. Al final, sólo la fuerza consiguió doblegar a
los tigres tamiles que fueron derrotados por el estado hace ahora diez años. El
balance de esos años de plomo es pavoroso: 70.000 muertos y 140.000 desaparecidos
(1).
El
atentado de Pascua tiene poco que ver directamente con esta saga sangrienta,
pero se inscribe en la fuerte tensión interétnica que se extiende por esta zona
meridional de Asia. La minoría musulmana cingalesa pasa por ser moderada y no
cuestiona su lealtad al Estado. Pero hay sectores que se han radicalizado en
los últimos años. En paralelo, han crecido también los sectores extremistas
budistas de la mayoría cingalesa, que presionan a favor de políticas más
intransigentes hacia las minorías, y en particular la musulmana.
Estas
tensiones están alimentadas por la rivalidad regional que protagonizan India y
Pakistán (ambas excolonias británicas, como Sri Lanka). India es un subcontinente
con centenares de etnias y todos los credos religiosos existentes en el planeta,
mientras Pakistán se creo como un proyecto nacional ligado a la defensa y
promoción de la confesión islámica.
Ambas
potencias, por lo demás dotadas de armamento nuclear, viven en permanente estado
de beligerancia desde la independencia. Reivindicaciones territoriales sin
resolver y una hostilidad permanente han desencadenado varios brotes bélicos de
consideración. Pakistán es acusado por la India de armar, financiar y proteger
a grupos terroristas que han actuado periódicamente en su territorio.
El
juego de tensiones étnicas y religiosas traspasan las porosas fronteras de
estos países del Asia meridional hasta conectar con otras potencias del Medio
Oriente. Se cruzan acusaciones y anidan todo tipo de teoría conspiratorias. Las
redes sociales han contribuido, también en esta ocasión, a favorecer la propagación
de amenazas y falsas campañas de intimidación y persecución. Es comprensible
que las autoridades de Sri Lanka clausuraran las redes sociales tras los
atentados, por temor a que se desencadenase un ciclo de represalias.
¿LOS
CRISTIANOS, OBJETIVO PREFERENTE?
La
selección de la minoría cristiana como objetivo (local, en el caso de las
Iglesias y occidental, en los hoteles) ha sido presentada por los supuestos
autores de las masacres como una respuesta vengativa a la acción terrorista cometida
en dos mezquitas de Nueva Zelanda por el supremacista australiano Brenton
Tarrant, a comienzos de abril (2).
Tras
ese atentado, las fuerzas de seguridad turcas aseguraron haber frustrado una
operación de represalia del DAESH contra ciudadanos australianos y
neozelandeses. Los cristianos se sienten cada día más inseguros en Sri Lanka;
no en vano han sufrido cerca de un centenar de episodios de violencia de
desigual intensidad el año pasado y un número proporcional a ese en los
primeros cuatro meses de 2019. Las organizaciones evangélicas han denunciado
este clima de alarma.
Algunos
analistas creen que los sectores budistas más extremistas pueden utilizar los
atentados de Pascua para erigirse en protectores de los cristianos como
coartada para ejercer presión contra los musulmanes. No se descarta que la India
del fundamentalista hindú Narendra Modi pueda hacer causa común con los
extremistas budistas cingaleses por su combate contra el yihadismo (3).
El
primer ministro indio se está sometiendo a escrutinio electoral. Los comicios
en la India se prolongan durante más de un mes (debido a la extensión
continental del país) y hasta mediados de año no se sabrá si podrá formar
gobierno, aunque, como parece revalide su triunfo en las urnas. Narendra Modi, un
dirigente etno-nacionalista con unas credenciales fundamentalistas inquietantes,
no ha conseguido encauzar a la India por el sendero de prosperidad que
prometió. Sus reformas económicas liberales han resultado fallidas. El ensayo
de conciliación con Pakistán y ambos estados volvieron a situarse en el umbral
de una nueva guerra abierta hace unos meses en el escenario clásico de Cachemira.
En
definitiva, la debilidad de las estructuras de seguridad, una tradición de
violencia endémica, el caldo de cultivo de la precariedad económica y la
marginación social, la fragilidad de los lazos interculturales y el terreno
abonado de las manipulaciones exteriores son factores que favorecen la amplificación
del fenómeno terrorista en estas zonas de Asia. Ese carácter nihilista, desesperado
y apocalíptico lo hemos presenciado también en tiempos recientes en Oriente
Medio, como señalan Max Fisher y Amanda Taub, dos periodistas que se esfuerzan
por interpretar las claves de los principales conflictos internacionales (4).
Pero es en Asia donde parece cobrar una dimensión de normalidad que provoca la
alarma y el desconcierto en propios y extraños.
NOTAS
(1) THE GUARDIAN, 22 de abril.
(2) “The
hazy link between the attacks in Sri Lanka and New Zealand”. ADAM TAYLOR. THE WASHINGTON POST, 25 de abril.
(3) “The
religious tensions behind the attacks in Sri Lanka”. NEIL DEVOTTA Y SUMIT
GANGULI. FOREIGN AFFAIRS, 24 de abril.
(4) “Sri Lanka
and the disturbing new normal in terror”. MAX FISHER Y AMANDA TAUB. THE INTERPRETER. THE NEW YORK TIMES