21 de marzo de 2013
El sol sale por Oriente y se pone
por Occidente. En los círculos de pensamiento estratégico norteamericano, esta
evidencia de astronomía se traduce, mutatis mutandis, en una propuesta
de prognosis: 'el futuro se apaga en Europa y se enciende en Asia'.
Hemos
asistido esta semana en Chipre al último episodio de la interminable saga de
las sanciones contra los vicios de gestión, con unas recetas y unos modos que
merecerían el sarcástico título de 'rescata como puedas'. Más allá del debate
de fondo sobre el insano crecimiento del sector bancario de la isla que jugó a
ser paraíso, el comportamiento de las élites europeas ha vuelto a dejar en
evidencia la debilidad dirigente, la mediocridad política.
Entretanto,
crece entre las poblaciones desesperadas una peligrosa percepción de Alemania
como potencia egoísta que etiqueta a los débiles como perezosos y los somete a
su intransigente disciplina. Ni siquiera los 'creyentes', es decir, los que han
defendido contra viento y marea la conveniencia de las políticas de sacrificio
y ajuste, ahora piden una flexibilización porque no se explican como algo que
debía funcionar no tiene los efectos benéficos deseados. Aceptan el magisterio de Berlín pero refutan su severidad.
Varios
lustros de obstinadas políticas socio-económicas, de liderazgo mediocre y
extraviado y de creciente escepticismo ciudadano han recluido a Europa en una
especie de sanatorio político y social. Por primera vez, los europeos no
dejarán a sus hijos un legado de mejora material y moral. Se acabó el mito de
la superación generacional.
Hasta
hace poco, Europa sacaba pecho ante Estados Unidos, pese a su aparente
decadencia y sus periódicos conflictos domésticos. Después de todo, logros como
los servicios sociales casi universales, el equilibrio entre libertad e
igualdad, la combinación de tradición y modernidad mantenían a Europa como
referente a la hora de aportar soluciones o remedios a los problemas globales. La
crisis, entre otras cosas, también ha barrido esa percepción de la relevancia
europea.
INVERSION DEL DEBATE TRANSATLÁNTICO
Hay
cierta frustración en la actual administración norteamericana sobre el estancamiento
europeo. Los dos polos del debate occidental han cambiado de campo, como los
equipos de futbol tras el tiempo del descanso. Ahora es Estados Unidos quién
juega en el terreno de lo público como solución, siquiera sea parcial, y no
como problema. Europa, en cambio, se encierra en el área de la austeridad y la
reducción de lo público, percibido como causa atávica del problema, y fía la
solución a mantener su puerta a cero, es decir, sus cuentas sin números rojos.
En
su comentario semanal para THE NEW YORK TIMES, el analista conservador David
Brooks se lamenta de que el sector más progresista del legislativo norteamericano
(el ala izquierda de los demócratas, para entendernos) confía más que nunca en
el gobierno para avanzar soluciones.
"Los demócratas quieren extraer 4.200 millones de dólares del
sector privado y asignarlo al gobierno, donde creen que pueden ser empleados de
forma más eficiente". Y para
hacerlo, claro, suben los impuestos, que estarían ya, según sus cifras, en su
máximo histórico. Ya se sabe: en Estados
Unidos, cualquier debate político concluye en la consideración fiscal.
Brooks
advierte que este 'keynesianismo'
supuestamente radicalizado puede tener el efecto de 'declive europeo'. Basándose
en un estudio del Nobel Edward Prescott, el comentarista presenta un dato para el
debate: "en los cincuenta, cuando los impuestos que soportaban eran bajos,
los europeos trabajaban más horas que los americanos; cuando los impuestos
subieron, se redujeron los incentivos para trabajar (...) y al cabo de unas
décadas, las horas de trabajo en Europa se redujeron un 30%".
Desde
otra óptica pero con parecida elegancia, su compañero de columna en el
NYT, Paul Krugman, viene replicando que
la crisis empezó a incubarse cuando se destruyeron las políticas de cohesión
social y reducción de desigualdades que el sector público contribuyó
decisivamente construir. O que el aligeramiento fiscal no genera por si mismo
riqueza sino el reparto más desequilibrado de la misma. Pero pasemos al otro
lado del axioma geopolítico.
EL
SENTIDO DEL 'RENACIMIENTO CHINO'
Mientras
asistimos a esta inversión en el debate interatlántico, los druidas del pensamiento estratégico
norteamericano enfocan sus miradas en el Pacífico. Washington ha convertido a
Asia en su prioridad estratégica: en los hechos y en las doctrinas. Centrémonos
en el pilar dominante de la emergencia asiática.
En
China, toma el mando un nuevo equipo, sin ruptura con el legado comunista pero
con un discurso de rectificación que merece atención. Sinólogos nuevos y
viejos, escépticos y curiosos advierten un tono acorde con las necesidades. El
jefe del gobierno, Li Keqiang, toma el testigo de su antecesor, Wang Yaobang, y
promete una sociedad más justa. Condición imprescindible para el cumplimiento
de esta ecuación es la 'erradicación de la corrupción'. El remozado mandarinato
chino no acepta que el proyecto de 'hombre nuevo' de la sociedad comunista se
haya disuelto inevitablemente en la condición codiciosa del enriquecimiento
material particular. Marx y Confucio siguen siendo antídotos contra las
explosiones sociales. Es dudoso, en cambio, que los llamados 'príncipes
chinos' (la versión local de la 'nomenklatura') crean de verdad en
la nivelación social, una vez desestabilizado el sistema colectivista.
Pero
también se perciben alertas. El flamante Presidente Xi Jinpiang proclama un
"renacimiento chino" o un "rejuvenecimiento de la nación". Expertos
como el Director del Centro de estudios chinos de Sídney, Kerry Brown, ven en
esta exhortación una peligrosa añoranza de la 'era dorada' del Imperio del
Centro, a comienzos del siglo XVII, cuando China era la primera potencia
económica mundial y proyectaba su dominio sobre todo Asia.
China compite en todos los frentes. Quiere ser
fuerte económica y militarmente para blindarse políticamente y neutralizar quizás
no tanto las fracturas sociales, cuanto más bien sus consecuencias. Ya sea en
la reivindicación aparentemente nacionalista de los archipiélagos de su balcón
marítimo, la 'neocolonización' de África, la protección interesada de la
tiranía bufonesca norcoreana o el insidioso acecho de secretos industriales y
pilares estructurales de la potencia rival,
los chinos piensan 'hacia adentro'. No se trata de una política
expansiva, de conquista, de dominación del exterior cercano o lejano, sino de
mantenimiento de la disciplina nacional. Dicho en corto: todo en China es política
interna. Pero cuando se ocupa uno de cada quince kilómetros cuadrados de las
tierras emergidas y se alberga a un quinto de la población mundial, todo lo
interno es global. Y es susceptible de percibirse como amenaza.
aza.