24 de Febrero de 2016
No
corren buenos tiempos para los principales líderes políticos europeos. La
crisis financiera, económica y social no sólo ha consumido buena parte de la
prosperidad europea. También ha erosionado los principales fundamentos
políticos. El equilibrio entre el centro derecha y centro izquierda, sobre el
que ha pivotado la estabilidad europea, en mayor o menor grado según cada caso
y circunstancia, está seriamente en cuestión.
Uno de los
síntomas más evidentes es la quiebra del liderazgo. Puede decirse, sin exageración,
que ninguno de los líderes políticos de los principales países europeos (con
alguna notable y aislada excepción) disfruta de una posición sólida. Y,
curiosamente, esta debilidad compartida no se debe fundamentalmente a la
fortaleza de sus adversarios. El cuestionamiento surge con especial crudeza
desde sus propias filas, de sus partidarios y, naturalmente, de sus propias
bases sociales. E igual da que estos dirigentes se estén desgastando en el
gobierno o que velen armas en la oposición.
El caso más
reciente de exposición pública de este fuego
político amigo es el de premier británico, David Cameron. Poco
importa que el líder tory forzara una bochornosa concesión de sus colegas
europeos en la reciente cumbre de Bruselas para echarle una mano en el embrollo
de la permanencia británica en la UE. Como era de esperar, las injustas
decisiones políticas y sociales y las chapuzas jurídicas acordadas no han
aplacado a la legión de políticos y activistas conservadores que defienden la
salida del club. Las innecesarias concesiones de los 28 ha sido convertida en
mofa despectiva por quienes atribuyen a Europa la causa de algunos de los males
de las cuentas nacionales.
La hostilidad
hacia el proyecto de unidad europea, y en particular sus manifestaciones
políticas y sociales, constituyen un polo de atracción demagógica en Gran
Bretaña. El partido conservador, en sus distintas etapas de gobierno, ha
domeñado ese sentimiento con desigual pericia, pero con escasa lealtad europea.
Al euroescepticismo más rancio se ha respondido con una europragmatismo muy interesado que, cuando no ha sido suficiente
para aplacar la manía, se ha terminado convirtiendo en euroresignación.
Cameron tiene
que pastorear ahora unas huestes divididas. Algunos de sus amigos más cercanos,
como el Secretario de Justicia, Michael Gowe, no le han comprado su gambito europeo y harán campaña por el
NO. Los medios han destacado mucho el protagonismo contestatario del populista
alcalde de Londres, Boris Johnson, perteneciente a esa constelación de
políticos tan en boga últimamente por sus originales perfomances. El premier cuenta
con el apoyo de los poderes económicos fácticos (industriales, financieros),
que no comparten esa ficción del daño europeo. Pero no corren tiempos
racionales en la política europea, y el tacticismo
de Cameron puede tornarse en boomerang.
El referéndum no está perdido, como proclaman los apocalípticos antieuropeos,
pero tampoco ganado, como predicen sotto
voce los optimistas o los cínicos.
De distinta
naturaleza pero de similar intensidad son los apuros que padece el presidente
francés. Hollande no se enfrenta sólo a una oposición dura (la derecha
republicana) o irrespetuosa (los xenófobos ultranacionalistas del FN). También
sufre fuego amigo, ganado a pulso, en
todo caso. Un grupo de diputados de la bancada socialista, los denominados frondeurs, no terminan de aceptar los
equívocos de la política socioeconómica del Eliseo y de Matignon. La afición
francesa al juego de palabras (llamar rigor a lo que no deja de ser una
política de austeridad) no ha funcionado en este caso.
Pero los
problemas internos de la dupla Hollande-Valls se han agravado con la gestión de
la amenaza terrorista. Las medidas excepcionales, las apelaciones a la guerra,
el recorte de libertades en ciertas condiciones puede generar popularidad
inmediata, por el miedo primario de la población, pero son políticamente
peligrosas e inconvenientes. La dimisión de la ministra Taubira, hace unas
semanas, es el síntoma más evidente pero no necesariamente el más preocupante
de la desafección interna en el socialismo francés, un fenómeno por lo demás en
absoluto novedoso. Es dudoso que la figura de un presidente en armas devuelva a
Hollande una credibilidad perdida, entre sus propios seguidores o votantes, en
primer lugar. Y Valls, que niega ser un candidato tapado o en reserva,
despierta una antipatía creciente aún mayor.
Este desgaste
desde dentro alcanza a quienes parecían más inmunes, como la Canciller Merkel.
También en este caso, un error de cálculo populista ha terminado por
erosionarle el apoyo de los suyos. La defensa de la acogida de inmigrantes o
desplazados por los conflictos bélicos del Medio Oriente frente a la racanería,
por no decir la hostilidad, de algunos de sus colegas centroeuropeos se ha
convertido en una losa. Merkel no ha conseguido, pese a la intensidad de su
empeño, que la UE adopte medidas prácticas de gestión y acogida, lo que ha
favorecido la imagen, un tanto distorsionada, de Alemania como paraíso único de
los desamparados. Oro puro para los sectores xenófobos, en alza en el panorama
germano, como en el resto de Europa. Las movilizaciones contra los inmigrantes
o aspirantes a refugiados se amplificaron en otoño y los incidentes de la plaza
de estación de Colonia, tan poco esclarecidos como manipulados, hicieron el
resto. Los bávaros del partido democristiano (CSU) fueron los primeros en hacer
saber a la Canciller que ya no gozaba de su apoyo incondicional, y luego se
empezaron a escuchar voces críticas en la CDU y, con sordina, en el propio
gobierno. La base social de la Canciller le ha vuelto la espalda, al menos
momentáneamente, y le ha obligado a enterrar bajo siete llaves aquella política
de generosidad que exhibió en verano.
Estas mismas manifestaciones
de desafecto las está experimentando Mariano Rajoy en España con los suyos,
pese a ganar las elecciones, aunque no la capacidad de seguir gobernando, pero
estas peripecias son más conocidas y este espacio no se ocupa de asuntos
nacionales.
Una excepción
en este firmamento de líderes europeos principales atosigados por la
incomprensión, el rechazo o el malestar de sus propias filas: el italiano Mateo
Renzi. Tras dos años en el Palacio Chiggi, el primer ministro parece afianzado,
la situación socio-económica mejora, algunas iniciativas como los peculiares
contratos de trabajo indefinidos merecen elogios (quizás infundados) y su
liderazgo se consolida. No faltan críticas de sectores ilustrados, que le
reprochan su oportunismo. Pero, de momento, Renzi parece libre de la epidemia
de desafección que debilita a sus colegas europeos más destacados.
No es el
gobierno lo que mata (políticamente). Según la máxima de Andreotti, la oposición
es tan devastadora o más. A Sarkozy no le siguen los suyos fielmente en las
operaciones de desgaste del maltrecho presidente francés. La contestación es
fuerte y creciente. Y qué decir del líder laborista Corbyn, que soporta un
grupo parlamentario hostil por demás, pese a contar con un respaldo entusiasta
de la mayoría de la militancia y más medido de los sindicatos. O el propio
Secretario General del PSOE, que no goza de la confianza de algunos de sus
dirigentes regionales y tiene que acudir a las bases para consolidar su
arriesgada operaciones de pactos postelectorales para llegar al Gobierno.
En fin, fuego amigo europeo, que es, a la vez
causa y consecuencia de la debilidad del liderazgo, de la confusión de los
proyectos político y del desconcierto ciudadano.