FATIGAS BÉLICAS

27 de septiembre de 2023

En puertas del otoño, la guerra en Ucrania se atasca. La conclusión parece lejana y confusa. No se perciben bien ni su resultado, ni sus consecuencias políticas, más allá de la miseria, que empieza a ser palpable en amplias capas de la población de los contendientes.

La contraofensiva ucraniana, anunciada a comienzos de primavera y luego retrasada hasta comienzos del verano, no ha arrojado los beneficios bélicos que sus defensores vaticinaron, en Kiev, Washington y Bruselas (1). De manera análoga, la ”operación militar especial” lanzada por el Kremlin se ha convertido en una pesadilla de muerte, ruina y desprestigio para Rusia. Pase lo que pase en los próximos meses, esta guerra ya la han perdido todos, aunque, parafraseando a Tolstoi, cada cual a su manera.

Este clima de pesimismo contenido, disimulado, ocultado o falseado, según los actores o las circunstancias es combatido, por lo general y salvo excepciones contadas, con insistencia en las mismas estrategias fallidas hasta ahora, con el autoconvencimiento de que saldrá ganador (o perdedor menor) el que aguante hasta que quiebre el adversario (2).

UN APOYO EN PROBLEMAS

En Occidente, el discurso de apoyo incondicional a Ucrania se resquebraja. Era previsible, incluso en los momentos de mayor exhibicionismo unitario, cuando dominaba el regocijo por el estancamiento de la incompetente campaña militar rusa. O cuando se alardeaba de la nueva ampliación de la OTAN (atascado aún en los procedimiento ratificatorios), como si ello tuviera una influencia decisiva en la marcha de la guerra.

El presidente ucraniano ha desembarcado en la capital del orden liberal internacional con la enésima lista de requerimientos armamentísticos y una mochila cargada de dudas sobre la eficacia determinante de las adquisiciones anteriores (3). Pide Zelinsky más armas y más dinero y se encuentra con que los bazares occidentales están bajos mínimos, la actitud de sus protectores es cada vez más renuente o condicional y la solidaridad de las sociedades se desliza hacia registros cercanos al olvido.

El discurso oficial, aparentemente, no ha cambiado: se defenderá a Ucrania “el tiempo que haga falta y con los medios que sean precisos”. Pero fuera de cámaras y micrófonos, se le ponen al Presidente ucraniano cada vez más condiciones y se recrimina a su estado mayor errores estratégicos y operativos. Estas reservas son comprensibles. El cheque en blanco es inaudito en política internacional. El mito del apoyo incondicional es una herramienta propagandística.

Se le exigió a Zelensky que depurara su propio equipo de dirección de la guerra. El presidente respondió depurando a la cúspide del Ministerio de Defensa, tras hacerse públicas corruptelas en la gestión de los apoyos occidentales (4). Ahora se le reclama que no aplace las elecciones,  y el líder ucraniano se resiste, pese a gozar de un aparente apoyo popular sólido. No parece prioritaria ni comprensible esta petición. Sólo se avista una motivación retórica: enseñar a las poblaciones occidentales que Ucrania es realmente una democracia.

En realidad, no lo es. La guerra vino a orillar las enormes taras del sistema político ucraniano, corroído por la corrupción, el tráfico de influencias, la colonización de las instituciones por los intereses económicos privados, etc. El propio Presidente, promocionado en su día por uno de los oligarcas industriales y mediáticos más poderosos del país, ha tomado la decisión de favorecer su caída o su arrinconamiento, ahora que no lo necesita o que tiene patrones más potentes (5).

En cuando a las condiciones discretas, hay que distinguir entre las administraciones y las formaciones políticas de la oposición y entre ambos lados del Atlántico. El presidente Biden ha asumido el rol paternal de la democracia ucraniana o de la libertad y la soberanía de Ucrania. Apadrina a Zelensky con paternalismo evidente mientras los militares y estrategas que lo asesoran se encargan de leer la cartilla a sus protegidos ucranianos para que sus operaciones sean más precisas, mejor orientadas (6) y, a la vez, menos arriesgadas. Dicho de otra forma: que eviten provocar a Rusia o darle motivos para responder con medios que desencadenarían la temida escalada militar. No sabemos si los militares ucranianos van a aceptar todas estas recomendaciones. De momento, han incrementado sus ataques a objetivos dentro del territorio ruso, de la misma manera que Rusia está empeñada en destruir las infraestructuras civiles ucranianas, con intenciones que parecen destinadas a minar la moral de resistencia de la población. Lo que algunos llaman guerra de atrición se reduce al castigo o la venganza, sin visos de una estrategia ganadora (7).

Biden tiene también un problema interno con la guerra de Ucrania. La facción extremista del Partido Republicano, que puede no ser mayoritaria en representación institucional pero es  dominante en su discurso, quiere abiertamente suprimir o reducir al apoyo económico y militar a Ucrania. Asoma la sombra de Trump, al que se le sigue considerando un secuaz de Putin. Pero aunque el expresidente hotelero no fuera, que lo es, una figura determinante en el panorama político, esta generación ultraconservadora tiene sensibilidad cero hacia los pesares de otras poblaciones. Del exterior, sólo les preocupa China en la medida en que desafía la hegemonía norteamericana. Rusia, debilitada y secundaria, puede ser incorporada al redil, sin importar la putrefacción de su sistema político, Después de todo, esos republicanos están empeñados en reducir la democracia de sus país a una cáscara completamente vacía, como ya denuncian incluso los sectores más moderados del Partido Demócrata (8).

La moralidad aducida por la administración Biden también está siendo cuestionada desde sectores de pensamiento estratégico poco sospechosos de connivencia con el Kremlin. Desde estas latitudes se opone otra perspectiva: ¿es ético que se siga apoyando una guerra de dudosa resolución y cuyo poder destructivo será mayor cuánto más se prolongue? (9).

En Europa, hay desconcierto e incomodidad. La opinión pública está cada vez más alejada de la guerra. La solidaridad con los ucranianos se acerca a la actitud evasiva, aunque aún no llegue a la hostilidad demostrada hacia los inmigrantes africanos o asiáticos.

El apoyo a Ucrania, con armas y dinero, enfila una cuesta arriba, ahora que la prodigalidad postpandemia se agota, la inflación no remite y los problemas económicos no permiten que se despeje el horizonte.  El enfado en Polonia, por la entrada en el país de grano ucraniano a bajo precio, para perjuicio de los agricultores polacos deja en evidencia la retórica de la solidaridad, incluso entre aquellos que se contaban como los aliados más sólidos (10).

La invitación a Ucrania para entrar en la Unión, prevista en diciembre, puede quedarse en un brindis al sol. El proceso, por mucho que se recorte, será largo y penoso, y cualquier trato de favor crearía agravios comparativos en los aspirantes balcánicos.

EL LENTO DESGASTE EN RUSIA

En Rusia, la fatiga bélica está más ahogada por el carácter crecientemente represivo del sistema político. Pero también por un temor cada vez más perceptible a que la guerra traiga aún mucha más pobreza y miseria (la falta de libertades se da por descontada). Putin debe solazarse de que los políticos o altavoces mediáticos liberales refugiados en Occidente le colocaran en la antesala del final, después del golpe de mano de Prigozhin. Haya habido o no venganza, la desaparición de este personaje (auxiliar, primero; incómodo, después) ha tenido utilidad práctica, propia de los estados autoritarios. No hay camino distinto al señalado por el líder. Las élites rusas que han sostenido a Putin no creen llegado el momento de tratar de sustituirlo, aunque no lo descartan, dicen algunos comentaristas liberales rusos. Tampoco está claro que contaran con la concentración de fuerza imprescindible para conseguirlo.

EL FIN DE NAGORNO-KARABAJ, COMO SÍNTOMA

El factor desprestigio, en cambio, no es manejable por el Kremlin. Y se ha visto en la reciente crisis de Nagorno- Karabaj (Alto Karabaj), un enclave de población mayoritariamente armenia dentro de territorio azerí.

El estatus-quo que se mantenía, con alteraciones menores o no decisivas, desde comienzos de los noventa, ha saltado por los aires cuando Rusia ha dejado de actuar como garante. Cuando en 2018 cambió el signo político en Armenia y sus nuevos líderes se alejaron de Moscú, el Kremlin tomó nota. Armenia empezó a ser un protegido incómodo un poco antes, cuando Putin decidió que el acercamiento a Turquía tenía un valor estratégico muy considerable para Rusia. El presidente Erdogan ha sido el principal valedor de Azerbaiyán en su disputa con Armenia y en su pretensión declarada de acabar con la entidad armenia en el Alto Karabaj.

Durante la última década, Putin ha jugado al palo y la zanahoria en el Cáucaso. Cuando Armenia ha dejado de ser útil, o peor, cuando se ha atrevido a acercarse a Occidente, en vistas de las ambigüedades rusas, el Kremlin ha hecho virtud de la necesidad. El Alto Karabaj se ha convertido en un obsequio a Erdogan, que refuerza su influencia en el Cáucaso, al favorecer a su protegido en la zona. En este juego móvil de favores y condiciones, Erdogan y Putin se mueven como peces en el agua.

En el Alto Karabaj, como quizás ocurra en Ucrania, o en las partes de Ucrania bajo ocupación rusa, las fatigas pueden pasar a la categoría de insostenibles cuando ya no resueltan útiles para quienes lanzan, mantienen o prolongan las opciones bélicas.

 

NOTAS

(1) “Ukraine’s counteroffensive has made progress. But It has much farther to go”. THOMAS GIBBONS-NEFF y LAUREN LEATHERBY. THE NEW YORK TIMES, 20 de septiembre;

(2) “How Ukraine can win a long war. The West needs a strategy after the counteroffensive”. MICK RYAN. FOREIGN AFFAIRS, 30 de agosto.

(3) “In Washington visit, Zelensky tries to shore up critical support”. THE NEW YORK TIMES, 21 de septiembre.

(4) “En Ukraine, la chute d’un ministre et d’un oligarque”. EMMANUEL GRYNSZPAN. LE MONDE, 4 de septiembre.

(5) “Is Ukraine really interested in fighting corruption”. THE ECONOMIST, 4 de septiembre.

(6) “Ukraine’s forces and firepower are misallocated, U.S. officials said”. THE NEW YORK TIMES, 23 de agosto.

(7) “Russia doesn’t have a good strategy for winning the war” (Entrevista con Michael Kofman). DER SPIEGEL, 15 de septiembre.

(8) “Democrats and republicans have different views on NATO and Ukraine”. WILLIAM A. GASTON y JORDAN MUCHNICK. BROOKINGS, 11 de julio.

(9) “The morality of Ukraine’s war is very murky”. STEPHEN WALT. FOREIGN AFFAIRS, 22 de septiembre.

(10)  “Poland will no longer send weapons to Ukraine, P.M. says, as grain dispute escalates”. THE GUARDIAN, 21 de septiembre; “Three neighbors of Ukraine ban its grain as E.U. restrictions expire”. THE NEW YORK TIMES, 16 de septiembre.

(11) “The end of Nagorno-Karabaj”. THOMAS DE WAAL. FOREIGN AFFAIRS, 26 de septiembre.

LAS ALIANZAS LÍQUIDAS EN ASIA

20 de septiembre de 2023

En el mundo actual, cada vez más multipolar (o multilateral, según se quiera), las alianzas (estables o flexibles) ya no son lo que eran, no ya durante la guerra fría, sino en la etapa unipolar corregida que la siguió.

En el hemisferio occidental, esta percepción es menos sentida, porque la OTAN (alianza euro-norteamericana) no ha dejado de crecer, en tamaño y en poder, aunque haya atravesado por momentos de zozobra, de “crisis de utilidad” o de cierta parálisis (“muerte cerebral”, que dijera Macron, tan  aficionado al aparente franc-parleur). La guerra de (en) Ucrania le ha insuflado nueva vida a la OTAN, dicen sus benignos exégetas. No hay nada mejor para una alianza político-militar que una exhibición de fuerza de su adversario. Y éste, Rusia, ha concedido una oportunidad excelsa, aunque, para ser rigurosos, la OTAN no dejó de crecer durante los años en los que desde el Kremlin se pretendía la reconciliación con Occidente.

En el otro hemisferio, en el oriental, las alianzas nunca fueron tan duras o tan sólidas, ni siquiera durante la guerra fría, salvo en la fase de congelación de los años 50 (momento álgido: la guerra de Corea). El deshielo fue largo y discontinuo. Incluso durante las guerras de Oriente Medio, las dos superpotencias cooperaron para evitar males mayores, eso que se conoce como escalada, es decir el riesgo de mundialización de un conflicto bélico; o en términos cualitativos, de nuclearización, lo que implicaría el alto riesgo de destrucción planetaria.

ASIA NUNCA FUE COMO EUROPA

Tras esa señalada fase de congelación, la clave de diferenciación entre los dos hemisferios residía en la diferencia en el sistema de equilibrios. En Europa estaba sustentado en dos patas; en Asia, en tres, una vez consumado el cisma comunista. Estados Unidos jugó la carta china para forzar a la URSS a avenirse a ciertos pactos en Europa y en el otrora Tercer Mundo (ahora Sur Global). Moscú y Pekín competían por imponer su relato revolucionario en los países marginados /esclavizados por el capitalismo. Pero la ecuación no era tan sencilla como se puede deducir de la afirmación anterior.

En Vietnam, durante la agresión norteamericana, ambos países cooperaron o defendieron al mismo bando: Vietnam del Norte y la guerrilla del Vietcong en el sur. Cada cual, en función de sus intereses, naturalmente, pero en contra de los designios de Washington. El acercamiento chino-norteamericano, iniciado hace 50 años, coincidió con la fase agónica de esa guerra, en la que Washington blandía con una mano la diplomacia con la otra los bombardeos de alfombra de los campos y el minado de los puertos vietnamitas. Aquellos años demostraron que las consideraciones ideológicas siempre terminan sometidas a los poderes que dominan las naciones. No hemos aprendido la lección.

Asia es ahora el teatro de un mundo multipolar, donde las alianzas (o pactos, o ententes, o acuerdos) rígidas son apenas una rareza o una excepción. Lo que domina es la multilateralidad, es decir, la alineación flexible, según las condiciones (1). Aparentemente, todo parece ordenado en función del crecimiento de China hacia el liderazgo (¿compartido?) mundial. El libreto occidental dice que “hay que temer a China”, o “desconfiar de China”. A todo diagnóstico debe seguir un tratamiento, pero se ha tardado en elaborar la prescripción. Los más radicales (o lo más irreflexivos) han presionado a favor del decoupling (el desacople de las economías respectivas), para no verse condicionado por la dependencia de las cadenas de suministros en  el tráfico comercial. Se trataba de una estrategia suicida. La URSS sólo representaba el 1% de los intercambios comerciales y económicos de Occidente. China es un cliente imprescindible. Por tanto, se ha terminado por renunciar al decoupling en beneficio del derisking. Dicho en castellano, eliminar los riesgos de la cooperación. Se trataría, simplemente, de eliminar el intercambio de bienes y servicios que puedan ser susceptibles de debilitar la seguridad de Occidente y sus aliados regionales, es decir, los de “doble uso” (civil, pero también militar), o que puedan acrecentar la capacidad tecnológica de China, lo que redundaría también en el refuerzo de su poderío militar. En eso se está: una cuadratura del círculo.

La operación es compleja, porque las potencias medianas de Asia temen y a la vez necesitan a China. Temen lo que perciben como amenaza militar, con sus fortificaciones, despliegues, el crecimiento de sus fuerzas navales en el Mar del Sur de China y su negativa a reconocer los dictámenes de las convenciones internaciones sobre frontera marítimas, etc. Pero necesitan seguir comerciando con China, recibiendo sus fondos de inversión en infraestructuras, por mucho que llevan aparejadas riesgos deudores y trampas crediticias. China, además, no pone condiciones políticas o ideológicas , contrariamente a lo que suele dice hacer Occidente.

UN COMPLEJO MECANO

Estados Unidos (y en alguno modo, Europa) han sido conscientes de ello, razón por la cual han diseñado un complejo mecano diplomático-militar, que permite garantizar ciertas provisiones de defensa, sin parecer agresivo. Se ha huido deliberadamente de la noción de bloque, como en Europa, para privilegiar una arquitectura multipolar, diversa, heterogénea y lo menos ideologizada posible, salvo una vaga referencia a la democracia o a la soberanía de los pueblos, pero sin contraste práctico.

El núcleo duro del hemisferio occidental en Asia (Australia, Reino Unido y EE.UU) han forjado el pacto AUKUS (acrónimo trilateral) para coordinar la cooperación militar. El espejo regional de esta coalición es el “partenariado estratégico” muñido por la administración Biden con Japón y Corea del Sur, sus dos aliados tradicionales en Asia, pero mal avenidos entre sí por las heridas de la II Guerra Mundial, aún por cauterizar del todo (2).  Era de esperar la irritación china (3).

En cambio, la otra “novedad” diplomática de los últimos años, el QUAD (abreviatura de Cuadrilátero, en inglés) tiene una vocación más amplía, tanto geográfica como temáticamente. En el ámbito acuñado como Indo-Pacífico, reúne a las tres potencias orientales recelosas de China (Japón, India y Australia) bajo el paraguas de EE.UU, en un esquema que trasciende lo militar para ampliarse a multitud de áreas de cooperación (social, sanitaria, tecnológica...).

Con esta ambición de agrandar el perímetro de la seguridad en sentido amplio (no sólo militar), se ha creado también el grupo I2U2, que conecta el Extremo y el Medio Oriente. El acrónimo responde a sus participantes (en inglés): Israel, India, EE.UU (USA) y  Emiratos Árabes Unidos (United Arab Emirates), con un agenda centrada en la cooperación tecnológica, que no oculta, empero, su eventual dimensión militar.

En Occidente se justifica todo este esfuerzo de cooperación reforzada como réplica a la denominada diplomacy warrior, traducible como “diplomacia guerrera o agresiva”, destinada a tejar una tupida red de alianzas y dependencias que favorezca la extensión del poderío de China, o a la neutralización de las resistencias, por omisión o por amenaza. China, en efecto, ha liderado la consolidación de entidades como la Organización de Cooperación de Shanghai (OSC), de la que forman parte Rusia y los estados exsoviéticos de Asia Central. Pero, y este detalle importa, también la India, e incluso el enemigo estratégico de ésta, Pakistán. Difícilmente, se dice en Pekín, puede considerarse una alianza contra alguien aquella que alberga en su seno a dos miembros antagónicos. O incluso dos rivales con disputas fronterizas, como India y China.

Esta superación aparente de antagonismos se encuentra también en los BRICS, donde el liderazgo que Occidente atribuye a China, está muy compensado por las influencias regionales de India, Brasil y Suráfrica y el poderío militar (sobre todo nuclear) de Rusia.

A esta arquitectura asiática compleja, que el profesor indio C. Rajan Mohan ha definido como “minilateralismo” (4), se suman los acuerdos bilaterales, profusos y en aumento. Acabamos de asistir a dos puestas en escena opuestas.

La visita del líder de Corea del Norte a Rusia parece consagrar el acercamiento entre dos países que otrora fueron aliados, luego se alejaron y ahora, empujados por la necesidad, se reencuentran, aún no se sabe con qué propósito. Los intérpretes del mundo occidental han disparado las alarmas sobre esta convergencia de “dos dictadores en apuros” (5), predecible licencia propagandística.

Putin y Kim pueden ayudarse, sin duda, pero con límites muy marcados, como han admitido algunos analistas en EE.UU (6). El supuesto suministro de munición norcoreana, compatible con la rusa, para reponer el arsenal vaciado en la guerra contra Ucrania podría no ser tan útil, por la cuestionable calidad y modernidad de la mercancía. A la inversa, la tecnología nuclear y espacial que Pyongyang esperaría obtener de Moscú está muy acotada por las sanciones impuestas al régimen norcoreano, del que Rusia participa, y que Putin asegura que seguirá respetando (7).

Hay otro factor que constriñe esta cooperación bilateral: las renuencias de China. Aunque Pekín ve en el hermético régimen paleocomunista un aliado de conveniencia, ha llovido mucho desde la guerra de los 50 y los actuales dirigentes chinos no comparten ni el fondo ni las formas del sistema político, económico y social de su protegido coreano, al que también tienen en la lista negra de las sanciones. Putin no querría desagradar a Xi Jinping jugando a la ruleta rusa con un socio tan imprevisible (8). Es más que probable que el Kremlin haya dado ya garantías a Pekín de que no premiará a la dinastía coreano con material demasiado sensible o peligroso.

El otro referente de estas coaliciones líquidas es el acercamiento ambiguo entre Vietnam y EE.UU. Enemigos sistémicos en un combate desigual con resultado inicialmente imprevisto, ambos países han atravesado décadas de anestesia, neutralización y acercamiento cauteloso. Vietnam ha tenido un aliciente enorme para acercarse a su némesis: la amenaza de China, que en su caso, no es puramente especulativa, ya que se plasmó en la invasión de 1979, repelida con éxito, y que Pekín camuflara como operaciones de castigo y advertencia.

La evolución del régimen vietnamita del comunismo de guerra a un cierto capitalismo de Estado es similar a la operada en China, pero con perfiles propios, como es natural. Y esa singularidad le ha llevado a entenderse con los países prooccidentales de la región, reunidos en la ASEAN, pero también a seguir avanzando en la cooperación con Washington (9).

La reciente visita de Biden a Hanoi consagra este largo viaje con la constitución de un “amplio partenariado estratégico” (10), cuya traducción del arcano diplomático viene a significar un pacto de cooperación que no llega formalmente a alianza, pero se mueve en sus contornos (líquidos). En la disputas marítimas con China, se asegura cierto apoyo, no definido, de Estados Unidos. Pero como las guerras, o los conflictos, son en estos tiempos más económicos que militares, el campo de cooperación comercial, tecnológico y social es muy amplio (como en el QUAD). Pero, atención, Vietnam no coloca a EE.UU por encima de China en su escala de preferencias, sino en el mismo nivel: el acuerdo firmado con Washington es casi una réplica del suscrito con China, pero también con India, Rusia o Corea (11) . Una señal más de que, en Asia, no hay alianzas contra nadie, sino a favor de todos. Un sistema líquido, pero engañoso.


NOTAS

(1) “Asia’s third way”. KISHORE MAHBUBANI. FOREIGN AFFAIRS, 28 febrero.

(2) “South Korea-Japan rapprochement creates new opportunities in the Indo-Pacific”. ANDREW YEO. BROOKINGS INSTITUTION, 17 marzo.

(3) “A defense agreement likely to deepen Chinese rancor”. DAVID PIERSON, OLIVIA WANG. NEW YORK TIMES, 19 agosto.

(4) “The nimble new minilaterals”. C. RAJA MOHAN. FOREIGN POLICY, 11 septiembre.

(5) “The dangers posed by a deal between Russia and North Korea. THE ECONOMIST, 13 septiembre.

(6) “Kim Jong-un’s visit to Russia hints a grim battlefield math to Putin”. ADAM TAYLOR. WASHINGTON POST, 14 septiembre.

(7) “What Putin and Kim want from each other”. ANKIT PANDA (CARNEGIE CENTER). FOREIGN POLICY, 15 septiembre.

(8) “Putin and Kim’s embrace may place Xi in a bind”. DAVID PIERSON. NEW YORK TIMES, 16 septiembre.

(9) “Entre la China et Etats-Unis, le Vietnam joue la strátegie du bambou”. BRICE PEDROLETTI. LE MONDE, 5 mayo.

(10) “Biden forges deeper ties with Vietnam as China’s ambition mounts”. PETER BAKER y KATIE ROGERS. NEW YORK TIMES, 10 septiembre.

(11) “Hanoi’s American edge”. HUONG LE THU. FOREIGN AFFAIRS, 12 septiembre; “How to survive a Great-Power competition. Southeast Asia’s precarious balancing act”. HUONG LE THU. FOREIGN AFFAIRS, mayo-junio 2023.

 

ÁFRICA. LOS GOLPES NO SON EL PRINCIPAL PROBLEMA PARA FRANCIA

13 de septiembre de 2023

Mes y medio después del golpe de Estado en Níger, la posibilidad de una intervención militar de los países vecinos para reponer en su puesto al presidente Bazoum parece desvanecerse. Es pronto, sin embargo, para descartarlo. La precipitada propuesta del presidente de Nigeria y líder actual de la Comunidad de Estados de África Occidental (CEDEAO), a favor de una solución militar si no hay rectificación de los golpistas, se encontró con la resistencia de la ciudadanía de su propio país, las dudas de sus socios regionales, pese a una aprobación inicial formal, y la actitud evasiva de Estados Unidos.

La opción militar, en efecto, genera muchos riesgos, en un momento en que la presión yihadista se mantiene, combinada con otros focos de inestabilidad tribal. Por otro lado, los preparativos técnicos y materiales para una intervención de reposición, parecen enfrentarse a muchos problemas, en un contexto social y económico muy desfavorable.

La prolongación de la crisis deja a Francia en muy mal lugar. El golpe había supuesto la confirmación del fracaso de la estrategia francesa en la zona, ya debilitada por los cambios hostiles de régimen en Malí y Burkina Fasso, que había obligado a los militares franceses a replegarse sobre Níger, como último bastión de su presencia en el Sahel, para seguir liderando la vigilancia frente a la denominada “amenaza yihadista”.

Níger ofrecía no sólo ofrecía una posición militar juzgada bastante segura, sino también una cierta cobertura política, por la naturaleza formalmente democrática de su gobierno. Este resorte de legitimación de la presencia francesa en África encaja en el relato actual occidental actual sobre la defensa de las democracias. Pero la impostura aquí y en casi todas las partes es bastante obvia.

Francia no ha mostrado históricamente repugnancia alguna a los golpes militares en África, cuando su orientación beneficiaba sus intereses económicos, estratégicos o políticos. Hay muchos ejemplos de ello. El más reciente, en Gabón, donde una parte del Ejército ha depuesto al presidente en un golpe palaciego que conservará el predominio de intereses de la dinastía de los Bongo, uno de los principales aliados de Francia en África Occidental (1).

Los militares africanos, por lo general, han sido los instrumentos prácticos de las élites locales, muy avenidas a los designios de París, o más bien, habría que decir a los del Eliseo, porque, durante décadas, el control de la política africana de Francia ha sido materia reservada de la Presidencia de la República.

Lo que parece estar ocurriendo ahora es que, como consecuencia del desgaste pero también del fracaso de las sucesivas operaciones militares francesas, parece estar tomando forma un núcleo contestatario en los sectores intermedios de los ejércitos, al menos en los países del Sahel, donde el malestar es más perceptible.

¿HACIA UNA SEGUNDA INDEPENDENCIA?

Uno de los principales conocedores de la política africana de Francia, Alain Antil, director del Centro de África subsahariana del Instituto francés de relaciones internacionales (IFRI), considera que la “epidemia de golpes de Estado” (Macron dixit) se corresponde con un “declive de la presencia francesa en el continente, que es una tendencia de fondo” (2). En los años sesenta, cuando comienzan los procesos de independencia, Francia tenía destacados 30.000 efectivos en la región; en la actualidad, sólo hay 6.000. Este repliegue militar tiene mucho que ver con el cambio de prioridades económicas: según Antil, “los intereses franceses no están concentrados ya en los países francófonos y menos aún en los sahelianos”. Esta estimación no invalida la importancia de los yacimientos de uranio nigerinos, por cierto.

La estrategia francesa parece un tanto demodée. Antil recuerda que “Francia es el único país colonizador que ha mantenido durante decenios bases militares permanentes y llevado a cabo una cincuentena de operaciones”. El control occidental sobre África, acentuado tras el final de la guerra fría ha sido ejercido de forma distinta a la ejercida por Francia, que es juzgada por ciertas élites como “paternalista”. Algunos pronunciamientos desafortunados de los últimos Presidentes franceses han contribuido a esta percepción.

En opinión de Antil, los defensores de estos últimos golpes, protagonizados por militares más jóvenes y muchos de ellos ajenos a los resortes tradicionales de poder, promueven una suerte de “segunda independencia”, que implica “una ruptura con el antiguo colonizador, considerado como corresponsable con las élites africanas dirigentes de las desgracias de estos países”.

El sentimiento antifrancés se extiende incluso a los países más seguros, como por ejemplo Senegal, que vive una inestabilidad poco habitual, con el dirigente populista de la oposición apresado y en huelga de hambre y un clima de descontento muy apreciable sobre todo entre la juventud (3).

En defensa de la política oficial francesa ha elevado estos días su voz la exministra de Exteriores y hoy eurodiputada del partido de Macron Nathalie Loiseau, para quien “los golpes son asuntos propios de los estados africanos, y por tanto su fracaso”. Se hace eco esta dirigente política de la lapidaria afirmación de su Jefe: la FrancAfrique ha dejado de existir hace tiempo” (4).

WASHINGTON SE DESMARCA DE PARÍS

En todo caso, esta vía francesa periclitada se ha puesto en evidencia en la crisis de Níger. Washington se ha desmarcado discretamente de la posición adoptada por París. Si bien inicialmente coincidió con su aliado europeo en la defensa de la democracia (santo y seña de la administración Biden), sus pasos han sido mucho más ambiguos. De hecho, ningún representante oficial ha calificado la deposición de Bazoum como “golpe”. Los norteamericanos se han asegurado de mantener su base de drones en Níger. Blinken ha afirmado que “no hay una solución militar aceptable”. La nueva embajadora ha retrasado sine die el trámite de presentación de credenciales, a la espera de acontecimientos. No es extraño que las nuevas autoridades nigerinas centren su hostilidad en la antigua potencia colonial. Algunos analistas creen que la Junta militar “juega a la división entre Francia y los Estados Unidos” (5)

Las opiniones de analistas y expertos norteamericanos son muy diversas. Los más cercanos al establishment académico se apuntan al discurso “democrático”, desdeñan estas proclamas anticoloniales como oportunistas o falsas y denuncian el acercamiento de los líderes golpistas a Moscú mediante su cooperación con las milicias Wagner (6). Otros, en cambio, cuestionan las impecables credenciales democráticas del presidente de Níger, cuya candidatura fue favorecida por el autócrata que lo precedió, aunque admiten que su estrategia de contención de los islamistas ha sido inteligente y eficaz (7). En Washington parecen escarmentados por lo ocurrido en Libia. La intervención militar de 2011 ha devenido en un caos sin precedentes, con dos gobiernos irreconciliables enfrentados, en manos de milicias irregulares, favorecidas por las potencias regionales que intentan sacar el mayor beneficio de la situación. La UE y EEUU se han mostrado impotentes y, al cabo, parecen haber renunciado a la estabilización del país.

Los estrategas más prudentes en Washington recomiendan colaborar con el nuevo gobierno de Níger, instándolo a establecer cierta colaboración con los aliados de Bazoum en el norte del país y a rechazar cualquier tentación de aproximación a Rusia. Esto último quizás no sea del todo necesario, porque Moscú se ha mostrado poco entusiasta con la nueva situación. Tras la muerte/asesinato de Prygozhin, la suerte de las milicias Wagner en África parece incierta, y no está el Kremlin en condiciones de implicarse, de una y otra forma, en más aventuras militares.

Todo ello, augura un repliegue de Francia aún más acusado. El desaire de Marruecos al no aceptar la ayuda ofrecida por París para socorrer a las víctimas del terremoto en el Atlas ha acentuado estas percepciones de “pérdida de prestigio”. Ciertamente, el desencuentro entre París y Rabat viene de lejos. Se debe sobre todo al acercamiento entre el Eliseo y Argel y, consecuencia de ello, a la política de Francia sobre el Sahara, más equidistante que la observada recientemente por España. O incluso por Estados Unidos: conviene recordar que Biden no han revertido la decisión de Trump de reconocer la marroquinidad del Sahara, plasmada en los acuerdos Abrahams. No por casualidad, el Trono ha aceptado el apoyo de Madrid y Washington.

 

 

 

 

 

 

 

NOTAS

(1) “Coup d’Etat au Gabon: la dynastie Bongo, une histoire française”. CHRISTOPHE CHÂTELOT. LE MONDE, 1 septiembre; “A coup for the status quo”. NOSMAT GBADAMOSI. FOREIGN POLICY, 13 septiembre

(2) “Coups d’Etat en Afrique: ‘Les putchistes promettent una deuxième indépendence’ (Entrevista con ALAIN ANTIL. INSTITUTE FRANÇAIS DE RELATIONS INTERNATIONALES (IFRI)

(3) “Au Senegal, le pouvoir intransigeant après un mois de grève de la faim d’Ousman Sonko”. MOUSSA NGOM (Dakar, correspondance). LE MONDE, 1 septiembre; “Anti-Western sentiment growing in Senegal: ‘We must free ourselves from France’stranglehold’”. HEINER HOFFMAN & CARMEN ABD ALI. DER SPIEGEL, 4 septiembre.

(4) “Quand sera-t-il posible de considérer que les coups d’Etat africains son avant tout l’affaire des Africains, et donc leur échec? NATHALIE LOISEAU. LE MONDE, 6 septiembre.

(5) “Au Niger, la Junte militaire joue a la división entre la France et les Etats-Unis”. CHRISTOPHE CHÂTELOT. LE MONDE, 15 agosto.

(6) “The real meaning of Niger’s Coup”. EBENEZER OBADARE. FOREIGN AFFAIRS, 1 septiembre.

(7) “Niger’s coup and America’s choice”. HANNAH R. ARMSTRONG. FOREIGN AFFAIRS, 19 agosto

 

EL DESAFÍO DEL SUR Y LA INQUIETUD DE OCCIDENTE

6 de septiembre de 2023

El orden liberal internacional padece desde hace tiempo notables contradicciones en su núcleo central, debido a crisis sistémicas propias, pero también a las fuertes presiones que proceden de otras zonas del mundo donde sus pretendidas virtudes nunca han sido del todo asumidas.

Tras el derrumbamiento de la Unión Soviética y el final de la geoestrategia de bloques que se impuso poco después del final de última guerra planetaria, se dio por consolidado el triunfo del sistema que dice aunar la economía de mercado (con variantes y correcciones, en su momento, y ahora cada vez más uniforme) y una democracia basada en la celebración periódica de elecciones, opciones políticas centrípetas, instituciones sólidas (tanto que suelen ser refractarias a las reformas) y valores anclados en el liberalismo doctrinal aunque no siempre adaptados a los cambios sociales. El politólogo norteamericano Francis Fukuyama proclamó el “fin de la historia”, entendido como la resolución de las tensiones entre sistemas políticos excluyentes.

Occidente se presentía con capacidad para atraer a su modelo de convivencia tanto a las regiones que vivían bajo la dominación/tutela/influencia de la malograda Unión Soviética. Como resultado final de su disidencia de la hegemonía de Moscú, China ya se había convertido al mercado tras la muerte de Mao. Los estrategas occidentales más optimistas predijeron que la irrupción de la democracia allí sería una cuestión de tiempo, pese al brusco despertar de esa “ilusión” que supusiera en 1989 el episodio de Tiananmen.

En el resto del Sur, de ese mundo emergente, pobre (o mejor dicho, rico, pero empobrecido, entre otros factores por la dominación occidental en sucesivas formas y etapas históricas), la atracción hacia el polo occidental, sin otra fuerza contraria que lo pudiera impedir, se antojaba inevitable. Incluso en los vastos territorios de la otrora terrible Rusia, ya desprovista de sus estados “vasallos”, se apuntaba un giro histórico hacia la convergencia entre el capitalismo y la democracia liberal.

LA HISTORIA NO HA CONCLUIDO

Pero, treinta años después, resulta que nada o casi nada ha ocurrido según esas previsiones. No son pocos los historiadores, estrategas, políticos y periodistas de cierta solidez que empiezan a preguntarse qué ha ocurrido. Uno de ellos es Martín Wolff, editorialista del Finantial Times, inequívoco defensor del capitalismo liberal y de la democracia occidental. En un libro de reciente aparición titulado “La crisis del capitalismo democrático” (1), este autor centra su análisis en el debilitamiento interno del propio orden liberal. En pocas palabras, Wolff sostiene que la desigualdad creciente desde la década de los ochenta, provocada entre otros factores por la globalización, la desregulación de los mercados y la concentración del poder económico, es el principal agente de la crisis. El “colapso” de la prosperidad ha generado la desconfianza de amplias masas de la población hacia el sistema político en el que creyeron o al que aceptaron durante las tres décadas posteriores a la II Guerra Mundial.

No todos los pensadores occidentales son tan críticos como Wolff. La mayoría de los que tienen influencia en los gobiernos y centros de poder transmiten una visión que no es necesariamente complaciente, pero evita cuestionar los fundamentos del sistema. Si cerramos el foco sobre el aspecto geoestratégico, nos encontramos con un panorama intelectual y político dominado por una mentalidad similar a la guerra fría, aunque con notables modificaciones. Si entonces había un enemigo, la URSS, y una división tajante del mundo en dos campos irreconciliables, ahora se señala un “competidor” (China) y un “enemigo” (Rusia).

Hace cincuenta años, en plena era bipolar, Estados Unidos, como líder de Occidente, diseñó una estrategia para aprovechar las disensiones en el universo comunista, seducir o hacer de China un socio potencial y neutralizar al único y gran adversario soviético mediante una estrategia combinada de presión armamentista y contención geoestratégica. Bajo la batuta intelectual de Kissinger y la gramática parda de Nixon, Estados Unidos encajó la derrota en Vietnam como una demostración insoslayable de que no se vencería militarmente al “odioso” comunismo, ni en su territorio central, ni en el de sus agentes tentaculares. Occidente aceptó el mundo soviético, con forzada naturalidad en Europa (hace también cincuenta años arrancaba el proceso de Helsinki, que consagraba formalmente la división “plácida” del continente) y a regañadientes en Asia (con la guerra de Vietnam en sus estertores, pero con el brasero amenazante del resto de Indochina y otros focos impredecibles de inestabilidad en otras zonas de la periferia mundial.

En realidad, el cénit de la “coexistencia pacífica” preludiaba también el inicio de su crisis final, que se materializaría durante los ochenta, bajo la presidencia de Reagan y sus belicistas agentes en Washington, favorecida por el agotamiento físico, político y moral de la gerontocracia comunista en Moscú. Esos primeros neocon nunca creyeron en la visión “realista” de Kissinger, comprada por Nixon, y recuperaron la política de la máxima presión contra Moscú.

Reagan y sus adláteres no pudieron contemplar el derrumbamiento definitivo de la URSS desde el Despacho oval. Sus herederos políticos tuvieron que gestionarlo desde posiciones más templadas. Fue entonces cuando se disparó el engreimiento occidental en una victoria sin vuelta atrás, con una notable desatención a las lecciones de esa Historia que se creía superada.

Si, como antes se decía, nada salió como estaba previsto, o como se había diseñado, es porque los problemas del orden capitalista, o del orden liberal internacional, si se prefiere un término más aséptico, no estaban provocadas por la amenaza soviética. Al contrario, al desaparecer el enemigo por antonomasia, se desatendieron los problemas sistémicos. O, según otras versiones más críticas, se creyó que esas contradicciones era controlables con mayor eficacia al no tener que afrontar los peligros externos.

Ahora el “enemigo” vuelve a ser el mismo. Con otra faz: nacionalista en lugar de comunista, pero con herramientas similares. Con menos voluntad de negociar o con menos conciencia de sus debilidades, como ha demostrado el cálculo temerario del ataque a Ucrania. China ha dejado de ser una potencia en ciernes para convertirse en el “competidor estratégico”. Su naturaleza comunista es meramente nominal: se trata de un sistema de capitalismo de estado que conserva los símbolos y las doctrinas como un soporte de cohesión nacional.

Pero si en los 70 había una ventana de oportunidad para profundizar en el “cisma comunista”, en este tiempo ambos países están más cerca que hace cincuenta años, obligados a cooperar y a entenderse para resistir a un adversario común que, según sus visiones, no acepta una alteración de los equilibrios internacionales. Pekín y Moscú ya no pugnan por imponer sus modelos doctrinales, aunque no hayan resuelto sus problemas bilaterales, Se necesitan para no ser reducidos por Occidente. La Historia demuestra que las alianzas de conveniencia son mucho más sólidas que las de convicción, porque no están sujetos a escrúpulos.

En esta batalla estratégica, codificada en el mundo académico como  “competición de las grandes potencias” (Great Powers competition), surge un agente heterogéneo, también contradictorio y multiforme que ha venido en llamarse el Sur Global (Global South). Se trata de los antiguos países en vías de desarrollo, algunos de ellos convertidos ya en potencias medias, otros atascados en los mismos problemas de dependencia y subdesarrollo (2).

UN NUEVO AGENTE MULTILATERAL

Desde la Conferencia afroasiática de Bandung, en 1955, el equívocamente denominado Tercer Mundo ha atravesado por sucesivas fases de encaje en el orden mundial: equilibrio entre los bloques, durante la era bipolar; sumisión posterior al capitalismo liberal triunfante, en los 90; y ya entrado este siglo, aprovechamiento de las oportunidades abiertas por la globalización y la explotación a corto plazo de sus materias primas y su mano de obra servilizada.

El estrechamiento de la hegemonía occidental y la emergencia de China como un posible líder mundial en el horizonte secular ha hecho albergar a esas potencias medias (las más ricas y las más atrasadas) la esperanza de hacerse un hueco propio en el orden mundial. En ese grupo hay algunas democracias (pocas y frágiles) pero sobre todo dictaduras, monarquías absolutas o repúblicas autoritarias. China y Rusia no se contemplan como modelos, sino como paraguas bajo los que cobijarse o alternativas de respaldo más conveniente para evadirse de los sermones democráticos de Occidente, que importan poco, salvo cuando se convierten, a veces y selectivamente, en normas de obligado cumplimiento para lograr preferencias comerciales, ayudas financieras y asistencia militar o policial.

Estos instintos de autoconservación son los que han llevado a algunas de estas potencias a acercarse a estructuras internacionales ajenas al orden liberal. El desarrollo de los BRICS constituye el caso más evidente. La ampliación de cinco a once países, decidida en la reciente cumbre de Suráfrica, consagra el acercamiento de Arabia Saudí, Egipto, Irán, Emiratos, Etiopía y Argentina a China y Rusia. Salvo Irán, estos nuevos “ladrillos” del Tercer Mundo del siglo XXI son países pertenecientes a la esfera occidental. Aunque su ingreso en ese club no implica una ruptura con sus aliados tradicionales, se trata de un gesto inequívoco de mayor autonomía, de multilateralidad en sus opciones diplomáticas y, por supuesto, económicas, por mucho que se resalten las limitaciones de su hetereogeneidad (3).  La sumisión al dólar ha dejado de ser un dogma, como se ha atrevido a formular el presidente Lula, que no es precisamente un enemigo jurado de Washington (4).

La guerra de Ucrania ha puesto de manifiesto que Washington y sus aliados en Europa y Asia ya no son capaces de armonizar una estrategia planetaria de oposición al enemigo declarado. Y si Occidente no ha sido capaz de alinear a ese mundo emergente contra Moscú, sumándolos al esquema de sanciones económicas y aislamiento diplomático (5), muchos menos puede esperarse que lo consiga, de proponérselo, en el caso de China. A pesar de que algunas de esas potencias perciben con mucha aprensión al régimen de Pekín por sus políticas de afirmación regional y reforzamiento militar, saben que no pueden prescindir de su dependencia.

India es un ejemplo paradigmático de esta dualidad estratégica (6). Mantiene con China una tensión permanente por sus diferendos territoriales, pero convive con ella en estructuras internacionales de consulta y cooperación. Paralelamente forma parte del QUAD, la alianza cuadrilateral del Asia Pacífico, al lado de EE.UU, Japón y Australia, claramente orientada a contener la influencia china en la zona (7). Reflejo de estas contradicciones, tras la publicación por Pekín de unos de unos polémicos mapas fronterizos, el gobierno indio ha tenido que encajar el desaire de la ausencia del presidente chino en la cumbre del G-20, que se celebrará este fin de semana en Nueva Delhi.

Este mundo emergente evasivo y multiforme es un motivo de inquietud más para Estados Unidos y, en menor medida, para sus principales aliados europeos, máxime cuando no se ha diseñado aún una estrategia conjunta de conducta hacia China y sólo circunstancialmente hacia Rusia. Y no es una carencia que vaya a resolverse pronto.

NOTAS

(1) “The Crisis of Democratic Capitalism”. MARTIN WOLFF. PENGUIN PRESS. Londres, 2023.

(2) “The Illusion of Great-Power Competition. Why Mild Powers -and small countries- are vital to U.S. Strategy”. JUDE BLANCHETTE & CRISTOPHER JOHNSTONE. FOREIGN AFFAIRS, 24 julio.

(3) “L’hétérogénéité des intéréts des uns et des autres disminue le capacité des BRICS à agir concretement”. ALAIN FRANCHON. LE MONDE, 31 agosto.

(4) “Pourquoi les BRICS veulent réduire leur dependence au dollar”. MARIE CHAREL. LE MONDE, 22 agosto; “Will the dollar hits a BRICS wall? SARAH SMIT. MAIL & GUARDIAN (Suráfrica), 30  mayo; “A BRICS currency could shake the Dollar’s dominance”. JOSEPH SULLIVAN, FOREIGN POLICY, 24 abril; “Can BRICS derail the Dollar dominance?”. EMMA ASHFORD (Stimson Center)y MATTHEW KROENIG (Scowcroft Center). FOREIGN POLICY, 1 septiembre.

(5) ”Guerre en Ukraine: la revanche du Sud”. GILLES PARIS y PHILIPPE RICARD. LE MONDE, 7  julio.

(6) “What BRICS expansión means for India”. MICHAEL KUGELMAN. FOREIGN POLICY, 30 agosto.

(7) “The Folly of India’s neutrality”. SUMIT GANGULY & MISHA DINSTREE. FOREIGN AFFAIRS, 20 junio