6 de septiembre de 2023
El orden liberal internacional padece desde hace tiempo notables contradicciones en su núcleo central, debido a crisis sistémicas propias, pero también a las fuertes presiones que proceden de otras zonas del mundo donde sus pretendidas virtudes nunca han sido del todo asumidas.
Tras el derrumbamiento de la
Unión Soviética y el final de la geoestrategia de bloques que se impuso poco
después del final de última guerra planetaria, se dio por consolidado el
triunfo del sistema que dice aunar la economía de mercado (con variantes y
correcciones, en su momento, y ahora cada vez más uniforme) y una democracia
basada en la celebración periódica de elecciones, opciones políticas
centrípetas, instituciones sólidas (tanto que suelen ser refractarias a las
reformas) y valores anclados en el liberalismo doctrinal aunque no siempre
adaptados a los cambios sociales. El politólogo norteamericano Francis Fukuyama
proclamó el “fin de la historia”, entendido como la resolución de las tensiones
entre sistemas políticos excluyentes.
Occidente se presentía con
capacidad para atraer a su modelo de convivencia tanto a las regiones que
vivían bajo la dominación/tutela/influencia de la malograda Unión Soviética.
Como resultado final de su disidencia de la hegemonía de Moscú, China ya se
había convertido al mercado tras la muerte de Mao. Los estrategas occidentales
más optimistas predijeron que la irrupción de la democracia allí sería una
cuestión de tiempo, pese al brusco despertar de esa “ilusión” que supusiera en
1989 el episodio de Tiananmen.
En el resto del Sur, de ese mundo
emergente, pobre (o mejor dicho, rico, pero empobrecido, entre otros factores
por la dominación occidental en sucesivas formas y etapas históricas), la
atracción hacia el polo occidental, sin otra fuerza contraria que lo pudiera
impedir, se antojaba inevitable. Incluso en los vastos territorios de la otrora
terrible Rusia, ya desprovista de sus estados “vasallos”, se apuntaba un giro
histórico hacia la convergencia entre el capitalismo y la democracia liberal.
LA HISTORIA NO HA CONCLUIDO
Pero, treinta años después,
resulta que nada o casi nada ha ocurrido según esas previsiones. No son pocos
los historiadores, estrategas, políticos y periodistas de cierta solidez que
empiezan a preguntarse qué ha ocurrido. Uno de ellos es Martín Wolff,
editorialista del Finantial Times, inequívoco defensor del capitalismo
liberal y de la democracia occidental. En un libro de reciente aparición
titulado “La crisis del capitalismo democrático” (1), este autor centra su
análisis en el debilitamiento interno del propio orden liberal. En pocas
palabras, Wolff sostiene que la desigualdad creciente desde la década de los
ochenta, provocada entre otros factores por la globalización, la desregulación
de los mercados y la concentración del poder económico, es el principal agente
de la crisis. El “colapso” de la prosperidad ha generado la desconfianza de
amplias masas de la población hacia el sistema político en el que creyeron o al
que aceptaron durante las tres décadas posteriores a la II Guerra Mundial.
No todos los pensadores
occidentales son tan críticos como Wolff. La mayoría de los que tienen
influencia en los gobiernos y centros de poder transmiten una visión que no es
necesariamente complaciente, pero evita cuestionar los fundamentos del sistema.
Si cerramos el foco sobre el aspecto geoestratégico, nos encontramos con un
panorama intelectual y político dominado por una mentalidad similar a la guerra
fría, aunque con notables modificaciones. Si entonces había un enemigo, la
URSS, y una división tajante del mundo en dos campos irreconciliables, ahora se
señala un “competidor” (China) y un “enemigo” (Rusia).
Hace cincuenta años, en plena era
bipolar, Estados Unidos, como líder de Occidente, diseñó una estrategia para
aprovechar las disensiones en el universo comunista, seducir o hacer de China
un socio potencial y neutralizar al único y gran adversario soviético mediante
una estrategia combinada de presión armamentista y contención geoestratégica.
Bajo la batuta intelectual de Kissinger y la gramática parda de Nixon, Estados
Unidos encajó la derrota en Vietnam como una demostración insoslayable de que
no se vencería militarmente al “odioso” comunismo, ni en su territorio central,
ni en el de sus agentes tentaculares. Occidente aceptó el mundo soviético, con
forzada naturalidad en Europa (hace también cincuenta años arrancaba el proceso
de Helsinki, que consagraba formalmente la división “plácida” del continente) y
a regañadientes en Asia (con la guerra de Vietnam en sus estertores, pero con el
brasero amenazante del resto de Indochina y otros focos impredecibles de
inestabilidad en otras zonas de la periferia mundial.
En realidad, el cénit de la
“coexistencia pacífica” preludiaba también el inicio de su crisis final, que se
materializaría durante los ochenta, bajo la presidencia de Reagan y sus
belicistas agentes en Washington, favorecida por el agotamiento físico,
político y moral de la gerontocracia comunista en Moscú. Esos primeros neocon
nunca creyeron en la visión “realista” de Kissinger, comprada por Nixon, y
recuperaron la política de la máxima presión contra Moscú.
Reagan y sus adláteres no
pudieron contemplar el derrumbamiento definitivo de la URSS desde el Despacho
oval. Sus herederos políticos tuvieron que gestionarlo desde posiciones más
templadas. Fue entonces cuando se disparó el engreimiento occidental en una
victoria sin vuelta atrás, con una notable desatención a las lecciones de esa
Historia que se creía superada.
Si, como antes se decía, nada
salió como estaba previsto, o como se había diseñado, es porque los problemas
del orden capitalista, o del orden liberal internacional, si se prefiere un
término más aséptico, no estaban provocadas por la amenaza soviética. Al
contrario, al desaparecer el enemigo por antonomasia, se desatendieron los
problemas sistémicos. O, según otras versiones más críticas, se creyó que esas
contradicciones era controlables con mayor eficacia al no tener que afrontar
los peligros externos.
Ahora el “enemigo” vuelve a ser
el mismo. Con otra faz: nacionalista en lugar de comunista, pero con
herramientas similares. Con menos voluntad de negociar o con menos conciencia
de sus debilidades, como ha demostrado el cálculo temerario del ataque a
Ucrania. China ha dejado de ser una potencia en ciernes para convertirse en el “competidor
estratégico”. Su naturaleza comunista es meramente nominal: se trata de un
sistema de capitalismo de estado que conserva los símbolos y las doctrinas como
un soporte de cohesión nacional.
Pero si en los 70 había una
ventana de oportunidad para profundizar en el “cisma comunista”, en este tiempo
ambos países están más cerca que hace cincuenta años, obligados a cooperar y a
entenderse para resistir a un adversario común que, según sus visiones, no
acepta una alteración de los equilibrios internacionales. Pekín y Moscú ya no
pugnan por imponer sus modelos doctrinales, aunque no hayan resuelto sus
problemas bilaterales, Se necesitan para no ser reducidos por Occidente. La
Historia demuestra que las alianzas de conveniencia son mucho más sólidas que
las de convicción, porque no están sujetos a escrúpulos.
En esta batalla estratégica,
codificada en el mundo académico como
“competición de las grandes potencias” (Great Powers competition),
surge un agente heterogéneo, también contradictorio y multiforme que ha venido
en llamarse el Sur Global (Global South). Se trata de los antiguos
países en vías de desarrollo, algunos de ellos convertidos ya en
potencias medias, otros atascados en los mismos problemas de dependencia y
subdesarrollo (2).
UN NUEVO AGENTE MULTILATERAL
Desde la Conferencia afroasiática
de Bandung, en 1955, el equívocamente denominado Tercer Mundo ha
atravesado por sucesivas fases de encaje en el orden mundial: equilibrio entre
los bloques, durante la era bipolar; sumisión posterior al capitalismo liberal
triunfante, en los 90; y ya entrado este siglo, aprovechamiento de las
oportunidades abiertas por la globalización y la explotación a corto plazo de
sus materias primas y su mano de obra servilizada.
El estrechamiento de la hegemonía
occidental y la emergencia de China como un posible líder mundial en el
horizonte secular ha hecho albergar a esas potencias medias (las más ricas y
las más atrasadas) la esperanza de hacerse un hueco propio en el orden mundial.
En ese grupo hay algunas democracias (pocas y frágiles) pero sobre todo
dictaduras, monarquías absolutas o repúblicas autoritarias. China y Rusia no se
contemplan como modelos, sino como paraguas bajo los que cobijarse o
alternativas de respaldo más conveniente para evadirse de los sermones
democráticos de Occidente, que importan poco, salvo cuando se convierten, a
veces y selectivamente, en normas de obligado cumplimiento para lograr preferencias
comerciales, ayudas financieras y asistencia militar o policial.
Estos instintos de autoconservación
son los que han llevado a algunas de estas potencias a acercarse a estructuras
internacionales ajenas al orden liberal. El desarrollo de los BRICS constituye
el caso más evidente. La ampliación de cinco a once países, decidida en la
reciente cumbre de Suráfrica, consagra el acercamiento de Arabia Saudí, Egipto,
Irán, Emiratos, Etiopía y Argentina a China y Rusia. Salvo Irán, estos nuevos
“ladrillos” del Tercer Mundo del siglo XXI son países pertenecientes a
la esfera occidental. Aunque su ingreso en ese club no implica una ruptura con
sus aliados tradicionales, se trata de un gesto inequívoco de mayor autonomía,
de multilateralidad en sus opciones diplomáticas y, por supuesto, económicas,
por mucho que se resalten las limitaciones de su hetereogeneidad (3). La sumisión al dólar ha dejado de ser un
dogma, como se ha atrevido a formular el presidente Lula, que no es
precisamente un enemigo jurado de Washington (4).
La guerra de Ucrania ha puesto de
manifiesto que Washington y sus aliados en Europa y Asia ya no son capaces de
armonizar una estrategia planetaria de oposición al enemigo declarado. Y si
Occidente no ha sido capaz de alinear a ese mundo emergente contra Moscú,
sumándolos al esquema de sanciones económicas y aislamiento diplomático (5),
muchos menos puede esperarse que lo consiga, de proponérselo, en el caso de
China. A pesar de que algunas de esas potencias perciben con mucha aprensión al
régimen de Pekín por sus políticas de afirmación regional y reforzamiento
militar, saben que no pueden prescindir de su dependencia.
India es un ejemplo paradigmático
de esta dualidad estratégica (6). Mantiene con China una tensión permanente por
sus diferendos territoriales, pero convive con ella en estructuras
internacionales de consulta y cooperación. Paralelamente forma parte del QUAD,
la alianza cuadrilateral del Asia Pacífico, al lado de EE.UU, Japón y
Australia, claramente orientada a contener la influencia china en la zona (7).
Reflejo de estas contradicciones, tras la publicación por Pekín de unos de unos
polémicos mapas fronterizos, el gobierno indio ha tenido que encajar el desaire
de la ausencia del presidente chino en la cumbre del G-20, que se celebrará este
fin de semana en Nueva Delhi.
Este mundo emergente evasivo y multiforme
es un motivo de inquietud más para Estados Unidos y, en menor medida, para sus
principales aliados europeos, máxime cuando no se ha diseñado aún una
estrategia conjunta de conducta hacia China y sólo circunstancialmente hacia
Rusia. Y no es una carencia que vaya a resolverse pronto.
NOTAS
(1) “The
Crisis of Democratic Capitalism”. MARTIN WOLFF. PENGUIN PRESS. Londres,
2023.
(2) “The
Illusion of Great-Power Competition. Why Mild Powers -and small countries- are
vital to U.S. Strategy”. JUDE BLANCHETTE & CRISTOPHER JOHNSTONE. FOREIGN
AFFAIRS, 24 julio.
(3) “L’hétérogénéité des intéréts des uns et des autres
disminue le capacité des BRICS à agir concretement”. ALAIN FRANCHON. LE MONDE,
31 agosto.
(4) “Pourquoi
les BRICS veulent réduire leur dependence au dollar”. MARIE CHAREL. LE
MONDE, 22 agosto; “Will the dollar hits a BRICS wall? SARAH SMIT. MAIL
& GUARDIAN (Suráfrica), 30 mayo;
“A BRICS currency could shake the Dollar’s dominance”. JOSEPH SULLIVAN, FOREIGN
POLICY, 24 abril; “Can BRICS derail the Dollar dominance?”. EMMA
ASHFORD (Stimson Center)y MATTHEW KROENIG (Scowcroft Center).
FOREIGN POLICY, 1 septiembre.
(5) ”Guerre en Ukraine: la revanche du Sud”. GILLES PARIS y
PHILIPPE RICARD. LE MONDE, 7 julio.
(6) “What
BRICS expansión means for India”. MICHAEL KUGELMAN. FOREIGN POLICY, 30
agosto.
(7) “The
Folly of India’s neutrality”. SUMIT GANGULY & MISHA DINSTREE. FOREIGN
AFFAIRS, 20 junio
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