FRENTE A LA SECTA DE LAS CIFRAS, MIDAMOS LA FELICIDAD

17 de septiembre de 2009

El ejercicio político-económico practicado de forma obsesiva en la rentrée europea es la cábala sobre la salida de la crisis. Las grandes organizaciones internacionales, escarmentadas por los precedentes escasamente alentadores, tratan de afinar lo más posible y, sobre todo, extreman las cautelas. Pero más allá del diseño de escenarios y de la administración del optimismo y el pesimismo, la crisis ha servido también para cuestionar ciertos fundamentos que se consideraban sólidos. Además, desde otras latitudes menos ortodoxas, se ponen en duda los instrumentos de medición de lo que funciona y lo que no, lo que es consistente con los intereses y aspiraciones de la mayoría de población y lo que responde simplemente a construcciones abstractas, lo que refleja más fielmente la realidad social y lo que la oculta, camufla o distorsiona.
Entre tanta previsión revisada, especulación obligada y cálculo orientado a fines interesados, ha pasado casi desapercibida, al menos en España, una interesante iniciativa que propone modificar la medición de la riqueza, el desempeño económico y su imprescindible reflejo social. Después de casi un año de trabajo, este proyecto ha sido presentado públicamente en la Sorbona de París, en forma de Conferencia Internacional dedicada a su estudio y desarrollo, inaugurada a comienzos de semana por el Presidente Sarkozy, impulsor político de la idea.
De momento, el resultado básico de la iniciativa es el llamado Informe Stiglitz, un estudio liderado por el Premio Nobel de Economía y Presidente del Consejo de asesores económicos del Presidente Bill Clinton. Junto a Stiglitz han trabajado también, como cabezas visibles del estudio, el también Premio Nobel de Economía Amartya Sen y el Presidente de Observatorio francés de coyunturas económicas, Jean Paul Fitoussi. El propósito del estudio consiste en “desarrollar nuevos instrumentos de medida de la riqueza de las naciones”. O, como resume LE MONDE, el diario que más espacio le ha concedido, este proyecto pretende “poner por delante la medida del bienestar de la población sobre la de la producción económica”.
Lo que Stiglitz, Sen, Fitoussi y otros diecisiete “sabios” han hecho es poner en evidencia las trampas del actual sistema económico y social, empezando por todo ese conjunto de instrumentos y mediciones que lo legitiman y prolongan sus imposturas. Algunos resaltados en el informe reflejan el entramado de falsedades, inexactitudes o imprecisiones encubiertas.
El primer indicador cuestionado es, lógicamente, el PIB, base tradicional de cualquier análisis económico que se precie y quiere atraer reconocimiento público y político. No es que el PIB no sirva, pero es preciso ajustarlo mediante otras variables, para que lo que indica sea relevante para determinar el bienestar económico. Los investigadores proponen que se sustituya el indicador del Producto Interior Bruto, tal y como está ahora, por el de Producto Nacional Neto (PNN), que mediría no sólo la producción, sino también la depreciación del capital. Como dicen los autores, con ironía y afán provocador, para que salga un PIB mejor es preferible que el país sufra una catástrofe porque en su cálculo inciden al alza los gastos de reconstrucción, mientras que se omite la reducción que supone los daños ocasionados. Éste último es sólo un ejemplo de la dimensión económica. Pero las propuestas más interesantes son las que se realizan en el ámbito de la recolección de datos sociales, y no todos cuantitativos: lo que Sarkozy resumió con la muy francesa divisa de “medir la felicidad”, para liberarnos de “la secta de la cifras”.
Los expertos concluyen su informe con un paquete de doce recomendaciones que constituyen una especie de catálogo de prevención de la ceguera económica, tan generalizada, según se ha comprobado en la gestación, desarrollo y reproducción de la crisis. La inadecuación de los sistemas de medición y contabilidad podría esta a la altura de los enfoques de análisis, diagnósticos y propuestas de intervención, según los participantes en este estudio, casi todos ellos conocidos por su saludable resistencia a las corrientes dominantes en el pensamiento económico de los últimos treinta años. Junto a la ya mencionada reconsideración del PIB, éstas son las propuestas más sugerentes:
- Tener en cuenta el patrimonio; es decir, aplicar a las personas y familias los conceptos de activos y pasivos que se utiliza para analizar las empresas.
- Crear un índice divisorio que separe a la población en dos partes iguales: los que están por encima y los que se sitúen por debajo de un “ingreso medio”, lo que contribuirá a medir mejor la justicia social de una colectividad.
- Incorporar las actividades no mercantiles en las contabilidades nacionales. Estas prácticas son muy habituales en el área de los servicios domésticos. Muchas personas son trabajadoras activas en el ámbito familiar, pero el producto que generan no se mide, porque no se intercambia por un salario.
- Incluir la medición de la calidad de vida en la determinación del bienestar material, lo que incluye el desempeño de los servicios de salud, educación, empleo sostenible, vivienda decente, entorno seguro y participación política y social. El objetivo sería construir un “índice sintético”. Igualmente, sería relevante medir el impacto de la calidad de vida en otros dominios económicos, como la productividad, la conflictividad social, etc.
- Evaluar de manera exhaustiva las desigualdades (social, de género, edad, raza, etc.), con énfasis especial en las derivadas de la inmigración.
- Incorporar el factor subjetivo; es decir, la evaluación que cada uno hace de su vida, la autopercepción de satisfacción e insatisfacción, etc.
- Evaluar la “sostenibilidad del bienestar”, o su capacidad para mantenerse durante tiempo.
- Establecer una batería de indicadores ligados al medio ambiente.
Algunos medios escépticos insinúan que más que perseguir una mejor fotografía social, lo que ha pretendido el presidente francés es maquillar ciertos resultados económicos estructurales franceses poco estimulantes. El FINANCIAL TIMES sostiene que “el principal objetivo de Sarkozy , al menos antes de la crisis, era el de elevar la tendencia de crecimiento de Francia en un punto porcentual”. Lo que no se entiende es que insignes economistas se hayan prestado a tal maniobra. En todo caso, Sarkozy pretende presentar esta iniciativa a sus socios europeos. Si realmente se produce, el debate puede resultar realmente interesante.

¿HAY QUE AUMENTAR EL ESFUERZO MILITAR EN AFGANISTAN?

10 de septiembre de 2009

Es perceptible el daño que ha causado la matanza de Kunduz provocada por la OTAN. Los líderes europeos empiezan a solapar mensajes conciliadores de ópticas distintas: reforzar tropas para asegurar una retirada posterior o traumática. El premier Brown afirma el compromiso británico con la seguridad occidental y promete mantener todas sus tropas (no dijo que aumentarlas). A veinte días de las elecciones, la canciller Merkel ha querido dar muestras de que no flojea; pero tampoco parece dispuesta a dejarse arrastrar por una espiral sin control y ha planteado un límite para la presencia militar: cinco años.

No resulta inhabitual este doble lenguaje europeo, que responde a compromisos antagónicos: satisfacer las reclamaciones de Washington y atender la desafección de la ciudadanía europea ante el conflicto. Por esta razón, no debe descartarse que al actual consenso atlántico se le aprecie fecha de caducidad en unos pocos meses. Quizás antes, cuando se produzca el próximo error militar de bulto.

El debate sobre la conveniencia de reforzar el contingente militar occidental en Afganistán está plagado de presunciones demasiado cuestionables. Los argumentos de quienes consideran que, con independencia de otras medidas de carácter político, es preciso incrementar el número de efectivos utilizan los siguientes argumentos:

-con carácter inmediato, hay que “proteger a los protectores”; es decir, se precisan más soldados para garantizar más y mejor seguridad a los militares que supuestamente defienden a la población afgana de los taliban y garantizan el avance de la institucionalización democrática.

-ni el actual gobierno, ni el que le siga (que todo indica que será el mismo, con cambios de menor importancia) tiene o tendrá la capacidad para derrotar por sí solo a los integristas islámicos y protectores; de hecho, la formación de militares y policías afganos arroja resultados muy decepcionantes.
-la contención de los taliban no puede hacerse a distancia o con operaciones puntuales: tarde o temprano, conseguirían derribar al gobierno afgano.
-la derrota del régimen actual supondría el regreso de los talibán al poder y la más que probable recuperación del santuario afgano para Al Qaeda y otras redes terroristas afines.
-esta situación desestabilizaría gravemente Pakistán, bien obligando a su gobierno a pactar con los elementos más extremistas del país o, peor aún, anticipando su caída.
-la desestabilización de Pakistán supondría una amenaza inaceptable para la seguridad internacional debido a la existencia de arsenal nucleares en ese país.

En el Pentágono y en los think-tank conservadores se comparte este análisis, de ahí la insistencia de la cúpula político-militar en mantener e incrementar el esfuerzo militar.

Pero hay una óptica distinta, que se proyecta desde sectores progresistas o simplemente más escépticos sobre la solución militar.

Los diarios NEW YORK TIMES Y LE MONDE han ofrecido estos últimos días relevantes valoraciones de expertos que defienden opciones alternativas y cuestionan seriamente no sólo la legitimidad, sino también la supuesta eficacia del refuerzo armado.

El profesor Andrew Bacevich, de la Universidad de Boston, estima que Al Qaeda puede ser neutralizada utilizando inteligencia masiva, aviones teledirigidos Predator, misiles de crucero y operaciones específicas de fuerzas especiales, e incluso el soborno de los líderes tribales militares para que priven de amparo a los amigos de Bin Laden.

Con respecto al dilema en Pakistán, el director del Centro de Estudios para la Paz de Georgetown, Daniel Byman, sostiene que la escalada militar en Afganistán hará a Estados Unidos cada vez más dependiente del país vecino y cuanto más necesarias se sientan las autoridades pakistaníes, especialmente las militares, más capacidad tendrán de poner condiciones y de resistir las presiones para que combatan a sus extremistas de las regiones tribales fronterizas.

Pero el análisis más sugestivo sobre los dudosos fundamentos de la estrategia militaristas lo leemos en un dossier especial de LE MONDE sobre la actual salud de Al Qaeda. El antiguo agente de la CIA y ahora experto en terrorismo islámico Marc Sageman adelanta algunos de los datos y reflexiones que aparecerán ampliados en su libro “Los complos de Al Qaeda en Occidente”. Sageman afirma que la red de Bin Laden esta decididamente debilitada, que su capacidad para perpetrar actos violentos es cada vez más reducida, que las amenazas terroristas proceden de grupos cada vez más autónomos y que, por lo tanto, “la guerra en Afganistan no tiene sentido y es fundamentalmente política”. Sageman señala que lo que queda de Al Qaeda no está en Afganistán, sino en Pakistan. Y como será imposible desplegar tropas extranjeras en este país, la única alternativa es mejorar la inteligencia en las regiones fronterizas y favorecer el desarrollo y la calidad de vida de la población de estas zonas sensibles.

Este discurso de actuar a favor de las poblaciones locales y no simplemente blindar los intereses occidentales está también presente en la revisión estratégica que ha pergeñado el general McChrystal, comandante norteamericano en Afganistán. Los militares de Estados Unidos y sus aliados son conscientes de que los afganos no se sienten, en general, protegidos por la OTAN, aunque podamos admitir que hasta cierto punto lo están. Y no sólo por los lamentables errores que devienen en masacres inaceptables. El enredo de explicaciones sobre errores inducidos por los propios taliban, en su táctica de utilizar escudos humanos o proteger sus movimientos poniendo en riesgo a las poblaciones civiles no resulta convincente, porque tal comportamiento es habitual y tradicional en este tipo de milicias y guerrillas. De hecho, el alto mando norteamericano ha restringido los protocolos de bombardeos aéreos, lo que supone admitir que no se había hecho lo suficiente para limitar las victimas indeseadas.

Pero el otro elemento frágil de la estrategia occidental de ganarse el favor de los afganos reside en su vinculación, voluntaria o forzada, con el actual régimen. Las elecciones de agosto se presentaron como factor de legitimación y reforzamiento de una afganización del conflicto. Pero ha servido para todo lo contrario. Karzai ya se da por vencedor en primera vuelta, pero que La ONU denuncia “claras y convincentes pruebas de fraude”. En la Casa Blanca, la incomodidad con el presidente es indisimulable, pero Washington tiene las manos atadas. Un gobierno decente no se improvisa en unos meses, ni siquiera en unos años, y menos en un país como Afganistán, corrompido sin cuenta, desde dentro y desde fuera, durante décadas.

Después de lo dicho, ¿qué hacer? ¿Hay que prepararse para la retirada? En ese caso, ¿hay que anticipar ya un calendario? ¿Cómo asegurar la protección de la población afgana? ¿Qué política adoptar ante un gobierno con la credibilidad en entredicho? Los defensores de revertir la estrategia actual en un sentido radical no ofrecen respuestas a estas y otras preguntas relacionadas. Lo que se exhibe, hasta ahora, es la posición global, pero falta el detalle.

VENENOSO VERANO

3 de septiembre de 2009

Al Presidente Obama se le ha debido hacer muy largo este verano, sin apenas vacaciones, sin respiro político, sin perspectivas de cambios favorables en el panorama. Los desafíos que con ansiedad y urgencia le acechan no dan señales positivas de encauzamiento.
EL FRENTE INTERNO
En el frente doméstico, el proyecto de reforma sanitaria se ha convertido en una pesadilla política y en un escenario de extrañamiento social. Por avatares de la política norteamericana, a Obama no le está saliendo muy rentable ser el primer presidente demócrata en décadas que cuenta con el Congreso a su favor. Será porque le perciben más vulnerable de lo que la protección mediática dejaba traslucir, o porque su consabido eclecticismo permite especulaciones y presiones políticas interesadas, lo cierto es que todo el mundo pone precio a su respaldo en el bando demócrata.
Que se viva la desaparición –definitiva- de Ted Kennedy como “inoportuna” por el peso que el “león liberal” podría haber jugado en la apuesta por la reforma sanitaria, indica que al presidente no le sobran apoyos. Porque, en realidad, el senador de Massachusetts influía ya poco, y porque quienes desde el partido más aprietan a Obama son los que precisamente rechazaban las aspiraciones de último de la dinastía Kennedy a un servicio universal de salud.
Los comentaristas progresistas, como Paul Krugman, se manifiestan ya claramente decepcionados por la falta de coraje de la Casa Blanca en la gestión del dossier sanitario. Que haya mostrado tanta disposición a sacrificar la opción pública, en cuanto han apretado los republicanos portavoces de los intereses de aseguradoras y farmacéuticas, o en cuanto han ladrado más alto de lo habitual los “perros azules”, lo interpreta el Premio Nobel de Economía como un síntoma de insolvencia presidencial para afrontar los grandes desafíos. Desde latitudes centristas le reclaman a Obama que supere la etapa electoral de los grandes ideales y potencie su lado pragmático para asegurar una gestión profesional. Muchos de ellos no quieren verse sorprendidos por esos movimientos pendulares que son tan frecuentes en la vida política norteamericana. Temen ser los paganos de un exceso de entusiasmo presidencial, dentro de año y medio, en las elecciones legislativas. La estrechísima franja ideológica en la que se mueven las opciones políticas norteamericanas, alimentadas, sostenidas y aseguradas por intereses corporativos, someten a raya cualquier veleidad heterodoxa, aunque sea tan inocente como la que ha encarnado Obama.
Los otros dos asuntos internos más espinosos son la incierta recuperación económica y la revisión de los abusos cometidos por la administración anterior en la lucha antijihadista. La estrategia contra la crisis económica está también debilitada por medias tintas y presiones y dejará todavía dramas sociales y fracasos inoportunos. En el caso de los abusos de los servicios de inteligencia y de seguridad, la aspiración de hacer justicia ha chocado con una razón de Estado incómoda y ventajista. El catálogo de horrores de la CIA durante los años oscuros de Bush –de Cheney, para ser más exactos- ha provocado una reacción de ciudadanía responsable del Fiscal General y Ministro de Justicia de Obama, Eric Holder, un hombre integro y de convicciones bastantes sólidas. Sus enemigos políticos se le han echado encima; sus tenues y temerosos amigos han hecho muecas de desagrado y alejamiento. Unos y otros entienden, con matices diferentes, que se están poniendo en riesgo fundamentos muy sensibles de la seguridad nacional. La gama de torturas, sevicias y atropellos, y la incompetencia sólo comparable a la impunidad con la que esos actos fueron ejecutados –y planeados, y justificados, y amparados- deberían constituir argumento suficiente para que la opinión pública y los propios aparatos de seguridad desearan la limpieza y el restablecimiento de la imagen y el buen nombre de las maltratadas instituciones. Pero ha bastado con que afloren dudas, contradicciones y algunas torpezas en las actuaciones del departamento de Justicia para que se desencadene una campaña con un objetivo claro: hacer creer que este gobierno dilapida los avances (¿) conseguidos en seguridad nacional y lucha contra el terrorismo, desarmando, deslegitimando y debilitando al aparato de inteligencia.
El enfado del muy burocrático nuevo jefe de la CIA, Leon Panetta, un exjefe de gabinete de Clinton metido a gran maestre de espías, no ha hecho justicia a Eric Holder, y coloca al fiscal encargado de la investigación bajo escrutinio permanente, como si él fuera el sospechoso de actuar inapropiadamente. Otra iniciativa de Holder, menos publicitada en España, el reforzamiento del aparato legal de defensa de los derechos humanos y en especial de las minorías, maltratado con saña durante los años oscuros, también se encuentra bajo amenaza de boicot y descrédito por parte de las huestes republicanas y sus cómplices mediáticos y corporativos.
EL FRENTE EXTERNO
En el frente exterior, la evolución en Afganistán, prioridad declarada de Obama, empeora por días. La reclamación de los jefes militares a favor de una nueva estrategia incluirá más soldados, aunque no se haya hecho todavía, y nadie lo duda. Pero, sobre todo, plantea un compromiso más amplio, que implicará una involucración de dudosos resultados. Frustrantes expectativas, porque en estos ocho meses apenas llegan buenas noticias del infortunado país. Las elecciones no hay quien se las crea por la dimensión del fraude. Y lo peor es que no hay remedio a corto plazo. Por eso, los sectores más progresistas le reclaman a Obama que haga lo mismo que en Irak: una retirada ordenada y prudente.
Pero n se trata sólo de Afganistán. Otros escenarios conflictivos se amontonan. A saber: la interminable y muy accidentada retirada de Irak, sin que se aviste la estabilización del país, siempre bajo amenaza de implosión; la nuclearización de Irán, superada la crisis postelectoral; la intransigencia israelí, que amenaza con dejar en nada la enésima ilusión de paz global en Oriente Medio; la gestión de las rencillas latinoamericanas…. Y, ahora, para nublar aún más el inquietante panorama exterior, el cambio histórico en Japón, del que no cabe esperar en modo alguno hostilidad hacia Estados Unidos, pero si ciertas exigencias o condicionamientos adicionales. Esa propuesta de los nuevos dirigentes nipones de “recentrar” la estrategia nacional con más atención hacia Asia y menos dependencia –de todo tipo- del otro lado del Pacífico obligará a Washington a reacomodar su política asiática, muy condicionada por la evolución del imprevisible régimen norcoreano.
Así pues, un verano venenoso, cargado de peligros, con daños diferidos y alta letalidad para el presidente de Estados Unidos. Que su popularidad se resienta puede asumirse. Que su credibilidad se agriete es lo verdaderamente preocupante.

LOS RIESGOS DE AFGANISTÁN

31 de julio de 2009

El presidente Zapatero le ha dicho al NYT que podría proponer al Congreso el envío de más tropas a Afganistán, si fuera necesario para consolidar el compromiso con el designio norteamericano de estabilizar el país, promover su desarrollo y derrotar al terrorismo internacional y a sus protectores talibanes. España aumentó recientemente su dotación militar para reforzar la seguridad ante las elecciones presidenciales del 20 de agosto. El jefe del gobierno español pretende de esta forma realizar un “gesto de apoyo” al Presidente Obama, cuya política exterior y visión del mundo elogia.
Antes de llegar a la Casa Blanca, todavía como candidato, Obama gustaba de presentar a Afganistán como la “guerra justa”, frente al injustificable, tramposo y devastador conflicto bélico al que Bush había arrastrado a Estados Unidos en Irak. Zapatero, al que le costó la amistad con el anterior inquilino de la Casa Blanca, defender esa misma tesis, se encontró muy a gusto abrazando la tesis del nuevo presidente norteamericano.
Pueden aceptarse las buenas intenciones. De Zapatero y de Obama. Pero hay muchas dudas acerca de que la estrategia de la actual administración sea la correcta. Esta noción de “guerra justa” presenta demasiadas brechas. Es obvio que los talibanes y el régimen político y social que defienden y representan pueden parecernos odiosos, y con bastante razón. Pero la cuestión es si podemos cambiar el destino de ese país, si nos corresponde a nosotros hacerlo y si, en el intento, nos estamos apoyando en los actores adecuados.
El proyecto de Obama se basa en fortalecer política e institucionalmente el país para primer el desarrollo económico y privar a los talibanes de la capacidad de ganarse a la mayoría de la población. Pero la quiebra se produce en el primer eslabón: las tropas internacionales no encuentran un socio fiable ni solvente. La población afgana comprueba con desaliento que los socios locales de la coalición internacional son inútiles y, lo que es peor, corruptos. Que pese a ocho años de presencia militar extranjera, el país sigue viviendo, básicamente, de la ayuda internacional o del tráfico de opio. Que los recursos que se generan no se reparten con mínima equidad, que los familiares, amigos y protegidos del presidente Karzai se enriquecen mientras la calidad de vida de la mayoría de la población no mejora. El propio Obama ha reconocido que el gobierno local al que las tropas norteamericanas contribuyen a mantener no funciona y es indigno de la causa que se defiende. Pero no encuentra alternativas. Los otros candidatos de las elecciones de agosto son débiles o no merecen una confianza mayor que Karzai.
Tampoco está clara la estrategia militar. La guerra no va bien. La reciente ofensiva internacional para debilitar a los talibanes de su feudo en la provincia meridional de Helmand no ha dado los resultados esperados. El mes de julio ha sido el más mortífero para la coalición internacional desde el comienzo de la misión, hace ocho años. Los 21.000 soldados adicionales aportados por Obama no serán suficientes para cambiar decisivamente el rumbo. Una lucha contrainsurgente como la que sería precisa para derrotar a los talibanes y a sus aliados jihadistas exigiría un incremento tan extraordinario de fuerzas que no es posible implementarlo en estos momentos. Además, el supuesto éxito de la doctrina Petraeus en Irak parece inaplicable en Afganistán. Lo explica muy bien Rory Stewart, el director del Centro Carr sobre Política de Derechos Humanos de Harvard, en un largo artículo publicado en la London Review of Books (“La irresistible ilusión: por qué estamos en Afganistán?”):
“No hay partidos políticos sólidos en Afganistán y al gobierno de Kabul le falta la base, la fuerza o la legitimidad que tiene el gobierno de Bagdad. Los grupos tribales afganos no tienen la coherencia de las tribus sunníes de Irak y su relación con las estructuras del Estado; no han sido erradicados barrio a barrio y no tienen con los Taliban la misma relación que los grupos suníes tenían con Al Qaeda”.
El otro elemento clave es Pakistán. El mayor compromiso que el primer ministro Alí Zardari y las fuerzas armadas parecen haber desempeñado en los últimos meses contra los refugios talibanes propios y afganos ha sido reconocido por la administración norteamericana. Pero persisten las dudas en el establishment militar y la debilidad del liderazgo político es terrible. Por lo demás, las víctimas civiles ocasionadas por las operaciones aéreas no sólo están erosionando el apoyo de la población local, sino que están fomentando un clima de desafección creciente en otras zonas fronterizas de Pakistán, en especial en Baluchistán.
Stewart es sólo uno de los numerosos analistas que ponen en duda la viabilidad de la “nueva política” de Obama. Desde la izquierda, el clima es gélido, cuando no claramente hostil. Desde la derecha, se le reprocha que haya criticado demasiado la gestión bélica de los republicanos. En los demócratas centristas es más fuerte el temor al desgaste que la inevitable longitud del conflicto ocasione que la confianza en el éxito final.
No es fácil para el presidente Zapatero eludir la petición de apoyo de Obama, pero debería hacerse un análisis en profundidad de los objetivos a cumplir, de las estrategias empleadas y de los riesgos asumibles, no sólo para los soldados españoles, sino para la credibilidad y solvencia de nuestra política exterior.

LA DOCTRINA OBAMA-CLINTON PARA UN MUNDO CONVULSO

30 de julio de 2009

Ahora que Obama se enfrenta al primer momento delicado de su mandato, puesto ante uno de los dilemas que la sociedad y la clase política norteamericanas llevan décadas sin resolver (la reforma sanitaria), cabe preguntarse si su administración será capaz de destinar energías para abordar también –y simultáneamente- los acuciantes problemas internacionales.
El presidente de Estados Unidos da la impresión de saber cómo afrontar los desafíos mundiales y ha formulado visiones enormemente interesantes en los seis meses que lleva en la Casa Blanca. Lo ha hecho, fundamentalmente, a través de discursos de gran profundidad y solemnidad, con vocaciones de convertirse en cimientos de políticas renovadas. Faltaba una exposición teórica, o académica, o doctrinaria que diera coherencia a la responsabilidad que Obama quiere para Estados Unidos en el mundo del siglo XXI. En cierto modo, esa pieza llegó a mediados de este mes, aunque ha pasado casi inadvertida en los medios de comunicación españoles. La desatención quizás se deba a que no la presentó el propio Obama, sino su Secretaria de Estado, Hillary Clinton.
El pasado 15 de julio, en un discurso ante el influyente Consejo de Relaciones Exteriores, con sede en Nueva York, la capital internacional de Estados Unidos, Hillary Clinton presentó los principios, objetivos y líneas esenciales de actuación de la política exterior norteamericana de la presente administración.
Señalaremos lo más relevante y clarificador, pero antes anticipemos que Clinton habló en todo momento como un alter ego del Presidente. Ningún resquicio de duda o discrepancia. En las últimas semanas se había especulado con desavenencias entre la Casa Blanca y Foggy Botton, con cierta incomodidad de la Secretaria de Estado por el retraso en algunos nombramientos o cierto desplazamiento de responsables en política exterior. El alejamiento de Hillary, debido a un accidente doméstico que produjo lesiones de importancia en un codo, incrementaron los rumores. A día de hoy, esas tensiones, incluso si han llegado a existir, se han disipado por completo o se han revelado insignificantes. El propio Henry Kissinger acaba de confirmar que confesó recientemente a la actual jefa de la diplomacia que difícilmente había conocido él un periodo de tanta armonía entre la Casa Blanca y la Secretaría de Estado.
En discurso ante el CFR, Hillary Clinton afirmó con solemnidad que el rasgo definidor de la política exterior de la administración Obama consistirá en propiciar “una nueva era basada en intereses comunes, valores compartidos y respeto mutuo”. Es decir, se ha acabado el unilateralismo. Las prioridades de Washington serán las siguientes:
- revertir la carrera de armamentos, prevenir su uso y construir un mundo libre de su amenaza.
- aislar y derrotar a los terroristas y contrarrestar a los extremistas violentos, al tiempo que se extiende la manos a todos los musulmanes del mundo.
- alentar y facilitar los esfuerzos de todas las partes para perseguir y conseguir una paz integral en Oriente Medio.
- promover una amplia agenda de desarrollo, mediante la promoción de un comercio libre pero justo y la promoción de la inversión que origine empleos de calidad.
- combatir el cambio climático, aumentar la seguridad energética y poner las bases de un futuro próspero sustentado en energías limpias.
- apoyar y alentar a los gobiernos democráticos que protegen los derechos de sus ciudadanos y sirven sus intereses.
El compromiso con estas prioridades ha ido reflejándose en las diversas actuaciones emprendidas en estos primeros meses de gobierno. Las intenciones del gobierno Obama son buenas, y eso lo admiten muchos analistas independientes e incluso algunos moderadamente escépticos. Pero persisten las dudas sobre la viabilidad práctica de estos principios.
Frente a estas actitudes incrédulas, Clinton aseguró que la política exterior que defienden es una combinación de idealismo y pragmatismo. El argumento va como sigue: los desafíos del mundo son tan abrumadores que nadie puede afrontarlos en solitario. Ni siquiera Estados Unidos. Pero si la hiperpotencia no puede acometerlos sola, nadie puede hacerlo sin la colaboración de ella. Washington se plantea una política que restaure las relaciones con los aliados tradicionales como Europa o el Pacífico –algunas muy dañadas durante los años de Bush-, fomentar lazos con agentes no gubernamentales –despreciados por el anterior presidente- e incluso llegar a otros actores no convencionales.
Pero quizás el elemento más interesante de la nueva doctrina exterior reside en la formulación de las políticas hacia los elementos refractarios o incluso hostiles. Con ellos se practicará una política de “engagement”, que debería traducirse como “afrontamiento”. Es decir, no se trata de dar por perdido a ningún país o gobierno simplemente porque mantiene posiciones críticas con Estados Unidos, sino de emplear todos los recursos de la diplomacia norteamericana para conseguir que adopte una posición constructiva, sin renuncias a sus principios e intereses legítimos, pero respetuosa con la paz y la cooperación internacionales. La Secretaria de Estado dejó claro, como ha hecho en repetidas ocasiones el Presidente, que esta administración no renuncia al uso de la fuerza militar si fuera necesario para defender sus intereses o a sus aliados amenazados. Pero sólo como último recurso.
La cuestión es si esta interesante exposición de intenciones esta traduciéndose en avances prácticos. Consciente de las dudas que circulan al respecto, Clinton quiso poner ejemplos prácticos de cómo se están aplicando estos principios en los sucesivos escenarios de crisis (Corea del Norte, Irak, Afganistán, Irán, Palestina…) o ante los desafíos globales (cambio climático, desnuclearización y lucha contra el hambre y la pobreza…). A pesar de los esfuerzos de la Secretario de Estado por resaltar los avances y resultados positivos, lo cierto es que
En gran medida, los problemas y contradicciones vienen arrastrados por el daño que han hecho políticas pasadas,. Pero algunos analistas se atreven a señalar que sobra retórica y falta claridad de juicio en los planteamientos de Obama-Clinton, si es que podemos hablar de un tándem. En algunos casos, las nuevas políticas se hacen esperar y se vive demasiado de recetas caducadas; en otros, no se perciben con claridad. A determinados socios no se les consigue convencer de la viabilidad de las nuevas políticas. Y otros tiene una idea muy distinta del partenariado. Por no hablar de los que no tienen el más mínimo interés de cooperar en la construcción de ese mundo nuevo. El caso es que, como dice Fred Kaplan, la combinación de idealismo y pragmatismo arroja más contradicciones que resultados positivos.

OBAMA Y LOS "PERROS AZULES"

23 de julio de 2009

El presidente Obama atraviesa el momento más delicado en la Casa Blanca, precisamente al cumplir el primer medio año en el cargo. El índice de aprobación es del 55%. Modesto, desde luego. Nueve de los doce presidentes desde 1945 presentaron mejores cifras a estas alturas de mandato.
No es que su capital político se haya deteriorado. Lo que ocurre -dicen los analistas- es que la que se apunta como principal batalla política de su mandato le está pasando una inevitable factura. La reforma sanitaria, que ya dañó la presidencia de Clinton y dividió a los demócratas, reaparece, dieciséis años después, para “marcar decisivamente la presidencia de Obama” (NEW YORK TIMES).
No se puede explicar en un par de folios las peculiaridades del sistema de salud norteamericano. Se sabe, a grandes rasgos, lo esencial. Que casi 50 millones de estadounidenses carecen de seguro médico. Que para la mayoría de trabajadores perder el empleo supone quedarse sin seguro médico. Que, a pesar de este dato casi tercermundista, el sistema de salud es el más caro del mundo, un 30 por ciento más que el índice medio europeo. Que una parte insoportable del gasto redunda en el lucro de diferentes agentes parásitos pero no en la calidad de la atención al paciente. Que, por lo tanto, es también el más ineficaz y despilfarrador de la OCDE.
Los Clinton intentaron reformarlo en 1993, pero fracasaron, porque los grandes intereses corporativos movilizaron a sus aliados legislativos, a quienes acostumbran a sufragar campañas y hasta carreras políticas .
Este segundo intento demócrata de reformar el sistema sanitario tendrá que vencer resistencias similares y, además, hacerlo en un entorno de crisis económica y con un déficit público abrumador causado por la administración Bush, por sus desmedidos gastos militares y de seguridad y por los regalos fiscales a los ricos.
Obama ha fijado los objetivos y principios básicos e indisputables de la reforma: que todo ciudadano norteamericano tenga cobertura sanitaria y que la reforma no se haga a costa de las clases medias y bajas.
La Casa Blanca quiere reforzar el sistema público, ampliarlo, si, pero también corregirrlo para mejorar su calidad y eficacia. En modo alguno pretenden Obama y los suyos proceder a una revolución o socializar la sanidad, como le achacan interesadamente los exégetas neoliberales. Se quiere simplemente que haya un sistema público solvente que conviva con los privados.
Se debe y se puede ahorrar, pero habrá que aportar más fondos. Se calcula que un billón de dólares adicionales durante la próxima década; aproximadamente, la mitad de lo que ya cuesta el sistema actual. Obama ha insistido en su última rueda de prensa en que la reforma sanitaria es una oportunidad de inversión, no un gasto. No perjudicará el esfuerzo de recuperación económica, sino que la alentará. Es un argumento con resonancias socialdemócratas, que en Estados Unidos levanta ampollas. Más aún, cuando se trata de determinar de dónde debe salir el dinero, de lo que se están ocupando cinco comités legislativos.
La batalla que se está librando en el Congreso pone en evidencia las contradicciones y deficiencias de representación social del sistema político norteamericano. Los demócratas tienen la mayoría en las dos Cámaras. Pero el presidente no puede contar con todos los suyos. Es verdad que muchos legisladores demócratas -más en la Cámara de Representantes que en el Senado- comparten la visión de la Casa Blanca. Pero los que se resisten a avalar medidas que agraven el esfuerzo fiscal son suficientes para conformar, juntos con los republicanos, una mayoría opositora. Estos demócratas disidentes son los llamados “blue dogs”, (perros azules), por su fiereza en la defensa de la llamada “responsabilidad fiscal”, que no quiere decir otra cosa que bloquear políticas fiscales redistributivas.
Las últimas encuestas les han reforzado. El 50% de los ciudadanos está descontento con la gestión de la reforma sanitaria y el aún más, el 60%, sospecha que la Casa Blanca presiona a favor de más gasto público. Para gran pesar de Obama, que se ha cuidado muy mucho de ofrecer la imagen del político alegre en la subida de impuestos para favorecer el gasto (tax and spend). Por eso, ha advertido que no aceptaría una reforma que perjudicara fiscalmente a la clase media (y menos a las clases bajas). La cuestión es dónde colocar el listón. Se habló primero de lo que ingresaran más de 280.000 $. Como los republicanos y sus aliados sociales se tiraron a degüello, los demócratas rectificaron. La speaker de la Cámara baja, Nancy Pelosi, ha propuesto que se grave al club de los 500.000 $ para arriba o a las familias que superen el millón de dólares de ingresos anuales. O sea, a los millonarios. La pelea continua.
Como viene sosteniendo Paul Krugman, esta actitud de contentar a conservadores propios y ajenos no suele dar resultado ni cala en la opinión pública. La vinculación de fiscalidad y reforma sanitaria es inevitable, pero se trata de un enfoque plagado de trampas y peligros en Estados Unidos. El debate habitual en Europa sobre el sentido, la finalidad y la utilidad de los impuestos toma allí un sesgo sensiblemente diferente. Es paradójico que a veces se oponen a la imposición grupos o sectores ciudadanos que no resultan directamente perjudicados; al contrario, muchas veces se benefician a la postre de ello. Pero esta muy arraigada la conciencia de que el gobierno gasta mucho y mal y que, al final, pagar impuestos no trae cuenta, pague quien pague. La clase media está convencida de que respalda con su dinero a los de abajo. Es un mito alejado de la realidad, pero ha definido mandatos y condicionado muchas elecciones.
Si la reforma de Obama saliera adelante, el 97% de los norteamericanos tendría asistencia médica. En cualquier país europeo desarrollado, ese esfuerzo habría merecido la pena. En Estados Unidos ocurre todo lo contario. Los que consideran moderno y socialmente justo y responsable que haya un sistema público fuerte lo dicen en voz baja, para no perjudicar la causa. Los republicanos huelen el miedo y aprietan. Uno de ellos, sureño y conspicuo conservador, Jim DeMint, ha proclamado que la reforma sanitaria puede ser el “Waterloo” de Obama. Así de marciales están las cosas.
Obama se aviene a prolongar hasta final de año la consecución de la reforma. De esta forma, habrá tiempo para ajustes y componendas. Peligro: cuanto más tarde el proceso, más puntos ganarán los republicanos conservadores y sus aliados de conveniencia, los “perros azules” demócratas.