31 de julio de 2009
El presidente Zapatero le ha dicho al NYT que podría proponer al Congreso el envío de más tropas a Afganistán, si fuera necesario para consolidar el compromiso con el designio norteamericano de estabilizar el país, promover su desarrollo y derrotar al terrorismo internacional y a sus protectores talibanes. España aumentó recientemente su dotación militar para reforzar la seguridad ante las elecciones presidenciales del 20 de agosto. El jefe del gobierno español pretende de esta forma realizar un “gesto de apoyo” al Presidente Obama, cuya política exterior y visión del mundo elogia.
Antes de llegar a la Casa Blanca, todavía como candidato, Obama gustaba de presentar a Afganistán como la “guerra justa”, frente al injustificable, tramposo y devastador conflicto bélico al que Bush había arrastrado a Estados Unidos en Irak. Zapatero, al que le costó la amistad con el anterior inquilino de la Casa Blanca, defender esa misma tesis, se encontró muy a gusto abrazando la tesis del nuevo presidente norteamericano.
Pueden aceptarse las buenas intenciones. De Zapatero y de Obama. Pero hay muchas dudas acerca de que la estrategia de la actual administración sea la correcta. Esta noción de “guerra justa” presenta demasiadas brechas. Es obvio que los talibanes y el régimen político y social que defienden y representan pueden parecernos odiosos, y con bastante razón. Pero la cuestión es si podemos cambiar el destino de ese país, si nos corresponde a nosotros hacerlo y si, en el intento, nos estamos apoyando en los actores adecuados.
El proyecto de Obama se basa en fortalecer política e institucionalmente el país para primer el desarrollo económico y privar a los talibanes de la capacidad de ganarse a la mayoría de la población. Pero la quiebra se produce en el primer eslabón: las tropas internacionales no encuentran un socio fiable ni solvente. La población afgana comprueba con desaliento que los socios locales de la coalición internacional son inútiles y, lo que es peor, corruptos. Que pese a ocho años de presencia militar extranjera, el país sigue viviendo, básicamente, de la ayuda internacional o del tráfico de opio. Que los recursos que se generan no se reparten con mínima equidad, que los familiares, amigos y protegidos del presidente Karzai se enriquecen mientras la calidad de vida de la mayoría de la población no mejora. El propio Obama ha reconocido que el gobierno local al que las tropas norteamericanas contribuyen a mantener no funciona y es indigno de la causa que se defiende. Pero no encuentra alternativas. Los otros candidatos de las elecciones de agosto son débiles o no merecen una confianza mayor que Karzai.
Tampoco está clara la estrategia militar. La guerra no va bien. La reciente ofensiva internacional para debilitar a los talibanes de su feudo en la provincia meridional de Helmand no ha dado los resultados esperados. El mes de julio ha sido el más mortífero para la coalición internacional desde el comienzo de la misión, hace ocho años. Los 21.000 soldados adicionales aportados por Obama no serán suficientes para cambiar decisivamente el rumbo. Una lucha contrainsurgente como la que sería precisa para derrotar a los talibanes y a sus aliados jihadistas exigiría un incremento tan extraordinario de fuerzas que no es posible implementarlo en estos momentos. Además, el supuesto éxito de la doctrina Petraeus en Irak parece inaplicable en Afganistán. Lo explica muy bien Rory Stewart, el director del Centro Carr sobre Política de Derechos Humanos de Harvard, en un largo artículo publicado en la London Review of Books (“La irresistible ilusión: por qué estamos en Afganistán?”):
“No hay partidos políticos sólidos en Afganistán y al gobierno de Kabul le falta la base, la fuerza o la legitimidad que tiene el gobierno de Bagdad. Los grupos tribales afganos no tienen la coherencia de las tribus sunníes de Irak y su relación con las estructuras del Estado; no han sido erradicados barrio a barrio y no tienen con los Taliban la misma relación que los grupos suníes tenían con Al Qaeda”.
El otro elemento clave es Pakistán. El mayor compromiso que el primer ministro Alí Zardari y las fuerzas armadas parecen haber desempeñado en los últimos meses contra los refugios talibanes propios y afganos ha sido reconocido por la administración norteamericana. Pero persisten las dudas en el establishment militar y la debilidad del liderazgo político es terrible. Por lo demás, las víctimas civiles ocasionadas por las operaciones aéreas no sólo están erosionando el apoyo de la población local, sino que están fomentando un clima de desafección creciente en otras zonas fronterizas de Pakistán, en especial en Baluchistán.
Stewart es sólo uno de los numerosos analistas que ponen en duda la viabilidad de la “nueva política” de Obama. Desde la izquierda, el clima es gélido, cuando no claramente hostil. Desde la derecha, se le reprocha que haya criticado demasiado la gestión bélica de los republicanos. En los demócratas centristas es más fuerte el temor al desgaste que la inevitable longitud del conflicto ocasione que la confianza en el éxito final.
No es fácil para el presidente Zapatero eludir la petición de apoyo de Obama, pero debería hacerse un análisis en profundidad de los objetivos a cumplir, de las estrategias empleadas y de los riesgos asumibles, no sólo para los soldados españoles, sino para la credibilidad y solvencia de nuestra política exterior.
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