3 de septiembre de 2009
Al Presidente Obama se le ha debido hacer muy largo este verano, sin apenas vacaciones, sin respiro político, sin perspectivas de cambios favorables en el panorama. Los desafíos que con ansiedad y urgencia le acechan no dan señales positivas de encauzamiento.
EL FRENTE INTERNO
En el frente doméstico, el proyecto de reforma sanitaria se ha convertido en una pesadilla política y en un escenario de extrañamiento social. Por avatares de la política norteamericana, a Obama no le está saliendo muy rentable ser el primer presidente demócrata en décadas que cuenta con el Congreso a su favor. Será porque le perciben más vulnerable de lo que la protección mediática dejaba traslucir, o porque su consabido eclecticismo permite especulaciones y presiones políticas interesadas, lo cierto es que todo el mundo pone precio a su respaldo en el bando demócrata.
Que se viva la desaparición –definitiva- de Ted Kennedy como “inoportuna” por el peso que el “león liberal” podría haber jugado en la apuesta por la reforma sanitaria, indica que al presidente no le sobran apoyos. Porque, en realidad, el senador de Massachusetts influía ya poco, y porque quienes desde el partido más aprietan a Obama son los que precisamente rechazaban las aspiraciones de último de la dinastía Kennedy a un servicio universal de salud.
Los comentaristas progresistas, como Paul Krugman, se manifiestan ya claramente decepcionados por la falta de coraje de la Casa Blanca en la gestión del dossier sanitario. Que haya mostrado tanta disposición a sacrificar la opción pública, en cuanto han apretado los republicanos portavoces de los intereses de aseguradoras y farmacéuticas, o en cuanto han ladrado más alto de lo habitual los “perros azules”, lo interpreta el Premio Nobel de Economía como un síntoma de insolvencia presidencial para afrontar los grandes desafíos. Desde latitudes centristas le reclaman a Obama que supere la etapa electoral de los grandes ideales y potencie su lado pragmático para asegurar una gestión profesional. Muchos de ellos no quieren verse sorprendidos por esos movimientos pendulares que son tan frecuentes en la vida política norteamericana. Temen ser los paganos de un exceso de entusiasmo presidencial, dentro de año y medio, en las elecciones legislativas. La estrechísima franja ideológica en la que se mueven las opciones políticas norteamericanas, alimentadas, sostenidas y aseguradas por intereses corporativos, someten a raya cualquier veleidad heterodoxa, aunque sea tan inocente como la que ha encarnado Obama.
Los otros dos asuntos internos más espinosos son la incierta recuperación económica y la revisión de los abusos cometidos por la administración anterior en la lucha antijihadista. La estrategia contra la crisis económica está también debilitada por medias tintas y presiones y dejará todavía dramas sociales y fracasos inoportunos. En el caso de los abusos de los servicios de inteligencia y de seguridad, la aspiración de hacer justicia ha chocado con una razón de Estado incómoda y ventajista. El catálogo de horrores de la CIA durante los años oscuros de Bush –de Cheney, para ser más exactos- ha provocado una reacción de ciudadanía responsable del Fiscal General y Ministro de Justicia de Obama, Eric Holder, un hombre integro y de convicciones bastantes sólidas. Sus enemigos políticos se le han echado encima; sus tenues y temerosos amigos han hecho muecas de desagrado y alejamiento. Unos y otros entienden, con matices diferentes, que se están poniendo en riesgo fundamentos muy sensibles de la seguridad nacional. La gama de torturas, sevicias y atropellos, y la incompetencia sólo comparable a la impunidad con la que esos actos fueron ejecutados –y planeados, y justificados, y amparados- deberían constituir argumento suficiente para que la opinión pública y los propios aparatos de seguridad desearan la limpieza y el restablecimiento de la imagen y el buen nombre de las maltratadas instituciones. Pero ha bastado con que afloren dudas, contradicciones y algunas torpezas en las actuaciones del departamento de Justicia para que se desencadene una campaña con un objetivo claro: hacer creer que este gobierno dilapida los avances (¿) conseguidos en seguridad nacional y lucha contra el terrorismo, desarmando, deslegitimando y debilitando al aparato de inteligencia.
El enfado del muy burocrático nuevo jefe de la CIA, Leon Panetta, un exjefe de gabinete de Clinton metido a gran maestre de espías, no ha hecho justicia a Eric Holder, y coloca al fiscal encargado de la investigación bajo escrutinio permanente, como si él fuera el sospechoso de actuar inapropiadamente. Otra iniciativa de Holder, menos publicitada en España, el reforzamiento del aparato legal de defensa de los derechos humanos y en especial de las minorías, maltratado con saña durante los años oscuros, también se encuentra bajo amenaza de boicot y descrédito por parte de las huestes republicanas y sus cómplices mediáticos y corporativos.
EL FRENTE EXTERNO
En el frente exterior, la evolución en Afganistán, prioridad declarada de Obama, empeora por días. La reclamación de los jefes militares a favor de una nueva estrategia incluirá más soldados, aunque no se haya hecho todavía, y nadie lo duda. Pero, sobre todo, plantea un compromiso más amplio, que implicará una involucración de dudosos resultados. Frustrantes expectativas, porque en estos ocho meses apenas llegan buenas noticias del infortunado país. Las elecciones no hay quien se las crea por la dimensión del fraude. Y lo peor es que no hay remedio a corto plazo. Por eso, los sectores más progresistas le reclaman a Obama que haga lo mismo que en Irak: una retirada ordenada y prudente.
Pero n se trata sólo de Afganistán. Otros escenarios conflictivos se amontonan. A saber: la interminable y muy accidentada retirada de Irak, sin que se aviste la estabilización del país, siempre bajo amenaza de implosión; la nuclearización de Irán, superada la crisis postelectoral; la intransigencia israelí, que amenaza con dejar en nada la enésima ilusión de paz global en Oriente Medio; la gestión de las rencillas latinoamericanas…. Y, ahora, para nublar aún más el inquietante panorama exterior, el cambio histórico en Japón, del que no cabe esperar en modo alguno hostilidad hacia Estados Unidos, pero si ciertas exigencias o condicionamientos adicionales. Esa propuesta de los nuevos dirigentes nipones de “recentrar” la estrategia nacional con más atención hacia Asia y menos dependencia –de todo tipo- del otro lado del Pacífico obligará a Washington a reacomodar su política asiática, muy condicionada por la evolución del imprevisible régimen norcoreano.
Así pues, un verano venenoso, cargado de peligros, con daños diferidos y alta letalidad para el presidente de Estados Unidos. Que su popularidad se resienta puede asumirse. Que su credibilidad se agriete es lo verdaderamente preocupante.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario