14 de agosto de 2024
Una aparente normalidad ha vuelto a las calles británicas después del reciente sobresalto ultra. Pero nadie se fía: ni los ciudadanos espantados por lo ocurrido, ni el nuevo gobierno laborista, comprometido a prevenir un nuevo estallido y a castigar como merecen a los responsables de los disturbios.
Tampoco
hay consenso político sobre lo ocurrido, más allá del convencional rechazo de
la violencia, al que se han apuntado incluso quienes, de una u otra forman, han
caldeado el ambiente que generó la explosión.
Como
se sabe, la violenta algarada ultra y racista se sustentó en la falsedad de que
un joven aspirante a conseguir el estatus de refugiado acuchilló a tres niñas
en Southport. Se supo enseguida que el asaltante era, en realidad, un joven galés
de origen ruandés, el país con el que los conservadores habían pactado una
deportación masiva de inmigrantes, a cambio de dinero, claro está.
El
gran bulo desencadenante de la ira ultra es sólo la punta de un gigantesco
iceberg de manipulaciones, mentiras y políticas criminalizadoras de la
inmigración. Hay numerosos estudios que impugnan el discurso racista y los
supuestos perjuicios que originan los extranjeros indeseados a la economía y a
la cohesión social británica. Y lo mismo puede decirse si ensanchamos el foco
para abarcar a Europa y otras partes del planeta donde se registra un amplio
fenómeno migratorio.
La
pésima salud económica ha favorecido este desbordamiento de las tensiones
sociales. No en vano, la mayor parte de los disturbios se han registrado en las
ciudades más golpeadas por las políticas conservadoras de austeridad de los
tres últimos lustros. Todas ellas son exponentes de esa Gran Bretaña posindustrial
del noroeste y las Middlands occidentales, como destacaba hace unos el
editor económico del GUARDIAN (1).
Otras
de las mentiras esparcidas por los racistas británicos es que la policía se
muestra más expeditiva y contundente con los blancos que con los negros. En
realidad, en 2023, las fuerzas de seguridad interrogaron y/o detuvieron a seis
negros por cada blanco (2).
LA
RESPONSABILIDAD DE LOS TORIES
Que
el estallido británico se haya producido a las tres semanas de la formación de
un gobierno laborista tras tres lustros de dominio político conservador no
puede ser casualidad. Las políticas migratorias de los tories han creado un
ambiente tóxico, sustentadas en el mismo espíritu de falsedad y odio desplegado
ahora con virulencia. Esta conexión, no necesariamente mecánica, entre el
conservadurismo institucional y el racismo violento ha sido denunciada por Dame
Sara Khan, que fue comisionada antiterrorista en el gobierno de Sunak y asesora para asuntos de cohesión social en
los gobiernos de May y Johnson (3).
Khan
sostiene que los últimos gobiernos tories prepararon el terreno a los ultras,
utilizando un lenguaje “inflamatorio” para referirse a los inmigrantes (el caso
más llamativo es el de la anterior ministra del Interior, Suella Braverman, de
origen indio, como su jefe, el premier Sunak) o dejando vacíos legales que han
permitido la incitación a la violencia en las redes sociales. Las advertencias
que Khan elevó en su momento, junto con otros actores sociales, han sido
sistemáticamente desatendidas.
Las
apreciaciones de esta asesora, una musulmana negra de Bradford, no revelan algo
que no se supiera. Pero tienen el valor de demostrar que en Whitehall no se era
ajeno al peligro del desbordamiento ultra.
Esta
negligencia política y la consecuente pasividad legislativa responden a una
estrategia de construcción de un enemigo exterior de múltiples cabezas en que
se sustentaba el Brexit como proyecto político. Ciertamente, la
separación de Europa no fue una opción únicamente de los conservadores más
radicales. Se trataba de una aspiración transversal que se podía detectar en
laboristas y otras familias izquierdistas.
Pero
la instrumentalización de la inmigración como caballo de Troya de ese superestado
europeo (otra gigantesca falacia) que pretendía destruir o avasallar a las
instituciones británicas ha sido un discurso específicamente tory. El
control del canal de la Mancha, después de ejecutado el Brexit, ha
tensionado mucho las relaciones bilaterales entre el Reino Unido y Europa y,
más en concreto, entre Londres y París, como ya ocurría antes del divorcio, en
realidad.
Uno
de los beneficios anunciados por los promotores del Brexit fue la
reducción de la inmigración. Pero ni Johnson ni sus sucesores han sido capaces
de cumplir con la promesa. Por el contrario, la inmigración se ha triplicado
hasta alcanzar el tope en 2022. Lo que
ha contribuido a enfurecer a los sectores más extremistas.
LA
“DUREZA” LABORISTA
El
nuevo gobierno laborista ha proclamado que será implacable en la aplicación de
la ley, con todo su rigor, para los responsables de las violencias de las
últimas semanas. El líder laborista, Keir Starmer, antiguo fiscal general de la
Corona, tiene fama de ser un hombre firme en materia legal y penal. Pertenece a
esa corriente de su partido que mantiene posiciones estrictas contra el crimen,
lo que ha propició importantes réditos políticos. Blair llegó al poder con ese
discurso y lo practicó desde Downing St.
Starmer
ha sido implacable incluso con los suyos. No ha dudado en utilizar la
persecución del antisemitismo para perseguir supuestas conductas y prejuicios
antijudíos. Pero también para eliminar de puestos de relevancia o expulsar del
partido a los críticos con las políticas de los gobiernos israelíes, aunque éstos
hayan sido cada vez más extremistas, racistas y genocidas.
Este
laborismo moderado, electoralmente exitoso pero probablemente poco
transformador de estructuras sociales y mentalidades políticas, se ve además
lastrado por una inercia institucional que difícilmente favorecerá la
erradicación del racismo e incluso de sus manifestaciones más violentas.
Tres
investigadoras del Royal United Services Institute (RUSI) han
denunciado el doble rasero institucional (incluyendo a la entidad en la que
ellas trabajan), cuando se aborda la cuestión de la violencia. Mientras la
practicada por el islamismo radical merece el calificativo unánime de
“terrorismo”, la ejecutada por la ultraderecha se tipifica como “criminalidad”.
La distinción implica no pocas consecuencias administrativas, políticas y
legales. Sobre el islamismo radical pesa el aparato estatal antiterrorista,
mientras el control del extremismo
racista blanco depende de los limitados recursos de las policías locales (4).
Starmer
ha calificado los recientes sucesos de “matonismo ultraderechista”, término
que, en opinión de las investigadoras, degrada el fenómeno en que se arraiga
este tipo de violencia y consolida el doble rasero por ellas denunciado en los
anteriores gobierno. No bastaría, por tanto, con ser “duros contra el crimen”:
deberían abordarse las políticas de fondo para combatir la xenofobia y el
racismo desde su raíz.
No
es eso lo que se está haciendo. Tampoco en la UE, donde no se ha pagado a países
para que alberguen deportados, como intentó hacer el Reino Unido. En cambio, se
ha subcontratado a estados de pésima
reputación democrática (Egipto, Túnez) como contenedores de inmigrantes. Al
precio que sea: sin preocuparse por los métodos empleados ni atender a esos
derechos humanos que sin embargo reclaman a sus adversarios geoestratégicos (5).
NOTAS
(1) “The violence was shocking bur no surprising:
Britain’s economy makes it ripe for far-right thuggery”. LARRY ELLIOT. THE
GUARDIAN, 8 de agosto.
(2) “How
to respond to the riots on Britain’s streets”, THE ECONOMIST, 4 de agosto.
(3)
“Conservatives left UK wide open to far-right violence, says former adviser”. DANIEL
BOFFEY. THE OBSERVER, 4 de agosto.
(4) “UK riots
expose double standards on far-right and Islamist violence”. EMILY
WINTERBOTHAM, CLAUDIA WALLNER Y JESSICA WHITE. THE OBSERVER, 11 de agosto.
(5) “From Tunis to Cairo: Europa extends its
border across North Africa”. HUMZAH KHAN. CARNEGIE FOUNDATION, 9 de abril.