UNA VELADA (IMAGINARIA) DEL PRESIDENTE TELEADICTO


28 de marzo de 2018
      
De todo el mundo medianamente informado es sabido que Trump es un teleadicto. Por las noches, se tumba (solo) en su cama, se provee de abundantes latas de Coca-Cola y se aferra al mando a distancia para alimentar ese mundo paralelo, imaginario y atrabiliario en que parece discurrir su presidencia (?).
            
El hotelero-presidente no es un espectador exquisito, of course. Una vez que ha despachado los cotilleos políticos, galería de insultos e historias exageradas o inventadas con que la Fox intoxica a sus sumisos seguidores, Trump pasa del info-enterteinment al enterteinment a secas. De la política ficción a la ficción como política.
            
Los canales entre los que navega últimamente el inquilino number one de la Casa Blanca son previsibles. Nada de cine de autor (antes arte y ensayo), o de docus de historia y política, o de ciencia prêt a porter. Sus gustos van por otro lado.

UNA DE GUERRA PARA ANIMARSE
            
Después de unas cuantas sesiones en el War Room, Trump descubrió una pasión oculta por la cacharrería bélica. Bomba aquí y bomba allá, para ilustrar el eslogan de “América fuerte otra vez”. Manos libres a los generales y oficiales al mando sobre el terreno para accionar los drones, disparar primero y ocultar después. Y que no falte, para coronar todo este festín, un buen desfile militar, primicia en Washington.
           
En su papel de Comandante en Jefe, a Trump se le ocurrió formar un gobierno de generales, una especie de estado mayor para fortificar su Álamo personal y político. La Casa Oval se fue pareciendo a un cuarto de banderas. Pero el experimento no resultó. Los generales empezaron a dudar del buen juicio del Jefe máximo. Cada cual se resistió a su manera. El muy franco Mac Master, azote de políticos durante la guerra de Vietnam, se permitió discutirle al patrón opiniones muy sensibles en materia estratégica (relaciones con Rusia, Corea del Norte, acuerdo nuclear con Irán). La cabeza le olió a pólvora muchas semanas ante de que el voluble presidente lo destituyera como Consejero de Seguridad Nacional.
            
El jefe de Gabinete Kelly tampoco atraviesa por senderos de gloria, según los insiders políticos. Se encuentra en esa fase muy trumpiana de la indiferencia o la irrelevancia, que es antesala de la fulminación en la psicología presidencial.
            
El otro espada mayor, el jefe del Pentágono, James Mattis, atraviesa por una zona muy extensa de turbulencia. Trump lo respeta o lo teme, o no sabe cómo hincarle el diente. Con la salida de Mac Master y la evicción del petrolero circunspecto Tillerson de Foggy Botton, Mattis se debate entre la soledad del soldado atrapado entre el fuego amigo y la melancolía del excombatiente. “Perro loco” ha pasado a ser una especie de “lobo estepario” en la fauna canina de Washington.

El único general a quien Trump parece escuchar aún con ganas es a Mike Pompeo, designado patrón de una diplomacia desconcertada, desanimada o irritada. Si el muy profesional y capacitado cuerpo diplomático creía que con el indescifrable Tillerson había tocado fondo, se equivocaban. Pompeo es una especie de Tony Soprano del universo Trump. Su mente no parece capaz de leer las medias tintas propias de la diplomacia, incluso la norteamericana.

UNA DE PISTOLEROS PARA LA REVANCHA
         
Decepcionado por esos generales en que tanto confiaba para su retórica de mano dura, Trump cambia de canal y pone una de pistoleros para inspirar su errática política exterior. Se encuentra con una estrella rutilante en los títulos de crédito: John Bolton. Lo rescata del panteón de héroes caídos en desgracia de la era Bush (W.) y lo recicla como nuevo zar de su política de “seguridad”.

El nombramiento de Bolton como Consejero de Seguridad Nacional ha puesto los pelos de punta a todo el mundo sensato de Washington, incluidos los republicanos. En la constelación de neocons que sumió al mundo en una pesadilla criminal, Bolton no era el que más brillaba, pero sí el más ruidoso. No se mordía la lengua por temor a envenenarse y arremetía contra todo aquel (amigo o enemigo) que osara cuestionar el principio de “America alone”. Cheney se lo quiso colar a Bush (W.) al frente de la diplomacia, pero al presidente compasivo le pareció demasiado y lo consoló con el ominoso cargo de embajador ante la ONU. Un lobo para bailar con los corderos. Cuando el “bigotes de morsa” asomaba por los pasillos del megatemplo internacional, temblaba la diploburocracia onusiana. Todavía hoy, Bolton se complace en decir que si al edificio de la Primera Avenida de Manhattan le volaran diez plantas no pasaría nada. “Besa a los que están encima de él y patea a los que están por debajo”, dice de él un colega que lo conoce sobradamente.

Bolton quiere cargarse el acuerdo nuclear con Irán, cuando se revise el dossier en mayo, y no se fía del juego de trilero del norcoreano Kim. Tendrá el mercurial consejero que gestionar su aversión a Rusia, único asunto internacional que el Boss maneja con delicadeza. Quizás porque lo teme más que a un nublado.
            
Trump suda tinta cada vez que oye el oleaje de la investigación del fiscal especial Mueller azotando las orillas del Potomac. Va cargándose abogados al mismo ritmo que Nixon destruía las cintas del Watergate en la soledad alcohólica de la trastienda más oscura del 1600 de Pensylvania Avenue.
   
ESPÍAS PARA DESPISTAR
            
Ante estos embrollos internacionales, y después de pensárselo mucho para no ofender en exceso a su admirado patrón del Kremlin, Trump se ha avenido a expulsar a 60 diplomáticos y staff diverso en la nómina de rusos residentes en Estados Unidos. Formalmente, es un gesto de solidaridad con la prima británica por el envenenamiento de un agente doble en Gran Bretaña, atribuido a los discípulos de Putin. Quién sabe. Trump se ha abstenido de tuitear improperios contra su homólogo ruso y ha dejado que los fontaneros de la Casa Blanca expliquen este último atasco diplomático, con hedor insoportable a gas.

Y EN LATE NIGHT... PORNO BLANDO

Pero antes de ponerse a dormir, para relajarse de tanto embrollo, el desvelado presidente busca una de porno. Con los ojos a medio cerrar lee Stormy Daniel en los títulos de la parrilla, tiene un déjà vu y se le dispara el dedo sobre el mando a distancia. Y hete aquí que aparece la famosa porno-star, muy recatada, con gesto grave y cara de niña buena, confesándose a uno de los periodistas más impolutos de la televisión, Anderson Cooper, en el legendario 60 minutos.

La actriz de serie sin catalogar desgrana su memorial de agravios, engaños, intimidaciones y amenazas. La cotización del despacho Oval alcanza mínimos históricos, incluso en estos tiempos de saldo. No hay informaciones fiables sobre el tiempo que aguantó el inquilino teleadicto contemplando a su alegada amante accidental. Lo que parece claro es que la enésima noche televisiva del solitario navegante acabó en pesadilla.



LA ALQUIMIA DEL SISTEMA PUTIN

21 de marzo de 2018

                
Vladimir Putin ya es el icono incontestable de una renacida Rusia, visión ecléctica e idealizada de un pasado mejor y un futuro más prometedor, encarnación del eterno imaginario ruso, figura providencial al estilo de cualquier zar o del padrecito Stalin, abocado, salvo error de cálculo mayúsculo, a otra cadena de fracasos y frustraciones.
                
Al obtener el respaldo del 76% del electorado, con una participación superior a las dos terceras partes del censo, Putin obtiene seis años más de mandato, que pondrán al país... no se sabe dónde. A pesar del triunfalismo, de la propaganda omnipresente, de la debilidad estructural (y personal) de la oposición y de un sistema de poder forjada concienzuda y pacientemente, la Rusia de Putin sigue siendo un gigante con pies de barro.
                
Estas casi dos décadas de putinismo han arrojado algunos logros para el ruso medio, más en lo que se refiere a las percepciones sociales que a las realidades materiales. Es cierto que se puso fin a la anarquía de la década del desengaño (los noventa), a la gran mentira de la democratización y la transición a la economía libre. Yeltsin eligió a Putin para poner orden en el caso que su incompetencia, sus caprichos y sus cachorros había ocasionado, con la complicidad occidental.
                
Putin “mató al Padre”, acabó con las ilusiones ficticias de una Rusia liberal y tiró de manual profesional para diseñar una Rusia autoritaria, apegada a los mitos del orgullo nacional, revisionista de las humillaciones de la derrota en la guerra fría, apegada a los valores tradicionales, sin abjurar de la ambición de superpotencia construida durante las siete décadas de la URSS.
               
PUTIN IV
                
La Rusia del futuro, o al menos del futuro predecible, es el resultado de un sincretismo extravagante (y quizás incomprensible para muchos en Occidente) entre zarismo monárquico y burocratismo soviético, entre nacionalismo y comunismo, ortodoxia religiosa y ambiciones de prosperidad material. La ideología, como construcción coherente de un sistema social y político, ha quedado desdibujada, arrumbada.
                
No cabe esperar muchas sorpresas del esta última (¿lo será?) fase de la era Putin. Gregory Feifer, un periodista con muchos años de experiencia como corresponsal en Moscú para la radio pública norteamericana (NPR), sostiene que, para imaginar lo que va a ser Rusia en los próximos años, sólo hay que analizar con detenimiento lo ocurrido desde el comienzo del siglo (1). En el libreto de gobierno de Putin está en el programa del futuro. Con algunos retoques ya emprendidos, como la sustitución de los ricos oligarcas por jóvenes burócratas enfeudados al gran jefe, en el círculo más exclusivo del poder.
                
La alquimia del sistema Putin tiene poco de original, y no lo pretende. Al contrario. La clave principal del éxito político del antiguo coronel del KGB no reside tanto en la represión (aunque se ejerza a conciencia y sin complejos), sino en la capacidad para interpretar, recrear y amplificar la frustración, el resentimiento y la hostilidad frente a Occidente. No hay un clásico más sólido en la cultura sociopolítica rusa: rechazo a lo que viene de fuera, en nombre de Dios, de la revolución o de alma de la nación. Stricto sensu, Putin es un reaccionario: vuelve atrás, muy atrás, hasta donde se pierde la conciencia atormentada del ruso.
                               
EL MIEDO A RUSIA
                
Esta Rusia aparentemente segura de sí misma, endeble pero orgullosa, siempre susceptible de renacer de verdad, apoyada en sus inmensos recursos materiales y en su vocación de resistencia, dominio y reivindicación, constituye una pesadilla para no pocos estrategas occidentales ¿Hay motivos?
                
Sin duda, varios factores abonan este reflejo de temor, de prevención, de puesta en guardia: las intervenciones armadas para modificar fronteras, controlar territorios directa o indirectamente y salvar regímenes amigos (Georgia, Crimea, Siria), la persecución exterior de supuestos traidores o enemigos (como en el reciente caso del agente doble supuestamente envenenado en Salisbury, Reino Unido) y, sobre todo, la interferencia en procesos políticos occidentales, como el apoyo material a formaciones ultranacionalistas de extrema derecha o el intento de manipulación de los procesos electorales.
                
Los lazos de Trump con Putin (Russia links) amenazan con hundir la peor presidencia de la historia norteamericana, en una suerte de recreación digna de Shakespeare: sombras siniestras de conspiración, traición, oprobio, indignidad e ilegitimidad.
                
Algunos analistas creían que Putin quería el triunfo de Trump para que el presidente de Estados Unidos hiciera la política que a él le conviniera. Pero esta interpretación es demasiado simple. Sin intención, quizás, no iba más allá de minar desde dentro la credibilidad de la única superpotencia mundial.
                
De una u otra forma, los intentos de interferencia rusa en la política interna norteamericana se viven en Washington como la vuelta a la guerra fría (ciberguerra), privada de sus elementos tradicionales, pero dotada de equivalente poder destructivo. Estados Unidos nunca había conocido una invasión exterior. Hasta ahora. Los trollers internautas de Putin husmean cuentas, perfiles, preferencias, secretos y perversiones de los norteamericanos. Hurgan en sus heridas, inciden en sus vulnerabilidades. Y, para más escarnio, se sirven de los actuales iconos socioculturales, como las redes sociales. El escándalo del uso de los perfiles de 50 millones de usuarios de Facebook por una empresa (Cambridge Analitica), participada por magnates, colaboradores o cómplices de Trump y penetrada por ese ejército de las sombras es el último caso de pánico occidental hacia el poderío oscuro del presidente ruso.
                
Hay una cierta paradoja que cuestiona estos temores. Putin destruye casi todo lo que toca, a pesar de que parezca inicialmente que ayuda a prosperar. Les ocurrió a los partidos populistas en Europa, puede a la postre ser ese el destino del sirio Assad y, con más motivo, planea la misma sensación sobre la suerte del presidente de Estados Unidos.
                
La impresión de que se cierra el cerco sobre el atrabiliario inquilino de la Casa Blanca lo está obligando no sólo a atrincherarse y reforzar sus defensas, sino a lanzar ataques de carácter disuasorio y dudosa efectividad. Ya no se descarta que pueda despedir al fiscal especial Mueller, que investiga las interferencias rusas en las elecciones norteamericanas de 2016 y su colusión con el candidato republicano.
                
El profesor de Harvard Stephen Walt impugna que hayamos regresado a la guerra fría porque han desaparecido los factores que determinaron su existencia (2). Sin embargo, se ha recuperado la dimensión psicológica de ese periodo, el aroma de la desconfianza, del doble juego o del juego solamente sucio. No hacía falta que Putin manoseara el sistema político norteamericano para corromperlo, asegura Walt, porque ya olía a podrido desde mucho antes.



NOTAS

(1) “Putin’s Past Explains Russia’s Future”. GREGORY FEIFER. FOREIGN AFFAIRS, 16 de marzo.

(2) “I knew th Cold Wat. This is not the Cold War”. STEPHEN M. WALT. FOREIGN POLICY, 12 de marzo.

LOS TRES TENORES DE LA ESCENA INTERNACIONAL


14 de marzo de 2018
           
Trump, Putin, Xi Jinping. Son los líderes de las tres principales potencias mundiales (aunque esto sea discutible, al menos en uno de los casos). Tres estilos diferentes pero un mismo propósito: cuestionar y rechazar el modelo de gobernanza liberal occidental, desde presupuestos político-culturales distintos. Y una coincidente ausencia de referencia ideológica solvente, aunque la retórica diga lo contrario.
            
Estos tres personajes, cada uno a su manera, van a modelar los próximos años de las relaciones internacionales con inquietantes perspectivas. Dos de ellos, el chino y el ruso, parten de un entorno crecientemente autoritario (Putin) o autoritario sin ambages (Xi) y el tercero se encuentra embarcado en la disolución de premisas y valores que han conformado Occidente desde mediados de los años cuarenta.
        
De los tres, Trump es el más precario, no sólo por el sometimiento a dinámicas electorales imperativas, sino por la fragilidad de su proyecto, si es que puede hablarse de algo digno de tal nombre relacionado con el actual presidente norteamericano. Esta debilidad favorece y alienta las tendencias autoritarias en Pekín y Moscú, en la medida en que renuncia a combatirlas, a reducir sus efectos, a acentuar sus límites.

Como tenor otrora principal, el líder de Estados Unidos pierde influencia a ojos vista en el coro que le ha reconocido su liderazgo, su condición de voz cantante desde 1945. Trump se ha saltado todos los libretos, desconoce el repertorio clásico de un presidente norteamericano y, lo que resulta más irritante, desafina condenadamente. La decisión de imponer tarifas y aranceles a las importaciones de acero y aluminio, basada en sus engañosos principios de primacía norteamericana (“America first”) amenaza con desencadenar una guerra comercial, algo extemporáneo y destructivo.

Los otros dos le siguen en su descarriada interpretación de la partitura con una mezcla de desconcierto y complacencia. La imprevisibilidad de Trump inquieta a sus pares, pero para ellos esta conducta presenta una ventaja indudable: la única superpotencia no les pedirá cuentas por sus salidas de tono, por sus gallos, por sus interpretaciones abusivas, siempre que no se opongan a las suyas. La democracia liberal y los derechos humanos ya no constituyen una exigencia en el sistema de convivencia. Es la era de los strongmen (hombres fuertes), según el modelo de los tres tenores: Erdogan, Sisi, Duterte, Mohamed Bin Salman, etc.

El estilo Trump ofrece a diario muestras abrumadoras, ejemplos inagotables. El último, su enésimo viraje en el dossier coreano. Primero planteó una negociación sin base programática ni estrategia coherente. Cuando el líder norcoreano le dejó en ridículo con las pruebas nucleares y sus avances en el programa de misiles, el errático presidente se entregó a un inmaduro y tabernario juego de amenazas bélicas, con sonrojantes afirmaciones impropias de un dirigente mundial.

Ahora, de repente, cogido por sorpresa por un gambito astuto del frívolamente despreciado líder de Corea del Norte, se aviene a una cumbre sin establecer primero condiciones, agenda y objetivos. Y encima sus colaboradores, abochornados por la enésima salida de pata de banco de su jefe, se empeñan en decir que Washington no ha hecho concesiones. Como ha señalado Jeffrey Lewis, responsable de programas nucleares del Instituto de Monterrey, “la cumbre es la concesión”.

El capricho, el estilo irreflexivo e impulsivo de Trump constituye un quebradero constante de cabeza para esta administración. No hay forma de articular un equipo de gobierno coherente, cuando sus principales exponentes se enteran de las decisiones de su jefe por tuits intempestivos o por los breaks informativos en las televisiones.

En medio de este caos, el responsable de la diplomacia ha sido el último en caer. Nadie derramará una lágrima por este ejecutivo petrolero que en un año ha estado a punto de arruinar la cultura diplomática de Estados Unidos con la avenencia de la Casa Blanca, o su indiferencia, que tanto da. Tillerson no ha querido asumir la chapuza de la cumbre con Kim y esa discrepancia ha precipitado su cese. En todo caso, su salida del gobierno se esperaba desde comienzos de año. Le sustituye un nacionalista muy cercano al presidente, Mike Pompeo, el militar que hasta ahora dirigía la CIA como a Trump le gustaba. El “gobierno de los generales” se refuerza, aunque ya han surgido desavenencias entre ellos. Al frente de la inteligencia exterior estará Gina Haspel, una de las responsables de la "cárceles secretas" y la tortura de prisioneros en la etapa de G.W. Bush.

Trump utiliza los asuntos internacionales para desviar la atención de la sombra que lo persigue y amenaza con destruir su presidencia: las conexiones con Rusia y la posible participación, complicidad o complacencia en los intentos del Kremlin por interferir y condicionar las últimas elecciones presidenciales. El fiscal especial Mueller está a punto de presentar conclusiones. Trump asegura que se siente tranquilo, pero los pasos que da entre bambalinas reflejan una preocupación creciente.

Putin contempla con lejanía esta situación. Contrariamente a lo que han proclamado los medios, el presidente ruso no esperaba gran cosa del magnate inmobiliario, más allá de su negligencia. Sabía que, para disimular cualquier actividad incriminatoria, Trump acentuaría sus posiciones de dureza frente a Kremlin. Pero, a la postre, esta actitud es también engañosa, irrelevante.

El presidente ruso se dispone a revalidar el control absoluto de su país, en unas elecciones que son puro trámite. Sus siete competidores apenas si llegan al 10% de los votos. El modelo Putin combina autoritarismo político, populismo económico y nacionalismo retórico. El ciudadano ruso es cínico, y cada vez más. No compra un mensaje de democracia, después del monumental fiasco de los noventa. Los apparatchiks se convirtieron en oportunistas empresarios. El comunismo se resolvió en un capitalismo salvaje, despiadado, criminal. 

De aquel desastre sólo emergieron unos servicios secretos reforzados, un gobierno opaco, oscuro e inclemente que ha enterrado la ideología y los principios y se ha refugiado en un discurso ampuloso de orgullo y dignidad nacionales.  Rusia camina hacia un modelo autoritario y personal de poder, basado en el control férreo de la sociedad y el clientelismo, asertivo en el exterior, más para tapar sus debilidades que como reflejo de su potencia real. El reciente caso del espía disidente asesinado con gas recrea las peores evocaciones de la guerra fría.

El tercer tenor es que goza de un registro más sólido y se atiene a un libreto más trabajado. Pero, como los otros dos, no tiene intención alguna de compartirlo a no ser que sus socios en el escenario acepten sus solos (sus designios) sin interferencias.

Al eliminar la limitación de mandatos presidenciales, Xi Jinping ha confirmado su condición de líder chino mas poderoso, incontestado y absoluto desde el Mao posterior a la revolución cultural. Se ha quitado de en medio a sus rivales mediante la herramienta de la lucha contra la corrupción, una manera muy taimada de purga a gran escala.

El proyecto de Xi se basa, como el de Putin, en dos grandes pilares: la mejora de las condiciones de vida de la población y la afirmación del poderío nacional de China en la escena externa. Pero contrariamente a su colega ruso, el gran mandarín de los tiempos actuales asienta su poder sobre bases más amplias, más firmes, más sistémicas. No depende de una banda de amigos (cronies). Goza de una estructura estatal mucho más desarrollada y compleja.

Tres tenores que sólo coinciden cuando pronuncian el verso del autoritarismo y de la sed de poder y la arrogancia. En absoluto puede esperarse de ellos un Yalta o un Potsdam. Sólo una cacofonía desalentadora y peligrosa.


EL BURDEL ITALIANO Y LA PENITENCIA ALEMANA


7 de marzo de 2018

                
“¡Qué burdel!”. Así caricaturizaba el diario IL TEMPO la situación política en Italia tras los resultados de las recientes elecciones generales. El titular va más allá de la ironía o el cinismo tan propio de la prensa transalpina. La imagen vulgarizada del periódico juega con la relatividad moral de la política italiana, la falta de principios ideológicos, de referencias programáticas, de honestidad de los dirigentes.
                
En efecto, la Italia política ha sido y es (¿por cuánto tiempo) un burdel donde cada cual se vende al mejor postor, o al que cree que puede pagarle la mejor tarifa. Estamos de momento en la fase de presentación y reconocimiento del género. ¿Quién se acostará con quién y cuánto costará el servicio? Nadie se atreve a pronosticarlo.
                
El sistema electoral combinaba la modalidad mayoritaria y proporcional. En la primera se premia al candidato individual y en la segunda al partido o, más propiamente, a la coalición. Esta combinación inédita ha facilitado un resultado con “dos vencedores”: el populista Movimiento 5 estrellas ha sido el partido con más porcentaje de votos y de diputados (32%), pero la coalición de la derecha y la extrema derecha (o de la extrema derecha con dos disfraces distintos) ha obtenido el mejor rédito, con un 37%. Lejos, unos y otros, del 40% necesario para poder formar un gobierno estable.
                
Era lo que se esperaba, más o menos. El presidente Mattarella, figura encargada de buscar la fórmula viable de gobierno, lo tiene difícil. La coalición derechista no reúne los diputados para obtener la confianza de la cámara, aún en el supuesto caso de que la Lega y Forza Italia se pusieran de acuerdo con el liderazgo, sin olvidarse del socio menor, los fratellos neofascistas.
                
Los ciudadanos han añadido más picante a las consultas poselectorales al otorgarle a la Lega más votos que a Forza Italia en el bloque derechista. Lo que altera la percepción de liderazgo en una hipotética coalición de gobierno. Berlusconi ha sido superado por Salvini, el joven líder bombástico de la antigua formación nordista. Il Cavaliere parece definitivamente amortizado, quizás la única buena noticia entre tanto sobresalto.
                
Las relaciones entre Berlusconi y Salvini no son ejemplares. De ahí que algunos analistas políticos italianos, acostumbrados al juego eterno de la deslealtad, la traición o el simple oportunismo, contemplen un acuerdo entre Lega y M5E.
                
EL SEMI-VUELCO TERRITORIAL
                
El semi-vuelco territorial es uno de los principales datos arrojados por las elecciones. La Lega ya había dejado de ser exclusivamente un partido del norte en su denominación y planteamiento políticos y doctrinarios, para convertirse en una opción de todo el país.  El electorado del sur ha “comprado” su transformación al otorgarle la segunda posición en el Mezzogiorno (mediodía), sólo por detrás del Movimiento Cinco Estrellas. Ha podido influir que el nuevo, joven y escasamente preparado líder de esta formación populista, Luca Di Maggio, sea originario de Nápoles.
                
Más allá de estos juegos poselectorales en los que los italianos han demostrado una consumada maestría, las elecciones dejan un regusto de inquietud e incertidumbre. Los dos vencedores mantienen posiciones críticas sobre el proyecto europeo. Algo especialmente chocante en un país que hasta hace pocos años era un baluarte del europeísmo (1)
                
Una eventual coalición entre la Lega y el M5E haría encender las alarmas en Bruselas, París, Berlín y otras capitales europeas. La dupla Salvini-Di Maggio estaría más cerca de la que componen el húngaro Orban y el polaco Kaczynski, que la representada por Merkel y Rajoy. Y, por supuesto, el leguista está más próximo a Marine Le Pen que a Macron.
                
No obstante, algunos comentaristas creen que ni Salvini ni Di Maggio, en esa supuesta “coalición de los dos vencedores”, o en cualquier otra, se atreverán a voltear el tablero europeo, más allá de ciertas peticiones de cambios, en particular en el dossier migratorio. Los leguistas mantienen posiciones claramente xenófobas y racistas, mientras los populistas se han parapetado en una ambigüedad oportunista o confusa (2).
               
EL CALVARIO SOCIALDEMÓCRATA
                
Por lo demás, las elecciones han significado un castigo para el centroizquierda (por debajo del 20% de los votos), uno más en una larga y dolorosa cadena de frustraciones. La desnaturalización de la opción progresista no hacía augurar otra cosa. En nombre de la gobernabilidad a toda costa, la socialdemocracia, en cada una de las formas que adopta en el viejo continente, ha perdido el alma; o mejor dicho, ha abandonado a su electorado.
                
Lo dice muy bien el analista Tony Barber en el FINANCIAL TIMES: no es el proyecto original de la socialdemocracia (estado de bienestar, creciente igualdad y trabajo estable) lo que ha sido rechazado por millones de electores, sino la tolerancia del socialismo democrático ante “los peores excesos del capitalismo financiero” y la “colusión con la derecha para que los menos favorecido paguen la factura del rescate” (3).
                
La derrota italiana subraya aún más la arriesgada decisión de los socialdemócratas alemanes de seguir manteniendo el gobierno de coalición con Angela Merkel. Las bases han revalidado la decisión de la dirección del partido por un margen de dos a uno (66%). A pesar de la claridad del resultado, el ambiente ha sido de funeral, de incomodidad, de creciente polarización, debido a la “repolitización del debate político como no ocurría en Alemania desde los años sesenta”, como sostiene Ulrich von Allemann, un politólogo de Düsseldorf (4)
                
De hecho, la decisión de seguir en la GrosKo (gross koalition) no se ha adoptado por convicción, sino, según la gastada fórmula italiana, con la nariz tapada. Se ha justificado por pura supervivencia: unas nuevas elecciones podrían acentuar el descalabro en las urnas, hasta el punto de ser superados por los populistas nacionalistas de Alternativa por Alemania (AfD).
                
La contradicción es perversa: el alejamiento de las referencias políticas e ideológicas desgasta social y electoralmente al partido y para revertir esta tendencia y evitar males mayores se incide en el error. El ala juvenil del SPD (los Jusos) denuncia esta política como suicida, pero los dirigentes más tradicionales del partido se aferran dramáticamente a ella (5).
                
El pragmatismo fue precisamente lo que impulsó al entonces joven y carismático alcalde de Florencia al liderazgo de la herencia comunista italiana, de la que resta una memoria cada vez más débil. Renzi era una especia de Blair del sur, otra de esas ilusiones de rostro atractivo con las que la socialdemocracia oculta sus carencias, errores y desconciertos.
                
Para bien o para mal, Renzi ha sido un émulo fallido del expremier ministro británico. El fracaso del domingo le ha hecho dimitir, aunque dice que permanecerá al frente del PD (desnaturalizado hasta en su denominación) para vigilar que no se apoyen soluciones de gobierno populistas, xenófobas o antieuropeas. Es la última traca en una historia de salvas sin verdadero impacto en la política italiana.

NOTAS.

(1) “Italie: un des pays le plus europhiles est devenu eurmorose et euroesceptique”. Entrevista con MARC LAZAR, profesor de Sciences Po en París y en Roma. LE MONDE, 6 de marzo.    

(2) “Two ways to read Five Star’s victory. RACHEL DONADIO. THE ATLANTIC, 5 de marzo.

(3) “Europe center left has lost voters’ trust”. TONY BARBER. FINANCIAL TIMES, 27 de febrero.

(4) “Allemagne: SPD, le gran desarroi”. THOMAS WIEDER. LE MONDE, 1 de marzo.

(5) “The 28-year-old socialist who could end the Merkel era”. KATRIN BENNHOLD. THE NEW YORK TIMES, 2 de marzo.