6 de marzo de 2013
Más
allá de simpatías, recelos o abierto rechazo, la figura de Hugo Chávez ha sido
la más determinante de los últimos veinte años en América Latina. No ha sido el
mejor gobernante, pero seguramente sí el dirigente más influyente. Su legado
puede desvanecerse antes de lo que sus partidarios creen con fervor, pero su
huella tardará en borrarse. Estas aparentes contradicciones expresan mejor que
nada la identidad de Hugo Chávez. Todo, o casi todo, en su obra humana y
política ha sido una tensión de contrarios en permanente conflicto.
La
emergencia pública de Hugo Chávez tuvo aires de fracaso. El golpe militar
fallido de 1992 nos presentó a un militar hastiado del mal gobierno, pero sin
un mensaje claro, sin un proyecto visible para su país y sin una base social
definida. Su pronunciamiento, y el de sus compañeros de armas, fue un gesto de
rechazo a los males que habían carcomido el país: corrupción, despilfarro y
egoísmo de los poderosos. Nunca sabremos lo que hubieran hecho los militares 'bolivarianos'
de haber triunfado. Probablemente, tal victoria resultaba imposible: por falta
de preparación, por inmadurez. La clave del éxito posterior de Chávez fue su
fracaso fundacional. Esa es la primera contradicción de su vida pública.
En
los años siguientes, comenzaron a sentirse en la entrañas del país réplicas
silenciosas de la agitación que había impulsado el empeño de los militares
golpistas. Sin embargo, las clases dirigentes y sus plutocracias políticas,
blindadas en sus armazones de privilegios, no confirieron importancia al
creciente movimiento de rebeldía.
Primero
en prisión y luego de nuevo en libertad, tras el beneficio de la amnistía, Chávez
fue madurando, fué construyendo un mensaje, perfilando una identidad, articulando
un discurso. Afinó su sintonía con las demandas populares. Pero nadie se lo
tomó en serio. Los políticos tradicionales
creían que el fracaso del golpe había acabo con esa amenaza.
Como
militar, Chávez abominaba de la política,
no creía en sus mecanismos de transformación, todo lo que pasaba por su tamiz
se corrompía. Y, sin embargo, cuando la década de los ochenta concluía, llegó
al convencimiento de que no era la fuerza el método más eficaz para derribar un
sistema corrupto, sino la voladura desde dentro. Tomo la decisión de hacerse 'político'
para acabar con la 'política'. Con
el tiempo, Chávez se ha convertido en el 'animal político' más grande en la
historia reciente de su país. Ni siquiera sus adversarios más recalcitrantes se
atreven a negar esta evidencia. Aquí se reveló la segunda contradicción.
Una
vez instalado en el poder, Chávez se dio cuenta de que no podía cambiar tan
rápido la realidad. Que los instrumentos de la política le habían servido para
ganar el poder, pero resultaban inservibles para cambiar la sociedad. Podía
cambiar el Estado (las instituciones, los mecanismos de poder). O incluso
ocuparlo, a medida que encadenaba los triunfos y, según su lógica, acumulaba
legitimidad. Actuó en política no como político, que no lo era, sino como
militar, aunque como tal hubiera fracasado en su misión más relevante.
Contrariamente a lo que le reprochan sus
críticos de dentro y de fuera, Chávez ha respetado las normas democráticas, no
porque creyera demasiado en ellas, sino porque le ayudaban a su percepción de
avance y consolidación de metas. En lenguaje castrense: guerra de movimientos y
guerra de posiciones. Esta concepción militar de su proyecto
revolucionario no implicaba puro
autoritarismo. Contaba con el pueblo igual que un general cuenta con sus
soldados en una guerra clásica (la que él conocía, no las actuales que se
ganan, o pretenden ganarse, desde el aire). Pero como suele ocurrirles a los
militares que no se convierten de verdad en políticos, Chávez fue acumulando
poder pero no capacidad de transformación. Cuanto más poderoso era, más
confusión demostraba a la hora de utilizarlo. Ahí anidaba la tercera
contradicción.
Chávez
contó, durante la mayor parte de su mandato, con el poderoso recurso del
petróleo a precios astronómicos. Liquidez para lubricar su personal concepción
de la revolución. Como venezolano profundo, el Comandante sabía que su pueblo agradecía
ideas de redención, pero lo que ansiaba era mejoras materiales. La Revolución es
un buen digestivo, pero para apreciarla como tal, es preciso haber comido antes
sin miramientos. Chávez acometió el desafío histórico de cualquier dirigente
venezolano moderno: que el petróleo dejara de ser el "excremento del
diablo" para convertirse en el "maná del pueblo". Falto de un
programa a largo plazo y urgido por una ansiedad mesiánica creciente, el
Comandante se atropelló en la abundancia. Y quedó atrapado en la cuarta
contradicción.
Al
interpretar la Revolución como un acto de devolución al pueblo de lo que le
había sido privado durante generaciones,
el 'líder bolivariano' ha reducido innegablemente la pobreza. Pero se dejó
ganar por una ansiedad mesiánica creciente. Lo importante no era ganar el
futuro sino percibir que el presente ya era distinto del pasado. Sus programas
sociales, las famosas "misiones" son expresión clara de ello. Enseñó
a leer a su gente, pero la calidad de la educación normalizada, por así
decirlo, es todavía discutible; trajo
cientos de médicos cubanos para habilitar centros de salud voluntaristas y
enormemente apreciados por la población pobre, pero desatendía hospitales y
ambulatorios porque los consideraban recursos para los ricos o la mezquina
clase media; construía casas, pero las dejaba a medias o se empantanaba en el
proceso de adjudicación; repartía alimentos como si fueran caramelos, pero
tenía que importarlos de fuera porque su aparato productivo se deshacía en la
desorganización y la ineficacia. Obsesionado por el reparto de bienes y la
creación de servicios que fueran visibles, se desinteresó de la producción. Hasta
que, víctima de esas deficiencias, la economía venezolana ha quedado expuesta a
esa quinta contradicción.
En
el aspecto ideológico, Chávez se aferró a dos referencias mitificadas:
Jesucristo y Bolívar. El primero en el plano moral y el segundo en el político.
Chávez no disimulaba su catolicismo ferviente, sin duda por convicción
personal, pero también como elemento adicional de conexión con sus bases
populares. La reconstrucción del discurso bolivariano resulta menos espontánea.
La lectura que Chávez hace del militar criollo es insolvente y no resiste un
análisis histórico mínimamente riguroso. Pero en el 'libertador' encontraba
señales de identidad con los que le resultaba cómodo emparentarse: su condición
de militar, su autoritarismo conveniente, cierto romanticismo superficial y una
mística prolífica. Pero Bolívar, como es bien sabido, fue un exponente de las élites
y su figura no está relacionada con la
liberación de las masas sino de la sustitución de una dominación por otra. Aunque
nunca le importó mucho, Chávez ha tenido que navegar lastrado por esta sexta
contradicción.
Para
corregir esta incoherencia, Chávez se apuntó tardíamente al socialismo. Falto
de referencias triunfales en América, y necesitado de la unción práctica de un
líder vivo, se volvió hacia Cuba. Allí conectó con la única experiencia de
revolución popular exitosa, por mucho que se debatiera en la amenaza
existencial de la decadencia. Tras la pérdida del protector soviético, Fidel
Castro vio en Chávez un heredero ideológico, pero sobre todo un compañero con
chequera, y lo sedujo sin mucha dificultad. Vanidoso hasta la médula, el
presidente venezolano encontró en Castro no exactamente un mentor político,
sino un padre, un antecesor. En su sistema de conexiones imaginarias, mística con Cristo, mítica con Bolívar,
Chávez añadió una más: la sentimental, no tanto política, con Castro.
Pero
como su sistema no era asimilable al cubano, y era imposible que Venezuela se
convirtiera en otra Cuba, la imaginación de Chávez parió una nueva fórmula para
consagrar el vínculo: nació el "socialismo del siglo XXI". En
apariencia, una formulación aséptica. Pero la intención era práctica: hacer de
su proyecto político algo indestructible, el elemento definidor de la nueva
centuria, algo que había nacido para permanecer. La revolución cubana
pertenecía al pasado. Pero la luz del futuro para las masas desposeídas se
proyectaría desde Venezuela. En su casa,
por mucho que digan sus enemigos políticos, Chávez no hacía lo que Castro en la
suya. Y esa séptima contradicción ha sido la menos aceptada o reconocida.
En
la consolidación de su sistema de poder y afirmación, Chávez tenía que chocar
inevitablemente con el gran vecino del Norte. No estaba en sus referencias
iniciales la hostilidad con Estados Unidos, pero la lógica de las cosas la ha hecho
inevitable. Después de todo, ese país era la referencia material y cultura de
las odiadas élites, el poder al que asimilar el desaparecido Imperio español y,
en último término, el enemigo intrínseco de sus protectores cubanos. Eso le
llevó amistades extravagantes y ficticias con líderes indeseables, en los que
seguramente nunca confió, pero que resultaban útiles para irritar al gigante
yanqui. No conviene exagerar. La hostilidad entre Caracas y Washington es más
retórica que palpable. La vehemencia verbal del Comandante ha sido más
publicitada en los medios que los discretos intentos de acercamiento y
conciliación. Y al cabo, para satisfacción de ambas partes, Venezuela nunca ha
dejado de proporcionar a Estados Unidos su bien más preciado: el petróleo. Esta
octava contradicción tampoco ha tenido mucho espacio mediático.
La
última contradicción del Comandante ha resultado ser una ironía existencial.
Como cualquier líder visionario, su vocación era perdurar. No sólo en la
memoria sino en la presencia física. De ahí su voluntad declarada y muy poco
política de gobernar sin límite de mandatos, su declarada fusión con el pueblo,
su obstinada negativa a someterse a terrenales resistencias. Caribeño hasta el tuétano, a Chávez le
gustaba la vida y todos sus placeres, tentaciones y manifestaciones exuberantes.
La muerte le amenazó demasiado pronto. Por eso la negó. No se fiaba de ni de los
médicos ni de la medicina venezolana. La revolución bolivariana no la había
mejorado lo suficiente como para ayudarlo a superar su enfermedad. Por eso fue a
espantarla donde creía que estaban sus protectores reales. Chávez, como casi
todo ser humano, se ha resistido a desaparecer, no ya física, sino
políticamente. Provocó una crisis institucional al presentarse para un cuarto mandato
aunque debía saber que no lo podría cumplir. Dio la impresión entonces, como
muchas veces antes, y nunca más que ahora, que para él era más importante ganar
que gobernar. Para un hombre que proyecta su misión en la eternidad, o en la
historia, la lección de sus últimas semanas ha sido de un apego demasiado
terrenal.