LAS TRES AMÉRICAS

 28 de octubre de 2020

A una semana del 3 de noviembre, aumentan las dudas sobre el resultado de las elecciones norteamericanas. Lo que hasta hace unas pocas semanas parecía un triunfo relativamente cómodo de Biden se ha convertido ahora en una evocación anticipada de lo ocurrido en 2016: un desenlace inesperado. Esa sería la “sorpresa de octubre” de este año: un giro postrero en el balance de voluntades. 

Dos de los más reputados politólogos de la Brookings han resumido estos escenarios. William Galston ha analizado la posibilidad de que Trump pueda conseguir una inesperada remontada (1). Ciertamente, Biden lo aventaja en una media de ocho puntos en las encuestas sobre el voto popular. Pero ya se sabe que eso significa nada o muy poco: marca tendencia, pero no determina el resultado. Es el voto de pocos estados con electorados cambiantes lo que determina la composición del Colegio electoral. Pensilvania, Michigan y Wisconsin, tradicionalmente demócratas, votaron por Trump en 2016, pero Biden aparece como favorito ahora y tiene posibilidades en otros que siempre votan republicano (Arizona, Georgia o Carolina del Norte). Si triunfa en los tres primeros, tiene casi garantizada la victoria.

Elaine Kamarck, una de las analistas electorales más experimentadas de Washington, ha aclarado el embrollo institucional que provocaría un improbable pero no imposible empate a votos en el Colegio Electoral (2). A estos escenarios se suman otros que aventuran un periodo poselectoral plagado de zozobra (3).  

La clave, como siempre, reside en la participación. Los demócratas ganan siempre que sus bases sociales acuden a las urnas. El voto temprano y por correo suena prometedor este año. En los estados clave ya ha votado por anticipado más de la mitad del electorado de 2016.

EE.UU no es precisamente un ejemplo democrático: entre un tercio y la mitad de electorado no vota nunca, porque percibe que no sirve de nada. La política no resuelve sus agobiantes problemas cotidianos. A efectos socio-electorales, puede decirse que hay tres Américas: la que vota con gran estabilidad a los republicanos, la que suele decantarse por los demócratas y la que se queda en casa. La primera es la más fiable. El trasvase entre la segunda y la tercera es lo que suele determinar el color de la Casa Blanca o del Capitolio.

LA AMÉRICA REPUBLICANA

 En 2016, la América republicana quemó las naves y optó por poner su destino inmediato en manos de un advenedizo, fanfarrón, políticamente iletrado, moralmente más que sospechoso y dudosamente honesto (por ser suave) en sus manejos privados. Trump conquistó la voluntad republicana e invirtió parte de su ideario político y de su bagaje gestor. La orientación extremista que seduce al “viejo gran partido” (Great Old Party: GOP) desde el final apagado del reaganismo necesitaba un nuevo relato, tras los fracasos del libertarismo antigubernamental del Tea Party y el neoconservadurismo compasivo de Bush. Trump era una anomalía, pero una anomalía que resultaba rentable. El partido no le ha entregado su alma, pero sí sus votos. Y el trilero de Manhattan les ha compensado sobradamente. Primero, con una política fiscal más que ventajosa; segundo, con el control absoluto de la tercera rama del gobierno: el poder judicial y, en especial, el Tribunal Supremo; y last but no least , alentando una panoplia de medidas administrativas para neutralizar los caladeros de voto demócratas:  obstáculos al voto, recomposición interesada de distritos, etc. (4). Una gestión sin complejos, cuyos beneficios a largo plazo ahogarán el bochorno nacional e internacional que provoca el inquilino del 1600 de la Avenida de Pensilvania.

Esa América vota. Vota casi siempre. Según los datos de la oficina del censo, tres de cada cuatro norteamericanos que gana más de 150.000 dólares al año pasa por las urnas cuando toca. No todos los ricos votan republicano, pero sí la mayoría. Igual que las mujeres casadas, en un porcentaje que ronda el 70%. También a Trump, pese al machismo primitivo del personaje, que sólo la presión, más familiar que social, ha silenciado en los últimos tiempos.

LA AMÉRICA DEMÓCRATA

La América demócrata reside en la clase media con estudios medios o superiores, que cobra del gobierno, en sus diversos niveles o territorios, o que vive de un salario en un sector industrial cada vez más amenazado por la competencia exterior, o que se agarra a su pequeño negocio para salir adelante. Es una amplia base social donde conviven dos visiones de la política: la ideológica (los más ilustrados o gran parte de los afiliados a un sindicato) y la utilitaria (el resto).

Es una América sin fidelidades acorazadas, propensa a la decepción o al desaliento. Cuando los tiempos empeoran, los no militantes o los más desengañados emigran al bando republicano, como en 2016; los más concienciados, se abstienen y colman su instinto social trabajando en organizaciones cívicas que cuestionan pálidamente el sistema. Biden es percibido como un dirigente de la vieja guardia, con buenos agarres en el mundo sindical. Sin brillos pero con valores tradicionales sólidos, para una población expulsada del ascensor social.

LA AMÉRICA MARGINADA

La tercera América es la que no vota nunca o casi nunca, la que no se siente defendida ni representada por los dos grandes partidos, ni por las alas más radicales de cada uno de ellos, y tampoco por esas terceras opciones que resisten en condiciones adversas. Es la América pobre, de trabajos precarios y mal pagados, fuera de la cobertura sanitaria y al albur de los programas sociales de emergencia (médicos, alimentarios y otros servicios). Pocos políticos, salvo el ala izquierda de los demócratas, apela a su voto, porque tiene poco que ofrecerle, y las promesas y programas caen en saco roto (5).

En esa América anidan los segmentos más desfavorecidos de las minorías raciales (afroamericanos y latinos, sobre todo), que constituyen la mayoría en sus comunidades de referencia. La condición de raza y clase resulta más coincidente en estos sectores sociales, y su comportamiento electoral es más estable: los más pobres en menor proporción que los que gozan de mejor posición. Y cuanto más arriba llegan en la escala social, más se acercan a los republicanos. La edad es también un factor significativo. En 2016, más de la mitad de los afroamericanos jóvenes (menores de 30 años) no votó, pero sí lo hicieron siete de cada diez pensionistas. El sistema expulsa a jóvenes y mayores, pero estos últimos son menos virulentos.

En 2008, un segmento pequeño de esa América de la marginación social y política se dejó tentar por la expectativa de un cambio en la figura de Barack Obama. Ma non troppo. Apenas votó un 60%, mientras en 1960 (en las elecciones que Kennedy ganó por los pelos), el porcentaje de participación fue casi del 64%.

El encanto de Obama no duró mucho. El primer presidente afroamericano era, después de todo, un exponente del sistema, que no pretendía modificar lo fundamental y mucho menos alterar los (des)equilibrios de la sociedad. Lluvia de verano que dejó paso a la sequía contumaz que Trump encarna por delegación.

La tercera América se quedó masivamente en casa hace cuatro años y una parte de la nación azul (demócrata) desertó o compró el mensaje nacional-populista-autoritario del charlatán vendedor de crecepelo. En esa segunda América, la de las heterogéneas clases medias, reside este año, como siempre, la esperanza del partido del burrito. Que sus huestes vuelvan a casa, que hayan tomado nota del engaño, como se cuenta en un reportaje de LE MONDE en Pensilvania (6). De la tercera América, apenas se esperan migajas de confianza, un pequeño empuje, si acaso, para decidir el pulso en algunos de los enclaves urbanos... y poco más. Después de todo, es la América que no cuenta y con la que no se cuenta.


NOTAS

(1) “Can President Trump win an Electoral College majority in 2020”. WILLIAM A. GALSTON. BROOKINGS INSTITUTION, 19 de octubre.

(2) “What happens if Trump and Biden tie in the Electoral College”. ELAINE KAMARCK. BROOKINGS INSTITUTION, 21 de octubre.

(3) “How 2020 US election scenarios play out”. THE GUARDIAN, 17 de octubre.

(4) “The spreading scourge of voter suppression”. THE ECONOMIST, 10 de octubre.

(5) “They did not vote in 2016. Why they plan to skip the election again”. SABRINA TEVERNISE y ROBERT GEBELOFF. THE NEW YORK TIMES, 26 de octubre.           

(6) “En Pennsylvanie, le timide retour des ouvriers dans le giron démocrate”. ARNAUD LEPARMENTIER. LE MONDE, 28 de octubre.

BOLIVIA: EL DILEMA DE ARCE

21 de octubre de 2020

Once meses después de que una combinación de golpe de Estado y confusa denuncia de fraude electoral forzara al exilio a Evo Morales y pareciera acabar con la experiencia socializadora en Bolivia, un heredero heterodoxo del presidente cocalero ha triunfado con gran claridad en las urnas. Luis Arce será el nuevo presidente tras conseguir el 52% de los votos, es decir, más de la mitad de los sufragios y una ventaja superior a veinte puntos sobre el siguiente candidato.

Arce fue el ministro de Economía de Morales durante los trece años al frente del país (excepto en los meses finales cuando tuvo que dejar el puesto para tratarse de un cáncer de riñón). Es considerado el artífice del extraordinario desarrollo experimentado por Bolivia, sobre todo en la lucha contra la pobreza (disminución del 60 al 37 por ciento  y reducción de la indigencia del 38 al 13 por ciento) y de fortalecimiento del sector público (nacionalización de los hidrocarburos y otros recursos energéticos).  

Difícilmente podría encontrar el MAS (Movimiento al Socialismo) un candidato con mejores credenciales para recuperar el poder y dejar atrás este intervalo ominoso, en el que la derecha boliviana ha dejado ver su cara más rancia, racista y represiva. La desastrosa gestión de la pandemia (con evocaciones trumpianas, como la infección de la propia presidenta interina, la ultra Jeannine Áñez) ha dejado en ridículo las proclamas de eficacia y gobierno inteligente que las clases acomodadas bolivianas predicaban en otoño pasado, en oposición al “sectarismo ideológico, indigenista y autoritario” de Evo Morales (1).

Ni siquiera la candidatura de Carlos Mesa, un historiador y periodista liberal y por lo general moderado, presidente entre 2003 y 2005, en pleno auge de Evo, ha conseguido siquiera forzar una segunda vuelta, que hubiera puesto muy difícil la victoria del MAS.

Arce presenta, no en vano, un perfil bien distinto al de Evo. Aunque ha militado siempre en organizaciones de izquierda y socialistas, sus orígenes, estudios y trayectoria profesionales contrastan con los del presidente cocalero. Hijo de profesores, el presidente electo se formó en la Universidad de San Andrés de los Andes y realizó sus estudios de posgrado en Gran Bretaña, antes de ingresar en el Banco Central de Bolivia. Para algunos, era un tecnócrata que Evo Morales necesitaba con el objetivo de dar consistencia a su proyecto de socialismo nacional e indigenista.

Algunos analistas políticos bolivianos menos lastrados por el radicalismo ideológico anti-Evo se han centrado más en discutir los matices de la gestión de Arce en la década larga de 2006-2019 que en aspectos doctrinarios. Algunos impugnan o al menos cuestionan el llamado ”milagro económico” boliviano de esos años. Los brillantes resultados obtenidos se deben, en gran medida, al boom de las materias primas de la primera década del siglo en toda la región latinoamericana, tanto energéticas (petróleo y gas) como agrícolas (soja), debido al espectacular crecimiento de la demanda en China y otras potencias emergentes (2).

Luis Arce tendrá que gestionar un panorama muy distinto al de 2006. Bolivia sufre una depresión sobresaliente, que la pandemia global ha agravado considerablemente. Se cree que el PIB caerá un 6% este año y el desempleo en las grandes ciudades no bajará del 10%. Arce se ha mostrado confiado en la relativa fortaleza de la economía nacional, debido en gran parte a lo conseguido durante su gestión como ministro. Pero las reservas de divisas se han reducido notablemente, aunque debe decirse que cuando Morales se vio obligado a dejar el gobierno el nivel era el de 2007 y el país se encuentra bajo la depresión de la pandemia del COVID-19.

Bolivia soporta unos datos menos alarmantes que otros países de la región, con menos de 140.000 muertos casos, frente al millón que ha alcanzado esta misma semana Argentina, o los cinco millones largos de Brasil. Pero el país dispone de un sistema sanitario más endeble, pese a las mejoras de los años de inversión social. Además, se produjo un fraude escandaloso en la compra de respiradores artificiales, que ha debilitado la atención de los casos más graves.

La gran pregunta ahora, no obstante, es cómo será esta segunda oportunidad del socialismo boliviano (3). Arce sea mostrado cauto y moderado, pese a los intentos de la derecha de presentarlo como una “marioneta de Morales” (en esto, Mesa coincidía con los ultras de Santa Cruz, liderados por Camacho). A medida que avanzaba la campaña y se consolidaba la impresión de una victoria de Arce en primera vuelta, el candidato del MAS ha ido tomando algunas distancias con el expresidente en el exilio, pero más de tono que de fondo.  En efecto, el propio Morales ha adoptado un discurso pragmático y ha defendido en todo momento al candidato de su partido.

Arce no tendrá mucho tiempo para resolver el dilema que ha planeado sobre estas elecciones: si se limita a cerrar el paréntesis e impone el continuismo del primer ciclo progresista, como quiere un sector importante del partido y sus bases sociales y sindicales, o si profundiza en las políticas más pragmáticas de la etapa anterior, como la apertura al capital exterior y el control fiscal. Es posible que la coyuntura lo conduzca por la segunda vía.  

¿OTRO GIRO A LA IZQUIERDA EN AMÉRICA LATINA?

La “plata dulce” proveniente de las exportaciones en la primera década del siglo favoreció la consolidación en el poder de los partidos de izquierda o centro-izquierda en el sur del continente americano durante la segunda mitad del decenio (Argentina, Chile, Brasil, Uruguay, sobre todo), lo que creó la sensación de un cambio de paradigma en toda la región, tutelada muy cerca por Estados Unidos durante decenios para prevenir o, en su caso, hacer fracasar experiencias progresistas en la región.

El ciclo resultó más corto de lo esperado y deseado y, cuando los efectos de la crisis financiera internacional se dejaron sentir en aquellas latitudes, el margen financiero que proporcionaban las exportaciones abundantes del sector primario se agotó, los fondos disponibles para políticas sociales se redujeron o extinguieron y las fuerzas conservadoras airearon reales y ficticios episodios de corrupción para provocar la secuencia de derrotas electorales de la izquierda y el centro izquierda durante la pasada década.  

Pero la derecha volvió a fracasar y apunta una nueva oportunidad de cambio en el sur del continente. Después de Argentina y Bolivia, se habla del posible regreso de Lula en Brasil (aunque esto sea aún prematuro) y el más que probable éxito este mismo fin de semana en Chile de la iniciativa para derogar la Constitución heredada del pinochetismo. En este último caso, la campaña por el cambio viene precedida por una movilización sin precedentes de los sectores populares contra el gobierno de Piñera. Pero el malestar social se viene acumulando durante décadas, porque el consenso centrista que gobernó el país tras el abandono de los militares no superó la pavorosa desigualdad social ni acabó con los privilegios de las élites (4).

De confirmarse el giro a la izquierda, sería imperativo aprender de los errores y fijar una agenda estable de transformación. Ya no hay tanto maná que repartir. Habrá que  abordar reformas estructurales. Pero antes hay que salir del agujero negro de la pandemia.


NOTAS

(1) “Bolivia after Morales”. SANTIAGO ANRIA y KENNETH ROBERTS. FOREIGN AFFAIRS, 21 de noviembre de 2019.

(2) “Présidentielle en Bolivia: la victoire de Luis Arce, fidèle d’Evo Morales mais socialiste modéré”. ANGELINE MONTOYA. LE MONDE, 20 de octubre.

(3) “Bolivia’s socialists may revive Latin America’s ‘pink tide’”. ISHAAN THAROOR. THE WASHINGTON POST, 20 de octubre; “Will Bolivia’s elections Usher in a new wave of socialism in Latin America? JAIME APARICIO-OTERO. FOREIGN POLICY, 16 de octubre.

(4) “Will Chile set an example for true democracy?”. MICHAEL ALBERTUS. THE NEW YORK TIMES, 19 de octubre; “Chile brace for constitutional referendum in the wake of violent clashes”. THE WASHINGTON POST, 21 de octubre.

 

SUPREMACISTAS BLANCOS, LAS CAMISAS PARDAS DE TRUMP

14 de octubre de 2020

A medida que se acerca el Election Day crece la inquietud sobre la normalidad del proceso electoral en Estados Unidos. En estos momentos, tanto dentro como fuera del país, se debate acerca de dos polos de incertidumbre. El primero, lógicamente, es el resultado. Pese a que Biden aventaja notablemente a Trump, las encuestas en los estados clave que decidieran el duelo no terminan de superar con claridad el  margen de error; por tanto, el actual presidente (incumbent) aún no parece derrotado. El segundo asunto de discusión, por su novedad y riesgo, es el más importante: ¿aceptaría Trump su derrota?

Desde hace semanas, expertos constitucionalistas, dirigentes y comentaristas políticos y portavoces de sectores sociales debaten abiertamente, y con sonrojo en algunos casos, sobre algo impensable hasta ahora. ¿Estados Unidos se encuentra en el filo de convertirse en una República bajo sospecha? O, como dijo el expresidente Carter, ¿no debería solicitarse el concurso de observadores internacionales para controlar el proceso electoral?

LA SOMBRA NEGRA

En este clima de tensión y nerviosismo electoral, surge otro peligro no menos grave: la sombra de la violencia como factor adicional de desestabilización institucional. Grupos de la extrema derecha racista proclaman abiertamente su intención de no permitir la derrota de Trump; o, como ellos dicen, combatir el supuesto fraude para impedir un segundo mandato.

El supremacismo blanco no es un fenómeno nuevo en Estados Unidos, naturalmente Se trata de un fenómeno histórico intrínsecamente ligado al desarrollo social y político de la nación desde su orígenes, factor decisivo en momentos cardinales como el propio nacimiento, la guerra de Secesión, las leyes segregacionistas o las luchas por los derechos civiles. El infame Ku Klux Klan es sólo uno de los protagonistas históricos de esa constante social e ideológica.

En la actualidad, el supremacismo blanco adquiere formas más diversas y adaptadas a las realidades sociales y, sobre todo, a los instrumentos de desarrollo y propagación, como Internet y las redes sociales. La atomización caracteriza al movimiento, aunque existen lazos de cooperación o encuentro, no tanto organizativo cuanto inspirador.

El COVID-19 ha contribuido muy favorablemente al crecimiento numérico de estos grupos, al proporcionarles un motivo más de propaganda: la supuesta resistencia contra la imposición del confinamiento, de la restricción de la libertad de movimiento y actuación. En la negativa de Trump a favorecer las medidas preventivas y reactivas frente a la enfermedad, estos extremistas han encontrado a un aliado inesperado, nada menos que en la propia Casa Blanca. De repente, el jefe del gobierno se convierte en un un inspirador. Y los que se oponen a él desde posiciones de responsabilidad son los enemigos principales a liquidar. Es el caso de la gobernadora de Michigan, Gretchen Witmer, a la que uno de estos grupos pretendía secuestrar, según el FBI (1). Un plan similar se ha descubierto en Virgina.

Trump había preparado el terreno con tuits incendiarios en los que invitaba a la población a liberarse del confinamiento impuesto por los gobernadores en sus estados. En el debate televisado con su oponente, el presidente hotelero se había negado a condenar a estos grupos, limitándose a recomendarles que permanecieran tranquilos, pero atentos y vigilantes (stand down and stand by). Le faltó decir, a sus intereses personales y electorales (2).

LA MAYOR AMENAZA TERRORISTA

Pero ya antes del proceso electoral y del COVID-19, Trump se había dejado tentar por el apoyo más o menos explícito del supremacismo blanco. Ha exonerado reiteradamente a los asesinos múltiples de ultraderecha, tras los actos violentos de Charlottesville, Pittsburg, Poway, El Paso y otros. Este verano, con motivo de las movilizaciones sociales tras el asesinato del afroamericano George Floyd por brutalidad policial, bandas de ultraderecha aterrorizaron a los manifestantes en Portland y otras localidades, con la anuencia directa o indirecta del agitador de la Casa Blanca.

Los grupos de extrema derecha racista han experimentado un auge sin precedentes durante los cuatro años de mandato de Trump. Según la Liga Antidifamación, una de las ong que siguen más de cerca estas actividades, en 2017 los grupos de ultraderecha mataron a 37 personas (el 20% de las víctimas mortales por terrorismo en el país). En 2018, el terrorismo doméstico se cobró medio centenar de vidas y los supremacistas fueron los autores de casi ocho de cada diez de estos crímenes. El año pasado fue el peor desde 1993, cuando se produjo el macroatentado de Mac Veigh en Oklahoma. Otros investigadores del terrorismo, como Daniel Byman, de la Brookings, han documentado y analizado la predominancia del terrorismo de ultraderecha frente a la atención excesiva puesta por medios y políticos en el yihadismo (4).

 Rebecca Weiner, alto cargo en la policía de Nueva York, describe las características comunes de estos grupos fanáticos y violentos: armados hasta los dientes, muchos de ellos con pasado militar o policial, combinan la indumentaria paramilitar con el uso de camisas hawaianas. Se reclaman confusamente de una cultura que ha venido en conocerse como boogaloo bois: una mezcla de proclamas del libertarismo antigubernamental, derecho ilimitado al uso de armas, sacralización de la violencia y evangelismo, con el designio de que América se convierta en un etnoestado blanco, si es necesario mediante una guerra civil (5).

 ALIADOS INSTITUCIONALES Y PARANOICOS

Como ya ocurriera con el ISIS, el supremacismo blanco también ha visto favorecido por Internet. Las páginas web y los sitios de chat han proliferado, creando una red de inspiración y animación. Es un fenómeno universal, que ha permitido crear nuevos héroes y mitos, como el noruego Breivik o el australiano Tarrant, y conectar a grupos de extrema derecha de todo el mundo con otros cabecillas de esta crecida ultraderecha norteamericana. Pero según Weiner, en el uso masivo de Internet reside también el telón de Aquiles de estos grupos, ya que se les podría silenciar con relativa facilidad, si las grandes empresas del sector tuvieran el mismo interés puesto en neutralizar u obstaculizar la propagación de mensajes yihadistas.

Otro nivel de complicidad, más explícita y perturbadora, proviene de departamentos locales de policía y sheriffs de condados, tanto en ciudades con populosas minorías raciales como en medios rurales o urbanos de la América profunda. En el pasado y en las protestas de este verano, los antidisturbios han sido auxiliados por los pistoleros de la ultraderecha (6).

En su febril actividad conspiratoria, el supremacismo blanco ha convergido con otras corrientes paranoicas, como el fenómeno QAnon, una especie de secta que proclama la existencia de un supuesto plan maligno de pedófilos, políticos demócratas (con Hillary Clinton a la cabeza) y otros poderes ignotos para apoderarse de Estados Unidos y acabar con las libertades. Con apoyo en los foros 4chan y 8chan, han propagado su mensaje y ganan adeptos cada día, incluidos líderes republicanos (7). No constituye una sorpresa que QAnon se haya sumado a la defensa de Trump y a la teoría de un compló para desalojarlo de la Casa Blanca.


NOTAS

(1) “FBI says Michigan anti-government group plotted to kidnap Gov. Gretchen Whitmer”. THE NEW YORK TIMES, 8 de octubre.

(2) “Trump keeps inciting domestic terrorism”. JEET HEER. THE NATION, 9 de octubre.

(3) Cifras recogidas en “A political virus.America’s far-right is energised by Covid-19 lockdown”. THE ECONOMIST, 17 de mayo. Pueden encontrarse estos y otros muchos datos sobre la actividad del extremismo racista en la página web de la AntiDefamation League: http://www.adl.org

(4) De DANIEL L. BYMAN, dos trabajos recientes a retener en la página de la BROOKINGS: “Who is a terrorist today” (22 de septiembre), y “How an administration might better fight white supremacist violence” (11 de agosto).

(5) “The growing white supremacist menace”. REBECCA ULAM WEINER. FOREIGN AFFAIRS, 23 de junio.

(6) “Racism, white supremacism and far-right militancy in law enforcement”. MICHAEL GERMAN. BRENAN CENTER FOR JUSTICE, 27 de agosto.

(7) “QAnon’s creator made the ultimate conspirancy theory”. JUSTIN LING. FOREIGN POLICY, 6 de octubre; “QAnon: aux racines de la théorie conspirationniste qui contamine l’Amérique”. DAMIEN LELOUP y GRÉGOR BRANDY. LE MONDE, 14 de octubre.

               

LA ENFERMEDAD DE TRUMP O TRUMP COMO ENFERMEDAD

7 de octubre de 2020 

Trump enfermó de coronavirus. Como era de esperar. A pesar de la supuesta alta protección de que goza un jefe de Estado, y si es el del Estado más poderoso de la tierra, más aún. Pero Trump no es un jefe de Estado normal. Es más que atípico. Es disfuncional. Lo ha sido, y con exceso, durante el desarrollo de la pandemia y lo fue antes. En estos últimos días, cuando su enfermedad ha sido pública (el inicio de su infección aún no ha sido esclarecido) se ha mostrado más de lo mismo (1). Y todo indica que seguirá en esa línea.

La enfermedad de Trump es el reverso de Trump como enfermedad del sistema político norteamericano. No es sólo la extravagancia, deshonestidad y peligrosidad de su liderazgo lo que se ha manifestado con la crisis sanitaria. La pandemia Trump ha desnudado las contradicciones de la convivencia social y política de Estados Unidos. Desde los servicios de inteligencia hasta la judicatura, pasando por cuerpos y fuerzas de seguridad, o los medios de comunicación en su papel de reflejo y encuadramiento de los comportamientos sociales,  todos se han visto contaminados. Estados Unidos está enfermo de trumpismo. Algunos agentes, colaboradores necesarios; otros, victimas más o menos pasivas o complacientes.

A cuatro semanas de las elecciones más inciertas, inquietantes y peligrosas de la era moderna, el país se ha visto sacudido por la eventualidad de una desaparición física de su líder, enfermo de un mal que se ha empeñado en negar, minimizar o despreciar. Ha desautorizado a médicos y científicos, ha puesto en duda investigaciones y datos probados, ha alentado una estúpida e inútil desobediencia civil, ha retado a la pandemia como si se tratara de un rival en un videojuego. En su absurda cruzada no ha estado solo. Lo han secundado, por acción o por omisión (silencio cómplice) políticos, jueces, policías, periodistas, abogados, militares, algún que otro médico, propagandistas y selectos dirigentes extranjeros que han practicado una forma local del trumpismo, algunos con resultado cercano a la calamidad (Boris Johnson, Jair Bolsonaro, Alexander Lukashenko, Silvio Berlusconi, Jeanine Áñez, etc.)

Trump ya está de nuevo en la Casa Blanca, no sin antes haberse desprendido de la mascarilla (que lleva en el bolsillo y la saca de vez en cuando para asegurar que se la pone “cuando la necesita”). Atiborrado de esteroides, dopado hasta el límite y poseído por la euforia que sólo tal combinado de fármacos explica, ofrece la impresión segura de volver donde solía, como si no hubiera aprendido nada de la experiencia, salvo que él es “quizás inmune” (2). Los demás, todo el personal de su staff (más de un centenar de personas), poco o nada importan. Son servidores suyos. Si él desafía al mal, sus peones están condenados a hacer lo mismo. Ahora que ha vencido al COVID-19, resulta irrelevante que lo pueda transmitir (3). En una ultra medicalizada Casa Blanca, Trump será jaleado como un héroe. La solemnización de la falsedad.            

Esa es la única lección personal que Trump parece dispuesto a extraer de un fin de semana sombrío: la convicción de que es un tipo providencial, único. Capaz de resolver los problemas en lo que otros fallan. De arreglar lo que lleva tanto tiempo sin funcionar. De “hacer en 47 meses más de lo que tú has hecho en 47 años, Joe”, como le dijo a su rival demócrata en el reciente debate perdulario. De reparar, en fin, esa “carnicería” que denunció en su discurso de inauguración. Trump puede haber superado el virus (asunción tan tempranera como arriesgada), pero Estados Unidos se encuentra ahora más grave del trumpismo que hace una semana. Lo ha dicho con sencillez y claridad Kristin Urquiza, la hija de un fallecido por Covid y participante en la convención demócrata: “en este momento, a lo único que debemos tener miedo es a usted, señor presidente”(4). Primera indicación: ha interrumpido las negociaciones con los demócratas sobre un nuevo paquete de estímulo económico. Confrontación dura.

Si se confirma la recuperación del presidente de las más de veinte mil mentiras, habrá que afrontar una recta final de campaña completamente febril, con furiosos accesos de falsedades, agresividad y demagogia. Con o sin debates. Con o sin mascarilla.

UN MANDATO POBRÍSIMO

Dicen algunos analistas que el COVID-19, en todas sus facetas y ángulos, será el factor decisivo de las elecciones del 3 de noviembre. Puede ser. Pero quizás lo sea tanto o más la otra pandemia, la que genera el propio Trump, la que él ha inoculado al resto del cuerpo político y social americano. Esa enfermedad debilita profundamente la verdad hasta convertirla en irreconocible. Invierte la realidad para amoldarla no ya su discurso (carece de ello), sino a un impulso, a un capricho, o a una acumulación de caprichos.

Trump ha conseguido muy poco o nada de lo que prometió, tanto en materia social, económica como internacional. Sus logros son muy escasos, y los pocos que pueden admitirse como tales durante estos cuatro años difícilmente pueden considerarse suyos. Esa población masculina blanca desclasada que lo votó ha recibido poco o nada de él, salvo el rancho indigesto de un racismo ramplón o la admiración impostada por el reaccionario supremacismo blanco. Pretende ahora, in extremis,  reforzar la orientación conservadora en la interpretación de las leyes, incorporando al Supremo a una juez antiabortista y ferozmente tradicionalista.

En el exterior, ha socavado la arquitectura internacional sin poner los cimientos de una alternativa. Ha vituperado los acuerdos comerciales y alentados guerras que de nada han servido. Ha denigrado las alianzas sin resolver sus carencias. Ha reforzado a los enemigos autoritarios a base de emular sus comportamientos. Ha acelerado los riesgos de desprotección del planeta sin por ello recuperar las viejas industrias extractivas altamente contaminantes. El mundo no soportará cuatro años más de Trump, decía hace poco un alto diplomático europeo. Y Estados Unidos tendrá un presidente seriamente sospechoso de ser un delincuente fiscal, a tenor de las recientes revelaciones del New York Times (5).

ELECCIONES: TODO SOBRE TRUMP

Pero este año Estados Unidos no vota según balances, ya sean económicos, sociales, morales, institucionales o internacionales. De lo único que se trata es de Trump si o Trump no. De “basta de Trump” o “más Trump”. Todo gira en torno a él: para bien o para mal. Incluso quienes pretenden o pretendemos escapar de esa lógica, nos vemos incapaces de hacerlo. Todo gira en torno a él. Incluso los resultados electorales, que él puede aceptar o no, basándose en un fraude irreal (6), lo que abriría una crisis institucional sin precedentes.

Sus rivales políticos oficiales, los demócratas, han elegido para intentar desbancarlo a un hombre, Joe Biden, cuya mejor baza parece ser la de ser el mejor anti-Trump. Pero no por exceso, sino por defecto. Su gran virtud política es consiste en no despertar apenas recelos de parte alguna del electorado. Biden no es demasiado conservador para que no le voten los progresistas, ni es demasiado elitista para que lo rechacen aquellos que desean renovar el sistema. No se le puede considerar un activo centrista, que, en el argot de Washington, es un demócrata tibio y refractario a cambios profundos o auténticos. No concita entusiasmos pero tampoco provoca fobias. Ni es como Obama, ni como Hillary. No mancha. No eclipsa. Molesta poco y resulta muy correcto. Aburridamente correcto. Indoloro. Biden es la antítesis de todo lo que Trump representa, pero sólo en el plano formal. Un tipo demasiado corriente. Un antídoto contra la demasía.  


NOTAS

(1) “The nation needs the truth on President Trump’s illness”. EDITORIAL. THE WASHINGTON POST, 2 de octubre.

(2) “Trump leaves the hospital minimizing virus and urging americans ‘not to let it dominate your life’” THE NEW YORK TIMES, 6 de octubre.

(3) “Trump didn’t even try to keep his own people safe”. DAVID A. GRAHAM. THE ATLANTIC, 4 de octubre.

(4) https://twitter.com/kdurquiza

(5) “The President’s taxes. Long-concealed records show Trump’s chronic losses and years of tax avoidance”. THE NEW YORK TIMES, 27 de septiembre.

(6) “The attack on voting in the 2020 elections”. JIM RUTENBERG. THE NEW YORK TIMES MAGAZINE, 30 de septiembre.