BRASIL: ¿SE PINCHÓ EL BALÓN?

26 de junio de 2013
                
Brasil ha sido el último país en entrar en el carrusel de protestas ciudadanas que tienen la capacidad de arrinconar gobiernos, aunque mucho menos de construir alternativas y generar un cambio real.
                
Cada revuelta tiene un desencadenante concreto, no importa ahora cuál. En Brasil, ha sido el malestar por las tarifas de los autobuses. Que enseguida se vio incrementada por otras reclamaciones sociales básicas en el ámbito de la sanidad, la educación o la justicia retributiva. Cuando el movimiento empezó a tener dimensión política concreta, afloró el enfado cívico por la corrupción, la falta de confianza en la clase política y, de forma más difusa, un alejamiento de los procedimientos de la democracia para afrontar y resolver los problemas.
                
UN PANORAMA ALENTADOR
                
Turquía y Brasil eran, hasta hace poco, improbables países para que prendiera la protesta. Ambos eran emergentes, la situación socio-económica era mejor que en otros lugares más golpeados por la crisis, la credibilidad de sus gobiernos era razonablemente sólida. Se trata de casos distintos, por supuesto, aunque la popularidad de Erdogan y Roussef sea compartida. Los reflejos autoritarios del primero no se aprecian en la segunda, aunque la presidenta brasileña ha recibido críticas por cierta arrogancia ante determinadas iniciativas de protesta, lo que ha ocurrido también en el caso del primer ministro turco.
                
Hasta hace sólo unos semanas, varios medios prestigiosos internacionales no regateaban elogios sobre Brasil, como 'país de moda', tras ser seleccionado para albergar el Mundial de Fútbol de 2014 y las Juegos Olímpicos de 2016. En el verano del año pasado, DER SPIEGEL titulaba de esta forma tan elocuente un reportaje sobre el gigante iberoamericano: 'Brasil, de la pobreza al poder. Cómo el buen gobierno ha hecho del país una nación modelo'. El semanario alemán resumía así las claves del 'éxito brasileiro':
                
"El país disfruta de un presupuesto prácticamente equilibrado, una deuda baja y casi pleno empleo. Está a punto de superar a Francia y el Reino Unidos y convertirse en la quinta economía del mundo. A pesar de ser un país recientemente industrializado, Brasil otorga ayuda exterior al desarrollo, y sus reservas en dólares, superiores a los 350.000 millones de $. (290.000 millones de euros) le convierten en uno de los países con potencial para ayudar a rescatar a la Unión Europea".
                
En NEWYORKER, una publicación muy del gusto de la intelectualidad norteamericana, se podía leer por ese mismo tiempo:
                
"Entre las principales potencias económicas mundiales, Brasil ha logrado una inusual marca: alto crecimiento, libertad política y desigualdad decreciente. Lo que supone un contraste con respecto, respectivamente, a EE.UU. y la Unión Europea (el primero), China (el segundo) y casi todo el resto de países (el tercero)".
                
Existían, por supuesto, otros análisis menos optimistas. Pero las previsiones sobre el futuro inmediato del país eran abrumadoramente alentadoras.
                
Desde la izquierda, lo más valorado de estos últimos años ha sido la expansión de los programas sociales. En diez años, millones de brasileños se han beneficiado de ellos. El más celebrado es Bolsa Familia, que comenzó alcanzando a tres millones y medio de hogares sólo se reparte este años a menos de la mitad. No porque faltaran fondos, sino porque los antiguos beneficiarios han superado el indicador (35 dólares) por debajo del cual se tiene derecho a percibir el subsidio. La clase media se ha ensanchado en Brasil y ya supone más de la mitad de la población. Es la prosperidad y no un reflejo ideológico o un compromiso ético lo que ha hecho menos apremiante la necesidad de esos rescates populares de emergencia.

El antecesor de Lula, el socialdemócrata (más bien social-liberal) Fernando Henrique Cardoso, me recordaba en Brasil en mitad del mandato de Lula que esos programas los había puesto en marcha él y que el líder del PT había mantenido lo fundamental de su política económica. Tenía bastante razón. Como es sabido, Lula intentó tender puentes entre la socialdemocracia latinoamericana y la 'vía bolivariana', en una suerte de senda intermedia que combinaba el respeto a las buenas condiciones del capital con los propósitos redistributivos.
                
EL AMARGO DESPERTAR
                
Lula dejó Brasil mejor que lo encontró. Nadie discute eso. Pero la coyuntura jugó a su favor. Eso tampoco puede disputarse. Dilma Roussef asumió el poder con un legado favorable, pero apuntó ciertos cambios desde un principio. Hubo ciertas dudas sobre si la presidenta daría un giro a la izquierda o ampliaría la conciliación con los grandes capitales e inversionistas externos, mediante medidas liberalizadoras. Hizo un poco de cada cosa.
                
Hace unos días leíamos al profesor Buenaventura de Sousa, de la Universidad de Coimbra, señalar algunas tendencias inquietantes en el mandato de Dilma Roussef. El autor trazaba una línea diferenciadora entre Lula y su sucesora. Pero lo cierto es que algunas semillas del malestar se sembraron en los años del anterior presidente. El auge del llamado 'agro-bussiness', los megaproyectos energéticos de gran impacto ecológico, el avance de la desforestación y la lesión de los derechos indígenas no fueron frenados de forma clara y terminante durante los años de Lula.
                
En todo caso, el componente dominante de la protesta no ha sido la decepción de los pobres, sino reclamaciones de la clase media, que quiere más y más deprisa. El malestar ha estallado por algo más ocasional. Algo tan cotidiano como una subida del billete del autobús ha encendido las cosas. Pero también ha habido un cierto efecto contagio en la protesta. La televisión (siempre hostil al gobierno) y los medios sociales propagan un clima de revuelta que no siempre engancha con motivaciones de largo recorrido. Para escarnio de una presidenta con un pasado revolucionario y unas convicciones aún progresistas y merecedoras de crédito.
                
La obscenidad del dispendio deportivo no hubiera sido en otro tiempo un factor decisivo de irritación. Pero ciertas facturas de infraestructuras han resultado escandalosas, incluso en un país como Brasil que soporta la corrupción como una plaga bíblica. O que perdona todo por el gran espectáculo del balompié: la 'caraninha' es intocable. El grito de los jóvenes contra ese monumental desvío de fondos hacia la construcción de estadios faraónicos en localidades extrañamente ajenas a la pasión futbolística ha contado con cierto apoyo de las mayorías sólo a regañadientes. Si Brasil se impone a España (su rival presumible) en la vigente Copa Confederaciones (aperitivo inoportuno del Mundial), la borrachera 'balompédica' puede otorgar cierto respiro a la presidenta.
                
DUDAS SOBRE LA RESPUESTA
                
Con respecto al plan que Roussef ha anunciado para retomar la iniciativa política, lo mejor que puede decirse es que al anunciarse como respuesta a la presión callejera, nadie sabe si a) tiene intención de aplicarlo, y b) si, aún en ese caso, podrá sacarlo adelante. Depende de la oposición bien pertrechada en el Congreso, del poder de los estados y de los grandes ayuntamientos, que ha contemplado con regocijo como la contestación inicialmente dirigida contra esos poderes locales se desplazaban hacia el gobierno federal. De todas las medidas, la reforma constitucional para perseguir con más dureza la corrupción puede ser el más jaleado, pero el más tortuoso en su gestión. La dedicación de los beneficios petroleros a la educación resulta malabar por la competencia que tienen en su gestión los poderes regionales.
                
En fin, a Brasil se le pincha el balón de la potencia emergente galopando firmemente hacia la cima mundial. Pero igual que brotan los aspirantes a ídolos futbolísticos en cualquier playa, esquina o rincón del país, no le faltan al gigante suramericano recursos en sus campos, bajos marinos, fábricas y  laboratorios para afrontar este desafío. No es la emergencia de Brasil lo que está en riesgo, sino la definición de su modelo social en el nuevo desorden mundial.



IRÁN: ¿CÁLCULO O SORPRESA?

20 de junio de 2013
                
       El triunfo incontestable de Hassan Rouhani en las elecciones presidenciales iraníes ha sorprendido  a la mayoría de los medios occidentales y a algunos observadores más atentos a lo que sucede en el gran país persa.  Rouhani era el candidato más moderado, después de la criba realizada por el ‘Guía Supremo’ y su cohorte vigilante de la idoneidad religiosa, el llamado Consejo de Guardianes. Se esperaba un sucesor más afín a la ‘línea dura’ que defendía supuestamente el Ayatollah Jamenei. ¿Estamos por tanto ante una desautorización del ‘número uno’ del régimen? ¿Ante un voto de ‘protesta’? ¿Ante una sorpresa?
            
      Lo cierto es que la mayoría de los medios occidentales, y muchos expertos en Irán, no daban a Rouhani como favorito, y se inclinaban por vaticinar que el sucesor del flamígero Ahmadineyad iba a ser Said Jalili, considerado como el auténtico ‘protegido’ de Jamenei,  responsable actual de las negociaciones nucleares y reputado conservador. Como mucho, otorgaban ciertas posibilidades al popular y populista alcalde de Teherán, al que algunos atribuyen una gestión eficaz de los servicios municipales de la capital.
                
          LAS RAZONES DE UNA VICTORIA
          

          Pero ha ganado Rouhani, y no de cualquier manera: con casi el 51% de los votos, y una participación elevada (casi el 73%). Las razones más aparentes de su éxito serían las siguientes:

Primera. La “moderación” de su discurso, muy hábil, muy inteligente, muy capaz , y muy conveniente, teniendo en cuenta que no caben dudas de su vinculación con el régimen teocrático desde sus inicios. Ya formaba parte de la corte de seguidores de Jomeini, desde el exilio parisino del ‘santón’ chií. Ha sido parlamentario durante dos décadas, fue un hombre clave en la conducción de la guerra contra Irak y tiene credenciales de fidelidad más que sobrantes. Pero Rouhani habría conectado con el ‘cansancio’ de la clase media, harta de apretones económicos y rigores ideológicos y morales que ni dan pan ni quitan penas. Y sobre todo con la juventud iraní, tramó demográfico mayoritario, ya que los menores de 35 años suman las dos terceras parte de la población.

Segunda. La recogida o reunión en su candidatura de votos reformistas o moderados, tras la eliminación, obligada o voluntaria, de algunos candidatos afines a esas tendencias, como el presidente en los noventa y uno de los políticos más influyentes de la reciente historia de Irán, el Hojatoleslam Rafsanjaní, hoy en desgracia, o Mohammad Reza Aref, próximo al también expresidente Jatamí; o incluso del protegido del presidente saliente Ahmadineyad, su jefe de gabinete, Esfandiar Rahim Mashaie. Es decir, el beneficio del ‘voto útil’.

Tercera. La división del voto más conservador, con enfrentamientos incluso agrios en los últimos días de campaña, ya que cuatro de los seis candidatos con ciertas opciones se reclamaban de la doctrina más oficialista. Resulta especialmente significativo que el citado Jalili, ‘front runner’ hasta casi última hora, quedara en último lugar, con un humillante 10%.

¿UN CAMBIO DE TÁCTICA?

La gran pregunta es: ¿y si Jamenei descartó ciertos candidatos reformistas, por qué dejó en liza a quien podía, a la postre, beneficiarse de una percepción moderada para triunfar? ¿No confiaba acaso en el atractivo electoral de Rouhani? ¿Tuvo un error de cálculo? ¿No supo calibrar la dimensión del malestar ciudadano y el previsible voto de castigo a los más leales?

Puede ser. Pero hay otra explicación más sugestiva. ¿No será que Jamenei quería precisamente que ganara Rouhani? Es decir, que el propio Guía hubiera comprendido hace ya tiempo que la revolución iraní no tiene salida que la apertura interna, cierta reconciliación con vecinos y potencias, una imagen más amable.  Esta tesis la defiende Suzanne Maloney en el análisis para mí más convincente de estos días, publicado en el FOREIGN AFFAIRS.

Rouhani ha defendido la liberación de los presos políticos, una economía más atenta a las necesidades populares y más derechos y libertades (especialmente a las mujeres). Pero no parece, se ha apuntado antes, un peligro para los ayatollahs y  para el equilibrio del complejo sistema político iraní. El presidente tiene poder, por supuesto, sobre todo en el plano económico y en ciertos aspectos de seguridad ciudadana. Pero en los asuntos estratégicos es la autoridad religiosa suprema, el Guía Supremo, el que tiene las riendas. O el que veta decisiones menores de otros órganos clásicos de poder de la democracia occidental (Gobierno, Parlamento, Judicatura).

El triunfador de las elecciones tiene, además, otra baza de primer orden. Fue responsable de las negociaciones sobre el dossier nuclear durante la presidencia del reformista Jatamí. Como tal, ordenó la detención del enriquecimiento de uranio, fruto de un pacto con las grandes potencias occidentales. Los conservadores le crucificaron luego por ello. Incluso el propio Jamenei se lo reprochó indirectamente, insinuando invariablemente estos años que el apaciguamiento con Occidente no es un buen camino.

Por ello, Rouhani podía parecer sospechoso. Pero el clérigo moderado ha demostrado una habilidad poco común. Como él ha recordado a veces, durante el supuesto ‘parón’ al que él se avino, el programa nuclear iraní no se detuvo, sino que registró un avance importante, aunque en otros aspectos. Ni en la campaña, ni en los años de supuesto oscurecimiento ha renegado del proyecto estratégico más ambicionado por el régimen chií. Lo que Rouhani defendía era otro sistema táctico. Más transparencia, ha proclamado en la campaña. Más diplomacia, para decirlo en corto. No en vano, se le conoce como el “sheij diplomático”.

En la actualidad, Rouhani ocupaba la dirección del Centro de Estudios Estratégicos, es miembro del Consejo del discernimiento, otra de la instituciones de la prolija arquitectura institucional iraní, encargado de arbitrar y resolver disputas. Ha sobrevivido a purgas o retiros muy severos, y pese a su relativo apartamiento de los últimos años, ha sacado la cabeza en el momento oportuno. Lo protege Rafsanajani y Jatamí, que no son necesariamente amigos. Pero quizás lo haya lanzado, más o menos secretamente, el propio Jamenei, para hacer posible un respiro para el régimen. No sólo externo, sino también, y más aún, interno: la economía es un desastre y las tensiones entre el Guía Supremo y el presidente saliente eran ya del dominio público. Las sanciones explican parte de este desaguisado, pero no la inflación del 40%, la carencia de productos básicos y un crecimiento estancado.

En su primera rueda de prensa tras la victoria, el futuro presidente se ha esforzado notoriamente por hacer amigos. O por tranquilizar a los enemigos. Se ha referido a los países cercanos –monarquías suníes que recelan de Irán tanto o más que Israel, aunque por motivos diferentes- no sólo de “vecinos”, sino de “hermanos”. Hacía tiempo que no se oía una música semejante desde uno de los principales púlpitos de Teherán.

En la Casa Blanca se ha reaccionado con optimismo cauto. Se la ha instado a Rouhani a restaurar un espíritu negociador, una vez que se ha reconocido que su triunfo es “la victoria de la calle”. Obama ha reafirmado su propuesta de “negociación directa”. Europa ha seguido la misma pauta. Como era de esperar, el mensaje más frio ha llegado de Israel, que ha pedido hechos y no sólo palabras. No sería raro ver en las próximas semanas a destacados dirigentes israelíes promover la impaciencia en sectores republicanos del Congreso norteamericano para dificultar un giro moderado en Teherán.


Habrá que esperar a ver si Rouhani es una nueva versión de Jatamí o una simple marioneta operada por Jamenei. Si es capaz de construir un perfil propio, o se limitará a hacer de ‘hombre bueno’ del régimen. De momento, la gente que salió a la calle hace cuatro años para protestar por el triunfo amañando de Ahmadineyad, y fue reprimida y castigada, ha celebrado el resultado electoral como el anuncio de un tiempo diferente. 

TURQUÍA: LA LUCHA DE CLASES, SEGÚN ERDOGAN





Los acontecimientos de los últimos días parecen anticipar un periodo de serias turbulencias en Turquía.  El aparente agotamiento de la paciencia del primer ministro con los manifestantes de la plaza Taksim, la contundente intervención policial y el desafío posterior de los díscolos protestatarios indicarían que el conflicto puede alargarse. El enquistamiento puede suponer una complicación para el jefe del gobierno, pero también para otros sectores de la oposición, cívica y política, con influencia muy reducida.
                 
A su regreso de una gira exterior, Erdogan pareció dispuesto a sofocar el movimiento de protesta, tanto política como policialmente. Su reacción no sorprendió a casi nadie. Aunque intentó moderarse en las formas, su discurso resultó muy firme, seguramente porque está convencido de disponer de las bazas suficientes para salir indemne de este desafío.
                 
Erdogan rescató su particular visión de una especie de lucha de clases en su país. Acudió al argumento que en su momento le sirvió para conquistar el poder parlamentario.  Según dijo en su momento, antes de convertirse en primer ministro, Turquía presentaba una fractura entre "turcos blancos" y "turcos negros". Los primeros serían los distintos componentes de la élite del país; los segundos, los más desfavorecidos por su condición socio-económica, pero también -detalle de la mayor importancia- los discriminados por sus creencias religiosas activas. Ni que decir tiene que él se incluyó entre estos últimos.
                 
Obviamente, la visión de Erdogan está desprovista de cualquier evocación marxista. Se ha dicho alguna vez que el proyecto político del neoislamismo turco tiene analogías con la democracia cristiana europea de posguerra. Es cierto, en la medida en que ambos movimientos pretendían dotar de contenido social a una visión confesional de la sociedad y de la política. En el caso europeo de entonces, para frenar el auge de socialistas y comunistas.
                 
Ese esfuerzo por conectar con los sectores populares no implicaba, en ningún caso, un cambio de sistema social; o, por decirlo de otra manera, la superación del capitalismo. Lo que en las sociedades cristianas europeas se presentó como "doctrina social de la Iglesia", en Turquía se afianzó en la lectura piadosa del Corán.
                 
Erdogan aprendió bien las lecciones de los fracasos islámicos anteriores. La confrontación con el poder kemalista, sustentado en la laicidad del Estado, se había hecho desde posiciones más o menos extremistas, pero su debilidad mayor había consistido en no ofrecer un proyecto social. Erdogan no pretendía liderar una revolución que cuestionara las bases del orden social, sino extender los beneficios del sistema actual. Su planteamiento era edificar una suerte de capitalismo popular amparado en la visión social del Islam.
                 
Al cabo, lo que ha generado es algo mucho más pragmático que todo eso. Su extenso y agresivo programa de privatizaciones ha debilitado el sector público, privando de poder a numerosos responsables de empresas públicas moribundas, otra de las canteras del kemalismo, en beneficio de una nueva clase de pequeños, medianos y grandes propietarios, que han asumido los principios religiosos como una seña de identidad de su ascenso social. Sobre esa base social cree ahora apoyarse Erdogan para derrotar el primer reto serio a su poder, protagonizado por la sociedad civil y no por sus habituales 'enemigos institucionales'.
                 
INTEPRETACIONES DIVERGENTES
                 
Entre los analistas de la sociedad turca se ha abierto un interesante debate sobre las lealtades de esta nueva clase media que ha garantizado el creciente poder político del primer ministro y su partido, el AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo).
                 
Un sector considera que la prosperidad favorecida por el jefe del gobierno durante estos últimos años ha desencadenado unas aspiraciones de libertad, reclamación de derechos y tolerancia que pueden volverse contra el proyecto inicial, y de forma más inmediata contra el intento de cuestionar sus bases doctrinales.  El director de la sección turca del Instituto washingtoniano de Política medio-oriental, Soner Cagaptay, es el autor de un libro de inminente publicación titulado 'El auge de Turquía: la primera potencia musulmana del siglo XXI'. En una reflexión reciente publicada en THE NEW YORK TIMES, sostiene que "la nueva clase media que el AKP ha construido le está diciendo a su gobierno que la democracia no consiste solamente en ganar elecciones". El partido gobernante -añade Cagaptay- "tendrá que escuchar visiones opuestas, aún cuando continúe siendo el partido más popular del país". Por tanto, Erdogan tendrá que aceptar, tarde o temprano, que sus propias bases, y no los que ahora le critican con saña, lo obligarán a enterrar sus instintos autoritarios.
                 
Esta interpretación de carácter sociológico es claramente impugnada por una visión menos optimistas de los reflejos del primer ministro turco y su equipo de liderazgo. Otro profesor turco radicado en Estados Unidos, Daron Acemoglu, afincado en el MIT de Massachussets, considera que el proceso de democratización en su país no está garantizado por la modernización económica y social. Por el contrario, teme que el AKOP utilice el actual clima de revuelta para profundizar en las divisiones ideológicas y políticas, reforzar el autoritarismo y aceptar un pulso total.
                
 En el mismo diario norteamericano, Acemoglu hace un diagnóstico muy negativo de los factores que acreditan una democracia sana y llega a la conclusión de que los años de neoislamismo han generado un retroceso notable en las libertades (especialmente, la de expresión, plasmada en el control eficaz de los medios y la persecución de periodistas no obedientes). El profesor del MIT estima, no obstante, que la protesta de Taksim puede suponer un "giro" en el afloramiento del descontento, por mucho que el equipo gobernante se empeñe en reprimirlo y silenciarlo.
                 
A medio camino entre estas dos visiones, se manifiesta Steven A. Cook, un especialista norteamericano en Turquía, perteneciente al Consejo de Relaciones Exteriores. En un artículo reciente para FOREIGN AFFAIRS, asegura que Erdogan aún puede sentirse seguro y tranquilo por la debilidad y la fragmentación de la oposición y por la vigencia de sus logros económicos y mejoras sociales. De hecho, las encuestas de urgencia efectuadas estos días indican que el partido del primer ministro no ha sufrido erosión alguna en sus expectativas de voto.
                 
Pero el gran peligro para la hegemonía de los neoislámicos turcos -apunta Cook- es que su lógica política de dividir el país entre 'nosotros, los negros turcos' y 'ellos, los blancos turcos', desencadene un clima de confrontación incontrolable.
                 
Otro factor que puede estar influyendo en las protestas es la guerra de Siria. En un artículo para FOREIGN POLICY, Sophia Jones señala que son mayoría los turcos que desaprueban la política de Erdogan en el vecino conflicto bélico: siete de cada diez según una reciente encuesta. Los secularistas turcos no comparten que su primer ministro haya convertido a Assad en su enemigo, puesto que lo contemplan como un baluarte frente a la amenaza del integrismo islámico. A eso se une el apoyo que han prestado a la protesta los alevíes turcos (una deriva local del chiismo, como son los alauíes gobernantes en Damasco), que suman un 15 por ciento de la población.
                 
Haría bien Erdogan en seguir el consejo que él mismo le dio en su día al sirio Assad: negocie.

TURQUÍA: JAQUE AL ‘SULTÁN’

 6 de junio de 2013
            
Hace algo más de diez años, cuando el prometedor alcalde de Estambul se convertía en primer ministro de Turquía, no pocos analistas profetizaron que su mandato duraría poco. Aventuraban que el núcleo duro ‘kemalista’ (militares, jueces, alto y medio funcionariado) se encargarían de acabar con él, en tanto nuevo líder de una pujante ideología islamista. Le auguraban un destino similar al de su predecesor ideológico, Erbakan, que terminó cortocircuitado en una maniobra cuartelera-palaciega.

No han faltado intentos, efectivamente, de frenar el irresistible ascenso de Recep Tayyip Erdogan. Ruido de sables, movimientos de togas, protestas de intelectuales ‘secularistas’, malestar juvenil y el sempiterno desafío de la minoría kurda. Pero Erdogan supo prevalecer y salió reforzado de su primer mandato, lo que le permitió repetir éxito en 2007. En las últimas elecciones (2011), tras una última serie de perturbaciones militares, el primer ministro sobrepasó el 50% de apoyo, duplicando al segundo partido y cuadriplicando al tercero. El temor a la deriva autoritaria era cada vez mayor, ante el desvanecimiento de sus ‘enemigos estructurales’. Erdogan aparecía como incontestable. Más irresistible que nunca. El escritor turco Cinar Kiper le ha comparado estos días con el Emperador bizantino Justiniano.

            
Erdogan combinó una fuerte ambición con una depurada astucia para fusionar un islamismo conservador pero democrático (muy alejado del wahabismo saudí) con un sistema económico muy fiel con los postulados neoliberales. Esto último le granjeó un fuerte apoyo de los medios empresariales, frente a la desconfianza de la izquierda y los sindicatos, partidarios de una mayor intervención estatal y, desde luego, de la laicidad, según los postulados de Kemal Ataturk, el padre de la independencia.

Este fortalecimiento interno se reforzó con el reconocimiento internacional. Aprovechó la denominada ´primavera árabe` para consolidar el ‘modelo turco` como alternativa a los regímenes autoritarios de los países otrora provincias del Imperio Otomano. Su protagonismo en este proceso no ha estado carente de riesgos. De la política “cero conflictos” con sus vecinos árabes ha pasado al virtual estado de guerra técnica con Siria, por su respaldo a la rebelión contra el clan Assad.
             
En Europa, a Erdogan se le ha seguido con ambivalencia. Se le ha reconocido su liderazgo, su popularidad, su fuerte respaldo político, pero en esas mismas fortalezas se advertían las amenazas de autoritarismo, populismo y adulteración de las normas democráticas. Las negociaciones de adhesión a la Unión Europea se han ido retrasando y complicando. El apoyo a la integración se ha reducido en el país.
        
UNA PROTESTA INESPERADA

Mira por dónde, una protesta menor, en su origen, ha terminado convirtiéndose en el mayor peligro para su mandato. El episodio no carece de simbolismo. La semana pasada un grupo relativamente pequeño de manifestaron se congregaron en la emblemática Plaza Taksim, de Estambul, para denunciar un proyecto con fuerte hedor especulativo. El gobierno autorizó la eliminación de parte del un parque público en ese enclave de la ciudad para instalar un centro comercial (mall o gran superficie), con forma de antiguo cuartel militar otomano. A esto se unía el proyecto de construcción de una mezquita, para que la zona tuviera, según el propio Erdogan, un aire más familiar (sic). Y es que ese barrio es uno de los estandartes del Estambul más secular. Esos son los dos pilares del poder del primer ministro turco: dinero y religión.
            
Vecinos, ecologistas y jóvenes descontentos se congregaron para rechazar el proyecto y defender la integridad del parque. Las fuerzas del orden actuaron, según numerosos testimonios, con excesiva brutalidad, lo que generó un fuerte malestar en distintas zonas ‘laicas’ de la ciudad. En tan sólo un par de días, la protesta adquirió una dimensión general de rechazo al Gobierno, muy particularmente a Erdogan, y se extendió a otras ciudades del país.
           
El propio jefe del gobierno contribuyó a crispar aún más los ánimos, al descalificar de forma despectiva a los manifestantes y considerarlos poco menos que marginales o títeres de la oposición. Más aún, en esa actitud arrogante que se le imputa desde hace tiempo, se atrevió a desafiar a los descontentos anunciando una movilización que los rebasara en número y contundencia. La protesta se convirtió en cólera. Taksim adquirió aires de Tahrir. Erdogan se encontró con una ‘primavera’ diferida y agria.  A mitad de esta semana ya se cuentan los primeros muertos.
            
En solo una semana, Erdogan ha contribuido a incubar la protesta más peligrosa de sus tres mandatos legislativos, hasta la fecha. El tiempo dirá si incluso a llegado a poner en peligro su proyecto de convertirse el año que viene en Presidente de la República, con muchos más poderes que ahora, tras las reformas legales introducidas merced a su mayoría absoluta. En una maniobra semejante a la de Putin en Rusia, Erdogan ha intentado fortalecerse en el poder y convertirse en la figura política más influyente de la Turquía moderna desde Mustafá Kemal (Ataturk: padre de los turcos).
            
UN LÍDER TODAVÍA FUERTE

No obstante, Erdogan conserva muchas bazas a su favor. En eso coinciden estos días varios medios locales e internacionales. Pese a la propagación, la protesta no ha adquirido una dimensión inquietante. Ni siquiera en Estambul. La ciudad, de catorce millones de habitantes, sigue siendo un feudo del primer ministro, no en vano allí creció como político y allí forjó una red muy poderosa de intereses. En otros lugares de la Turquía profunda, su proyecto de islamización moderada ha calado profundamente. Que la burguesía más moderna, estudiantes e intelectuales, lo ataques es un factor de reacción de los sectores más tradicionales.
           
Otro elemento que podría jugar en favor de Erdogan es la heterogeneidad de la revuelta. En un revelador artículo, el corresponsal de LE MONDE califica de “mosaico” a la fragmentada y escasamente articulada oposición social y política. Alevíes (rama local del chiísmo turco), extrema izquierda, grupos de intelectuales y artistas, centrales sindicales no comparten necesariamente un programa común. Sólo el rechazo a la prepotencia del principal dirigente político del país.

La oposición política es débil y difícilmente podrá capitalizar estos vientos de protesta. Los reveses electorales y los ecos de la corrupción endémica les han impuesto una cuarenta todavía bien vigente. Y, finalmente, los medios están bien controlados por la camarilla gobernante. De hecho, la información mayoritaria de la protesta ha incidido en la cólera de los revoltosos y ha escondido o minimizado la brutalidad policial.

Habrá que esperar a que Erdogan regrese de una gira por el Norte de África para saber si adopta un tono más conciliador, en la línea de lo ensayado por su segundo en el Gobierno, o por el mismo Presidente de la República, Abdullah Güll, un fiel del primer ministro, pero que podría albergar ambiciones propias. Si, por el contrario, decide apretar el cerco de la represión y considera conveniente ahogar la protesta antes de que se haga más fuerte, podría afrontar el desafío más serio de su carrera política.  Es seguro que tampoco el propio Erdogan podría imaginar que anónimos ciudadanos, sin organización ni programa definido, pudiera amenazarlo más que la poderosa coalición kemalista que nunca aceptó de buena gana su fulgurante ascenso político.