6 de junio de 2013
Hace
algo más de diez años, cuando el prometedor alcalde de Estambul se convertía en
primer ministro de Turquía, no pocos analistas profetizaron que su mandato
duraría poco. Aventuraban que el núcleo duro ‘kemalista’ (militares,
jueces, alto y medio funcionariado) se encargarían de acabar con él, en tanto
nuevo líder de una pujante ideología islamista. Le auguraban un destino similar
al de su predecesor ideológico, Erbakan, que terminó cortocircuitado en una
maniobra cuartelera-palaciega.
No
han faltado intentos, efectivamente, de frenar el irresistible ascenso de Recep
Tayyip Erdogan. Ruido de sables, movimientos de togas, protestas de
intelectuales ‘secularistas’, malestar juvenil y el sempiterno desafío
de la minoría kurda. Pero Erdogan supo prevalecer y salió reforzado de su
primer mandato, lo que le permitió repetir éxito en 2007. En las últimas
elecciones (2011), tras una última serie de perturbaciones militares, el primer
ministro sobrepasó el 50% de apoyo, duplicando al segundo partido y
cuadriplicando al tercero. El temor a la deriva autoritaria era cada vez mayor,
ante el desvanecimiento de sus ‘enemigos estructurales’. Erdogan aparecía como
incontestable. Más irresistible que nunca. El escritor turco Cinar Kiper le ha
comparado estos días con el Emperador bizantino Justiniano.
Erdogan
combinó una fuerte ambición con una depurada astucia para fusionar un islamismo
conservador pero democrático (muy alejado del wahabismo saudí) con un
sistema económico muy fiel con los postulados neoliberales. Esto último le
granjeó un fuerte apoyo de los medios empresariales, frente a la desconfianza
de la izquierda y los sindicatos, partidarios de una mayor intervención estatal
y, desde luego, de la laicidad, según los postulados de Kemal Ataturk, el padre
de la independencia.
Este
fortalecimiento interno se reforzó con el reconocimiento internacional.
Aprovechó la denominada ´primavera árabe` para consolidar el ‘modelo turco`
como alternativa a los regímenes autoritarios de los países otrora provincias
del Imperio Otomano. Su protagonismo en este proceso no ha estado carente de
riesgos. De la política “cero conflictos” con sus vecinos árabes ha pasado al
virtual estado de guerra técnica con Siria, por su respaldo a la rebelión contra
el clan Assad.
En
Europa, a Erdogan se le ha seguido con ambivalencia. Se le ha reconocido su
liderazgo, su popularidad, su fuerte respaldo político, pero en esas mismas
fortalezas se advertían las amenazas de autoritarismo, populismo y adulteración
de las normas democráticas. Las negociaciones de adhesión a la Unión Europea se
han ido retrasando y complicando. El apoyo a la integración se ha reducido en
el país.
UNA
PROTESTA INESPERADA
Mira por
dónde, una protesta menor, en su origen, ha terminado convirtiéndose en el
mayor peligro para su mandato. El episodio no carece de simbolismo. La semana
pasada un grupo relativamente pequeño de manifestaron se congregaron en la
emblemática Plaza Taksim, de Estambul, para denunciar un proyecto con fuerte
hedor especulativo. El gobierno autorizó la eliminación de parte del un parque
público en ese enclave de la ciudad para instalar un centro comercial (mall
o gran superficie), con forma de antiguo cuartel militar otomano. A esto se
unía el proyecto de construcción de una mezquita, para que la zona tuviera,
según el propio Erdogan, un aire más familiar (sic). Y es que ese barrio
es uno de los estandartes del Estambul más secular. Esos son los dos pilares
del poder del primer ministro turco: dinero y religión.
Vecinos,
ecologistas y jóvenes descontentos se congregaron para rechazar el proyecto y
defender la integridad del parque. Las fuerzas del orden actuaron, según
numerosos testimonios, con excesiva brutalidad, lo que generó un fuerte
malestar en distintas zonas ‘laicas’ de la ciudad. En tan sólo un par de días,
la protesta adquirió una dimensión general de rechazo al Gobierno, muy
particularmente a Erdogan, y se extendió a otras ciudades del país.
El
propio jefe del gobierno contribuyó a crispar aún más los ánimos, al
descalificar de forma despectiva a los manifestantes y considerarlos poco menos
que marginales o títeres de la oposición. Más aún, en esa actitud arrogante que
se le imputa desde hace tiempo, se atrevió a desafiar a los descontentos anunciando
una movilización que los rebasara en número y contundencia. La protesta se
convirtió en cólera. Taksim adquirió aires de Tahrir. Erdogan se encontró con
una ‘primavera’ diferida y agria. A
mitad de esta semana ya se cuentan los primeros muertos.
En
solo una semana, Erdogan ha contribuido a incubar la protesta más peligrosa de
sus tres mandatos legislativos, hasta la fecha. El tiempo dirá si incluso a
llegado a poner en peligro su proyecto de convertirse el año que viene en
Presidente de la República, con muchos más poderes que ahora, tras las reformas
legales introducidas merced a su mayoría absoluta. En una maniobra semejante a
la de Putin en Rusia, Erdogan ha intentado fortalecerse en el poder y
convertirse en la figura política más influyente de la Turquía moderna desde
Mustafá Kemal (Ataturk: padre de los turcos).
UN
LÍDER TODAVÍA FUERTE
No obstante,
Erdogan conserva muchas bazas a su favor. En eso coinciden estos días varios medios
locales e internacionales. Pese a la propagación, la
protesta no ha adquirido una dimensión inquietante. Ni siquiera en Estambul. La
ciudad, de catorce millones de habitantes, sigue siendo un feudo del primer
ministro, no en vano allí creció como político y allí forjó una red muy
poderosa de intereses. En otros lugares de la Turquía profunda, su proyecto de
islamización moderada ha calado profundamente. Que la burguesía más moderna,
estudiantes e intelectuales, lo ataques es un factor de reacción de los
sectores más tradicionales.
Otro
elemento que podría jugar en favor de Erdogan es la heterogeneidad de la
revuelta. En un revelador artículo, el corresponsal de LE MONDE califica de
“mosaico” a la fragmentada y escasamente articulada oposición social y
política. Alevíes (rama local del chiísmo turco), extrema izquierda, grupos de
intelectuales y artistas, centrales sindicales no comparten necesariamente un
programa común. Sólo el rechazo a la prepotencia del principal dirigente
político del país.
La oposición
política es débil y difícilmente podrá capitalizar estos vientos de protesta.
Los reveses electorales y los ecos de la corrupción endémica les han impuesto
una cuarenta todavía bien vigente. Y, finalmente, los medios están bien
controlados por la camarilla gobernante. De hecho, la información mayoritaria
de la protesta ha incidido en la cólera de los revoltosos y ha escondido o
minimizado la brutalidad policial.
Habrá
que esperar a que Erdogan regrese de una gira por el Norte de África para saber
si adopta un tono más conciliador, en la línea de lo ensayado por su segundo en
el Gobierno, o por el mismo Presidente de la República, Abdullah Güll, un fiel
del primer ministro, pero que podría albergar ambiciones propias. Si, por el
contrario, decide apretar el cerco de la represión y considera conveniente
ahogar la protesta antes de que se haga más fuerte, podría afrontar el desafío
más serio de su carrera política. Es
seguro que tampoco el propio Erdogan podría imaginar que anónimos ciudadanos,
sin organización ni programa definido, pudiera amenazarlo más que la poderosa
coalición kemalista que nunca aceptó de buena gana su fulgurante ascenso
político.
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