AFGANISTÁN E IRAK: ELECCIONES Y AMENAZAS


30 de abril de 2014
                
Afganistán e Irak -las dos naciones dominadas formalmente por el primer ejército del planeta- se encuentran inmersos en procesos electorales. Así dicho, la intervención militar de Estados Unidos habría alcanzado los objetivos declarados de promoción de la democracia. Lamentablemente, no es así.
                
AFGANISTÁN: PELIGROS APARENTES Y OCULTOS
                
En Afganistán, la primera vuelta de las elecciones presidenciales han transcurrido con cierta normalidad, aceptable participación y ausencia de apariciones armadas de los talibán. Los dos candidatos en liza para la contienda final, Abdullah Abdullah y Ashraf Ghani, son pro-occidentales y han prometido suscribir el BSA (Bilateral Security Agreement), una especie de contrato que garantiza el control norteamericano sobre los asuntos de seguridad en un Afganistán sin fuerzas militares extranjeras. El todavía Presidente Karzai se ha negado a firmarlo, disgustado por lo que él considera como una serie inaceptable de desaires y conductas inapropiadas de sus antiguos protectores.
                
La narrativa dominante proclama que, sin el BSA, los talibán se encontrarían en inmejorables condiciones para asaltar la 'democracia' afgana, poner en jaque al nuevo gobierno, desarbolar a un ejército nacional todavía en consolidación y hacerse con el poder.
                
Algunos analistas, aunque pocos, ponen en duda la debilidad del Ejército afgano. Uno de ellos, Paul Miller, acaba de publicar un artículo en FOREIGN AFFAIRS, en el que desarrolla una interesante y provocadora tesis, resumida perfectamente en el título: "El Ejército de Afganistán no es demasiado débil; es demasiado fuerte".
                
Las fuerzas armadas y de seguridad afganas reúnen más de 350.000 hombres, han recibido formación, asesoramiento, entrenamiento y armamento de Estados Unidos y de la OTAN, goza de una composición étnica variada, han generado un espíritu institucional y cuentan con un grado de aceptación y reconocimiento popular (con todas las dudas que esto pueda generar) superior al 90 por ciento. En definitiva: constituyen una suerte de Estado dentro del Estado.
                
A esta fortaleza operacional y política se opone la debilidad del resto de las instituciones, y particularmente del gobierno. La percepción que domina es que el poder civil es profundamente corrupto y altamente ineficaz (por este orden). Tanto si los problemas de seguridad se agudizan como si no, Miller sostiene que las fuerzas armadas representan una alternativa (peligrosa, no deseable) al gobierno constitucional.
                
Cabe preguntarse si, ya sea Abdullah (más probable) o Ghani el sucesor de Karzai, el nuevo presidente podrá manejar las dos amenazas: externa (los talibán) o interna (las fuerzas armadas). La clave -o al menos una de ellas- estará en la actitud de Washington; y, en caso positivo, en la intensidad del apoyo al proceso constitucional. Abdullah sería un presidente muy cercano a los intereses norteamericanos. Pero también lo parecía Karzai, y ya se ve el resultado. Por otro lado, es de origen mixto (pastún y tayiko), lo que asegura un valioso equilibrio étnico. Si las cosas se torcieran y la amenaza de un triunfo talibán creciera, no sería  descartable que Estados Unidos se decantara por apoyar una alternativa militar.
                
IRAK: SECTARISMO Y FRAGMENTACIÓN
                
El antecedente de ese escenario en los lindes de la catástrofe lo encontramos en Irak. Un año después de la retirada militar norteamericana, la estabilización no se ha producido, la percepción de deriva se ha acentuado y el país parece precipitarse en un panorama sombrío de múltiples divisiones y enfrentamientos.
                
Las elecciones de este miércoles podrían dar ventaja al primer ministro chií, Nuri Al Maliki, pero es muy dudoso que éste pueda forjar una mayoría estable y conciliadora al mismo tiempo. Quizás ni una ni otra.
                
Como explica el investigador noruego Reidar Visser en FOREIGN AFFAIRS, no supone mucho alivio que los comicios se planteen como un pulso cerrado entre los bloques confesionales, sunníes y chiíes. En realidad, el sectarismo sigue vigente. Lo que ocurre es que se ve camuflado por la intensa fragmentación en el interior de cada uno de ellos, motivada por las ambiciones personales y un clima político envenenado.
                
Los sunníes moderados ya no se fían del actual primer ministro, porque ha defraudado sus promesas de integración. Los líderes tribales se sienten traicionados y le ha vuelto la espalda. Y los insurgentes radicales, próximos al Al Qaeda o disidentes de esta organización y más fanáticos aún, han declarado la guerra sin cuartel al gobierno y dominan una franja de terreno al oeste y norte de Bagdad, que conecta de forma alarmante con las posiciones doctrinarias afines en Siria.
                
Maliki tampoco ha sido capaz de consolidar un entendimiento con los kurdos, debido a las desavenencias sobre el control de la exportación del petróleo, el principal recurso nacional: aquellos quieren reservarse una cuota para venderlo directamente a Turquía y el primer ministro quiere mantener el actual sistema centralizado para garantizar los ingresos.
                
En este contexto de discordia persistente y violencia enquistada, no habrá elecciones efectivas en muchas localidades sunníes dominadas por la insurgencia  (por huida de la población o por intimidación de la que aún permanece allí). Ni siquiera puede contarse con la influencia positiva de las tribus, renuentes a la insurgencia en otro tiempo pero cada vez más inclinadas a aceptar colaborar con ella antes que con el gobierno central.
                
De poco parece haberle servido a Estados Unidos el dinero, los recursos y las vidas entregadas. Irak sigue en terreno demasiado cercano al abismo, sin fórmulas políticas solventes y sin soluciones militares claras.
                
Las elecciones en Irak y Afganistán, por muy defendibles que puedan ser desde la coherencia democrática, se antojan como dudosamente eficaces para encarrilar la convivencia en ambos países.

                
Con cierta irritación, el propio Presidente Obama contestaba esta semana, desde Filipinas, a los críticos que le imputan "blandura" e indecisión en política exterior: "¿Por qué se muestran tan dispuestos a usar la fuerza militar, después de lo que nos ha ocurrido durante una década de guerra, con un coste tan enorme, en tropas y en presupuesto? ¿Qué piensan estos críticos que se ha conseguido con ello?". 

OBAMA, DE LA ALARMA UCRANIANA A LAS TURBULENCIAS ASIÁTICAS

24 de abril de 2014

El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, realiza la esperada gira por Extremo Oriente que tuvo que cancelar el pasado otoño, por la amenaza republicana de bloquear la liberación de fondos para que la administración pudiera seguir funcionando.Este aplazamiento hace que el viaje de Obama se produzca en un momento de gran tensión internacional, debido a la crisis de Ucrania, cuya repercusión se deja sentir también en Asia Oriental, debido al clima de desconfianza y antagonismo que domina las relaciones entre las grandes potencias regionales.
             
UN DIFICIL EQUILIBIO REGIONAL

Más allá de la tensión con Rusia, Obama afronta este viaje como declaradas ambiciones, pero con limitaciones evidentes, como señala el NEW YORK TIMES. El presidente norteamericano quiere hacer de Asia el nuevo ‘pivote’ de la estrategia geopolítica de Washington, por entender que allí se concentran las oportunidades más evidentes de crecimiento económico y dinamización comercial. Asia como continente del siglo XXI es una visión que Obama ha aireado profusamente.
                
Sin embargo, las contradicciones y tensiones regionales son amplias y pillan a Estados Unidos en una difícil posición. No siempre puede la superpotencia estadounidense conciliar posiciones y neutralizar conflictos, muy arraigados históricamente e impulsados por motivaciones emocionales crecientes.
                
La hostilidad chino-japonesa se ha visto agravada por el diferendo territorial de la islas Sensaku-Diayu, en el que Washington ha tratado de no irritar demasiado a Pekín, sin cuestionar la alianza con Tokio, . En ciertos círculos de poder nipones, se considera que la posición estadounidense es ambigua, mientras en Pekín se tiene la percepción, sincera o interesada, de que Estados Unidos está respaldando si no promoviendo el nuevo nacionalismo japonés. Que iría más allá del conflicto territorial. Es la nueva política de defensa de Japón, cada vez más activa, intensa y expansiva lo que alarma en los núcleos políticos y militares de poder chino.
                
A ello se suma la siempre irresuelta cuestión de Taiwán. A Obama, como a cualquier presidente anterior, le resulta muy difícil actuar en beneficio de Pekín y en contra los chinos insulares, porque Taiwán tiene estupendas relaciones con sectores muy influyentes del Congreso. Tibet fue otro elemento de fuerte tensión entre Washington y Pekín, durante el primer mandato de Obama, debido a la recepción brindada al Dalai-Lama en la Casa Blanca.
                
No menor, aunque menos aireado, es el asunto de Filipinas. En Manila se comparte la angustia de los aliados asiáticos por lo que se considera falta de firmeza o de claridad de Washington frente a las políticas de reafirmación regional de China. Obama suscribirá acuerdos de cooperación naval, en la operación más importante de las relaciones bilaterales desde el cierre de la base de Subic Bay, al término de la guerra fría.  
                
De forma menos dramática, pero también inquietante, Estados Unidos es criticado por sus dos aliados mayores en la región, Japón y Corea del Sur, por entender cada cual que el amigo americano es más solicito con la otra parte que con la suya. El neonacionalismo japonés irrita en Seúl tanto como en China.  Las ostentaciones del primer ministro Abe en venerar los mitos japoneses de la segunda guerra mundial y su indisimulado revisionismo histórico constituye una afrenta difícil de asumir por los dirigentes y el pueblo surcoreano, víctima directa del imperialismo japonés del siglo pasado.
                
A todos los asuntos relacionados, debe añadirse la permanente amenaza del proyecto nuclear norcoreano. Algunos análisis abundan en el pesimismo sobre la reanudación de las negociaciones, aunque se haya registrado un mejor clima Pyongyang-Seúl;  y, lo que es más sorprendente, un acercamiento entre el régimen paleocomunista y los nacionalistas japoneses.
                
TEMOR A MANIPULACIONES RUSAS 

La desestabilización de Ucrania puede tener consecuencias indeseables para el sistema internacional establecido por el triunfante Estados Unidos en Asia tras la segunda guerra mundial. El factor más inquietante para Washington es la capacidad de Rusia para actuar en unas alianzas sometidas a crecientes presiones. 

Putin tiene cierto margen de maniobra para ‘manipular’ a las dos grandes potencias asiáticas, China y Japón, en función de la atención que Estados Unidos preste a sus deseos e intereses, ya que Washington no puede agradar a ambas partes a la vez. No al menos completamente o por mucho tiempo, debido a la amplitud de la discordia sino-nipona. Esta opción de Putin es desarrollada por el diplomático francés de origen taiwanés Yo-Jung Chen, en un artículo para THE DIPLOMAT, una publicación electrónica especializada en  asuntos de la región Asia-Pacífico.
                
Como ya se dijo aquí al comienzo de la crisis ucraniana, el agravamiento de las relaciones entre Moscú y las capitales occidentales puede provocar un reforzamiento de los vínculos entre Rusia y China, cada día más intensos. Aunque muchos de los elementos de desconfianza entre las dos potencias no se han superado completamente, lo cierto es que en los últimos años el acercamiento es notable.  Por razones económicas (energía y comercio), pero también estratégicas.
                
En este momento, Moscú y Pekin pueden ensayar la utilidad de una pinza frente a Washington.  Rusia puede dar un paso adelante en la habitual discreción con que se posiciona en las diferencias entre Pekín y Tokio por cuestiones territoriales y militares (el diferendo de las islas Sensaku-Diayu) , a cambio de que la cúpula china ignore la presiones diplomáticas occidentales en relación con la crisis ucraniana. Por otro lado, se tema que la retención occidental después de Crimea pudiera incitar a China a ensayar iniciativas militares en las zonas de disputa.
                
De forma alternativa, si Estados Unidos se muestra comprensivo o no del todo insensible a los intereses chinos, hasta el punto de irritar a su aliado japonés, Putin podría abonar la amistad con Japón, que ha venido cultivando con especial esmero en los últimos años . Contrariamente a Washington, el presidente ruso se ha abstenido de criticar las derivas nacionalistas del actual primer ministro Abe. Introducir un cuña en la alianza entre Estados Unidos y Japón no es fácil, pero podría ocasionar una creciente incomodidad hacia el aliado norteamericano.

HUNGRIA: LA PERVERSION DEMOCRÁTICA EN CASA

10 de Abril de 2014
               
Viktor Orban, el primer ministro húngaro, ha sido revalidado el domingo pasado en las urnas, al obtener su partido, el FIDESZ, un 44% de los votos. Se trata de un porcentaje envidiable, aunque haya perdido más de ocho puntos con respecto a 2010.
                
Lamentablemente, este resultado es motivo de inquietud para Europa. Desde que este abogado, de ideología originariamente liberal, tornada luego en populismo cristiano, ha conseguido consolidar su hegemonía política, Hungría es el mayor punto negro en el mapa de las libertades y derechos de los 28.
                
UN VIRAJE OPORTUNISTA

Orban creó FIDESZ (Alianza de Jóvenes Liberales) un año antes del derrumbamiento comunista. Lo acompañaban jóvenes liberales que al calor de la apertura que se vivía en Hungría a finales de los ochenta, consiguieron abrir un espacio de tolerancia. Fue en Hungría donde se produjo la grieta definitiva que precipitó el fin de la división europea,  al permitir a sus ciudadanos salir del país por la frontera austríaca, en mayo de 1989.
                
En los noventa, se produjo una recomposición del paisaje político húngaro. Como ocurriera en otros países vecinos, el sector más reformista del partido comunista se paso a la socialdemocracia. En el otro lado del espectro político, el Foro Democrático, de orientación conservadora, entró en decadencia. Orban aprovechó esta circunstancia, para convencer a la mayoría de sus compañeros de partido de dar un giro a la derecha y abandonar sus credenciales liberales. La estrategia resultó rentable, ya que FIDESZ ganó las elecciones en 1998. Desde entonces, el liberalismo del partido sólo puede encontrarse en el nombre.
                
La primera experiencia en el poder de Orban fue un fracaso. En 2002 perdió el gobierno. Les tocó el turno a los socialistas, que intentaron atemperar algunas medidas neoliberales de FIDESZ. Pero los casos de corrupción y los efectos de la crisis terminaron desacreditando su gestión. Durante su etapa en la oposición, Orban fue madurando un proyecto basado en tres componentes: autoritarismo, populismo y religión. El éxito fue arrollador: en 2010, se hizo con casi el 53% de los votos y los dos tercios del Parlamento.
                
LA DERIVA AUTORITARIA

Orban abusó de este mandato para sacar adelante una reforma constitucional y más de 800 leyes que sancionan el control y la persecución de los medios no afectos, lesionan la independencia judicial, invaden áreas de la sociedad civil, modelan las circunscripciones electorales a la conveniencia del partido gobernante y restringen derechos y libertades ciudadanas.
                
Este proyecto político y social autoritario se combina con un populismo rampante en materia económica. Sus orígenes neoliberales, propios de los noventa, están ahora camuflados con un retórica populista. Se clama contra las exigencias de austeridad de Bruselas o del FMI. Pero se ejecuta una política económica errática, que combina un confuso intento encubierto de nacionalización bancaria parcial con medidas fiscales claramente neoliberales (como la tasa única del 15%), que han favorecido a los más ricos, entre ellos, a numerosos simpatizantes del gobierno.  El crecimiento económico de los primeros años de gobierno se ha atascado. Las previsiones para este año apuntan a un escuálido 1%, y ello gracias a los fondos europeos para inversiones en infraestructura.
                
Pero el componente más inquietante del proyecto autoritario es el religioso. Orban se ha convertido en un auténtico ‘apóstol’ de un ‘cristianismo renacido’ en Hungría (1). Calvinista de origen, Orban ha ido publicitando una serie de actos propagandísticos propios de un régimen confesional que haría palidecer al nacional-catolicismo franquista. Asiste diariamente a misa y sus visitas al Vaticano son frecuentes. El control de la educación se le ha entregado a un pequeño partido aliado de orientación católica ultraconservadora. Para compensar los efectos fiscales dañinos, Orban ha establecido un sistema de compensaciones o subvenciones a una treinta de comunidades religiosas que están en su línea. Para proteger a la Iglesia católica que colaboró con el comunismo, se han cerrado el acceso a los archivos que albergan los documentos acreditativos de esa lacra histórica.
                
Paradójicamente, esta apuesta oportunista de Orban por el renacimiento católico no va de la mano con las creencias sociales. Los húngaros que se declaran católicos han pasado de cinco millones y medio a menos de cuatro millones en los últimos diez años. Otros casi tres millones se han negado a declarar su pertenecía confesional.
                
Todo este panorama abrumador se complica con la confirmación de un partido de extrema derecha, Jobbik, que se reclama heredero del mariscal Horthy, el militar que dirigió el país con puño de hierro en el periodo de entreguerras (1920-1944), elaboró las primeras leyes antisemitas en Europa y colaboró abiertamente con Hitler. Ante la pasividad del gobierno, estos años es frecuente contemplar en los espacios públicos de Hungría los estandartes de la Cruz de Hierro, la organización paramilitar aliada de los nazis y responsables de odiosos actos de genocidio durante la segunda guerra mundial. Con el 20% de los votos, Jobbik consolida su alarmante influencia en la sociedad húngara y permite a Orban declarar que la suya no es la opción política extremista. Pero entre el FIDESZ y Jobbik hay numerosas coincidencias de discurso y a nadie extrañaría que se produjera un trasvase de militantes y simpatizantes.
                
La ilustre pensadora húngara Agnes Heller, víctima de Holocausto y marxista disidente, o el respetado disidente y luego presidente de la Republica Checa Vaclav Havel denunciaron en su día las “inclinaciones dictatoriales” del sistema político implantado por Orban. El último embajador norteamericano bajo el régimen comunista, Mark Palmer, sostuvo en su momento que los líderes europeos deberían expulsar a Hungría de la UE debido a las políticas antidemocráticas de su primer ministro (2).
                
La posición del diplomático de EEUU no es tan descabellada. En 1993, los entonces doce miembros de la UE establecieron en Copenhague unos criterios  democráticos de admisión para los aspirantes a formar parte del club. Veinte años después,  muchos de esos estados del este de Europa, ya miembros de pleno derecho, no pasarían una reválida, como reflejaba recientemente el profesor de Princeton, Jan-Werner Müeller (3). La Hungría de Orban se ha situado a la cabeza de los incumplimientos de Copenhague. Los líderes de la UE critican a Putin y sancionan a Rusia, pero tienen entre ellos a un personaje político que, en materia de calidad democrática, es tan reprobable como el presidente ruso.

(1)    Viktor Orban, apôtre de la Hongrie. JOELLE STOLZ. LE MONDE CULTURE ET IDEES, 3 de abril de 2014.

(2)  El profesor James Kirchik recogía estos testimonios en un artículo publicado para FOREIGN AFFAIRS, en julio de 2012.

(3)   Dissapearing Democracy in the EU's Newest Members. JAN-WERNER MÜELLER. FOREIGN AFFAIRS. Abril de 2014.





VALLS Y ERDOGAN: GLADIADORES PARA TIEMPOS DE COMBATE

2 de Abril de 2014
                
Erdogan y Valls han ganado sus respectivas elecciones municipales sin ser candidatos. Estos dos dirigentes, afincados en los dos extremos del Mediterráneo, comparten ciertos rasgos. Los dos gustan de maneras fuertes, carecen de complejos, no temen la etiqueta de autoritarios, responden sin miramientos a sus adversarios en los pocos casos en los que no golpean primero, subordinan la ideología a las exigencias prácticas de la gestión diaria e interpretan con inteligencia rapaz los sentimientos más primarios de sus ciudadanos. Les encanta mandar. En parte por eso, tienen tantos enemigos fuera como dentro de sus 'hogares políticos'. La propaganda vigente los presenta como los mejores dotados para estos tiempos, malos para la lírica y los principios.
                
VIRTUD DE LA NECESIDAD
                
Repasando estos días la trayectoria personal y política del nuevo jefe del gobierno francés, despierta un especial interés su versatilidad, los contornos difusos de su lealtad a los patrones de cada momento y su crudeza a la hora de labrarse su carrera. Tipo duro, este barcelonés, hijo de exiliado y artista, al que más parece haberle calado lo primero que lo segundo, por su instinto para adaptarse a las dificultades y la escasa finura de sus modales.  No es la sensibilidad lo que uno encuentra cuando rastrea su pasado político sino fiereza.
                 
Muy bragado en la lucha mediática o 'agit-prop', le proporcionó músculo al elegante pero blando Jospin y contribuyó a dotar de cierto tono populista a la fallida campaña presidencial  de la altiva Royal. A los dos abandonó en momentos de especial crudeza en las habituales sangrías de los socialistas franceses. Y con los dos se reconcilió. Brevemente. Apoyó a Jospin en las primarias, pero consumado el fracaso se buscó un lugar en el campo de Segoléne. A pesar de la derrota frente a Sarkozy, continuó a su lado, pero no soportó un segundo fracaso, ésta vez interno, ante Martine Aubrey, por el liderazgo del PSF. Se separó de la mujer y su todavía marido, Hollande, no discretamente, sino con sonoro portazo.
                
Con la nueva líder del partido fue tan descaradamente áspero que se ganó una reprimenda pública de ella. Apostó entonces por el desventurado Strauss-Khan, pero la fundición política del ex-director del FMI puso a prueba su instinto de superviviente e intentó ser su propio jefe. La brusquedad con que gestionó su candidatura y su extraña alianza con el proteccionista Montebourg (percibido como izquierdista, pero tan disidente como él), le relegó a un inútil quinto puesto. En otro de sus giros, volvió bajo el manto de Hollande, después de todo más liberal que Aubrey, y pusó al servicio de su campaña su lengua acerada, su espíritu depredador y sus ansias de triunfo.
                
En estos años de dura labranza, Valls ha destacado por sus posiciones iconoclastas, pero siempre inclinadas a la derecha: abandono de las 35 horas, instauración del IVA social, reducción de las cotizaciones empresariales, entierro del apelativo 'socialista', restricciones a la inmigración, mano dura contra la delincuencia, etc.

Hollande 'premió' su dedicación otorgándole una de las 'pommes chaudes' de su Gobierno: Gendarme mayor de la República, al frente del Ministerio del Interior (2012). Tras la herencia sarkoziana, lo que menos quería el inquilino del Eliseo es que las clases medias, pesimistas como nunca y miedosas como nadie, percibieran a los socialistas como blandos con el delito y la inmigración y temerosos con los intelectuales y los instintos 'gauchistas' del electorado progresista. ¿Quién mejor dotado para morder antes (o en vez) de preguntar? El asunto Leonarda (la gitana kosovar) confirmó que Valls sabe leer los sondeos como nadie en la Rue Solférino. Por eso es hoy el político socialista con mejor nivel de aceptación en las encuestas.
Ahora, en Matignon, no dejará de mirar al Eliseo, y no sólo para esperar órdenes. De nadie más determinada la ambición, ninguno más dotado para el combate. Hollande elige un gladiador para acabar con los leones, propios y ajenos, que amenazan con devorar la segunda experiencia socialista en Francia. Pero el ala más a la izquierda, y no pocos moderados, del PSF alertan, sin embargo, del riesgo de corrosión que puede provocar el ácido proceder del nuevo compañero primer ministro.                

EL PATRÓN CONTRA EL PULPO
                
Al otro lado del Mediterráneo, Recep Tayip Erdogan saborea el éxito de las municipales con un ánimo de revancha que no se ha molestado en ocultar. Sus palabras amenazadoras y su invitación al exilio forzado de sus adversarios, sin precisar cuáles ni de qué condición (políticos, económicos, institucionales, ideológicos) aventuran un periodo agitado en Turquía.
                
El primer ministro puede ser candidato a Presidente de la República en agosto, pero necesita un cambio constitucional para dotar a la primera magistratura de poderes ejecutivos que ahora carece. No será fácil. Pero, a la postre, podría conseguir un cambio legislativo menos profundo que le propiciara alargar su mandato en el Gobierno.
                
Como le ocurre a Valls, muchos de sus enemigos se encuentran bajo el mismo techo; en el caso de Erdogan, más ideológico que político. En su partido, el AKP, nadie le discute el liderazgo, aunque el actual Presidente Abdullah Gul manifiesta discreta y moderadamente su incomodidad por las exhibiciones de autoritarismo (véase el control de las redes sociales) o los escándalos de corrupción. Pero el verdadero enemigo acampa fuera del partido hegemónico. Es el entramado económico, educativo, religioso, social, mediático (y tantas cosas más) que se extiende por todo el cuerpo social y el sistema institucional y responde al nombre de Hizmet. El gurú es un clérigo autoexiliado en Pennsylvania llamado Fetullah Gülem. Mentor en su día de Erdogan, se ha alejado de él por razones confesables e inconfesables.
                
Ambos gallos combaten a muerte en el corral del islamismo pragmatico que impregna a la mayoría de la sociedad turca. Del pulso político y propagandístico se pasó al juego sucio, con espionaje, golpes bajos, investigaciones policiales y actuaciones judiciales. Cada uno ha colocado la diana en el corazón del otro: la familia y la persona misma del oponente.
                
Hay un innegable componente de ambición en la disputa, aunque unos y otros se cruzan acusaciones de traición ideológica y perversión política. Los gülemistas reprochan a Erdogan su autoritarismo y su prepotencia, su codicia en el aprovechamiento de los bienes y recursos públicos, su belicosa e imprudente política exterior. Los seguidores del primer ministro acusan al exiliado santón de orquestar un golpe de Estado, mediante la manipulación de los aparatos que tiene infiltrados y corrompidos, por envidia del liderazgo de Erdogan.
                
En su ciega pelea, Gülem ha seducido también a la oposición, de derechas y de izquierdas, y Erdogan ha coqueteado con sus enemigos existenciales (militares y jueces). La guerra, esa es la impresión, está lejos de concluir.
                
Gane quien gane, el segmento mayoritario de la sociedad turca habrá perdido, según sostiene Halil Karaveli, un profesor turco de la John Hopkins, porque la escisión en el islamismo conservador ha producido una herida que parece duradera.
                
Otro intelectual turco en residente en Estados Unidos, Soner Cagaptay, acaba de publicar un libro, en el que expone su visión de Turquía como primera potencia musulmana del presente siglo, pero considera condición previa una amplia reforma constitucional que, entre otras cosas,  consagre principios liberales como la garantía de las libertades cívicas, la clara división entre Islam y Estado (para reconciliar las dos mitades, religiosa y laica, del país) y un modelo económico integrado en el mercado mundial.
                
Más cerca de este proyecto, como en el de la regeneración de una Francia en declive, los gladiadores Valls y Erdogan tendrán que librar combates mucho más inmediatos y de menor altura.