LA HIPOCRESÍA NUCLEAR

28 de Mayo de 2009

El vicepresidente de Estados Unidos, Joe Biden, anunció el pasado mes de octubre que, antes de que se cumpliera seis meses de su entonces hipotética llegada a la Casa Blanca, Barak Obama tendría que afrontar su primera gran prueba internacional. Su profecía se ha cumplido.
En realidad, ya se han producido decisiones trascendentes en política exterior, algunas de gran valor y cierta esperanza; otras, inquietantes y reveladoras de lo difícil, por no decir imposible, que resulta cambiar la lógica imperial. Pero el segundo y último test nuclear de Corea del Norte –y el lanzamiento adicional de dos cohetes- reúne todas las condiciones para ser considerado por cancillerías, analistas y observadores como esa gran prueba al acecho.
Obama se lo ha tomado con seriedad, pero con calma. Tenía prevista una partida de golf y no la suspendió. Seguramente, el juego le sirvió para ensayar paciencia, autocontrol y precisión en la respuesta. Coordinar sanciones bajo el paraguas de la ONU es, seguramente, la respuesta más adecuada, aunque es dudoso que sirva para enderezar el problema.
El revuelo internacional ocasionado evidencia la hipocresía que rodea este asunto de las armas nucleares: quien tiene derecho a poseerlas, por qué se ha llegado a esta situación y quienes son los responsables de la inseguridad que provoca su crecimiento y la incertidumbre sobre su inmediato destino.
Como de todos es sabido, Estados Unidos abrió la caja de Pandora en 1945. No se trataba de una necesidad militar. Las bombas cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki cuando Japón ya estaba prácticamente derrotado. En realidad, se trató de una exhibición de fuerz, de marcar el inicio de una nueva etapa en las relaciones internacionales, de dejar claro quien era el nuevo dueño supremo del mundo. Las bombas abrasaron Japón, pero su verdadero destinatario político fue la nueva superpotencia emergente: la Unión Soviética. Ya sabemos lo que ocurrió después.
Durante décadas, Washington y Moscú practicaron una preocupación muy selectiva sobre el desarrollo nuclear militar. A los aliados se les toleró ciertos privilegios. A otros, no se les pudo –o no se quiso- evitar su llegada al club atómico.
Sesenta y cuatro años después, ocho países (China, Corea del Norte, India, Pakistan, Indonesia, Iran, Israel y Egipto) acompañan a Estados Unidos en la renuncia a suscribir el Tratado de prohibición de pruebas nucleares. Clinton estuvo a punto de sacarlo adelante, pero la mayoría de senadores republicanos se lo impidió en 1999. Obama le ha encargado ahora a su vice Biden que lo intente de nuevo, pero no lo tiene asegurado. El ensayo norcoreano puede resultar de mucha utilidad a quienes se oponen de forma recalcitrante.
Los neocon consideran a Corea del Norte el estado más canalla entre los canallas. Otros analistas más templados simplemente destacan el fracaso de su experimento comunista y su atormentado destino. Corea fue el primer escenario bélico de la guerra fría, el banco de pruebas del anticomunismo beligerante en Asia. La guerra resolvió poco o nada. La división de Corea se ha perpetuado, más allá de la europea. La Corea comunista y la Corea capitalista son igualmente anómalas. Pero mientras la segunda se integró en el sistema económico mundial, la primera ha quedado como vestigio sórdido de la derrota comunista.
Corea es el único ejemplo de dinastía roja. El padre Kim Il Sung, despiado y brutal, dejó una herencia de hambre y terror al hijo primogénito Kim Il Song. Los arcanos occidentales pintan esta caricatura de su personalidad: enfermizo, ridículo, caprichoso e incapaz.
En estos veinte años de mandato, Kim II ha mantenido el régimen, aunque el hambre asedie a su población, si son ciertas las informaciones de inteligencia occidentales. Su pretendida inutilidad no le ha impedido, sin embargo, dotarse del último instrumento negociador eficaz frente a la hostilidad exterior: el arma atómica.
Estados Unidos y sus aliados occidentales han fracasado estrepitosamente en el seguimiento y neutralización del lunático propósito de Kim. Clinton le ofreció alimentos, petróleo, centrales nucleares civiles y cierto reconocimiento para aplacar su peligroso apetito. Bush, sacando pecho, intentó primero arrinconar al tiranuelo, pero cuando se dio cuenta de que necesitaba más que bravuconadas para conseguirlo, se puso a practicar distintas versiones del palo y la zanahoria.
En esta errática política, Estados Unidos se procuró aliados exteriores (Europa), protegidos regionales (Japón y Corea del Sur), y cómplices improbables (Rusia y China). Las negociaciones a seis (los cinco anteriores y el propio estado reo) han sido un clamoroso fracaso. El analista conservador Robert Kagan, considerado un especialista en la materia, reprocha a Clinton su falta de realismo; a Bush, con amargura, su inconsecuencia. A los supuestos socios de conveniencia rusos y chinos, su comportamiento hipócrata y mendaz: en particular, Pekín manipula a su marioneta y maneja su propio juego en esa zona de importancia estratégica vital para China.
Kagan cree que, llegados a este punto, lo mejor es que Washington garantice a surcoreanos y japoneses su protección sin mínimo atisbo de dudas, que se olvide de Moscú y Pekín y que, si merece la pena, inicie una estrategia bilateral con Pyongyang, con dos objetivos claros: hacer al régimen todo el daño posible hasta que Kim pase el testigo dinástico e intentar enterrar el proyecto nuclear con un líder más avenido a razones.
Otros medios más templados del establishment aconsejan a Obama una firme prudencia. Y mucha consulta internacional. El WASHINGTON POST cree que el presidente no debería abordar el caso “como si se tratara de una crisis, ni siquiera un asunto urgente”. En el NEW YORK TIMES, David Sanger cita fuentes próximas a Obama para identificar el verdadero sentido de la preocupación con este asunto: no es que Corea del Norte vaya a usar la bomba. Lo que se teme es que la ponga en el mercado. Por tanto, se impone controlar el tráfico de lo que sale del país. Un bloqueo naval sin contemplaciones. Y esperar acontecimientos. Comprobar si Kim está realmente moribundo, confiar en que sus hasta ahora sumisos generales se decidan a acelerar su agonía, y ser muy generoso en la seducción del que asuma la herencia.
En todo caso, nunca dar la impresión de que saldría gratis sobrepasar ciertas líneas. No por el peligro real que el dictador norcoreano representa, sino por la lección equivocada que puede extraer Irán, el otro estado con ínfulas nucleares, el que realmente preocupa.

EL DESTINO DE LA FAMILIA, EL ALMA DE LA NACIÓN

21 de mayo de 2009

En las elecciones de la India, las más prolongadas del mundo (un mes de proceso electoral), el partido del Congreso no sólo ha revalidado su victoria relativa de 2004, sino que la ha reforzado y consolidado espectacularmente: le han faltado una veintena escaños para obtener la mayoría absoluta en el Parlamento federal.
El éxito adquiere una especial valía política por varias razones. En primer lugar, porque los pronósticos indicaban un resultado bien diferente (debilitamiento del Congreso y crecimiento de los partidos regionalistas y particularistas). Por otro lado, aunque la crisis económica no había golpeado al país con la misma virulencia que a las grandes potencias capitalistas, lo cierto es que el índice de crecimiento se había ralentizado notablemente, hasta el punto de poner en riesgo la consolidación de India como economía emergente. Y, finalmente, porque los atentados de Bombay habían reavivado un clima de miedo y de hostilidad hacia los musulmanes, perjudicial para el proyecto integrador que el Congreso ha representado con mayor o menor coherencia.
Los augurios han resultado fallidos. Todo indica que en el ánimo de la mayoría de los 700 millones de electorales han pesado mucho más los logros que los fracasos y que el Congreso confirma su rol de intérprete supremo de la voluntad popular. Una gran parte del mérito hay que atribuírselo, por supuesto, al primer ministro, Manmohan Singh, quien, a comienzos de los noventa, como Ministro de Economía, diseñó la apertura y liberalización de la economía india. Es un hombre prudente, desprovisto del carisma tan apreciado por las masas indias y ajeno a cualquier ambición personal.
India ha aprovechado con inteligencia el ciclo expansivo mundial para confirmar la salud de su economía. Si China ha utilizado sus ventajas estructurales para convertirse en el “gran taller del planeta”, India ha consolidado su posición como “oficina trasera del mundo”. El liderazgo global de su sector informático y telemático no admite discusión. Más de doscientos millones de indios han salido de la pobreza máxima durante estas casi dos décadas, aunque otros trescientos millones esperan.
Pero la competencia de Singh no se ha limitado al aspecto técnico, sino también al que menos se esperaba: el político. Lo ha demostrado tanto en la difícil gestión de la coalición que ha sostenido su gobierno estos años, como en la respuesta moderada y responsable que ha dado a la amenaza terrorista. Con una combinación de habilidad y firmeza, desmontó las posiciones intransigentes, radicales y hasta xenófobas de la oposición nacionalista y puso en evidencia a su líder, el octogenario Advani.
Pero Singh comparte el éxito político con quien realmente sigue detentando la legitimidad del liderazgo político: la familia Gandhi. Los sucesores de Nehru, su hija Indira y su nieto Rajiv, representaron perfiles muy diferentes. Ella, animal político y fiel heredera del proyecto nacional. Él, líder reticente y casi a la fuerza, terminó asumiendo el veredicto del destino. Ambos fueron asesinados. Los noventa contemplaron la modernización económica de la India, pero también la crisis del partido del Congreso, arruinado por los casos de corrupción y el débil liderazgo ocasional de Narashima Rao.
La viuda de Rajiv, Sonia, italiana y católica, dio pistas inequívocas sobre su voluntad de poner fin a la dinastía, para preservar el futuro de sus hijos. En realidad, ocurrió todo lo contrario. Sonia convirtió su debilidad en fortaleza. Su protagonismo y el de sus hijos resultó fundamental para que el Congreso triunfara en las elecciones de 2004, si bien con una minoría exigua. La reticente viuda tomó entonces decisiones que explican en gran medida lo ocurrido ahora. Primero, demostró que no tenía ambición de poder, al encargar a Singh la jefatura del gobierno. Segundo, preservó a su primogénito Rahul (entonces, con 34 años) de la batalla política cotidiana. Sonia se reservó la administración de la herencia, tuteló la maduración política de su hijo y asumió que no podía escapar al destino que le reservaba la India.
Esa estrategia se materializa ahora en la responsabilidad de afrontar los desafíos abrumadores que aguardan al nuevo gobierno. El partido de Nehru, de Indira, en menor medida de Rajiv, se convierte, ya sin reservas ni dudas, en el partido de Sonia, de Rahul, a quien Singh seguramente incluirá en su nuevo gobierno, con vistas a su proyección definitiva.
Pero ante todo, el Congreso revalida su condición de depositario del alma de la nación. El éxito electoral confirma que la India desea seguir su propia vía, sus propios ritmos, que no renuncia al sueño fundador de Gandhi. Que no le gusta recibir lecciones de eficacia de Occidente. Este profundo sentido nacional no es, sin embargo, incompatible con el instinto de modernización que encarnan los herederos más occidentalizados de la dinastía.
La prensa internacional se hace eco de las preocupaciones de las cancillerías. Reclaman a Sonia y a Rahul que no se olviden de las responsabilidades regionales de la India. Que favorezcan la reconciliación con Pakistán, facilitando un acuerdo sobre Cachemira. Washington está ansioso por hacer entender a la casta militar pakistaní que la amenaza no es India sino sus protegidos pastunes radicales de la frontera noroccidental y sus cómplices integristas afganos. Se le pide también que ayuden al superar el trauma de la destrucción de la guerrilla tamil en la vecina Sri Lanka. Se le exige que abra aún más su economía y la integre con más solidez en la globalización, a pesar de la crisis.
Pero el verdadero reto, es el que más importa a la India, es superar la pobreza endémica, acabar con la esclavitud doméstica –pública y privada- de sus mujeres, formar a sus jóvenes para que no sigan buscando en Occidente la prosperidad que resulta tan difícil encontrar en su país, abolir en la práctica el odioso sistema de castas, solventar las tensiones étnicas, construir un perfil de potencia basada en la sostenibilidad y no en delirios mesiánicos de de raza o religión.
Por muchas razones, India -y no necesariamente China- puede ser la gran potencia mundial de la segunda mitad del siglo XXI. Si eso ocurre, seguramente no será un Gandhi el encargado de gestionar ese esplendor. Ese sería el último éxito de la dinastía.

PAKISTAN: EL HUEVO DE LA SERPIENTE

14 de mayo de 2009

Las operaciones militares del Ejército de Pakistán contra los talibán locales en las regiones del noroeste del país han ocasionado mucho sufrimiento humano, pero es dudoso que hayan tenido utilidad alguna en la estabilización del país. La coincidencia del inicio de la ofensiva militar con la estancia en Washington del presidente Zardari resulta demasiado obvia La Casa Blanca y su equipo de enviados de estas semanas, diplomáticos y uniformados, habían presionado sonoramente en Islamabad para que se produjera una acción contundente.

El nerviosismo en la nueva Administración es palpable y nadie lo disimula. El escenario siquiera hipotético del único país musulmán dotado de armamento nuclear cayendo en manos de un gobierno marcadamente integrista es simplemente insoportable para Occidente. El relevo del jefe militar en Afganistán es el último ejemplo de que el frente AFPAK es la mayor preocupación internacional de Obama.

El avance de las fuerzas supuestamente aliadas de los taliban afganos y de Al Qaeda se juzgan ya inaceptables. Exasperados por la ausencia de resultados por parte del Ejército pakistaní, los hombres de Obama decidieron intensificar los bombardeos de posiciones integristas a cargo de los Predator, aviones pilotados a distancia. Los militares norteamericanos exhiben una larga lista de taliban y de supuestos dirigentes de Al Qaeda que habrían sido eliminados en estos bombardeos. Pero muchos de ellos han sido reemplazados. Lo que es peor: los daños colaterales han sido más altos de lo calculado y han desencadenado la ira de las poblaciones locales.

El enviado especial de LE MONDE en el valle del Swat ha recogido entre los desplazados testimonios de muy distinto tenor sobre este mini-reino fundamentalista que ahora se pretende erradicar: desde los que denunciaban sus amenazas y extorsiones para consolidar su base de poder hasta los que afirman que los talibán eran sensibles a las necesidades y preocupaciones de los más pobres.

El rechazo creciente de la estrategia norteamericana en el país esta siendo hábilmente explotado por los combatientes islámicos radicales, según admiten fuentes de inteligencia estadounidenses citadas hace unos días por el NEW YORK TIMES. Sabrina Tavernese contaba recientemente cómo las madrazas integristas proliferaban en lugares hasta ahora alejados de la influencia integrista, como el Punjab.

La frustración de la actual administración tiene difícil alivio. A pesar de las declaraciones conciliadoras que han coronado los recientes encuentros en la Casa Blanca, lo cierto es que casi nadie en Washington confía en Zardari, no porque se crea que el viudo de Bhutto trata de engañar a propósito, sino porque se es consciente de su extrema debilidad política y de su trayectoria oportunista y difícilmente fiable.

Esta desconfianza inquieta a los intelectuales pakistaníes que creen ver a su país al borde del caos. Su portavoz más conocido es el periodista Ahmed Rashid. En el WASHINGTON POST, suplicaba al Congreso que no obstaculizara ni retrasara la liberación de fondos destinados al Ejército (para dotarse de medios de lucha contrainsurgentes) y al Gobierno (para que contribuya a estabilizar la economía de Pakistán), porque estima que la situación se deteriora velozmente y la desestabilización del país es más que un peligro cierto.

Rashid admite que los legisladores exijan ciertas garantías y, como feroz crítico del Ejército y de los servicios secretos de su país que es, reconoce que parte de la ayuda estadounidense entregada en los últimos años no fue destinada a la lucha contra el terrorismo jihadista, sino a fortalecer un arsenal pensado para combatir a la India.

Al Ejército de Pakistán le resulta muy duro retirar a sus mejores efectivos de la frontera oriental, donde afrontan la permanente alarma de una potencial confrontación con la India, para concentrarlos justo al otro lado del país, en la porosa región fronteriza del noroeste en la que se encuentran los nutrientes de la resistencia islámica.

Washington se encuentra hoy con un problema –con una pesadilla- que es, en gran medida, creación suya. Como, de otra manera, ocurrió en Irak con Saddan Hussein. Esos combatientes jihadistas de hoy son herederos de una cultura establecida a comienzos de los ochenta, cuando la Norteamérica de Reagan selló con el Pakistán del general Zia Ul Haq la creación, financiación, entrenamiento y aprovisionamiento logístico y armamentístico de la resistencia antisoviética en Afganistán.

A los ultras de Washington de aquellos años no les importó el sesgo marcadamente integrista que fueron adoptando buena parte de los muyaidines, su escaso respeto por los derechos humanos y por la libertad. El gran cómplice de la administración Reagan en esa estrategia de desgaste, a toda costa, del Ejército Rojo fue el presidente golpista de Pakistán. El general Zia Ul Haq era el Pinochet pakistaní. Ali Bhutto, el padre de Benazzir, lo nombró porque lo creía fiel e inofensivo y terminó derrocándolo y ejecutándolo.

Zia impuso la Ley Marcial para amparar un régimen represivo terrible. Aplicó la sharia en numerosas instancias judiciales, sociales y culturales del país. Llenó Pakistán de intransigentes madrazas coránicas y protegió sin disimulo a los elementos más radicales de la resistencia afgana. Hasta su muerte (¿asesinato?) en 1988, al estrellarse el helicóptero en que viajaba, Zia completó un mandato siniestro.

Veinte años después, su legado sigue dominando las mentes y comportamientos del instituto armado pakistaní, el único poder real del país, y no sólo por su capacidad de imponer la agenda política, sino por su fortaleza económica. El Ejército de Pakistán es un auténtico Estado dentro del Estado, por no decir que es el Estado mismo, o su interprete único e implacable. Su servicio secreto, el SIS pone y quita veto a presidentes y gobiernos, jefes del Ejército o de la policía.

Después de los atentados del 11-S, los militares pakistaníes no pudieron oponerse al derrocamiento de los estudiantes islámicos, por haberse convertido en anfitriones de Bin Laden. Pero todo indica que colaboraron en su recuperación y en la contraofensiva talibán en Afganistán, durante el segundo mandato de Bush, a medida que el Pentágono se enfangaba en Irak. Es muy difícil desbaratar una estrategia alimentada durante toda una generación. A los estrategas norteamericanos no les importaba lo más mínimo armar hasta los dientes a esta dudosa clientela. Y, de paso, reforzar a esos militares pakistaníes a quienes hoy reprochan que no acaben con las criaturas a que les habían encargado nutrir y desarrollar.

LA GRIPE COMO SÍNTOMA

8 de Mayo de 2009

La epidemia de gripe N1H1 ha puesto de manifiesto la complejidad de los problemas y asuntos pendientes en las relaciones entre México y los Estados Unidos y las enormes dificultades con que tropieza su resolución.

La gestión de la emergencia sanitaria no ha ayudado precisamente a establecer un clima de serenidad. El pánico ante una amenaza desbocada, el mejorable manejo de la información por parte de las autoridades mexicanas, el fermento destructor de la crisis económica y una cobertura mediática que no ha podido evitar el alarmismo han favorecido la aparición de actitudes y comportamientos racistas y xenófobos al norte de Río Grande.

Algunos casos han sido especialmente llamativos como el que cuenta el diario mexicano EL UNIVERSAL. Betsy Perry, asesora comercial y amiga personal del alcalde de Nueva York, Michel Bloomberg, escribió en su blog que “entre armas, drogas, secuestros y la gripe porcina, este pobre país no puede darse ni siquiera un respiro, y tal vez no deba hacerlo". Y exigía a las autoridades mexicanas que controlaran a sus “banditos” (sic). Medios de comunicación mejicanos e hispanos de Estados Unidos aventaron su indignación y Perry se vió obligada a dimitir.

Otros comentarios descalificatorios y despectivos que vinculaban el peligro de extensión de la epidemia con los inmigrantes ilegales por sus dificultades para recibir tratamiento sanitario han sido especialmente insidiosos.

Por su intensidad emocional, la gripe puede perjudicar las relaciones bilaterales precisamente cuando parecían encauzarse dos grandes asuntos estratégicos: el combate combinado contra el narcotráfico y la política migratoria.

Barack Obama y Hillary Clinton habían acertado en sus pronunciamientos públicos, al admitir responsabilidades de Estados Unidos en la extensión del poder de las mafias mejicanas de la droga. Las terminales del mercado de estupefacientes se encuentran en territorio norteamericano. Los carteles cruzan la frontera para aprovisionarse de armas en Estados Unidos con casi total impunidad. Obama quiere aumentar significativamente el presupuesto destinado a la seguridad fronteriza para combatir el poderío narcotraficante, según avanza LOS ANGELES TIMES.

La política migratoria es uno de los asuntos más cruelmente maltratados (y no son pocos) por la administración Bush. En estos momentos, se calcula que residen en Estados Unidos 12 millones de inmigrantes ilegales. Méjico no es el único, pero si el principal país de origen de este colectivo.

Obama sabe que no puede dejar pudrirse un problema explosivo y de dolorosas consecuencias para millones de personas. El endurecimiento de leyes y operativos contra la migración ilegal en los últimos años ha generado situaciones muy injustas y crueles. Las redadas salvajes, la separación de familias, la complicidad de empresarios sin escrúpulos con agentes de la migra (la policía migratoria), la permisividad con los poderosos y la agresividad hacia los débiles han dibujado una realidad profundamente descarnada en materia migratoria.
Hace unos meses, en Iowa, durante la elaboración de un reportaje televisivo, pudimos comprobar los efectos dañinos que esta política puramente represiva ocasionó sobre decenas de guatemaltecos. Los dueños de una de la mayores empresas de empaquetamiento de comida de Estados Unidos fueros procesados, después de explotar sin miramientos a cientos de inmigrantes ilegales, de someterlos a malos tratos de forma consciente y prolongada, de emplear abusivamente mano de obra infantil. Pero las victimas también fueron castigadas. Los maridos fueron detenidos y sometidos a un régimen de reclusión itinerante y no transparente. Las madres y esposas, obligadas a permanecer en caso y sujetas a un vejatorio sistema de vigilancia electrónica adosado a sus piernas. Los hijos, desarraigados y privados de esperanza para su futuro.

Estos episodios probablemente no volverán a ocurrir con la misma crueldad. La nueva administración ha “humanizado” los procedimientos de persecución de los ilegales como parte de una revisión general de las normas de seguridad en fronteras y aduanas. Lo positivo es que el énfasis en la actuación de las fuerzas de seguridad se pondrá a partir de ahora en el castigo a los empresarios que contratan a ilegales y no en la persecución de los trabajadores desesperados.

Los medios progresistas estiman que se trata de actuaciones prometedoras pero advierten que podrían tener consecuencias indeseables si no se complementan con medidas sociales que sólo pueden tener consistencia mediante una nueva política migratoria global. El presidente Obama ya ha anunciado que estará lista este año, sin dilaciones. La actual administración parece decidida a acometer el elemento cardinal: la normalización legal de estas personas. Obama ha apuntado la necesidad de “un camino hacia la asimilación y la ciudadanía”.

Las fuerzas hostiles ya han dejado patente su disgusto y su voluntad de influir pesadamente en las decisiones del nuevo gobierno. Los republicanos no quieren ni oír hablar de la legalización y los demócratas se dividen entre los que se manifiestan incómodos, los dubitativos y los moderada y declaradamente favorables.

Los sindicatos, después de una larga evolución, han superado sus divisiones internas y parecen haber entendido que la defensa de los derechos de los trabajadores norteamericanos no es incompatible con el respeto a los derechos de los inmigrantes. Hace sólo unas semanas manifestaron su apoyo al sentido que la Casa Blanca quiere imprimir a la reforma.

La polémica procede ahora de los empresarios que abogan por el mantenimiento de los programas de fomento del trabajo temporal, como hizo Bush, para seguir disponiendo de mano de obra más barata y, en muchos casos, sumisa. Estos programas han provocado significativas situaciones de abusos y violaciones de derechos laborales.

Para reforzar la coherencia de esa nueva política migratoria que se pretende, es imprescindible acoplarla con una revisión de normas laborales que garanticen salario mínimo, derecho a asociación y medidas de salud y protección en el trabajo, entre otras, como recomendaba hace unos días THE NEW YORK TIMES.

Las penosas manifestaciones racistas o xenófobas de estos días de pánico nos indican que la administración Obama tendrá que exhibir más que buenas intenciones para dignificar esta dimensión de la sociedad norteamericana.

14 SEMANAS Y MEDIA

29 de abril de 2009

Cumplidos los emblemáticos –y mediáticos- primeros cien días de Obama al frente de la Casa Blanca, el veredicto popular es inapelable. En Estados Unidos, casi tres de cuatro personas confían en su máximo dirigente, en un momento en que los políticos mundiales son, en general, objeto de desprecio. Y desde fuera, la percepción generalizada es que su hiperliderazgo de maneras suaves se salva del naufragio de la mediocridad escandalosa que campea en otras democracias occidentales.

Es cierto que sus recetas para afrontar la crisis bancaria y financiera son tímidas, un tanto complacientes con los propios responsables del desastre y están lastradas por un equipo demasiado vinculado a intereses sospechosos. Que su apuesta por la reactivación económica es oportuna y deseada por la gente, pero esta plagada de compromisos y maniobras que podrían aminoran su impacto, como le reprocha el Nobel Krugman. Que la liquidación de las depravaciones herederas de la era Bush ha devuelto un aire de decencia a la Casa Blanca, pero una incómoda ambigüedad a la hora de detectar y castigar a los violadores deliberados de los derechos humanos empañan sus propósitos. Como dice Human Rights Watch, en este terreno, Obama ha hecho “progresos significativos” pero también ha dado “pasos en falso”.

Quizás lo más valioso de estos cien días es que Obama no ha querido disimular sus debilidades, sus dudas, sus componendas. Puede ser ingenuidad o falta de experiencia. O pura exigencia de su marketing político, en el que exhibe una destreza impresionante. Pero, en positivo, puede tratarse de una apuesta atrevida por la honestidad. Los norteamericanos aprecian que el presidente más popular en una generación no presuma de poder resolverlo todo. De momento, les vale con que les hable claro. Por supuesto, quieren soluciones, quieren recuperar los empleos perdidos, las casas hipotecadas, el futuro secuestrado. Pero agradecen que no se les haga el discurso ni las poses de salvapatrias.

Desde fuera de Estados Unidos, Obama ha sido un alivio. Menos ingenuos, los europeos aplazan el análisis de fondo hasta completar un kilometraje más amplio, pero se sienten cómodos con el comportamiento del piloto. Con el estilo de liderazgo de Obama se puede trabajar. Los problemas volverán, las tensiones no se podrán evitar. Pero se confía en una gestión sin dramatismo de los conflictos.

Los latinoamericanos, acostumbrados a ser despreciados cuando no vilipendiados por el vecino del Norte, son los que mejor pueden apreciar este cambio en Washington. El cruce de desafíos positivos con Cuba, el apretón de manos de Chávez, las invitaciones a compartir y no a imponer no solucionan nada de por sí, pero todos aceptan que se trata de gestos positivos que había que dar, y se han dado.

No es raro que el WALL STREET JOURNAL dude de la fé de Obama en el diálogo con sus aliados y adversarios. O que LOS ANGELES TIMES asegure que "el presidente haya recorrido el mundo criticando a su predecesor, flagelando la nación en el altar de la opinión pública internacional”. queEs pura expresión de la incomodidad del establishment. Por el contrario, la llamada prensa liberal percibe en América “alivio y orgullo” (THE NEW YORK TIMES) por el entusiasmo que despierta el Presidente.


Paciencia y humildad. Un buen ejemplo de este nuevo paradigma en la política exterior lo señaló Hillary Clinton cuando admitió los errores de Estados Unidos en el crecimiento del narcotráfico, auténtica amenaza de destrucción de lo que queda de democracia en el vecino México. La asunción de responsabilidades coloca a Washington ante el inevitable cambio de juego. Que Obama se haya atrevido a abordar el intrincado problema de la inmigración ilegal –un fenómeno hispano- le añade valentía al empeño.
Desde una perspectiva progresista hay otras actuaciones que resultan inquietantes. Si los años de Obama no sirven para invertir la tendencia antiredistributiva de los últimos treinta años, la decepción podría ser enorme y los efectos, a medio y largo plazo, demoledores. Por eso, la consecución de la reforma del sistema salud resulta tan emblemático. No sólo resolvería una deuda social histórica: constituiría el mayor desafío a los grandes intereses que condicionan la democracia norteamericana.

Las fracturas sociales en Estados Unidos han alcanzado una dimensión de la que se tiene quizás poca conciencia en Europa. Hemos importado un modelo que resulta tóxico para un proyecto de justicia social. Europa necesita revisar principios y prácticas que se han presentado como indiscutibles en los últimos treinta años. Paradójicamente, del mismo lugar del que vino la perversión pueden llegar ahora ciertas inspiraciones reparadoras. Obama no es un revolucionario, no tiene esa ambición, y sus credenciales reformistas están por demostrar. Pero basta con que cambie las agujas allá para que caigas acá determinados muros conceptuales.

La otra amenaza tiene que ver con las responsabilidades de Estados Unidos en la recomposición del orden mundial. Los medios progresistas andan estos días muy inquietos por la lectura que consejeros del presidente están haciendo sobre lo que podemos denominar “intercambio de guerras”. Iraq por Afganistán. El discurso de la lucha contra el terror está plagado de falsedades, de profecías autocumplidas, de profunda deshonestidad intelectual. Obama no las produce, pero puede intoxicarse con residuos muy activos que siguen corrompiendo el pensamiento estratégico del establishment norteamericano. No se ha explicado por qué el avance taliban amenaza a Estados Unidos a Occidente, porque difícilmente sea verdad. A los que amenaza es a los afganos, sobre todo a ciertos sectores de la población. Pero el principal responsable de la recuperación islamofanática ha sido la irresponsable política norteamericana: la histórica, pero también la reciente. No puede taparse la torpeza con una “guerra justa”. Y Obama, a veces, da la sensación de que se autocomplace con esa pirueta.

Y finalmente, otro elemento de preocupación es el silencio ante los mecanismos falaces del sistema político. Irrita ese gusto de los norteamericanos por creerse protegidos por la pureza de los orígenes. El historiador Howard Zinni ha dejado escritas páginas soberbias sobre la perversión intrínseca de la democracia americana. En este asunto, Obama está siendo demasiado convencional, por el momento. Puede ser una cuestión de prioridades, o de agotamiento de energías, él, tan hiperactivo. Pero parece más bien la resistencia clásica a no aceptar la terrible levedad del oficio de político en Estados Unidos. La creatividad de su campaña, la irresistible modernidad de su discurso, la fortaleza tecnológica en la construcción del nuevo imaginario no pueden ocultar la extrema necesidad que la democracia norteamericana tiene de reinventarse, si no quiere convertirse en un puro artificio. En estos cien días no ha habido un hueco para eso. Pero también es verdad que pocos lo han reclamado.