LA HIPOCRESÍA NUCLEAR

28 de Mayo de 2009

El vicepresidente de Estados Unidos, Joe Biden, anunció el pasado mes de octubre que, antes de que se cumpliera seis meses de su entonces hipotética llegada a la Casa Blanca, Barak Obama tendría que afrontar su primera gran prueba internacional. Su profecía se ha cumplido.
En realidad, ya se han producido decisiones trascendentes en política exterior, algunas de gran valor y cierta esperanza; otras, inquietantes y reveladoras de lo difícil, por no decir imposible, que resulta cambiar la lógica imperial. Pero el segundo y último test nuclear de Corea del Norte –y el lanzamiento adicional de dos cohetes- reúne todas las condiciones para ser considerado por cancillerías, analistas y observadores como esa gran prueba al acecho.
Obama se lo ha tomado con seriedad, pero con calma. Tenía prevista una partida de golf y no la suspendió. Seguramente, el juego le sirvió para ensayar paciencia, autocontrol y precisión en la respuesta. Coordinar sanciones bajo el paraguas de la ONU es, seguramente, la respuesta más adecuada, aunque es dudoso que sirva para enderezar el problema.
El revuelo internacional ocasionado evidencia la hipocresía que rodea este asunto de las armas nucleares: quien tiene derecho a poseerlas, por qué se ha llegado a esta situación y quienes son los responsables de la inseguridad que provoca su crecimiento y la incertidumbre sobre su inmediato destino.
Como de todos es sabido, Estados Unidos abrió la caja de Pandora en 1945. No se trataba de una necesidad militar. Las bombas cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki cuando Japón ya estaba prácticamente derrotado. En realidad, se trató de una exhibición de fuerz, de marcar el inicio de una nueva etapa en las relaciones internacionales, de dejar claro quien era el nuevo dueño supremo del mundo. Las bombas abrasaron Japón, pero su verdadero destinatario político fue la nueva superpotencia emergente: la Unión Soviética. Ya sabemos lo que ocurrió después.
Durante décadas, Washington y Moscú practicaron una preocupación muy selectiva sobre el desarrollo nuclear militar. A los aliados se les toleró ciertos privilegios. A otros, no se les pudo –o no se quiso- evitar su llegada al club atómico.
Sesenta y cuatro años después, ocho países (China, Corea del Norte, India, Pakistan, Indonesia, Iran, Israel y Egipto) acompañan a Estados Unidos en la renuncia a suscribir el Tratado de prohibición de pruebas nucleares. Clinton estuvo a punto de sacarlo adelante, pero la mayoría de senadores republicanos se lo impidió en 1999. Obama le ha encargado ahora a su vice Biden que lo intente de nuevo, pero no lo tiene asegurado. El ensayo norcoreano puede resultar de mucha utilidad a quienes se oponen de forma recalcitrante.
Los neocon consideran a Corea del Norte el estado más canalla entre los canallas. Otros analistas más templados simplemente destacan el fracaso de su experimento comunista y su atormentado destino. Corea fue el primer escenario bélico de la guerra fría, el banco de pruebas del anticomunismo beligerante en Asia. La guerra resolvió poco o nada. La división de Corea se ha perpetuado, más allá de la europea. La Corea comunista y la Corea capitalista son igualmente anómalas. Pero mientras la segunda se integró en el sistema económico mundial, la primera ha quedado como vestigio sórdido de la derrota comunista.
Corea es el único ejemplo de dinastía roja. El padre Kim Il Sung, despiado y brutal, dejó una herencia de hambre y terror al hijo primogénito Kim Il Song. Los arcanos occidentales pintan esta caricatura de su personalidad: enfermizo, ridículo, caprichoso e incapaz.
En estos veinte años de mandato, Kim II ha mantenido el régimen, aunque el hambre asedie a su población, si son ciertas las informaciones de inteligencia occidentales. Su pretendida inutilidad no le ha impedido, sin embargo, dotarse del último instrumento negociador eficaz frente a la hostilidad exterior: el arma atómica.
Estados Unidos y sus aliados occidentales han fracasado estrepitosamente en el seguimiento y neutralización del lunático propósito de Kim. Clinton le ofreció alimentos, petróleo, centrales nucleares civiles y cierto reconocimiento para aplacar su peligroso apetito. Bush, sacando pecho, intentó primero arrinconar al tiranuelo, pero cuando se dio cuenta de que necesitaba más que bravuconadas para conseguirlo, se puso a practicar distintas versiones del palo y la zanahoria.
En esta errática política, Estados Unidos se procuró aliados exteriores (Europa), protegidos regionales (Japón y Corea del Sur), y cómplices improbables (Rusia y China). Las negociaciones a seis (los cinco anteriores y el propio estado reo) han sido un clamoroso fracaso. El analista conservador Robert Kagan, considerado un especialista en la materia, reprocha a Clinton su falta de realismo; a Bush, con amargura, su inconsecuencia. A los supuestos socios de conveniencia rusos y chinos, su comportamiento hipócrata y mendaz: en particular, Pekín manipula a su marioneta y maneja su propio juego en esa zona de importancia estratégica vital para China.
Kagan cree que, llegados a este punto, lo mejor es que Washington garantice a surcoreanos y japoneses su protección sin mínimo atisbo de dudas, que se olvide de Moscú y Pekín y que, si merece la pena, inicie una estrategia bilateral con Pyongyang, con dos objetivos claros: hacer al régimen todo el daño posible hasta que Kim pase el testigo dinástico e intentar enterrar el proyecto nuclear con un líder más avenido a razones.
Otros medios más templados del establishment aconsejan a Obama una firme prudencia. Y mucha consulta internacional. El WASHINGTON POST cree que el presidente no debería abordar el caso “como si se tratara de una crisis, ni siquiera un asunto urgente”. En el NEW YORK TIMES, David Sanger cita fuentes próximas a Obama para identificar el verdadero sentido de la preocupación con este asunto: no es que Corea del Norte vaya a usar la bomba. Lo que se teme es que la ponga en el mercado. Por tanto, se impone controlar el tráfico de lo que sale del país. Un bloqueo naval sin contemplaciones. Y esperar acontecimientos. Comprobar si Kim está realmente moribundo, confiar en que sus hasta ahora sumisos generales se decidan a acelerar su agonía, y ser muy generoso en la seducción del que asuma la herencia.
En todo caso, nunca dar la impresión de que saldría gratis sobrepasar ciertas líneas. No por el peligro real que el dictador norcoreano representa, sino por la lección equivocada que puede extraer Irán, el otro estado con ínfulas nucleares, el que realmente preocupa.

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